XIV

La etapa de su vida en que estaría más inmerso en los problemas de Irlanda, Roger Casement la inició viajando a las Islas Canarias, en enero de 1913. A medida que la nave se adentraba en el Atlántico, se le iba quitando un gran peso de encima, se iba desprendiendo de aquellas imágenes de Iquitos, el Putumayo, las plantaciones caucheras, Manaos, los barbadenses, Julio C. Arana, las intrigas del Foreign Office, y recobraba una disponibilidad que ahora podría volcar en los asuntos de su país. Ya había hecho lo que podía por los indígenas de la Amazonia. Arana, uno de sus peores verdugos, no volvería a levantar cabeza: era un hombre desprestigiado y arruinado y no era imposible que terminara sus días en la cárcel. Ahora debía ocuparse de otros indígenas, los de Irlanda. También ellos necesitaban librarse de los «aranas» que los explotaban, aunque con armas más refinadas e hipócritas que las de los caucheros peruanos, colombianos y brasileños.

Pero, pese a la liberación que sentía alejándose de Londres, tanto en la travesía como en el mes que permaneció en Las Palmas, estuvo fastidiado por el deterioro de su salud. Los dolores en la cadera y en la espalda debidos a la artritis le sobrevenían a cualquier hora del día y de la noche. Los analgésicos no le hacían el efecto de antes. Debía permanecer horas tendido en la cama de su hotel o en un sillón de la terraza sudando frío. Andaba con dificultad, siempre con bastón, y ya no pudo emprender las largas caminatas por la campiña o por las faldas de los cerros como en viajes anteriores por temor a que en pleno paseo lo paralizara el dolor. Sus mejores recuerdos de esas semanas de principios de 1913 serían las horas que pasó sumergido en el pasado de Irlanda gracias a la lectura de un libro de Alice Stopford Green, The Old Irish World (El mundo antiguo de Irlanda), en el que la historia, la mitología, la leyenda y las tradiciones se mezclaban para retratar una sociedad de aventura y fantasía, de conflictos y creatividad, en la que un pueblo luchador y generoso se crecía ante una naturaleza difícil y hacía gala de coraje e inventiva con sus canciones, sus danzas, sus juegos arriesgados, sus ritos y costumbres: todo un patrimonio que la ocupación inglesa vino a tronchar y a tratar de aniquilar, sin conseguirlo del todo.

Al tercer día de estar en la ciudad de Las Palmas salió, después de cenar, a dar un paseo por los alrededores del puerto, un barrio lleno de tabernas, bares y hotelitos prostibularios. En el parque Santa Catalina, vecino a la playa Las Canteras, luego de explorar el ambiente, se acercó a dos jóvenes con aire de marineros a pedirles fuego. Conversó con ellos un momento. Su imperfecto español, que mezclaba con el portugués, provocaba la hilaridad de los muchachos. Les propuso ir a tomar una copa, pero uno de ellos tenía una cita de modo que se quedó con Miguel, el más joven, un moreno de cabellos ensortijados recién salido de la adolescencia. Fueron a un bar estrecho y humoso llamado Almirante Colón, donde cantaba una mujer entrada en años, acompañada por un guitarrista. Después del segundo trago, Roger, amparado en la semioscuridad del recinto, alargó una mano y la posó sobre la pierna de Miguel. Este sonrió, asintiendo. Envalentonado, Roger corrió un poco más la mano hacia la bragueta. Sintió el sexo del muchacho y una oleada de deseo lo recorrió de pies a cabeza. Hacía muchos meses —«¿cuántos?», pensó, «¿tres, seis?»— que era un hombre sin sexo, sin deseos ni fantasías. Le pareció que con la excitación regresaban a sus venas la juventud y el amor a la vida. «¿Podemos ir a un hotel?», le preguntó. Miguel sonrió, sin asentir ni negar, pero no hizo el menor intento de levantarse. Más bien, pidió otra copa del vino fuerte y picante que les habían servido. Cuando la mujer terminó de cantar, Roger pidió la cuenta. Pagó y salieron. «¿Podemos ir a un hotel?», volvió a preguntarle en la calle, ansioso. El muchacho parecía indeciso, o, tal vez, demoraba en responder para hacerse de rogar y aumentar la recompensa que obtendría por sus servicios. En eso, Roger sintió una cuchillada en la cadera que lo hizo encogerse y apoyarse en la baranda de una ventana. Esta vez el dolor no le vino a pocos, como otras veces, sino de golpe y más fuerte que de costumbre. Como una cuchillada, sí. Debió sentarse en el suelo, doblado en dos. Asustado, Miguel se alejó a paso vivo, sin preguntarle qué le ocurría ni decirle adiós. Roger permaneció mucho rato así, encogido, con los ojos cerrados, esperando que amainara ese hierro al rojo vivo que se encarnizaba con su espalda. Cuando pudo ponerse de pie, tuvo que caminar varias cuadras, muy despacio, arrastrando los pies, hasta encontrar un coche que lo llevara al hotel. Sólo al amanecer cedieron los dolores y pudo dormir. En el sueño, agitado y con pesadillas, sufría y gozaba a orillas de un precipicio al que todo el tiempo estaba a punto de rodar.

A la mañana siguiente, mientras desayunaba, abrió su diario y, escribiendo despacio y con letra apretada, hizo el amor con Miguel, varias veces, primero en la oscuridad del parque Santa Catalina oyendo el murmullo del mar, y, luego, en el cuarto pestilente de un hotelito desde el que se oían ulular las sirenas de los barcos. El muchacho moreno cabalgaba sobre él, burlándose, «eres un viejo, eso es lo que eres, un viejo viejísimo», y dándole unos manotazos en las nalgas que lo hacían gemir, acaso de dolor, acaso de placer.

Ni el resto del mes que pasó en las Canarias, ni durante el viaje al África del Sur, ni las semanas que estuvo en Cape Town y en Durban con su hermano Tom y su cuñada Katje, volvió a intentar otra aventura sexual, paralizado por el temor de volver a vivir, por culpa de la artritis, una situación tan ridícula como la que, en el parque Santa Catalina de Las Palmas, frustró su encuentro con el marinero canario. De cuando en cuando, como lo había hecho tantas veces en el África y en el Brasil, hacía el amor a solas, garabateando las páginas de su diario con letra nerviosa y apurada, frases sintéticas, a veces tan chuscas como solían ser aquellos amantes de unos minutos o unas horas a los que tenía luego que gratificar. Esos simulacros lo hundían en un sopor deprimente, de modo que procuraba espaciarlos, pues nada lo hacía tan consciente de su soledad y de su condición de clandestino, que, lo sabía muy bien, lo acompañaría hasta su muerte.

El entusiasmo que le causó el libro de Alice Stopford Green sobre la vieja Irlanda hizo que pidiera a su amiga más material de lectura sobre el tema. El paquete con libros y folletos que le envió Alice llegó cuando estaba por embarcar en el Grantilly Castle rumbo a África del Sur, el 6 de febrero de 1913. Leyó día y noche durante la travesía y lo siguió haciendo en Sudáfrica, de modo que, a pesar de la distancia, aquellas semanas volvió a sentirse muy cerca de Irlanda, la de ahora, la de ayer y la remota, un pasado del que le parecía ir apropiándose con los textos que Alice seleccionó para él. En el curso del viaje los dolores de la espalda y la cadera disminuyeron.

El encuentro con su hermano Tom, después de tantos años, fue penoso. Contrariamente a lo que Roger había pensado cuando decidió ir a verlo, que el viaje lo acercaría a su hermano mayor y crearía entre ambos un vínculo afectivo que en verdad nunca había existido, sirvió más bien para constatar que eran dos extraños. Salvo el parentesco sanguíneo, no existía entre ambos nada en común. Todos estos años se habían escrito, generalmente cuando Tom y su primera mujer, Blanche Baharry, una australiana, tenían problemas económicos y querían que Roger los ayudara. Nunca había dejado de hacerlo, salvo cuando los préstamos que su hermano y su cuñada le pedían eran excesivos para su presupuesto. Tom se había casado por segunda vez con una sudafricana, Katje Ackerman, y ambos habían iniciado un negocio turístico en Durban que no funcionaba bien. Su hermano parecía más viejo de lo que era y se había convertido en el sudafricano prototípico, rústico, bruñido por el sol y la vida al aire libre, de maneras informales y algo rudas, que hasta en su manera de hablar inglés parecía mucho más un sudafricano que un irlandés. No le interesaba lo que ocurría en Irlanda, Gran Bretaña ni Europa. Su tema obsesivo eran los problemas económicos que enfrentaba con el lodge que había abierto con Katje en Durban. Ellos pensaban que la belleza del lugar atraería a turistas y cazadores, pero no acudían tantos y los gastos de mantenimiento eran más altos de lo que calcularon. Se habían hecho muchas ilusiones con este proyecto y temían que, tal como iban las cosas, tuvieran que malvender el lodge. Aunque su cuñada era más divertida e interesante que su hermano —tenía aficiones artísticas y sentido del humor—, Roger terminó arrepintiéndose de haber hecho ese largo viaje sólo para visitar a la pareja.

A mediados de abril emprendió el regreso a Londres. Para entonces se sentía más animado y, gracias al clima sudafricano, los dolores de la artritis se habían atenuado. Ahora su atención estaba concentrada en el Foreign Office. No podía seguir postergando la decisión ni pedir nuevos permisos sin goce de sueldo. O volvía a retomar el consulado en Río de Janeiro, como le pedían sus jefes, o renunciaba a la diplomacia. Volver a Río, ciudad que nunca le gustó, que, pese a la belleza física de su entorno, siempre sintió que le era hostil, se le hacía intolerable. Pero no sólo era eso. Sobre todo, no quería volver a vivir en la duplicidad, ejercer de diplomático al servicio de un Imperio que condenaba con sus sentimientos y principios. Durante toda la travesía de regreso a Inglaterra hizo cálculos: sus ahorros eran escasos, pero, llevando una vida frugal —para él era fácil— y con la pensión que recibiría por los años que acumulaba como funcionario, se las arreglaría. Al llegar a Londres su decisión estaba tomada. Lo primero que hizo fue ir al Ministerio de Relaciones Exteriores a llevar su renuncia explicando que se retiraba del servicio por razones de salud.

Permaneció muy pocos días en Londres, organizando su retiro del Foreign Office y preparando su viaje a Irlanda. Lo hacía con alegría, pero, también, con algo de nostalgia anticipada, como si fuera a alejarse para siempre de Inglaterra. Vio a Alice un par de veces y también a su hermana Nina, a quien, para no preocuparla, le ocultó los quebrantos económicos de Tom en Africa del Sur. Trató de ver a Edmund D. Morel, quien, curiosamente, no le había contestado ninguna de las cartas que le escribió en los últimos tres meses. Pero su viejo amigo, el Bulldog, no pudo recibirlo, alegando viajes y obligaciones que, a todas luces, eran pretextos. ¿Qué le ocurría a ese compañero de luchas al que admiraba y quería tanto? ¿Por qué ese enfriamiento? ¿Qué chisme o intriga le habían hecho llegar para indisponerlo con él? Poco después, Herbert Ward le hizo saber, en París, que Morel, enterado de la dureza con que Roger criticaba a Inglaterra y al Imperio en lo relativo a Irlanda, evitaba verlo para no hacerle saber su oposición a semejantes actitudes políticas.

—Ocurre que, aunque no te des cuenta, te has vuelto un extremista —le dijo Herbert, medio en broma, medio en serio.

En Dublín, Roger alquiló una casita diminuta y vetusta en el número 55 de Lower Baggot Street. Tenía un minúsculo jardín con geranios y hortensias que podaba y regaba temprano en las mañanas. Era un barrio tranquilo de tenderos, artesanos y comercios baratos donde los domingos las familias iban a la misa, las señoras emperifolladas como para una fiesta y los hombres con sus trajes oscuros, las gorras puestas y los zapatos lustrados. En el pub con telarañas de la esquina, que atendía una cantinera enana, Roger tomaba cerveza negra con el verdulero, el sastre y el zapatero del vecindario, discutía de la actualidad y cantaba viejas canciones. La fama que alcanzó en Inglaterra por sus campañas contra los crímenes en el Congo y en la Amazonia se había extendido a Irlanda y, pese a sus deseos de llevar una vida sencilla y anónima, desde su llegada a Dublín se vio solicitado por gente muy diversa —políticos, intelectuales, periodistas y clubes y centros culturales— para dar charlas, escribir artículos y asistir a reuniones sociales. Hasta tuvo que posar para una conocida pintora, Sarah Purser. En el retrato que le hizo, Roger aparecía rejuvenecido y con un aire de seguridad y de triunfo en el que no se reconoció.

Una vez más retomó sus estudios del viejo irlandés. La profesora, Mrs. Temple, con bastón, anteojos y un sombrerito con velo, iba tres veces por semana a darle clases de gaélico y le dejaba unas tareas que luego corregía con un lápiz rojo y calificaba con notas generalmente bajas. ¿Por qué tenía tanta dificultad para aprender esa lengua de los celtas con quienes tanto quería identificarse? Él tenía facilidad para los idiomas, había aprendido el francés, el portugués, por lo menos tres lenguas africanas, y era capaz de hacerse entender en español e italiano. ¿Por qué la lengua vernácula de la que se sentía solidario se le escapaba de tal modo? Cada vez que, con gran esfuerzo, aprendía algo, a los pocos días, a veces a las pocas horas, lo olvidaba. Desde entonces, sin decírselo a nadie, y todavía menos en las discusiones políticas donde, por una cuestión de principio, sostenía lo contrario, comenzó a preguntarse si era realista, si no resultaba una quimera, el sueño de gentes como el profesor Eoin MacNeill y el poeta y pedagogo Patrick Pearse, creer que se podía resucitar la lengua que el colonizador persiguió y volvió clandestina, minoritaria y casi extinguió y convertirla de nuevo en la lengua materna de los irlandeses. ¿Era posible que en la Irlanda futura el inglés retrocediera y, gracias a los colegios, a los diarios, a los sermones de los párrocos y discursos de los políticos, lo reemplazara la lengua de los celtas? En público, Roger decía que sí, no sólo era posible, también necesario, para que Irlanda recuperara su auténtica personalidad. Sería un proceso largo, de varias generaciones, pero inevitable, pues, sólo cuando el gaélico fuera de nuevo la lengua nacional, Irlanda sería libre. Sin embargo, en la soledad de su escritorio de Lower Baggot Street, cuando se enfrentaba a los ejercicios de composición en gaélico que le dejaba Mrs. Temple, se decía que aquél era un empeño inútil. La realidad había avanzado demasiado en una dirección para torcerla. El inglés había pasado a ser la manera de comunicarse, de hablar, de ser y de sentir de una inmensa mayoría de irlandeses, y querer renunciar a ello era un capricho político del que sólo podía resultar una confusión babélica y convertir culturalmente a su amada Irlanda en una curiosidad arqueológica, incomunicada con el resto del mundo. ¿Valía la pena?

