Cuando los padres Carey y MacCarroll entraron a su celda, Roger había recibido ya el papel, la pluma y la tinta que pidió, y, con pulso firme, sin titubeos, había escrito de corrido dos breves misivas. Una a su prima Gertrude y otra, colectiva, a sus amigos. Ambas eran muy parecidas. A Gee, además de unas frases sentidas diciéndole cuánto la había querido y los buenos recuerdos de ella que guardaba su memoria, le decía: «Mañana, día de St. Stephen, tendré la muerte que he buscado. Espero que Dios perdone mis errores y acepte mis ruegos». La carta a sus amigos tenía el mismo relente trágico: «Mi último mensaje para todos es un sursum corda. Deseo lo mejor a quienes me van a arrebatar la vida y a los que han tratado de salvarla. Todos son ahora mis hermanos».
Mr. John Ellis, el verdugo, vestido siempre de oscuro y acompañado de su asistente, un joven que se presentó como Robert Baxter y que se mostraba nervioso y asustado, vino a tomarle las medidas —altura, peso y tamaño del cuello— para, le explicó con naturalidad, determinar la altura de la horca y la consistencia de la cuerda. Mientras lo medía con una vara y anotaba en un cuadernito, le contó que, además de este oficio, seguía ejerciendo su profesión de peluquero en Rochdale y que sus clientes trataban de sonsacarle secretos de su trabajo, pero que él, en lo relativo a este tema, era una esfinge. Roger se alegró de que partieran.
Poco después, un centinela le trajo el último envío de cartas y telegramas ya revisados por la censura. Eran de gente que no conocía: le deseaban suerte o lo insultaban y llamaban traidor. Apenas las hojeaba, pero un largo telegrama retuvo su atención. Era del cauchero Julio C. Arana. Estaba fechado en Manaos y escrito en un español que hasta Roger podía advertir abundaba en incorrecciones. Lo exhortaba «a ser justo confesando sus culpas ante un tribunal humano, sólo conocidas por la Justicia Divina, en lo que respecta a su actuación en el Putumayo». Lo acusaba de haber «inventado hechos e influenciado a los barbadenses para que confirmaran actos inconscientes que nunca sucedieron» con el único fin de «obtener títulos y fortuna». Terminaba así: «Lo perdono, pero es necesario que usted sea justo y declare ahora en forma total y veraz los hechos verdaderos que nadie los conoce mejor que usted». Roger pensó: «Este telegrama no lo redactaron sus abogados sino él mismo».
Se sentía tranquilo. El miedo que, en días y semanas anteriores, le producía de pronto escalofríos y le helaba la espalda, se había disipado por completo. Estaba seguro de que iría a la muerte con la serenidad con que, sin duda, lo habían hecho Patrick Pearse, Tom Clarke, Joseph Plunkett, James Connolly y todos los valientes que se inmolaron en Dublín aquella semana de abril para que Irlanda fuera libre. Se sentía desasido de problemas y angustias y preparado para arreglar sus asuntos con Dios.
Father Carey y father MacCarroll venían muy serios y le estrecharon las manos con afecto. Al padre MacCarroll lo había visto tres o cuatro veces pero había hablado poco con él. Era escocés y tenía un pequeño tic en la nariz que daba a su expresión un sesgo cómico. En cambio, con el padre Carey se sentía en confianza. Le devolvió el ejemplar de la Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis.
—No sé qué hacer con él, regáleselo a alguien. Es el único libro que me han permitido leer en Pentonville Prison. No lo lamento. Ha sido una buena compañía. Si alguna vez se comunica con el padre Crotty, dígale que tenía razón. Tomás de Kempis era, como él me decía, un hombre santo, sencillo y lleno de sabiduría.
El padre MacCarroll le dijo que el sheriff estaba ocupando de sus ropas de civil y que pronto se las traería. En el depósito de la prisión se habían ajado y ensuciado y el mismo Mr. Stacey se preocupaba de que las limpiaran y plancharan.
—Es un buen hombre —dijo Roger—. Perdió a su único hijo en la guerra y ha quedado medio muerto de pena, él también.
Luego de una pausa, les pidió que ahora se concentraran en su conversión al catolicismo.
—Reincorporación, no conversión —le recordó una vez más el padre Carey—. Fue siempre católico, Roger, por decisión de esa madre que tanto ha querido y a la que pronto va a volver a ver.