En mayo y junio de 1913 su vida tranquila y de estudio se vio bruscamente interrumpida cuando, a raíz de una conversación con un periodista de The Irish Independent que le habló de la pobreza y primitivismo de los pescadores de Connemara, siguiendo un impulso, decidió viajar a esa región al oeste de Galway donde, según había oído, se conservaba todavía intacta la Irlanda más tradicional y cuyos pobladores mantenían vivo el viejo irlandés. En vez de una reliquia histórica, en Connemara Roger se encontró con un contraste espectacular entre la belleza de las montañas esculpidas, laderas barridas por las nubes y pantanos vírgenes a cuyas orillas merodeaban los caballos enanos oriundos de la región, y gentes que vivían en una miseria pavorosa, sin escuelas, sin médicos, en un desvalimiento total. Para colmo, acababan de presentarse algunos casos de tifus. La epidemia podía extenderse y causar estragos. El hombre de acción que había en Roger Casement, a veces apagado pero nunca muerto, de inmediato se puso manos a la obra. Escribió un artículo en The Irish Independent, «El Putumayo irlandés», y creó un Fondo de Ayuda del que fue primer donante y suscriptor. A la vez, se empeñó en acciones públicas con las Iglesias Anglicana, Presbiteriana y Católica y diversas asociaciones de beneficencia, y animó a médicos y enfermeras a ir a las aldeas de Connemara como voluntarios para apoyar la escasa acción sanitaria oficial. La campaña tuvo éxito. Llegaron muchos donativos de Irlanda e Inglaterra. Roger hizo tres viajes a la región llevando medicinas, ropa y alimentos para las familias afectadas. Además, creó un comité para proveer a Connemara de dispensarios de salud y construir escuelas primarias. Con motivo de esta campaña, en esos dos meses tuvo agotadoras reuniones con clérigos, políticos, autoridades, intelectuales y periodistas. El mismo se sorprendía de la consideración con que era tratado, incluso por quienes discrepaban de sus posiciones nacionalistas.

En julio volvió a Londres para hacerse ver por los médicos, que debían informar al Foreign Office si eran exactas las razones de salud que alegaba para renunciar a la diplomacia. Aunque, pese a la intensa actividad desplegada con motivo de la epidemia de Connemara, no se sentía mal, pensó que el examen sería un mero trámite. Pero el informe de los médicos fue más serio de lo que pensaba: la artritis en la columna vertebral, el ilíaco y las rodillas, se había agravado. Se podía aliviar con un tratamiento riguroso y una vida muy quieta, pero no era curable. Y no se podía descartar que, si avanzaba, lo dejara tullido. El Ministerio de Relaciones Exteriores aceptó su renuncia y, en vista de su estado, le concedió una pensión decorosa.

Antes de regresar a Irlanda, decidió ir a París, accediendo a una invitación de Herbert y Sarita Ward. Le alegró volver a verlos y compartir el cálido ambiente de ese enclave africano que era su casa parisina. Toda ella parecía una emanación del gran taller donde Herbert le mostró una nueva colección de sus esculturas de hombres y mujeres del África y, también, algunas, de su fauna. Eran piezas vigorosas, en bronce y en madera, de los últimos tres años, que iba a exponer en el otoño en París. Mientras Herbert se las enseñaba, contándole anécdotas, mostrándole bocetos y modelos en pequeño formato de cada una de ellas, volvían a la memoria de Roger abundantes imágenes de la época en que él y Herbert trabajaron en las expediciones de Henry Morton Stanley y de Henry Shelton Sanford. Había aprendido mucho escuchando a Herbert referir sus aventuras por medio mundo, la gente pintoresca que conoció en sus andanzas australianas, sus vastas lecturas. Su inteligencia seguía igual de aguda así como su ánimo jovial y optimista. Su esposa, Sarita, norteamericana, rica heredera, era su espíritu gemelo, aventurera también y algo bohemia. Se entendían de maravilla. Hacían excursiones a pie por Francia e Italia. Habían criado a sus hijos con el mismo espíritu cosmopolita, inquieto y curioso. Ahora los dos chicos estaban internos, en Inglaterra, pero pasaban todas sus vacaciones en París. La chica, Cricket, vivía con ellos.

Los Ward lo llevaron a cenar a un restaurante en la Tour Eiffel, desde el que se contemplaban los puentes del Sena y los barrios de París, y a la Comedia Francesa a ver El enfermo imaginario, de Moliere.

Pero no todo fue amistad, comprensión y cariño en los días que pasó con la pareja. El y Herbert habían discrepado sobre muchas cosas, sin que ello entibiara nunca su amistad; al contrario, las discrepancias la vivificaban. Esta vez fue distinto. Una noche discutieron de manera tan viva que Sarita tuvo que intervenir, obligándolos a cambiar de tema.

Herbert había tenido siempre una actitud tolerante y algo risueña con el nacionalismo de Roger. Pero esa noche acusó a su amigo de abrazar la idea nacionalista de una manera demasiado exaltada, poco racional, casi fanática.

—Si la mayoría de irlandeses quiere separarse de Gran Bretaña, santo y bueno —le dijo—. Yo no creo que gane mucho Irlanda teniendo una bandera, un escudo y un presidente de la República. Ni que sus problemas económicos y sociales se resuelvan gracias a ello. A mi juicio, sería mejor que se adoptara la Autonomía por la que abogan John Redmond y sus partidarios. Ellos son irlandeses también ¿no es cierto? Y una gran mayoría frente a los que, como tú, quieren la secesión. En fin, nada de eso me preocupa mucho, la verdad. Sí, en cambio, ver lo intolerante que te has vuelto. Antes, dabas razones, Roger. Ahora sólo vociferas con odio contra un país que es el tuyo también, el de tus padres y hermanos. Un país al que has servido con tanto mérito todos estos años. Y que te lo ha reconocido ¿no es verdad? Te ha hecho noble, te ha impuesto las condecoraciones más importantes del reino. ¿No significa eso nada para ti?

—¿Debería volverme un colonialista en agradecimiento? —lo interrumpió Casement—. ¿Debería aceptar para Irlanda lo que tú y yo rechazamos para el Congo?

—Entre el Congo e Irlanda hay una distancia sideral, me parece. ¿O en las penínsulas de Connemara los ingleses están cortando las manos y destrozando a chicotazos las espaldas de los nativos?

—Los métodos de la colonización en Europa son más refinados, Herbert, pero no menos crueles.

Sus últimos días en París, Roger evitó volver a tocar el tema de Irlanda. No quería que su amistad con Herbert se estropeara. Apenado, se dijo que en el futuro, sin duda, cuando se viera cada vez más comprometido en la lucha política, las distancias con Herbert irían creciendo hasta tal vez destruir su amistad, una de las más estrechas que había tenido en la vida. «¿Me estoy volviendo un fanático?», se preguntaría desde entonces, a veces, con alarma.

Al volver a Dublín, a fines del verano, ya no pudo reanudar sus estudios de gaélico. La situación política se había vuelto efervescente y desde el primer momento se vio arrastrado a participar en ella. El proyecto del Home Rule, que hubiera dado a Irlanda un Parlamento y amplia libertad administrativa y económica, apoyado por el Irish Parliamentary Party de John Redmond, fue aprobado en la Cámara de los Comunes en noviembre de 1912. Pero la Cámara de los Lores lo rechazó dos meses después. En enero de 1913, en el Ulster, ciudadela unionista dominada por la mayoría local anglófila y protestante, los enemigos de la Autonomía encabezados por Edward Henry Carson desplegaron una campaña virulenta. Constituyeron el Ulster Volunteer Force (Fuerza Voluntaria del Ulster), con más de cuarenta mil inscritos. Era una organización política y una fuerza militar, dispuesta, si se aprobaba, a combatir el Home Rule por las armas. El Irish Parliamentary Party, de John Redmond, seguía luchando por la Autonomía. La segunda lectura de la ley fue aprobada en la Cámara de los Comunes y de nuevo derrotada en la de los Lores. El 23 de septiembre, el Consejo Unionista aprobó constituirse como Gobierno Provisional del Ulster, es decir, escindirse del resto de Irlanda si la Autonomía era aprobada.

Roger Casement empezó a escribir en la prensa nacionalista, ahora sí con su nombre y apellido, criticando a los unionistas del Ulster. Denunció los atropellos que en aquellas provincias cometía la mayoría protestante contra la minoría católica, que los obreros de esta confesión fueran despedidos de las fábricas y que los municipios de los barrios católicos se vieran discriminados en presupuestos y atribuciones. «Al ver lo que ocurre en el Ulster —afirmó en un artículo—, ya no me siento protestante». En todos deploraba que la actitud de los ultras dividiera a los irlandeses en bandos enemigos, algo de consecuencias trágicas para el futuro. En otro artículo fustigaba a los clérigos anglicanos por amparar con su silencio los abusos contra la comunidad católica.

Pese a que, en las conversaciones políticas, se mostraba escéptico con la idea de que el Home Rule sirviera para liberar a Irlanda de su dependencia, en sus artículos, sin embargo, dejaba asomar una esperanza: si la ley se aprobaba sin enmiendas que la desnaturalizaran e Irlanda tenía un Parlamento, podía elegir sus autoridades y administrar sus rentas, estaría en el umbral de la soberanía. Si eso traía la paz ¿qué importaba que su defensa y su diplomacia siguieran en manos de la Corona británica?

En esos días su amistad se estrechó más con dos irlandeses que habían dedicado su vida a la defensa, el estudio y la difusión de la lengua de los celtas: el profesor Eoin MacNeill y Patrick Pearse. Roger llegó a sentir gran simpatía por este cruzado radical e intransigente del gaélico y la independencia que era Pearse. Había ingresado en la Liga Gaélica en su adolescencia y se dedicaba a la literatura, al periodismo y a la enseñanza. Había fundado y dirigía dos escuelas bilingües, St. Enda’s, de varones, y otra de mujeres, St. Ita’s, las primeras dedicadas a reivindicar el gaélico como la lengua nacional. Además de escribir poemas y teatro, en folletos y artículos sostenía su tesis de que si no se recuperaba la lengua celta, la independencia sería inútil, pues Irlanda seguiría siendo culturalmente una posesión colonial. Su intolerancia en este dominio era absoluta; había llegado en su juventud a llamar «traidor» a William Butler Yeats —del que más tarde sería admirador sin reservas— por escribir en inglés. Era tímido, solterón, de un físico robusto e imponente, trabajador incansable, con un pequeño defecto en el ojo y exaltado y carismático orador. Cuando no se trataba del gaélico ni de la emancipación y estaba entre gente de confianza, Patrick Pearse se volvía un hombre restallante de humor y simpatía, locuaz y extrovertido, que sorprendía a veces a sus amigos disfrazándose de una vieja mendiga que pedía limosna en el centro de Dublín o de una damisela pizpireta que se paseaba con impudicia a las puertas de las tabernas. Pero su vida era de una sobriedad monacal. Vivía con su madre y hermanos, no bebía, no fumaba, no se le conocían amores. Su mejor amigo era su inseparable hermano Willie, escultor y profesor de arte en St. Enda’s. En el frontón de entrada de esta escuela, rodeada por las colinas arboladas de Rathfarnham, Pearse había grabado una frase que las sagas irlandesas atribuían al héroe mítico Cuchulain: «No me importa vivir un solo día y una noche, si mis hazañas son recordadas para siempre». Se decía que era casto. Practicaba su fe católica con disciplina militar, al extremo de ayunar con frecuencia y llevar cilicio. En esta época, en que estuvo tan metido en los trajines, intrigas y acaloradas disputas de la vida política, Roger Casement se dijo muchas veces que acaso el invencible afecto que le merecía Patrick Pearse se debía a que éste era uno de los muy escasos políticos que conocía a los que la política no los había privado del humor y a que su acción cívica era totalmente principista y desinteresada: le importaban las ideas y despreciaba el poder. Pero lo inquietaba la obsesión de Pearse de concebir a los patriotas irlandeses como la versión contemporánea de los mártires primitivos: «Así como la sangre de los mártires fue la semilla del cristianismo, la de los patriotas será la semilla de nuestra libertad», escribió en un ensayo. Una bella frase, pensaba Roger. Pero ¿no había en ella algo ominoso?

A él, la política le despertaba sentimientos contrarios. Por una parte, lo hacía vivir con una intensidad desconocida —¡por fin se había volcado en cuerpo y alma en Irlanda!—, pero lo irritaba la sensación de pérdida de tiempo que le daban las interminables discusiones que precedían y a veces impedían los acuerdos y la acción, las intrigas, vanidades y mezquindades que se mezclaban con los ideales y las ideas en las tareas cotidianas. Había oído y leído que la política, como todo lo que se vincula al poder, saca a veces a la luz lo mejor del ser humano —el idealismo, el heroísmo, el sacrificio, la generosidad—, pero, también, lo peor, la crueldad, la envidia, el resentimiento, la soberbia. Comprobó que era cierto. Él carecía de ambiciones políticas, el poder no lo tentaba. Tal vez por eso, además del prestigio que arrastraba como gran luchador internacional contra los abusos de los indígenas del Africa y de América del Sur, no tenía enemigos en el movimiento nacionalista. Eso creía, al menos, pues unos y otros le manifestaban respeto. En el otoño de 1913, subió a una tribuna a hacer sus primeras armas como orador político.

A fines de agosto se había trasladado al Ulster de su niñez y juventud, para tratar de agrupar a los irlandeses protestantes opuestos al extremismo probritánico de Edward Carson y sus seguidores, que, en su campaña contra el Home Rule, entrenaban a su fuerza militar a ojos vista de las autoridades. El comité que Roger ayudó a formar, llamado Ballymoney, convocó una manifestación en el Town Hall de Belfast. Se acordó que él fuera uno de los oradores junto con Alice Stopford Green, el capitán Jack White, Alex Wilson y un joven activista apellidado Dinsmore. El primer discurso público de su vida lo pronunció un atardecer lluvioso del 24 de octubre de 1913 en una sala del Ayuntamiento de Belfast, ante quinientas personas. Muy nervioso, la víspera, escribió su discurso y lo memorizó. Tenía la sensación de que, al subirse a aquella tribuna, daría un paso irreversible, que a partir de ahora no habría marcha atrás en la ruta que emprendía. En el futuro su vida estaría consagrada a una tarea que, dadas las circunstancias, acaso lo haría correr tantos riesgos como los que enfrentó en las selvas africanas y sudamericanas. Su discurso, que versó todo él en negar que la división de los irlandeses fuera a la vez religiosa y política (católicos autonomistas y protestantes unionistas) y en un llamado a la «unión de la diversidad de credos e ideales de todos los irlandeses», fue muy aplaudido. Después del acto, Alice Stopford Green, mientras lo abrazaba, le susurró al oído: «Déjame hacer de profetisa. Te auguro un gran futuro político».

Los ocho meses siguientes, Roger tuvo la sensación de que no hacía otra cosa que subir y bajar de los estrados pronunciando arengas. Sólo al principio las leyó, luego improvisaba a partir de una pequeña guía. Recorrió Irlanda en todas direcciones, asistió a reuniones, encuentros, discusiones, mesas redondas, a veces públicas, a veces secretas, discutiendo, alegando, proponiendo, refutando, a lo largo de horas y horas, renunciando para ello a menudo a las comidas y al sueño. Esta entrega total a la acción política a veces lo entusiasmaba y, a veces, le producía un abatimiento profundo. En los momentos de desánimo volvían a molestarlo los dolores en la cadera y en la espalda.

En esos meses de finales de 1913 y comienzos de 1914 la tensión política siguió creciendo en Irlanda. La división entre unionistas del Ulster y los autonomistas e independentistas se exacerbó de tal manera que parecía el preludio de una guerra civil. En noviembre de 1913, en respuesta a la formación de los Voluntarios del Ulster de Edward Carson, se estableció el Irish Citizen Army, cuyo inspirador principal, James Connolly, era dirigente sindical y líder obrero. Se trataba de una formación militar y su razón de ser pública era defender a los trabajadores contra las agresiones de los patronos y las autoridades. Su primer comandante, el capitán Jack White, había servido con méritos en el Ejército británico antes de convertirse al nacionalismo irlandés. En el acto de fundación se leyó un texto de adhesión de Roger, a quien en esos días sus amigos políticos habían enviado a Londres a recolectar ayuda económica para el movimiento nacionalista.

Casi al mismo tiempo que el Irish Citizen Army, surgieron, por iniciativa del profesor Eoin MacNeill, a quien Roger Casement secundó, los Irish Volunteers. La organización contó desde el primer momento con el apoyo del clandestino Irish Republican Brotherhood, milicia que pedía la independencia para Irlanda y que dirigía, desde el benigno estanquillo de tabaco que le servía de tapadera, Tom Clarke, personaje legendario en los cenáculos nacionalistas. Había pasado quince años en las cárceles británicas acusado de acciones terroristas con dinamita. Luego partió al exilio, a los Estados Unidos. Desde allí fue enviado por los dirigentes del Clan na Gael (rama estadounidense del Irish Republican Brotherhood) a Dublín para que, poniendo en acción su genio organizador, montara una red clandestina. Lo había hecho: a sus cincuenta y dos años, se mantenía sano, incansable y estricto. Su verdadera identidad no había sido detectada por el espionaje británico. Ambas organizaciones trabajarían en estrecha, aunque no siempre fácil, colaboración y muchos adherentes lo serían a las dos a la vez. También se adhirieron a los Voluntarios miembros de la Liga Gaélica, militantes del Sinn Fein, que daba sus primeros pasos bajo la dirección de Arthur Griffith, afiliados de la Antigua Orden de los Hibernios y millares de independientes.

Roger Casement trabajó con el profesor MacNeill y Patrick Pearse en la redacción del manifiesto fundador de los Voluntarios y vibró entre la masa de asistentes el 25 de noviembre de 1913, en la Rotunda de Dublín, en el primer acto público de la organización. Desde un principio, tal como MacNeill y Roger lo propusieron, los Voluntarios fue un movimiento militar, dedicado a reclutar, entrenar y armar a sus miembros, divididos en escuadras, compañías y regimientos a lo largo y ancho de Irlanda, por si estallaban las acciones armadas, algo que, dada la intemperancia de la situación política, parecía inminente.

Roger se entregó en cuerpo y alma a trabajar por los Voluntarios. De este modo llegó a relacionarse y a entablar estrecha amistad con sus principales dirigentes, entre los que abundaban los poetas y escritores, como Thomas MacDonagh, que escribía teatro y enseñaba en la universidad, y el joven Joseph Plunkett, enfermo del pulmón y lisiado, que, a pesar de sus limitaciones físicas, exhibía una energía extraordinaria: era tan católico como Pearse, lector de los místicos, y había sido uno de los fundadores del Abbey Theatre. Las actividades de Roger en favor de los Voluntarios ocuparon sus días y sus noches entre noviembre de 1913 y julio de 1914. Habló a diario en sus mítines, en las grandes ciudades, como Dublín, Belfast, Cork, Londonderry, Galway y Limerick, o en pueblecitos minúsculos y aldeas, ante centenares o apenas puñados de personas. Sus discursos comenzaban serenos («Soy un protestante del Ulster que defiende la soberanía y la liberación de Irlanda del yugo colonial inglés») pero, a medida que avanzaba, se iba exaltando y solía terminar en arrebatos épicos. Arrancaba casi siempre atronadores aplausos en el auditorio.

Al mismo tiempo colaboraba en los planes estratégicos de los Voluntarios. Era uno de los dirigentes más empeñados en dotar al movimiento de un armamento capaz de apoyar de manera efectiva la lucha por la soberanía, que, estaba convencido, pasaría fatalmente del plano político a la acción bélica. Para armarse hacía falta dinero y era indispensable persuadir a los irlandeses amantes de la libertad que fueran generosos con los Voluntarios.

Así nació la idea de enviar a Roger Casement a los Estados Unidos. Allí las comunidades irlandesas tenían recursos económicos y podían aumentar su ayuda mediante una campaña de opinión pública. ¿Quién mejor para promoverla que el irlandés más conocido en el mundo? Los Voluntarios decidieron consultar este proyecto a John Devoy, el líder en Estados Unidos del poderoso Clan na Gael, que aglutinaba a la numerosa comunidad irlandesa nacionalista en América del Norte. Devoy, nacido en Kill, Co. Kildare, había sido activista clandestino desde joven y fue condenado, bajo la acusación de terrorismo, a quince años de prisión. Pero sólo sirvió cinco. Estuvo en la Legión Extranjera, en Argelia. En Estados Unidos fundó un periódico, The Gaelic American, en 1903, y estableció vínculos estrechos con estadounidenses del establishment, gracias a lo cual el Clan na Gael contaba con influencia política.

Mientras John Devoy estudiaba la propuesta, Roger seguía dedicado a promover a los Irish Volunteers y su militarización. Se hizo buen amigo del coronel Maurice Moore, inspector general de los Voluntarios, a quien acompañó en sus giras por la isla para ver cómo se efectuaban los entrenamientos y si eran seguros los escondites de armas. A instancias del coronel Moore, fue incorporado al Estado Mayor de la organización.

Varias veces fue enviado a Londres. Funcionaba allí un comité clandestino, presidido por Alice Stopford Green, que, además de recolectar dinero, gestionaba en Inglaterra y varios países europeos la compra secreta de fusiles, revólveres, granadas, ametralladoras y municiones, que introducía clandestinamente en Irlanda. En estas reuniones londinenses con Alice y sus amigos Roger advirtió que una guerra en Europa había dejado de ser una mera posibilidad para convertirse en una realidad en marcha: todos los políticos e intelectuales que frecuentaban las tertulias de la historiadora en su casa de Grosvenor Road creían que Alemania lo había ya decidido y no se preguntaban si habría guerra sino cuándo estallaría.

Roger se había mudado a Malahide, en la costa norte de Dublín, aunque, debido a sus viajes políticos, pasaba pocas noches en su domicilio. A poco de instalarse allí, los Voluntarios le advirtieron que la Royal Irish Constabulary le había abierto un expediente y era seguido por la policía secreta. Una razón de más para que partiera a Estados Unidos: allá sería más útil al movimiento nacionalista que si se quedaba en Irlanda y lo ponían entre rejas. John Devoy hizo saber que los dirigentes del Clan na Gael aplaudían su venida. Todos creían que su presencia aceleraría la recaudación de donativos.

Aceptó, pero demoró la partida por un proyecto que lo ilusionaba: una gran celebración el 23 de abril de 1914 de los novecientos años de la batalla de Clontarf, en la que los irlandeses al mando de Brian Boru derrotaron a los ingleses. MacNeill y Pearse lo apoyaban, pero los demás dirigentes veían en aquella iniciativa una pérdida de tiempo: ¿para qué derrochar energías en una operación de arqueología histórica cuando lo importante era la actualidad? No había tiempo para distracciones. El proyecto no llegó a concretarse ni tampoco otra iniciativa de Roger, una campaña de firmas pidiendo que Irlanda participara en los Juegos Olímpicos con un equipo propio de atletas.

Mientras preparaba el viaje, siguió hablando en los mítines, casi siempre junto a MacNeill y Pearse, y, a veces, Thomas MacDonagh. Lo hizo en Cork, Galway, Kilkenny. El día de San Patricio subió a la tribuna en Limerick, la manifestación más grande que le tocó ver en su vida. La situación empeoraba día a día. Los unionistas del Ulster, armados hasta los dientes, hacían desfiles y maniobras militares sin disimulo, al extremo de que el Gobierno británico debió hacer un gesto, enviando más soldados y marinos al Norte de Irlanda. Entonces, ocurrió el Motín de Curragh, un episodio que tendría gran efecto en las ideas políticas de Roger. En plena movilización de los soldados y marinos británicos para frenar una posible acción armada de los ultras del Ulster, el general sir Arthur Paget, comandante en jefe de Irlanda, hizo saber al Gobierno inglés que un buen número de oficiales británicos de las Fuerzas Militares de Curragh le habían hecho saber que si les ordenaba atacar a los Ulster Volunteers de Edward Carson pedirían su baja. El Gobierno inglés cedió al chantaje y ninguno de aquellos oficiales fue sancionado.

Este suceso apuntaló el convencimiento de Roger: el Home Rule nunca sería realidad porque, pese a todas sus promesas, el Gobierno inglés, fuera de conservadores o de liberales, nunca lo aceptaría. John Redmond y los irlandeses que creían en la Autonomía se verían frustrados una y otra vez. Esta no era la solución para Irlanda. Lo era la independencia, pura y simplemente, y ella no sería jamás concedida por las buenas. Debería ser arrancada mediante una acción política y militar, a costa de grandes sacrificios y heroísmos, como querían Pearse y Plunkett. Así habían conseguido su emancipación todos los pueblos libres de la Tierra.

En abril de 1914, llegó a Irlanda el periodista alemán Oskar Schweriner. Quería escribir unas crónicas sobre los pobres de Connemara. Como Roger había estado tan activo ayudando a los poblados cuando la epidemia de tifus, lo buscó. Viajaron juntos al lugar, recorrieron las aldeas de pescadores, las escuelas y dispensarios que comenzaban a funcionar. Roger tradujo luego los artículos de Schweriner para The Irish Independent. En las conversaciones con el periodista alemán, favorable a las tesis nacionalistas, Roger reafirmó la idea que había tenido en su viaje a Berlín de vincular la lucha por la emancipación de Irlanda a Alemania si estallaba un conflicto bélico entre este país y Gran Bretaña. Con este poderoso aliado, habría más posibilidades de obtener de Inglaterra lo que Irlanda con sus escasos medios —un pigmeo contra un gigante— no alcanzaría nunca. Entre los Voluntarios la idea fue bien recibida. No era inédita, pero la inminencia de una guerra le daba nueva vigencia.

En estas circunstancias se supo que los Ulster Volunteers de Edward Carson habían conseguido introducir a ocultas en el Ulster, por el puerto de Larne, 216 toneladas de armas. Sumadas a las que tenían, esta remesa daba a las milicias unionistas una fuerza muy superior a la de los Voluntarios nacionalistas. Roger tuvo que apresurar su partida a los Estados Unidos.

Lo hizo, pero antes debió acompañar a Eoin MacNeill a Londres, a entrevistarse con John Redmond, el líder del Irish Parliamentary Party. Pese a todos los reveses, seguía convencido de que la Autonomía terminaría por aprobarse. Ante ellos defendió la buena fe del Gobierno Liberal británico. Era un hombre grueso y dinámico, que hablaba muy rápido, ametrallando las palabras. La absoluta seguridad en sí mismo que mostraba, contribuyó a aumentar la antipatía que ya inspiraba a Roger Casement. ¿Por qué era tan popular en Irlanda? Su tesis de que la Autonomía se debía obtener en la colaboración y la amistad con Inglaterra gozaba de apoyo mayoritario entre los irlandeses. Pero Roger estaba seguro de que esta confianza popular en el líder del Irish Parliamentary Party se iría eclipsando a medida que la opinión pública viera que el Home Rule era un espejismo del que se valía el Gobierno imperial para tener engañados a los irlandeses, desmovilizándolos y dividiéndolos.