La estrecha celda parecía haberse angostado todavía más con las tres personas. Apenas tuvieron espacio para arrodillarse. Durante veinte o treinta minutos estuvieron rezando, al principio en silencio y luego en voz alta, padrenuestros y avemarias, los religiosos el comienzo de la oración y Roger el final.
Luego, el padre MacCarroll se retiró para que el padre Carey escuchara la confesión de Roger Casement. El sacerdote se sentó a la orilla de la cama y Roger permaneció de rodillas al principio de su larga, larguísima enumeración de sus reales o presuntos pecados. Cuando estalló su primer llanto, pese a los esfuerzos que hacía por contenerse, el padre Carey lo hizo sentarse a su lado. Así prosiguió esa ceremonia final en la que, mientras hablaba, explicaba, recordaba, preguntaba, Roger sentía que, en efecto, se iba acercando más y más a su madre. Por instantes, tenía la fugaz impresión de que la esbelta silueta de Anne Jephson se corporizaba y desaparecía en la pared de ladrillos rojizos del calabozo.
Lloró muchas veces, como no recordaba haber llorado nunca, ya sin tratar de aguantarse las lágrimas, porque con ellas se desahogaba de tensiones y amarguras y le parecía que no sólo su ánimo, también su cuerpo se volvía más ligero. El padre Carey lo dejaba hablar, silencioso e inmóvil. A veces, le hacía una pregunta, una observación, un breve comentario tranquilizador. Luego de señalarle la penitencia y darle la absolución, lo abrazó: «Bienvenido de nuevo a la que fue siempre su casa, Roger».
Muy poco después se abrió otra vez la puerta de la celda y volvió a entrar el padre MacCarroll seguido del sheriff. Mr. Stacey tenía en sus brazos su traje oscuro y su camisa blanca de cuello, su corbata y su chaleco y el padre MacCarroll los botines y las medias. Era la ropa que Roger había llevado el día que el Tribunal de Old Bailey lo condenó a morir ahorcado. Sus prendas de vestir estaban inmaculadamente limpias y planchadas y sus zapatos acababan de ser embetunados y lustrados.
—Le agradezco mucho su amabilidad, sheriff.
Mr. Stacey asintió. Tenía la cara mofletuda y triste de costumbre. Pero ahora evitaba mirarlo a los ojos.
—¿Podré darme un baño antes de ponerme esta ropa, sheriff? Sería una lástima ensuciarla con este cuerpo asqueroso que tengo.
Mr. Stacey asintió, esta vez con media sonrisita cómplice. Luego, salió de la habitación.
Apretándose, los tres se las arreglaron para sentarse en el camastro. Así estuvieron, a ratos callados, a ratos rezando, a ratos conversando. Roger les habló de su infancia, de sus primeros años en Dublín, en Jersey, de las vacaciones que pasaba con sus hermanos donde los tíos maternos, en Escocia. El padre MacCarroll se alegró de oírle decir que las vacaciones escocesas habían sido para Roger niño la experiencia del Paraíso, es decir, de la pureza y la dicha. A media voz, les canturreó algunas de las canciones infantiles que le hicieron aprender su madre y sus tíos, y, también, recordó cómo lo hacían soñar las proezas de los dragones ligeros en la India que les relataba a él y a sus hermanos el capitán Roger Casement cuando estaba de buen humor.
Luego, les cedió la palabra, pidiéndoles que le contaran cómo fue que se hicieron sacerdotes. ¿Habían entrado al seminario llevados por una vocación o empujados por las circunstancias, el hambre, la pobreza, la voluntad de alcanzar una educación, como ocurría con tantos religiosos irlandeses? El padre MacCarroll había quedado huérfano antes de tener uso de razón. Fue acogido por unos parientes ancianos que lo matricularon en una escuelita parroquial donde el párroco, que le tenía cariño, lo convenció de que su vocación era la Iglesia.
—¿Qué otra cosa podía hacer sino creerle? —reflexionó el padre MacCarroll—. En verdad, entré al seminario sin mucha convicción. El llamado de Dios vino después, durante mis años superiores de estudio. Me interesó mucho la teología. Me hubiera gustado dedicarme al estudio y a la enseñanza. Pero, ya lo sabemos, el hombre propone y Dios dispone.