Lo que más irritó a Roger en la entrevista fue la afirmación de Redmond de que si estallaba la guerra con Alemania, los irlandeses debían combatir junto a Inglaterra, por una cuestión de principio y de estrategia: de este modo se ganarían la confianza del Gobierno inglés y de la opinión pública, lo que garantizaría la futura Autonomía. Redmond exigió que en el Comité Ejecutivo de los Voluntarios hubiera veinticinco representantes de su partido, algo que los Volunteers se resignaron a aceptar a fin de preservar la unidad. Pero ni por esta concesión cambió Redmond de opinión sobre Roger Casement, al que acusaba de tanto en tanto de ser «un revolucionario radical». Pese a ello, en sus últimas semanas en Irlanda, Roger escribió a Redmond dos cartas amables, exhortándolo a obrar de modo que los irlandeses se mantuvieran unidos pese a sus eventuales discrepancias. Le aseguraba que si el Home Rule llegaba a ser realidad, sería el primero en apoyarlo. Pero si el Gobierno inglés, por su debilidad frente a los extremistas del Ulster, no alcanzaba a imponer la Autonomía, los nacionalistas debían tener una estrategia alternativa.

Roger estaba hablando en un mitin de los Voluntarios en Cushendun el 28 de junio de 1914 cuando llegó la noticia de que, en Sarajevo, un terrorista serbio había asesinado al archiduque Franz Ferdinand de Austria. En ese momento nadie dio allí mucha importancia a este episodio que, pocas semanas más tarde, iba a ser el pretexto que desencadenaría la Primera Guerra Mundial. El último discurso de Roger en Irlanda lo pronunció en Carn el 30 de junio. Estaba ya ronco de tanto hablar.

Siete días más tarde salió, de manera clandestina, del puerto de Glasgow, en el barco Casandra —el nombre era un símbolo de lo que guardaba el futuro para él— rumbo a Montreal. Viajó en segunda, con nombre supuesto. Además, alteró su atuendo, generalmente atildado y ahora modestísimo, y su cara, cambiando de peinado y cortándose la barba. Pasó unos días tranquilos navegando, después de mucho tiempo. En la travesía se dijo, sorprendido, que la agitación de estos últimos meses había tenido la virtud de apaciguar sus dolores artríticos. Casi no los había vuelto a padecer y cuando le volvían eran más soportables que los de antaño. En el tren de Montreal a New York, preparó el informe que haría a John Devoy y demás dirigentes del Clan na Gael sobre el estado de cosas en Irlanda y la necesidad de ayuda económica que tenían los Voluntarios para comprar armas, pues, tal como evolucionaba la situación política, la violencia estallaría en cualquier momento. De otro lado, la guerra abriría una oportunidad excepcional para los independentistas irlandeses.

Al llegar a New York, el 18 de julio, se alojó en el Belmont Hotel, modesto y frecuentado por irlandeses. Ese mismo día, paseando por una calle de Manhattan, en el calor ardiente del verano neoyorquino, ocurrió su encuentro con el noruego Eivind Adler Christensen. ¿Un encuentro casual? Así lo creyó entonces. Ni un solo instante se le pasó por la cabeza la sospecha de que hubiera podido ser planeado por esos servicios de espionaje británicos que, desde hacía ya meses, venían siguiéndole los pasos. Estaba seguro de que sus precauciones para salir clandestinamente de Glasgow habían sido suficientes. Tampoco sospechó en esos días el cataclismo que causaría en su vida ese joven de veinticuatro años cuyo físico no era para nada el del desamparado vagabundo medio muerto de hambre que le dijo ser. Pese a sus ropas gastadas, a Roger le pareció el hombre más bello y atractivo que había visto en su vida. Mientras lo observaba comer el sándwich y tomar a sorbitos la bebida que le invitó se sintió confuso, avergonzado, porque su corazón se había puesto a latir muy fuerte y sentía una efervescencia en la sangre que no experimentaba hacía tiempo. Él, siempre tan cuidadoso en sus gestos, tan rígido observante de las buenas maneras, esa tarde y esa noche estuvo a punto varias veces de transgredir las formas, de seguir las incitaciones que lo asaltaban de acariciar esos brazos musculosos de un vello dorado o de coger la estrecha cintura de Eivind.

Al saber que el joven no tenía dónde dormir, lo invitó a su hotel. Le tomó un cuartito, en el mismo piso que el suyo. Pese al cansancio acumulado por el largo viaje, aquella noche Roger no pegó los ojos. Gozaba y sufría imaginando el cuerpo atlético de su flamante amigo inmovilizado por el sueño, los rubios cabellos revueltos y esa cara delicada, de ojos azules clarísimos, apoyada en su brazo, durmiendo acaso con los labios abiertos, mostrando sus dientes tan blancos y parejos.

Haber conocido a Eivind Adler Christensen fue una experiencia tan fuerte que, al día siguiente, en su primera cita con John Devoy, con quien tenía importantes asuntos que tratar, aquel semblante y aquella figura volvían a su memoria, apartándolo por momentos del pequeño despacho donde, agobiados por el calor, conversaban.

A Roger le causó una fuerte impresión el viejo y experimentado revolucionario cuya vida parecía una novela de aventuras. Llevaba sus setenta y dos años con vigor y transmitía una energía contagiosa en sus gestos, movimientos y manera de hablar. Tomando notas en una libretita con un lápiz cuya punta se mojaba en la boca de tanto en tanto, escuchó el informe de Roger sobre los Voluntarios sin interrumpirlo. Cuando calló, le hizo innumerables preguntas, pidiéndole precisiones. A Roger lo maravilló que John Devoy estuviera tan prolijamente informado de lo que ocurría en Irlanda, incluso de asuntos que se suponía se guardaban en el mayor secreto.

No era un hombre cordial. Estaba endurecido por sus años de cárcel, clandestinidad y luchas, pero inspiraba confianza, la sensación de ser franco, honesto y de convicciones graníticas. En esa charla y en las que tendrían todo el tiempo que permaneció en Estados Unidos, Roger advirtió que él y Devoy coincidían milimétricamente en sus opiniones sobre Irlanda. John creía también que ya era tarde para la Autonomía, que ahora el objetivo de los patriotas irlandeses era únicamente la emancipación. Y las acciones armadas serían complemento indispensable de las negociaciones. El Gobierno inglés sólo aceptaría negociar cuando las operaciones militares le crearan una situación tan difícil que conceder la independencia fuera para Londres el mal menor. En esta guerra inminente, el acercamiento a Alemania era vital para los nacionalistas: su apoyo logístico y político daría a los independentistas una eficacia mayor. John Devoy le hizo saber que en la comunidad irlandesa de Estados Unidos no había unanimidad a este respecto. Las tesis de John Redmond tenían también partidarios aquí, aunque la dirigencia del Clan na Gael coincidía con Devoy y Casement.

En los días siguientes, John Devoy le presentó a la mayoría de dirigentes de la organización en New York así como a John Quinn y William Boerke Cokrane, dos abogados norteamericanos influyentes que prestaban ayuda a la causa irlandesa. Ambos tenían relaciones con altos círculos del Gobierno y el Parlamento de Estados Unidos.

Roger notó el buen efecto que hizo entre las comunidades irlandesas desde que, a instancias de John Devoy, comenzó a hablar en los mítines y reuniones para recolectar fondos. Era conocido por sus campañas en favor de los indígenas del África y la Amazonia, y su oratoria racional y emotiva llegaba a todos los públicos. Al final de los mítines en los que habló, en New York, Filadelfia y otras ciudades de la Costa Este, las recaudaciones aumentaron. Los dirigentes del Clan na Gael le bromeaban que a este paso se harían capitalistas. La Ancient Order of Hibernians lo invitó a ser el orador principal en el mitin más numeroso en que Roger participó en los Estados Unidos.

En Filadelfia conoció a otro de los grandes dirigentes nacionalistas en el exilio, Joseph McGarrity, colaborador estrecho de John Devoy en el Clan na Gael. Precisamente estaba en su casa cuando les llegó la noticia del éxito del desembarco clandestino de mil quinientos fusiles y diez mil municiones para los Voluntarios en la localidad de Howth. La noticia provocó una explosión de alegría y fue celebrada con un brindis. Poco después supo que, luego de aquel desembarco, hubo un serio incidente en Bachelor’s Walk entre irlandeses y soldados británicos del regimiento The King’s Own Scottish Borderers, en el que murieron tres personas y resultaron más de cuarenta heridos. ¿Comenzaba, pues, la guerra?

En casi todas sus idas y venidas por Estados Unidos, reuniones del Clan na Gael y actos públicos, Roger aparecía acompañado de Eivind Adler Christensen. Lo presentaba como su ayudante y persona de confianza. Le había comprado ropa más presentable y lo había puesto al día sobre la problemática irlandesa, de la que el joven noruego decía ignorarlo todo. Era inculto pero no tonto, aprendía rápido y se mostraba muy discreto en las reuniones entre Roger, John Devoy y otros miembros de la organización. Si a éstos la presencia del joven noruego les despertó recelos, se los guardaron para sí, pues en ningún momento hicieron a Roger preguntas impertinentes sobre su acompañante.

Cuando, en agosto de 1914, estalló el conflicto mundial —el día 4 Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania—, Casement, Devoy, Joseph McGarrity y John Keating, el círculo más estrecho de dirigentes del Clan na Gael, habían decidido ya que Roger partiera a Alemania. Iría como representante de los independentistas partidarios de establecer una alianza estratégica, en la que el Gobierno del Káiser prestaría ayuda política y militar a los Voluntarios y éstos harían campaña contra el enrolamiento de irlandeses en el Ejército británico que defendían tanto los unionistas del Ulster como los seguidores de John Redmond. Este proyecto fue consultado con un pequeño número de dirigentes de los Volunteers, como Patrick Pearse y Eoin MacNeill, quienes lo aprobaron sin reservas. La embajada alemana en Washington, con la que el Clan na Gael tenía vínculos, colaboró con los planes. El agregado militar alemán, capitán Franz von Papen, vino a New York y se entrevistó dos veces con Roger. Se mostró entusiasmado con el acercamiento entre el Clan na Gael, el IRB irlandés y el Gobierno alemán. Luego de consultar con Berlín, les hizo saber que Roger Casement sería bienvenido en Alemania.

Roger esperaba la guerra, como casi todo el mundo, y apenas la amenaza se hizo realidad, se entregó a la acción con la enorme energía de que era capaz. Su posición favorable al Reich se cargó de una virulencia antibritánica que sorprendía a sus propios compañeros del Clan na Gael, pese a que muchos de ellos apostaban también por una victoria alemana. Tuvo una violenta discusión con John Quinn, quien lo había invitado a pasar unos días en su lujosa residencia, por afirmar que esta guerra era una conjura del resentimiento y la envidia de un país en decadencia como Inglaterra frente a una potencia pujante, en pleno desarrollo industrial y económico, con una demografía creciente. Alemania representaba el futuro por no tener lastres coloniales, en tanto que Inglaterra, encarnación misma de un pasado imperial, estaba condenada a extinguirse.

En agosto, septiembre y octubre de 1914, Roger, como en sus mejores épocas, trabajó día y noche, escribiendo artículos y cartas, pronunciando charlas y discursos en los que, con insistencia maniática, acusaba a Inglaterra de ser causante de esta catástrofe europea y urgía a los irlandeses a no ceder a los cantos de sirena de John Redmond, que hacía campaña para que se enrolaran. El Gobierno Liberal inglés hizo aprobar la Autonomía en el Parlamento, pero suspendió su vigencia hasta el fin de la guerra. La división de los Voluntarios fue inevitable. La organización había crecido de manera extraordinaria y Redmond y el Irish Parliamentary Party eran largamente mayoritarios. Más de ciento cincuenta mil Voluntarios lo siguieron, en tanto que apenas once mil continuaron con Eoin MacNeill y Patrick Pearse. Nada de esto amainó el fervor progermano de Roger Casement quien, en todos los mítines en Estados Unidos, seguía presentando a la Alemania del Káiser como la víctima en esta guerra y la mejor defensora de la civilización occidental. «No es el amor a Alemania lo que habla por tu boca sino el odio a Inglaterra», le dijo John Quinn en aquella discusión.

En septiembre de 1914 salió, en Filadelfia, un pequeño libro de Roger Casement, Irlanda, Alemania y la libertad de los mares: un posible resultado de la guerra de 1914, que reunía sus ensayos y artículos favorables a Alemania. El libro se reeditaría luego en Berlín con el título de El crimen contra Europa.

Sus pronunciamientos a favor de Alemania impresionaron a los diplomáticos del Reich acreditados en Estados Unidos. El embajador alemán en Washington, el conde Johann von Bernstorff, viajó a New York para reunirse en privado con el trío dirigente del Clan na Gael —John Devoy, Joseph McGarrity y John Keating— y Roger Casement. Estuvo también presente el capitán Franz von Papen. Fue Roger, según lo acordado con sus compañeros, quien expuso ante el diplomático alemán el pedido de los nacionalistas: cincuenta mil fusiles y municiones. Se podían desembarcar en distintos puertos de Irlanda de manera clandestina gracias a los Voluntarios. Servirían para un levantamiento militar anticolonialista que inmovilizaría importantes fuerzas militares inglesas, lo que debería ser aprovechado por las fuerzas navales y militares del Káiser para desencadenar una ofensiva contra las guarniciones militares del litoral inglés. Para ampliar las simpatías hacia Alemania de la opinión pública irlandesa, era indispensable que el Gobierno alemán hiciera una declaración garantizando que, en caso de victoria, apoyaría los anhelos irlandeses de liberación del yugo colonial. De otra parte, el Gobierno alemán debería comprometerse a dar un tratamiento especial a los soldados irlandeses que cayeran prisioneros, separándolos de los ingleses y dándoles la oportunidad de incorporarse a una Brigada Irlandesa que combatiría «junto a, pero no dentro de» el Ejército alemán contra el enemigo común. Roger Casement sería el organizador de la Brigada.

El conde Von Bernstorff, de robusta apariencia, monóculo y pechera empastelada de condecoraciones, lo escuchó con atención. El capitán Von Papen tomaba notas. El embajador debía consultar a Berlín, desde luego, pero les adelantó que la propuesta le parecía razonable. Y, en efecto, pocos días después, en una segunda reunión, les comunicó que el Gobierno alemán estaba dispuesto a celebrar conversaciones sobre el asunto, en Berlín, con Casement como representante de los nacionalistas irlandeses. Les entregó una carta pidiendo a las autoridades que dieran todas las facilidades a sir Roger en su estancia alemana.

Comenzó a preparar su viaje de inmediato. Advirtió que Devoy, McGarrity y Keating se sorprendían cuando les dijo que viajaría a Alemania llevando a su ayudante Eivind Adler Christensen. Como se había planeado, por razones de seguridad, que viajara en barco de New York a Christiania, la ayuda del noruego como traductor en su propio país sería útil, y también en Berlín, pues Eivind hablaba asimismo alemán. No pidió un suplemento de dinero para su asistente. La suma que el Clan na Gael le dio para su viaje e instalación —tres mil dólares— les alcanzaría a los dos.

Si sus compañeros neoyorquinos vieron algo extraño en su empeño por llevar consigo a Berlín a ese joven vikingo que permanecía mudo ante ellos en las reuniones, se lo callaron. Asintieron, sin comentarios. Roger no hubiera podido hacer el viaje sin Eivind. Con éste había entrado en su vida un flujo de juventud, de ilusión, y —la palabra lo hacía sonrojar— amor. No le había ocurrido antes. Había tenido esas esporádicas aventuras callejeras con gentes cuyos nombres, si es que lo eran y no meros apodos, olvidaba casi al instante, o con esos fantasmas que su imaginación, sus deseos y su soledad inventaban en las páginas de sus diarios. Pero con el «bello vikingo», como lo llamaba en la intimidad, tuvo en estas semanas y meses la sensación de que, más allá del placer, había establecido por fin una relación afectiva que podía durar, sacarlo de la soledad a la que su vocación sexual lo había condenado. No hablaba de estas cosas con Eivind. No era ingenuo y muchas veces se dijo que lo más probable, lo seguro incluso, era que el noruego estuviera con él por interés, porque junto a Roger comía dos veces al día, vivía bajo techo, dormía en una cama decente, tenía ropa y una seguridad de la que, según confesión propia, no disfrutaba hacía mucho tiempo. Pero Roger terminó por descartar todas sus prevenciones en el trato diario con el muchacho. Era atento y afectuoso con él, parecía vivir para atenderlo, alcanzarle las prendas de vestir, comedirse a todos los recados. Se dirigía a él en todo momento, aun en los más íntimos, guardando las distancias, sin permitirse un abuso de confianza o alguna vulgaridad.

Compraron pasajes de segunda clase en el barco Oskar II de New York a Christiania, que partía a mediados de octubre. Roger, que llevaba papeles con el nombre de James Landy, cambió su apariencia, cortándose los cabellos al ras y blanqueando su tez bronceada con cremas. El barco fue interceptado por la Marina británica en alta mar y escoltado a Stornoway, en las Hébridas, donde los ingleses lo sometieron a un riguroso registro. Pero la verdadera identidad de Casement no fue detectada. La pareja llegó sana y salva a Christiania al anochecer del 28 de octubre. Roger nunca se había sentido mejor. Si se lo hubieran preguntado, hubiera respondido que, a pesar de todos los problemas, era un hombre feliz.

Sin embargo, en esas mismas horas, minutos, en que creía haber atrapado aquel fuego fatuo —la felicidad—, comenzaba la etapa más amarga de su vida, ese fracaso que, pensaría él luego, empañaría todo lo bueno y noble que había en su pasado. El mismo día que llegaron a la capital de Noruega, Eivind le anunció que había sido secuestrado unas horas por desconocidos y llevado al consulado británico, donde lo interrogaron sobre su misterioso acompañante. Él, ingenuo, le creyó. Y pensó que este episodio le ofrecía una oportunidad providencial para poner en evidencia las malas artes (las intenciones asesinas) de la Cancillería británica. En realidad, como averiguaría después, Eivind se presentó al consulado ofreciendo venderlo. Este asunto sólo serviría para obsesionar a Roger y hacerle perder semanas y meses en gestiones y preparativos inútiles que, a la postre, no trajeron beneficio alguno a la causa de Irlanda y, sin duda, fueron motivo de burla en el Foreign Office y la inteligencia británica, donde lo verían como un patético aprendiz de conspirador.

¿Cuándo comenzó su decepción de esa Alemania a la que, acaso por simple rechazo de Inglaterra, se había puesto a admirar y a llamar un ejemplo de eficiencia, disciplina, cultura y modernidad? No en sus primeras semanas en Berlín. En el viaje, un tanto rocambolesco, de Christiania a la capital alemana, acompañado de Richard Meyer, quien sería su enlace con el Ministerio de Relaciones Exteriores del Káiser, todavía estaba lleno de ilusiones, convencido de que Alemania ganaría la guerra y su victoria sería decisiva para la emancipación de Irlanda. Sus primeras impresiones de esa ciudad fría, con lluvia y niebla, que era el Berlín de ese otoño, fueron buenas. Tanto el subsecretario de Estado para las Relaciones Exteriores, Arthur Zimmermann, como el conde Georg von Wedel, jefe de la sección inglesa de la Cancillería, lo recibieron con amabilidad y mostraron entusiasmo con sus planes de una Brigada formada por los prisioneros irlandeses. Ambos eran partidarios de que el Gobierno alemán hiciera una declaración a favor de la independencia de Irlanda. Y, en efecto, el 20 de noviembre de 1914 el Reich la hizo, tal vez no en los términos tan explícitos como esperaba Roger, pero lo bastante claros para justificar la postura de quienes como él defendían una alianza de los nacionalistas irlandeses con Alemania. Sin embargo, para esa fecha, a pesar del entusiasmo que le deparó aquella declaración —un éxito suyo, sin duda— y de que, por fin, el secretario de Estado para las Relaciones Exteriores le comunicó que el alto mando militar había ya ordenado que se reuniera a los prisioneros de guerra irlandeses en un solo campo donde podría visitarlos, Roger comenzaba a presentir que la realidad no se iba a plegar a sus planes, que, más bien, se empeñaría en hacerlos fracasar.

El primer indicio de que las cosas tomaban rumbos inesperados fue saber, por la única carta de Alice Stopford Green que recibiría en dieciocho meses —una carta que para llegar hasta él dio una parábola trasatlántica, haciendo escala en New York, donde cambió de sobre, nombre y destinatario—, que la prensa británica había informado de su presencia en Berlín. Ello había provocado una intensa polémica entre los nacionalistas que aprobaban y los que desaprobaban su decisión de tomar partido por Alemania en la guerra. Alice la desaprobaba: se lo decía en términos rotundos. Añadía que muchos partidarios resueltos de la independencia coincidían con ella. A lo más, decía Alice, se podía aceptar una postura neutral de los irlandeses frente a la guerra europea. Pero hacer causa común con Alemania, no. Decenas de miles de irlandeses estaban peleando por Gran Bretaña: ¿cómo se sentirían esos compatriotas sabiendo que figuras notorias del nacionalismo irlandés se identificaban con el enemigo que los cañoneaba y gaseaba en las trincheras de Bélgica?

La carta de Alice le hizo el efecto de un rayo. Que la persona que más admiraba y con la que creía coincidir políticamente más que con ninguna otra, condenara lo que estaba haciendo y se lo dijera en esos términos, lo dejó aturdido. Desde Londres las cosas se verían de manera diferente, sin la perspectiva de la distancia. Pero, aunque se diera a sí mismo todas las justificaciones, algo quedó en su conciencia, perturbándolo: su mentora política, su amiga y maestra, por primera vez lo desaprobaba y creía que, en vez de ayudar, perjudicaba a la causa de Irlanda. Desde entonces, una pregunta retumbaría en su mente con un sonido de mal agüero: «¿Y si Alice tiene razón y yo me he equivocado?».

En ese mismo mes de noviembre las autoridades alemanas lo hicieron viajar hasta el frente de batalla, en Charleville, para conversar con los jefes militares sobre la Brigada Irlandesa. Roger se decía que si tenía éxito y se constituía una fuerza militar que luchara junto a las fuerzas alemanas por la independencia de Irlanda, tal vez los escrúpulos de muchos compañeros, como Alice, desaparecerían. Aceptarían que, en política, el sentimentalismo era un estorbo, que el enemigo de Irlanda era Inglaterra y que los enemigos de sus enemigos eran los amigos de Irlanda. El viaje, aunque corto, le dejó una buena impresión. Los altos oficiales alemanes que combatían en Bélgica estaban seguros de la victoria. Todos aplaudieron la idea de la Brigada Irlandesa. De la guerra misma no vio gran cosa: tropas en los caminos, hospitales en los pueblos, filas de prisioneros custodiados por soldados armados, lejanos cañonazos. Cuando volvió a Berlín, lo esperaba una buena noticia. Accediendo a su pedido, el Vaticano había decidido enviar dos sacerdotes para el campo donde se estaba reuniendo a los prisioneros irlandeses: un agustino, fray O’Gorman, y un dominico, fray Thomas Crotty. O’Gorman permanecería dos meses y Crotty todo el tiempo que hiciera falta.

¿Y si Roger Casement no hubiera conocido al padre Thomas Crotty? Probablemente no habría sobrevivido a ese invierno terrible de 1914-1915, en que toda Alemania, sobre todo Berlín, se vio azotada por tormentas de nieve que volvían intransitables los caminos y las calles, ventarrones que descuajaban arbustos y rompían marquesinas y ventanales, y temperaturas de quince y veinte grados bajo cero que, debido a la guerra, había muchas veces que soportar sin lumbre ni calefacción. Los males físicos volvieron a abatirse sobre él con ensañamiento: los dolores a la cadera, al hueso ilíaco, lo hacían encogerse en el asiento sin poder tenerse de pie. Muchos días pensó que aquí, en Alemania, se quedaría tullido para siempre. Volvieron a molestarlo las hemorroides. Ir al baño se volvió un suplicio. Sentía su cuerpo debilitado y cansado como si le hubieran caído veinte años de golpe.

En todo ese período su tabla de salvación fue el padre Thomas Crotty. «Los santos existen, no son mitos», se decía. ¿Qué otra cosa era si no el padre Crotty? Nunca se quejaba, se adaptaba a las peores circunstancias con una sonrisa en la boca, síntoma de su buen humor y su optimismo vital, su convencimiento íntimo de que había en la vida bastantes cosas buenas por las que merecía ser vivida.

Era un hombre más bajo que alto, con raleados cabellos grises y una cara redonda y colorada, en la que sus ojos claros parecían centellear. Provenía de una familia campesina muy pobre, de Galway, y, algunas veces, cuando estaba más contento que de costumbre, cantaba en gaélico canciones de cuna que había escuchado a su madre cuando niño. Al saber que Roger pasó veinte años en Africa y cerca de un año en la Amazonia, le contó que, desde el seminario, soñaba con ir a tierra de misión en algún país remoto, pero la orden dominicana decidió otro destino para él. En el campo, se hizo amigo de todos los prisioneros porque a todos trató con la misma consideración, sin importarle sus ideas y credos. Como, desde el primer momento, advirtió que sólo una minoría ínfima se dejaría convencer por las ideas de Roger, se mantuvo rigurosamente imparcial, sin pronunciarse nunca a favor o en contra de la Brigada Irlandesa. «Todos los que están aquí sufren, y son hijos de Dios, y por tanto nuestros hermanos ¿no es verdad?», le dijo a Roger. En sus largas conversaciones con el padre Crotty rara vez asomó la política. Hablaban mucho de Irlanda, sí, de su pasado, de sus héroes, de sus santos, de sus mártires, pero, en boca del padre Crotty, los irlandeses que más aparecían eran esos sufridos y anónimos labradores que trabajaban de sol a sol para ganar mendrugos y los que habían tenido que emigrar a América, a Africa del Sur y a Australia para no morirse de hambre.

Fue Roger quien llevó al padre Crotty a hablar de religión. El dominico era también en esto muy discreto, pensando sin duda que aquél, como anglicano, prefería evitar un asunto conflictivo. Pero cuando Roger le expuso su desconcierto espiritual y le confesó que de un tiempo a esta parte se sentía cada vez más atraído por el catolicismo, la religión de su madre, el padre Crotty aceptó de buena gana que tocaran ese tema. Con paciencia absolvía sus curiosidades, dudas y preguntas. Una vez Roger se atrevió a preguntarle a boca de jarro: «¿Cree usted que estoy haciendo bien esto que hago o me equivoco, padre Crotty?». El sacerdote se puso muy serio: «No lo sé, Roger. No me gustaría mentir. Simplemente, no lo sé».