El caso del padre Carey había sido muy distinto. Su familia, comerciantes acomodados de Limerick, eran católicos de palabra más que de obra, de modo que él no creció en un ambiente religioso. Pese a ello había sentido muy joven el llamado y hasta podía señalar un hecho que, tal vez, había sido decisivo. Un Congreso Eucarístico, cuando tenía trece o catorce años, en que escuchó a un padre misionero, el padre Aloyssus, contar el trabajo que realizaban en las selvas de México y Guatemala los religiosos y religiosas con los que había pasado veinte años de su vida.
—Era tan buen orador que me deslumbró —dijo el padre Carey—. Por su culpa estoy en esto todavía. Nunca más lo vi ni volví a saber de él. Pero recuerdo siempre su voz, su fervor, su retórica, sus larguísimas barbas. Y su nombre: father Aloyssus.
Cuando abrieron la puerta de la celda, trayéndole la frugal cena de costumbre —caldo, ensalada y pan—, Roger se dio cuenta de que llevaban varias horas conversando.
Moría el atardecer y comenzaba la noche, aunque algo de sol brillaba aún en los barrotes de la pequeña ventana. Rechazó la cena y se quedó sólo con la botellita de agua.
Y entonces recordó que, en una de sus primeras expediciones por el África, el primer año de su estancia en el continente negro, había pernoctado unos días en una pequeña aldea, de una tribu cuyo nombre había olvidado (¿los bangui, tal vez?). Con ayuda de un intérprete conversó con varios lugareños. Así descubrió que los ancianos de la comunidad, cuando sentían que iban a morir, hacían un pequeño atado con sus escasas pertenencias y, discretamente, sin despedirse de nadie, tratando de pasar desapercibidos, se internaban en la selva. Buscaban un lugar tranquilo, una playita a orillas de un lago o un río, la sombra de un gran árbol, un altozano con rocas. Allí se tumbaban a esperar la muerte sin molestar a nadie. Una manera sabia y elegante de partir.
Los padres Carey y MacCarroll quisieron pasar la noche con él, pero Roger no lo consintió. Les aseguró que se encontraba bien, más tranquilo que en los últimos tres meses. Prefería quedarse solo y descansar. Era verdad. Los religiosos, al ver la serenidad que mostraba, accedieron a partir.
Cuando salieron, Roger estuvo largo rato contemplando las prendas de vestir que le había dejado el sheriff. Por una extraña razón, estaba seguro de que le traería aquellas ropas con las que fue capturado en esa desolada madrugada del 21 de abril en ese fuerte circular de los celtas llamado McKenna’s Fort, de piedras carcomidas, recubiertas por la hojarasca, los helechos y la humedad y rodeadas de árboles donde cantaban los pájaros. Tres meses apenas y le parecían siglos. ¡Qué sería de esas ropas! ¿Las habrían archivado también, junto con su expediente? El traje que le planchó Mr. Stacey y con el que moriría dentro de unas horas se lo había comprado el abogado Gavan Duffy para que apareciese presentable ante el Tribunal que lo juzgó. Para no arrugarlo, lo estiró bajo la pequeña colchoneta del camastro. Y se echó, pensando que le esperaba una larga noche de desvelo.
Asombrosamente, al poco rato se durmió. Y debió dormir muchas horas porque, cuando abrió los ojos con un pequeño sobresalto, aunque la celda estaba en sombras advirtió por el cuadradito enrejado de la ventana que comenzaba a amanecer. Recordaba haber soñado con su madre. Ella tenía una cara afligida y él, niño, la consolaba diciéndole: «No estés triste, pronto nos volveremos a ver». Se sentía tranquilo, sin miedo, deseoso de que terminara aquello de una vez.
No mucho después, o acaso sí, pero él no se había dado cuenta de cuánto tiempo había pasado, se abrió la puerta y, desde el vano, el sheriff —la cara cansada y los ojos inyectados como si no hubiera pegado los ojos— le dijo:
—Si quiere bañarse, debe ser ahora.