Roger, ahora, tampoco lo sabía, después de esos primeros días de diciembre de 1914, cuando, luego de pasear por el campo de Limburg con los generales alemanes De Graaf y Exner, habló por fin a los centenares de prisioneros irlandeses. No, la realidad no acataba sus previsiones. «Qué ingenuo y tonto fui», se diría, recordando, la boca de pronto con gusto a ceniza, las caras de desconcierto, de desconfianza, de hostilidad de los prisioneros, cuando les explicaba, con todo el fuego de su amor por Irlanda, la razón de ser de la Brigada Irlandesa, la misión que cumpliría, lo agradecida que quedaría la patria por ese sacrificio. Recordaba los esporádicos vítores a John Redmond que lo interrumpieron, los rumores reprobatorios y hasta amenazantes, el silencio que siguió a sus palabras. Lo más humillante fue que, terminada su alocución, los guardias alemanes lo rodearon y acompañaron a salir del campo, porque, aunque no hubieran entendido las palabras, las actitudes de la mayoría de los prisioneros dejaban entrever que aquello podía culminar en una agresión contra el orador.

Y eso fue exactamente lo que ocurrió la segunda vez que Roger volvió a Limburg a hablarles, el 5 de enero de 1915. En esta ocasión, los prisioneros no se contentaron con ponerle malas caras y mostrar su disgusto con gestos y ademanes. Lo silbaron e insultaron. «¿Cuánto te ha pagado Alemania?» era el grito más frecuente. Tuvo que callarse porque la gritería era ensordecedora. Había empezado a recibir una lluvia de piedrecillas, escupitajos y diversos proyectiles. Los soldados alemanes lo sacaron a paso ligero del local.

Nunca se recobró de aquella experiencia. Su recuerdo, como un cáncer, lo iría comiendo por dentro, sin tregua.

—¿Debo renunciar a esto, en vista de ese rechazo generalizado, padre Crotty?

—Debe hacer lo que crea que es lo mejor para Irlanda, Roger. Sus ideales son puros. La impopularidad no es siempre un buen indicio para decidir la justicia de una causa.

Desde entonces viviría en una duplicidad desgarradora, aparentando ante las autoridades alemanas que la Brigada Irlandesa estaba en marcha. Verdad que había pocas adhesiones todavía, pero aquello sería distinto cuando los prisioneros superaran la desconfianza inicial y entendieran que la conveniencia de Irlanda, y por tanto de ellos, era la amistad y colaboración con Alemania. En su fuero íntimo, sabía muy bien que lo que decía no era cierto, que nunca habría una adhesión masiva a la Brigada, que ésta no pasaría jamás de ser un grupito simbólico.

Si era así ¿para qué seguir? ¿Por qué no dar marcha atrás? Porque aquello hubiera equivalido a un suicidio y Roger Casement no quería suicidarse. No todavía. No de esa manera, en todo caso. Y por eso, el hielo en el corazón, los primeros meses de 1915, a la vez que seguía perdiendo el tiempo con el «asunto Findlay», negociaba con las autoridades del Reich el acuerdo sobre la Brigada Irlandesa. Exigía ciertas condiciones y sus interlocutores, Arthur Zimmermann, el conde Georg von Wedel y el conde Rudolf Nadolny, lo escucharon muy serios, anotando en sus cuadernos. En la siguiente reunión le comunicaron que el Gobierno alemán aceptaba sus exigencias: la Brigada tendría uniformes propios, oficiales irlandeses, elegiría los campos de batalla donde entrar en acción, sus gastos serían devueltos al Gobierno alemán por el Gobierno republicano de Irlanda apenas se constituyera. Él sabía tan bien como ellos que todo esto era una pantomima, porque la Brigada Irlandesa a mediados de 1915 ni siquiera tenía voluntarios para formar una compañía: había reclutado apenas unos cuarenta y era improbable que todos perseveraran en su compromiso. Muchas veces se preguntó: «¿Hasta cuándo durará la farsa?». En sus cartas a Eoin MacNeill y a John Devoy se sentía obligado a asegurarles que, aunque despacio, la Brigada Irlandesa se hacía realidad. Poco a poco, iban aumentando los voluntarios. Era imprescindible que le enviaran oficiales irlandeses que entrenaran a la Brigada y se pusieran al frente de las futuras secciones y compañías. Se lo prometieron, pero ellos también fallaron: el único que llegó fue el capitán Robert Monteith. Aunque, es verdad, el irrompible Monteith valía él solo un batallón.

Los primeros indicios de lo que se vendría los tuvo Roger cuando, terminado el invierno, comenzaban a aparecer los primeros brotes verdes en los árboles de Unter den Linden. El subsecretario de Estado para las Relaciones Exteriores, en una de sus reuniones periódicas, un día, de manera abrupta le hizo saber que el alto mando militar alemán no tenía confianza en su ayudante Eivind Adler Christensen. Había indicios de que podía estar informando a la inteligencia británica. Debía alejarlo de inmediato.

La advertencia lo tomó de sorpresa y, de entrada, la descartó. Pidió pruebas. Le respondieron que los servicios de inteligencia alemanes no habrían hecho una afirmación semejante si no hubieran tenido razones poderosas para hacerlo. Como en esos días Eivind quería ir por unos días a Noruega, a ver a parientes, Roger lo animó a que partiera. Le dio dinero y fue a despedirlo a la estación. Nunca más lo volvió a ver. Desde entonces, otro motivo de angustia se sumó a los anteriores: ¿podía ser posible que el dios vikingo fuera un espía? Rebuscó su memoria tratando de encontrar en esos meses últimos, en que ambos habían convivido, algún hecho, actitud, contradicción, palabra perdida, que lo delatara. No encontró nada. Trataba de tranquilizarse a sí mismo diciéndose que aquel infundio era una maniobra de esos aristócratas teutones prejuiciosos y puritanos que, sospechando que las relaciones suyas con el noruego no eran inocentes, querían alejarlo de él valiéndose de cualquier treta, aun la calumnia. Pero la duda volvía y lo desvelaba. Cuando supo que Eivind Adler Christensen había decidido volver a Estados Unidos desde Noruega, sin regresar a Alemania, se alegró.

El 20 de abril de 1915 llegó a Berlín el joven Joseph Plunkett, como delegado de los Voluntarios y del IRB, luego de haber dado un periplo rocambolesco por media Europa para escapar a las redes de la inteligencia británica. ¿Cómo había hecho semejante esfuerzo en su condición física? No tendría más de veintisiete años pero era esquelético, semitullido por la poliomielitis, con una tuberculosis que lo iba devorando y daba a su cara por momentos el aire de una calavera. Hijo de un próspero aristócrata, el conde George Noble Plunkett, director del Museo Nacional de Dublín, Joseph, que hablaba inglés con acento de aristócrata, se vestía de cualquier manera, con unos pantalones bolsudos, una levita que le quedaba muy grande y un sombrerote embutido hasta las cejas. Pero bastaba oírlo hablar y conversar un poco con él para descubrir que detrás de esa apariencia de payaso, ese físico en ruinas y su indumentaria carnavalesca, había una inteligencia superior, penetrante como pocas, una cultura literaria enorme y un espíritu ardiente, con una vocación de lucha y sacrificio por la causa de Irlanda que a Roger Casement lo impresionó mucho las veces que departió con él en Dublín, en las reuniones de los Voluntarios. Escribía poesía mística, era, como Patrick Pearse, un creyente devoto y conocía al dedillo a los místicos españoles, sobre todo a Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, de quien recitaba de memoria versos en español. Al igual que Patrick Pearse, se había alineado siempre, dentro de los Voluntarios, con los radicales y eso lo acercó a Roger. Escuchándolos, éste se dijo muchas veces que Pearse y Plunkett parecían buscar el martirio, convencidos de que sólo derrochando el heroísmo y desprecio de la muerte que tuvieron esos héroes titánicos que jalonaban la Historia irlandesa, desde Cuchulain y Fionn y Owen Roe hasta Wolfe Tone y Robert Emmet, e inmolándose ellos mismos como los mártires cristianos de los tiempos primitivos, contagiarían a la mayoría la idea de que la única manera de conquistar la libertad sería cogiendo las armas y haciendo la guerra. De la inmolación de los hijos de Eire nacería ese país libre, sin colonizadores ni explotadores, donde reinarían la ley, el cristianismo y la justicia. A Roger, el romanticismo un tanto enloquecido de Joseph Plunkett y Patrick Pearse lo había asustado a veces, en Irlanda. Pero estas semanas, en Berlín, oyendo al joven poeta y revolucionario, en esos días agradables en que la primavera llenaba de flores los jardines y los árboles de los parques recobraban su verdor, Roger se sintió conmovido y ansioso de creer todo lo que el recién venido le decía.

Traía noticias exaltantes de Irlanda. La división de los Voluntarios a raíz de la guerra europea había servido para aclarar las cosas, según él. Cierto que una gran mayoría seguía aún las tesis de John Redmond de colaborar con el Imperio y enrolarse en el Ejército británico, pero la minoría leal a los Voluntarios contaba con muchos millares de gentes decididas a pelear, un verdadero Ejército unido, compacto, lúcido sobre sus objetivos y resuelto a morir por Irlanda. Ahora sí había una estrecha colaboración entre los Voluntarios y el IRB y asimismo el Irish Citizen Army, el Ejército del Pueblo, formado por marxistas y sindicalistas como Jim Larkin y James Connolly, y el Sinn Fein de Arthur Griffith. Hasta Sean O’Casey, que había atacado con ferocidad a los Voluntarios llamándolos «burgueses e hijitos de papá», se mostraba favorable a la colaboración. El Comité Provisional, que dirigían Tom Clarke, Patrick Pearse y Thomas MacDonagh entre otros, preparaba la insurrección día y noche. Las circunstancias eran propicias. La guerra europea creaba una oportunidad única. Era indispensable que Alemania los ayudara con el envío de unos cincuenta mil fusiles y una acción simultánea de su Ejército en territorio británico atacando los puertos irlandeses militarizados por la Royal Navy. La acción conjunta acaso decidiría la victoria alemana. Irlanda sería independiente y libre, por fin.

Roger estaba de acuerdo: ésta había sido su tesis hacía tiempo y era la razón por la que vino a Berlín. Insistió mucho en que el Comité Provisional estableciera que la acción ofensiva de la Marina y el Ejército alemanes era condición sine qua non para el Alzamiento. Sin aquella invasión la rebelión fracasaría, pues la fuerza logística era demasiado desigual.

—Pero, usted, sir Roger —lo interrumpió Plunkett—, olvida un factor que prevalece sobre el armamento militar y el número de soldados: la mística. Nosotros la tenemos. Los ingleses, no.

Hablaban en una taberna semivacía. Roger tomaba cerveza y Joseph un refresco. Fumaban. Plunkett le contó que Larkfield Manor, su casa en el barrio de Kimmage, en Dublín, se había convertido en una fragua y un arsenal, donde se fabricaban granadas, bombas, bayonetas, picas y se cosían banderas. Decía todo aquello con ademanes exaltados, en estado de trance. Le contó también que el Comité Provisional había decidido ocultar a Eoin MacNeill el acuerdo sobre el Alzamiento. Roger se sorprendió. ¿Cómo se podía mantener secreta semejante decisión ante quien había sido el fundador de los Voluntarios y seguía siendo su presidente?

—Todos lo respetamos y nadie pone en duda el patriotismo y la honestidad del profesor MacNeill —explicó Plunkett—. Pero es blando. Cree en la persuasión y los métodos pacíficos. Será informado cuando ya sea tarde para impedir el Alzamiento. Entonces, a nadie le cabe duda, se unirá a nosotros en las barricadas.

Roger trabajó día y noche con Joseph preparando un plan de treinta y dos páginas con detalles del Alzamiento. Lo presentaron ambos a la Cancillería y al Almirantazgo. El plan sostenía que las Fuerzas Militares británicas en Irlanda estaban dispersas en reducidas guarniciones y podían ser fácilmente doblegadas. Los diplomáticos, funcionarios y militares alemanes escucharon impresionados a este joven malformado y vestido como un clown, que, al hablar, se transformaba y explicaba con precisión matemática y gran coherencia intelectual las ventajas de que una invasión alemana coincidiera con la revolución nacionalista. Los que sabían inglés, sobre todo, lo escuchaban intrigados por su desenvoltura, fiereza y la retórica exaltada con que se expresaba. Pero, aun los que no entendían inglés y debían esperar que el intérprete tradujera sus palabras, miraban con asombro la vehemencia y la gesticulación frenética de este maltrecho emisario de los nacionalistas irlandeses.

Lo escuchaban, tomaban notas de lo que Joseph y Roger les pedían, pero sus respuestas no los comprometían a nada. Ni a la invasión ni al envío de los cincuenta mil fusiles con la munición respectiva. Todo aquello se estudiaría dentro de la estrategia global de la guerra. El Reich aprobaba las aspiraciones del pueblo irlandés y tenía la intención de apoyar sus legítimos anhelos: no iban más allá.

Joseph Plunkett pasó casi dos meses en Alemania, viviendo con una frugalidad comparable a la del propio Casement, hasta el 20 de junio en que partió hacia la frontera suiza, de vuelta a Irlanda vía Italia y España. Al joven poeta no le llamó la atención el escaso número de adherentes que tenía la Brigada Irlandesa. Por lo demás, no mostró la menor simpatía por ésta. ¿La razón?

—Para servir en la Brigada, los prisioneros tienen que romper su juramento de lealtad al Ejército británico —le dijo a Roger—. Yo estuve siempre en contra de que los nuestros se enrolaran en las filas del ocupante. Pero, una vez que lo hicieron, un juramento hecho ante Dios no se puede romper sin pecar y perder el honor.

El padre Crotty oyó esta conversación y guardó silencio. Estuvo así, hecho una esfinge, toda la tarde que los tres pasaron juntos, escuchando al poeta, que acaparaba la conversación. Luego, el dominico comentó a Casement:

—Este muchacho es alguien fuera de lo común, sin duda. Por su inteligencia y por su entrega a una causa. Su cristianismo es el de esos cristianos que morían en los circos romanos devorados por las fieras. Pero, también, el de los cruzados que reconquistaron Jerusalén matando a todos los impíos judíos y musulmanes que encontraron, incluidas mujeres y niños. El mismo celo ardiente, la misma glorificación de la sangre y la guerra. Te confieso, Roger, que personas así, aunque sean ellas las que hacen la Historia, a mí me dan más miedo que admiración.

Un tema recurrente en las charlas de Roger y Joseph esos días fue la posibilidad de que la insurrección estallara sin que el Ejército alemán invadiera al mismo tiempo Inglaterra, o, al menos, cañoneara los puertos protegidos por la Royal Navy en territorio irlandés. Plunkett era partidario, incluso en ese caso, de seguir con los planes insurreccionales: la guerra europea había creado una oportunidad que no debía ser desperdiciada. Roger pensaba que sería un suicidio. Por heroicos y arrojados que fueran, los revolucionarios serían aplastados por la maquinaria del Imperio. Este aprovecharía para hacer una purga implacable. La liberación de Irlanda demoraría cincuenta años más.

—¿Debo entender que si estalla la revolución sin intervención de Alemania no estará usted con nosotros, sir Roger?

—Estaré con ustedes, desde luego. Pero a sabiendas de que será un sacrificio inútil.

El joven Plunkett lo miró largamente a los ojos y a Roger le pareció advertir en esa mirada un sentimiento de lástima.

—Permítame hablarle con franqueza, sir Roger —murmuró, por fin, con la seriedad de quien se sabe poseedor de una verdad irrefutable—. Hay algo que usted no ha entendido, me parece. No se trata de ganar. Claro que vamos a perder esa batalla. Se trata de durar. De resistir. Días, semanas. Y de morir de tal manera que nuestra muerte y nuestra sangre multipliquen el patriotismo de los irlandeses hasta volverlo una fuerza irresistible. Se trata de que, por cada uno de los que muramos, nazcan cien revolucionarios. ¿No ocurrió así con el cristianismo?

No supo qué responderle. Las semanas que siguieron a la partida de Plunkett fueron muy intensas para Roger. Continuó pidiendo que Alemania pusiera en libertad a prisioneros irlandeses que, por razones de salud, edad, por su categoría intelectual y profesional y su conducta lo merecían. Este gesto causaría buena impresión en Irlanda. Las autoridades alemanas habían sido reacias, pero ahora comenzaron a ceder. Se hicieron listas, se discutieron nombres. Finalmente, el alto mando militar accedió a liberar a un centenar de profesionales, maestros, estudiantes y hombres de negocios de credenciales respetables. Fueron muchas horas y días de discusiones, un tira y afloje que dejaba a Roger extenuado. Por otra parte, angustiado con la idea de que los Voluntarios, siguiendo las tesis de Pearse y de Plunkett, desencadenaran una insurrección antes de que Alemania se decidiera a atacar a Inglaterra, presionaba a la Cancillería y el Almirantazgo para que le dieran una respuesta sobre los cincuenta mil fusiles. Le respondían vaguedades. Hasta que un día, en una reunión del Ministerio de Relaciones Exteriores, el conde Blicher le dijo algo que lo desalentó:

—Sir Roger, usted no tiene una idea justa de las proporciones. Examine un mapa con objetividad y verá lo poco que representa Irlanda en términos geopolíticos. Por más simpatías que tenga el Reich por su causa, otros países y regiones son más importantes para los intereses alemanes.

—¿Significa esto que no recibiremos las armas, señor conde? ¿Alemania descarta de plano la invasión?

—Ambas cosas están todavía en estudio. Si de mí se tratara, yo descartaría la invasión, desde luego, en un futuro inmediato. Pero lo decidirán los especialistas. Recibirá una respuesta definitiva en cualquier momento.

Roger escribió una larga carta a John Devoy y Joseph McGarrity, dándoles sus razones para oponerse a un alzamiento que no contara con una acción militar alemana simultánea. Los exhortaba a que usaran su influencia con los Voluntarios y el IRB para disuadirlos de que se precipitaran en una acción descabellada. Al mismo tiempo, les aseguraba que seguía haciendo toda clase de esfuerzos para conseguir las armas. Pero la conclusión era dramática: «He fracasado. Aquí soy un inútil. Permítanme regresar a los Estados Unidos».

En esos días sus enfermedades recrudecieron. Nada le hacía efecto contra los dolores de la artritis. Continuos resfríos, con fiebres altas, lo obligaban a guardar cama con frecuencia. Había enflaquecido y sufría desvelos. Para mal de males, en este estado supo que The New York World había publicado una noticia, seguramente filtrada por el contraespionaje británico, según la cual sir Roger Casement se encontraba en Berlín recibiendo grandes sumas de dinero del Reich para alentar una rebelión en Irlanda. Envió una carta de protesta —«Trabajo para Irlanda, no para Alemania»— que no fue publicada. Sus amigos de New York le hicieron desechar la idea de un juicio: lo perdería y el Clan na Gael no estaba dispuesto a derrochar el dinero en un litigio judicial.

Desde mayo de 1915 las autoridades alemanas habían accedido a una demanda insistente de Roger: que los voluntarios de la Brigada Irlandesa fueran separados de los prisioneros de Limburg. El día 20, el medio centenar de brigadistas, que eran hostilizados por sus compañeros, fueron trasladados al pequeño campo de Zossen, en las vecindades de Berlín. Celebraron la ocasión con una misa que ofició el padre Crotty y hubo brindis y canciones irlandesas en una atmósfera de camaradería que levantó algo el ánimo de Roger. Anunció a los brigadistas que recibirían dentro de unos días los uniformes que él mismo había diseñado y que pronto llegaría un puñado de oficiales irlandeses a dirigir los entrenamientos. Ellos, que constituían la primera compañía de la Brigada Irlandesa, pasarían a la Historia como los pioneros de una hazaña.

Inmediatamente después de esta reunión, escribió una nueva carta a Joseph McGarrity, contándole la apertura del campo de Zossen y excusándose por el catastrofismo de su misiva anterior. La había escrito en un momento de descorazonamiento, pero ahora se sentía menos pesimista. La llegada de Joseph Plunkett y el campo de Zossen eran un estímulo. Seguiría trabajando por la Brigada Irlandesa. Aunque pequeña, tenía un simbolismo importante en el cuadro de la guerra europea.

Al comenzar el verano de 1915 partió a Munich. Se alojó en el Basler Hof, hotelito modesto pero agradable. La capital bávara lo deprimía menos que Berlín, aunque aquí llevaba una vida todavía más solitaria que en la capital. Su salud seguía deteriorándose y los dolores y los resfríos lo obligaban a permanecer en su habitación. Su vida recoleta era de intenso trabajo intelectual. Bebía muchas tazas de café y fumaba sin tregua unos cigarrillos de tabaco negro que llenaban de humo su cuarto. Escribía continuas cartas a sus contactos en la Cancillería y el Almirantazgo y mantenía con el padre Crotty una correspondencia diaria, espiritual y religiosa. Releía las cartas del sacerdote y las guardaba como un tesoro. Un día intentó rezar. Hacía mucho que no lo hacía, por lo menos de este modo, concentrándose, tratando de abrir a Dios su corazón, sus dudas, sus angustias, su temor de haberse equivocado, pidiéndole misericordia y guía sobre su conducta futura. A la vez, escribía breves ensayos sobre los errores que debía evitar la Irlanda independiente, aprovechando la experiencia de otras naciones, para no caer en la corrupción, la explotación, las distancias siderales que separaban por doquier a pobres y ricos, a poderosos y débiles. Pero a ratos se desanimaba: ¿qué iba a hacer con esos textos? No tenía sentido distraer a sus amigos de Irlanda con ensayos sobre el porvenir cuando se encontraban sumergidos en una actualidad tan avasalladora.

Al terminar el verano, sintiéndose algo mejor, viajó al campo de Zossen. Los hombres de la Brigada habían recibido los uniformes diseñados por él y lucían bien todos ellos con la insignia irlandesa en las viseras. El campo se veía ordenado y funcionando. Pero la inactividad y el encierro estaban minando la moral del medio centenar de brigadistas, pese a los esfuerzos del padre Crotty por levantarles el ánimo. Organizaba competencias deportivas, concursos, lecciones y debates sobre asuntos diversos. A Roger le pareció un buen momento para hacer espejear ante ellos el acicate de la acción.

Los reunió en círculo y les expuso una posible estrategia que los sacara de Zossen y les devolviera la libertad. Si en estos momentos era imposible que combatieran en Irlanda ¿por qué no hacerlo bajo otros cielos donde se estaba librando la misma batalla por la que se creó la Brigada? La guerra mundial se había extendido al Medio Oriente. Alemania y Turquía peleaban para echar a los británicos de su colonia egipcia. ¿Por qué no participarían ellos en esa lucha contra la colonización, por la independencia de Egipto? Como la Brigada era todavía pequeña, tendrían que integrarse a otro cuerpo de Ejército, pero lo harían conservando su identidad irlandesa.

La propuesta había sido discutida por Roger con las autoridades alemanas y aceptada. John Devoy y McGarrity estaban de acuerdo. Turquía admitiría a la Brigada en su Ejército, en las condiciones descritas por Roger. Hubo una larga discusión. Al final, treinta y siete brigadistas se declararon dispuestos a pelear en Egipto. El resto necesitaba pensarlo. Pero lo que preocupaba a todos los brigadistas ahora era algo más urgente: los prisioneros de Limburg los habían amenazado con delatarlos a las autoridades inglesas a fin de que sus familias en Irlanda dejaran de recibir las pensiones de combatientes del Ejército británico. Si esto ocurría, sus padres, esposas e hijos se morirían de hambre. ¿Qué iba a hacer Roger al respecto?

Era obvio que el Gobierno británico tomara este tipo de represalias y a él ni siquiera se le había ocurrido. Viendo las caras ansiosas de los brigadistas, sólo atinó a asegurarles que sus familias nunca quedarían desprotegidas. Si dejaban de recibir esas pensiones, las organizaciones patrióticas las ayudarían. Ese mismo día escribió a Clan na Gael pidiendo que se creara un fondo para compensar a los parientes de los brigadistas si eran víctimas de esa represalia. Pero Roger no se hacía ilusiones: tal como iban las cosas, el dinero que entraba a las arcas de los Voluntarios, el IRB y el Clan na Gael era para comprar armas, la primera prioridad. Angustiado, se decía que por su culpa cincuenta familias humildes irlandesas pasarían hambre y acaso serían diezmadas por la tuberculosis el próximo invierno. El padre Crotty trataba de calmarlo pero esta vez sus razones no lo tranquilizaron. Un nuevo tema de preocupación se había sumado a los que lo atormentaban y su salud sufrió otra recaída. No sólo su físico, también su mente, como en los períodos más difíciles en el Congo y la Amazonia. Sintió que perdía el equilibrio mental. Su cabeza parecía a ratos un volcán en plena erupción. ¿Iba a perder la razón?

Regresó a Múnich y desde allí siguió enviando mensajes a Estados Unidos e Irlanda sobre el apoyo económico a las familias de los brigadistas. Como sus cartas, para despistar a la inteligencia británica, pasaban por varios países donde les cambiaban sobres y direcciones, las respuestas tardaban uno o dos meses en llegar. Su zozobra estaba en su apogeo cuando por fin apareció Robert Monteith a hacerse cargo militar de la Brigada. El oficial no sólo traía su impetuoso optimismo, su decencia y su espíritu aventurero. También, la promesa formal de que las familias de los brigadistas, si eran objeto de represalias, recibirían ayuda inmediata de los revolucionarios irlandeses.

El capitán Monteith, que, apenas llegado a Alemania, viajó de inmediato a Múnich para ver a Roger, se desconcertó al verlo tan enfermo. Le tenía admiración y lo trataba con enorme respeto. Le dijo que nadie en el movimiento irlandés sospechaba que su estado fuera tan precario. Casement le prohibió que informara sobre su salud y viajó con él de regreso a Berlín. Presentó a Monteith a la Cancillería y el Almirantazgo. El joven oficial ardía de impaciencia por ponerse a trabajar y manifestaba un optimismo férreo sobre el futuro de la Brigada que Roger, en su fuero íntimo, había perdido. Los seis meses que permaneció en Alemania, Robert Monteith fue, al igual que el padre Crotty, una bendición para Roger. Ambos le impidieron hundirse en un desánimo que tal vez lo hubiera empujado a la locura. El religioso y el militar eran muy distintos y, sin embargo, se dijo Roger muchas veces, ambos encarnaban dos prototipos de irlandeses: el santo y el guerrero. Alternando con ellos, recordó algunas conversaciones con Patrick Pearse, cuando éste mezclaba el altar con las armas y afirmaba que de la fusión de esas dos tradiciones, mártires y místicos y héroes y guerreros, resultaría la fuerza espiritual y física que rompería las cadenas que sujetaban a Eire.

Eran distintos pero había en los dos una limpieza natural, una generosidad y una entrega al ideal, que, muchas veces, viendo que el padre Crotty y el capitán Monteith no perdían el tiempo en cambios de humor y desmoralizaciones, como él, Roger se avergonzaba de sus dudas y vaivenes. Ambos se habían trazado un camino y lo seguían sin apartarse del rumbo, sin intimidarse ante los obstáculos, convencidos de que, al final, los esperaba el triunfo: de Dios sobre el mal y de Irlanda sobre sus opresores. «Aprende de ellos, Roger, sé como ellos», se repetía, como una jaculatoria.

Robert Monteith era un hombre muy cercano a Tom Clarke, a quien profesaba también un culto religioso. Hablaba del puesto de tabaco de éste —su cuartel general clandestino— en la esquina de Great Britain Street y Sackville Street como de un «lugar sagrado». Según el capitán, el viejo zorro sobreviviente de muchas cárceles inglesas era quien dirigía desde la sombra toda la estrategia revolucionaria. ¿No era digno de admiración? Desde su pequeño estanco, en una calle pobretona del centro de Dublín, este veterano de físico menudo, delgado, frugal, gastado por los padecimientos y los años, que había dedicado su vida a luchar por Irlanda, pasando por ello quince años en prisión, había conseguido montar una organización militar y política clandestina, el IRB, que llegaba a todos los confines del país, sin haber sido capturado por la policía británica. Roger le preguntó si la organización era de veras tan cuajada como él decía. El entusiasmo del capitán se desbordó:

—Tenemos compañías, secciones, pelotones, con sus oficiales, sus depósitos de armas, sus mensajeros, sus claves, sus consignas —afirmó, gesticulando eufórico—. Dudo que haya en Europa un Ejército más eficiente y motivado que el nuestro, sir Roger. No exagero un ápice.