Roger asintió. Cuando avanzaban hacia los baños por el largo pasillo de ladrillos ennegrecidos, Mr. Stacey le preguntó si había podido descansar algo. Cuando Roger le dijo que había dormido unas horas, aquél murmuró: «Me alegro por usted». Luego, cuando Roger anticipaba la sensación grata que sería recibir en su cuerpo el chorro de agua fresca, Mr. Stacey le contó que, en la puerta de la prisión, habían pasado toda la noche, rezando, con crucifijos y carteles contra la pena de muerte, muchas personas, algunos sacerdotes y pastores entre ellas. Roger se sentía raro, como si no fuera ya él, como si otro lo estuviera reemplazando. Estuvo un buen rato bajo el agua fría. Se jabonó cuidadosamente y se enjuagó, frotándose el cuerpo con ambas manos. Cuando regresó a la celda, allí estaban ya, de nuevo, el padre Carey y el padre MacCarroll. Le dijeron que el número de gente agolpada en las puertas de Pentonville Prison, rezando y blandiendo pancartas, había crecido mucho desde la noche anterior. Muchos eran parroquianos traídos por el padre Edward Murnaue de la iglesita de Holy Trinity, donde acudían las familias irlandesas del barrio. Pero también había un grupo que vitoreaba la ejecución del «traidor». A Roger, estas noticias lo dejaron indiferente. Los religiosos esperaron afuera de la celda que se vistiera. Se quedó impresionado de lo que había enflaquecido. Las ropas y los zapatos le bailaban.
Escoltado por los dos curas y seguido por el sheriff y un centinela armado, fue a la capilla de Pentonville Prison. No la conocía. Era pequeña y oscura, pero había algo acogedor y apacible en el recinto de techo ovalado. El padre Carey ofició la misa y el padre MacCarroll hizo de monaguillo. Roger siguió la ceremonia conmovido, aunque no sabía si era por las circunstancias o por el hecho de que iba a comulgar por primera y última vez. «Será mi primera comunión y mi viático», pensó. Luego de comulgar, intentó decir algo a los padres Carey y MacCarroll pero no halló las palabras y permaneció silencioso, tratando de orar.
Al volver a la celda habían dejado junto a su cama el desayuno, pero no quiso comer nada. Preguntó la hora, y esta vez sí se la dijeron: las ocho y cuarenta de la mañana. «Me quedan veinte minutos», pensó. Casi al instante, llegaron el gobernador de la prisión, junto con el sheriff y tres hombres vestidos de civil, uno de ellos sin duda el médico que constataría su muerte, algún funcionario de la Corona, y el verdugo con su joven ayudante. Mr. Ellis, hombre más bien bajo y fortachón, vestía también de oscuro, como los otros, pero llevaba las mangas de la chaqueta remangadas para trabajar con más comodidad. Traía una cuerda enrollada en el brazo. En su voz educada y carrasposa le pidió que pusiera sus manos a la espalda porque debía atárselas. Mientras se las amarraba, Mr. Ellis le hizo una pregunta que le pareció absurda: «¿Le hago daño?». Negó con la cabeza.
Father Carey y father MacCarroll se habían puesto a rezar letanías en voz alta. Siguieron rezándolas mientras lo acompañaban, cada uno a su lado, en el largo recorrido por sectores de la prisión que él desconocía: escaleras, pasillos, un pequeño patio, todo desierto. Roger apenas advertía los lugares que iban dejando atrás. Rezaba y respondía a las letanías y se sentía contento de que sus pasos fueran firmes y de que no se le escapara un sollozo ni una lágrima. A ratos cerraba los ojos y pedía clemencia a Dios, pero quien aparecía en su mente era el rostro de Anne Jephson.
Por fin salieron a un descampado inundado de sol. Los esperaba un pelotón de guardias armados. Rodeaban una armazón cuadrada de madera, con una pequeña escalerilla de ocho o diez peldaños. El gobernador leyó unas frases, sin duda la sentencia, a lo que Roger no prestó atención. Luego le preguntó si quería decir algo. Él negó con la cabeza, pero, entre dientes, murmuró: «Irlanda». Se volvió a los sacerdotes y ambos lo abrazaron. El padre Carey le dio la bendición.
Entonces, Mr. Ellis se acercó y le pidió que se agachara para poder vendarle los ojos, pues Roger era demasiado alto para él. Se inclinó y mientras el verdugo le ponía la venda que lo sumió en la oscuridad le pareció que los dedos de Mr. Ellis eran ahora menos firmes, menos dueños de sí mismos, que cuando le ataron las manos. Cogiéndolo del brazo, el verdugo le hizo subir los peldaños hacia la plataforma, despacio para que no fuera a tropezar.
Escuchó unos movimientos, rezos de los sacerdotes y, por fin, otra vez, un susurro de Mr. Ellis pidiéndole que bajara la cabeza y se inclinara algo, please, sir. Lo hizo, y, entonces, sintió que le había puesto la soga alrededor del cuello. Todavía alcanzó a oír por última vez un susurro de Mr. Ellis: «Si contiene la respiración, será más rápido, sir». Le obedeció.