Según Monteith, los preparativos habían llegado a su punto máximo. Lo único que faltaba eran las armas alemanas para que la insurrección estallara.

El capitán Monteith se puso a trabajar de inmediato, instruyendo y organizando al medio centenar de reclutas de Zossen. Iba con frecuencia al campo de Limburg, a tratar de vencer las resistencias de los demás prisioneros contra la Brigada. Conseguía uno que otro, pero la inmensa mayoría seguía mostrándole total hostilidad. Nada era capaz de desmoralizarlo. Sus cartas a Roger, quien había vuelto a Múnich, rebosaban entusiasmo y le daban noticias alentadoras sobre la minúscula Brigada.

La próxima vez que se vieron en Berlín, unas semanas después, cenaron solos en un pequeño restaurante de Charlottenburg lleno de refugiados rumanos. El capitán Monteith, armándose de valor y cuidando mucho las palabras para no ofenderlo, le dijo de pronto:

—Sir Roger, no me considere un entrometido y un insolente. Pero no puede seguir en este estado. Es usted demasiado importante para Irlanda, para nuestra lucha. En nombre de los ideales por los que ha hecho tanto, se lo suplico. Consulte un médico. Está mal de los nervios. No es raro. La responsabilidad y las preocupaciones han hecho mella. Era inevitable que ocurriera. Necesita ayuda.

Roger balbuceó unas palabras evasivas y cambió de tema. Pero la recomendación del capitán lo asustó. ¿Era tan evidente su desequilibrio que este oficial, siempre tan respetuoso y discreto, se atrevía a decirle una cosa así? Le hizo caso. Después de algunas averiguaciones, se animó a visitar al doctor Oppenheim, que vivía fuera de la ciudad, entre los árboles y riachuelos de Grunewald. Era un hombre ya anciano y le inspiró confianza, pues parecía experimentado y seguro. Tuvieron dos largas sesiones en las que Roger le expuso su estado, sus problemas, desvelos y temores. Debió someterse a pruebas mnemotécnicas y minuciosos interrogatorios. Por fin, el doctor Oppenheim le aseguró que necesitaba internarse en un sanatorio y someterse a un tratamiento. Si no lo hacía, su estado mental seguiría ese proceso de desquiciamiento que se había ya iniciado. El mismo llamó a Munich y le consiguió una cita con un colega y discípulo, el doctor Rudolf von Hoesslin.

Roger no se internó en la clínica del doctor Von Hoesslin, pero lo visitó un par de veces por semana, a lo largo de varios meses. El tratamiento le hizo bien.

—No me extraña que con las cosas que ha visto usted en el Congo y en el Amazonas y con lo que hace ahora, padezca estos problemas —le dijo el psiquiatra—. Lo notable es que no sea un loco furioso o no se haya suicidado.

Era un hombre todavía joven, apasionado de la música, vegetariano y pacifista. Estaba contra esta guerra y contra todas las guerras y soñaba con que un día se estableciera la fraternidad universal —«la paz kantiana», decía— en todo el mundo, se eclipsaran las fronteras y los hombres se reconocieran como hermanos. De las sesiones con el doctor Rudolf von Hoesslin Roger salía calmado y con ánimos. Pero no estaba seguro de que fuera mejorando. Esa sensación de bienestar siempre la había tenido cuando encontraba en su camino a una persona sana, buena e idealista.

Hizo varios viajes a Zossen donde, como era de esperar, Robert Monteith se había ganado a todos los reclutas de la Brigada. Gracias a sus ímprobos esfuerzos, ésta había aumentado en diez voluntarios. Las marchas y entrenamientos iban de maravilla. Pero los brigadistas seguían siendo tratados como prisioneros por los soldados y oficiales alemanes y, a veces, vejados. El capitán Monteith hizo gestiones en el Almirantazgo para que los brigadistas, como se lo habían prometido a Roger, tuvieran un margen de libertad, pudieran salir al pueblo y tomar una cerveza en una taberna de cuando en cuando. ¿No eran aliados? ¿Por qué seguían siendo tratados como enemigos? Hasta ahora aquellos intentos no habían dado el menor resultado.

Roger presentó una protesta. Tuvo una escena violenta con el general Schneider, comandante de la guarnición de Zossen, quien le dijo que no se podía dar más libertad a quienes mostraban indisciplina, eran propensos a las peleas e incluso cometían latrocinios en el campo. Según Monteith, estas acusaciones eran falsas. Los únicos incidentes se debían a insultos que los brigadistas recibían de los centinelas alemanes.

Los últimos meses de Roger Casement en Alemania fueron de constantes discusiones y momentos de gran tensión con las autoridades. La sensación de que había sido engañado no hizo más que crecer hasta su partida de Berlín. El Reich no tenía interés en la liberación de Irlanda, nunca tomó en serio la idea de una acción conjunta con los revolucionarios irlandeses, la Cancillería y el Almirantazgo se habían servido de su ingenuidad y su buena fe haciéndole creer cosas que no pensaban hacer. El proyecto de que la Brigada Irlandesa luchara con el Ejército turco contra los ingleses en Egipto, estudiado en todo detalle, se frustró cuando parecía a punto de concretarse, sin que le dieran explicación alguna. Zimmermann, el conde Georg von Wedel, el capitán Nadolny y todos los oficiales que participaron en los planes, de pronto se volvieron escurridizos y evasivos. Se negaban a recibirlo con pretextos fútiles. Cuando conseguía hablar con ellos estaban siempre ocupadísimos, sólo podían concederle unos minutos, el asunto de Egipto no era de su incumbencia. Roger se resignó: su anhelo de que la Brigada se convirtiera en una pequeña fuerza simbólica de la lucha de los irlandeses contra el colonialismo se había hecho humo.

Entonces, con la misma vehemencia con que había admirado a Alemania, comenzó a sentir por este país un desagrado que se fue convirtiendo en un odio semejante, o acaso mayor, que el que le inspiraba Inglaterra. Así se lo dijo en una carta al abogado John Quinn, de New York, luego de contarle el maltrato que recibía de las autoridades: «Así es, mi amigo: he llegado a odiar tanto a los alemanes que, antes de morir aquí, prefiero la horca británica».

Su estado de irritación y malestar físico lo obligaron a regresar a Múnich. El doctor Rudolf von Hoesslin le exigió que se internara en un hospital de reposo de Baviera, con un argumento contundente: «Está usted al borde de una crisis de la que no se recuperará nunca, a menos que descanse y olvide todo lo demás. La alternativa es que pierda la razón o sufra un quebranto psíquico que lo convierta en un inútil para el resto de sus días».

Roger le hizo caso. Durante unos días su vida entró en un período de tanta paz que se sentía un ser descarnado. Los somníferos lo hacían dormir diez y doce horas. Luego, daba largos paseos por un bosque vecino de arces y fresnos, en unas mañanas todavía frías, de un invierno que se negaba a partir. Le habían quitado el tabaco y el alcohol y comía frugales dietas vegetarianas. No tenía ánimos para leer ni escribir. Permanecía horas con la mente en blanco, sintiéndose un fantasma.

De este letargo lo sacó violentamente Robert Monteith una soleada mañana de principios de marzo de 1916.

Por la importancia del asunto, el capitán había conseguido un permiso del Gobierno alemán para venir a verlo. Estaba todavía bajo el efecto de la impresión y hablaba atropellándose:

—Una escolta vino a sacarme del campo de Zossen y me llevó a Berlín, al Almirantazgo. Me esperaba un grupo grande de oficiales, dos generales entre ellos. Me informaron lo siguiente: «El Comité Provisional irlandés ha decidido que el levantamiento tendrá lugar el 23 de abril». Es decir, dentro de mes y medio.

Roger saltó de la cama. Le pareció que la fatiga desaparecía de golpe y que su corazón se convertía en un tambor al que aporreaban con furia. No pudo hablar.

—Piden fusiles, fusileros, artilleros, ametralladoras, municiones —prosiguió Monteith, aturdido por la emoción—. Que el barco sea escoltado por un submarino. Las armas deben llegar a Fenit, Tralee Bay, en County Kerry, el Domingo de Pascua a eso de la medianoche.

—Entonces, no van a esperar la acción armada alemana —pudo decir por fin Roger. Pensaba en una hecatombe, en ríos de sangre tiñendo las aguas del Liffey.

—El mensaje también trae instrucciones para usted, sir Roger —añadió Monteith—. Debe permanecer en Alemania, como embajador de la nueva República de Irlanda.

Roger se dejó caer otra vez en la cama, abrumado. Sus compañeros no le habían informado a él de sus planes antes que al Gobierno alemán. Además, le ordenaban que se quedara aquí mientras ellos se hacían matar en uno de esos desplantes que les gustaban a Patrick Pearse y a Joseph Plunkett. ¿Desconfiaban de él? No había otra explicación. Como estaban conscientes de su oposición a un alzamiento que no coincidiera con una invasión alemana, pensaban que, allá, en Irlanda, sería un estorbo, y preferían que se quedara aquí, cruzado de brazos, con el extravagante cargo de embajador de una República que esa rebelión y ese baño de sangre harían más remota e improbable.

Monteith esperaba, mudo.

—Nos vamos de inmediato a Berlín, capitán —dijo Roger, incorporándose de nuevo—. Me visto, preparo mi maleta y partimos en el primer tren.

Así lo hicieron. Roger alcanzó a poner unas líneas apresuradas de agradecimiento al doctor Rudolf von Hoesslin. En la larga travesía, su cabeza crepitó sin descanso, con pequeños intervalos para cambiar ideas con Monteith. Al llegar a Berlín tenía clara su línea de conducta. Sus problemas personales pasaban a segundo plano. La prioridad, ahora, era volcar su energía e inteligencia en conseguir lo que habían pedido sus compañeros: fusiles, municiones y oficiales alemanes que pudieran organizar las acciones militares de manera eficiente. En segundo lugar, partir él mismo hacia Irlanda con el cargamento de armas. Allá trataría de convencer a sus amigos que esperaran; con algo más de tiempo la guerra europea podía crear situaciones más propicias para la insurrección. En tercer lugar, debía impedir que los cincuenta y tres inscritos en la Brigada Irlandesa partieran a Irlanda. Como «traidores», el Gobierno británico los ejecutaría sin contemplaciones si eran capturados por la Royal Navy. Monteith decidiría lo que quería hacer, con total libertad. Conociéndolo, era seguro que iría a morir con sus compañeros por la causa a la que había consagrado su vida.

En Berlín, se alojaron en el Edén Hotel, como de costumbre. A la mañana siguiente comenzaron las negociaciones con las autoridades. Las reuniones tenían lugar en el destartalado y feo edificio del Almirantazgo. El capitán Nadolny los recibía en la puerta y los llevaba a una sala en la que había siempre gentes de la Cancillería y militares. Caras nuevas se mezclaban con las de los viejos conocidos. Desde el primer momento, de manera categórica, fueron informados que el Gobierno alemán se negaba a enviar oficiales que asesoraran a los revolucionarios.

En cambio, consintieron en lo de las armas y municiones. Durante horas y días hicieron cálculos y estudios sobre la manera más segura de que llegaran en la fecha señalada al lugar establecido. Finalmente, se decidió que el cargamento iría en el Aud, un barco inglés, embargado, reacondicionado y pintado que llevaría enseña noruega. Ni Roger, ni Monteith ni brigadista alguno viajarían en el Aud. Este asunto motivó discusiones, pero el Gobierno alemán no cedió: la presencia de irlandeses a bordo comprometía el subterfugio de hacer pasar el barco por noruego y, si el engaño se descubría, el Reich quedaría en una situación delicada ante la opinión internacional. Entonces, Roger y Monteith exigieron que se les facilitara la manera de viajar a Irlanda al mismo tiempo que las armas, por separado. Fueron horas de propuestas y contrapropuestas en las que Roger trataba de convencerlos de que, yendo él allá, podía convencer a sus amigos de esperar que la guerra se fuera inclinando más del lado alemán, porque en esas circunstancias el Alzamiento podría combinarse con una acción paralela de la Marina y la infantería alemanas. Por fin, el Almirantazgo aceptó que Casement y Monteith viajaran a Irlanda. Lo harían en un submarino y llevarían a un brigadista como representante de sus compañeros.

La decisión de Roger de negarse a que la Brigada Irlandesa viajara a sumarse a la insurrección le acarreó fuertes choques con los alemanes. Pero él no quería que los brigadistas fueran sumariamente ejecutados, sin haber tenido siquiera la oportunidad de morir peleando. No era una responsabilidad que se echaría sobre los hombros.

El 7 de abril, el alto mando hizo saber a Roger que estaba listo el submarino en el que viajarían. El capitán Monteith escogió al sargento Daniel Julián Bailey para representar a la Brigada. Le proporcionaron papeles falsos con el nombre de Julián Beverly. El alto mando confirmó a Casement que, pese a que los revolucionarios habían pedido cincuenta mil, veinte mil rifles, diez ametralladoras y cinco millones de municiones estarían al norte de Innistooskert Island, Tralee Bay, el día indicado, a partir de las diez de la noche: debería esperar a la nave un piloto con un bote o lancha que se identificaría con dos luces verdes.

Entre el 7 y el día de la partida, Roger no pegó los ojos. Escribió un breve testamento pidiendo que si moría toda su correspondencia y papeles fueran entregados a Edmund D. Morel, «un ser excepcionalmente justo y noble», para que con esos documentos organizara una «memoria que salve mi reputación luego de mi tránsito».

Monteith, aunque, como Roger, intuía que el Alzamiento sería aplastado por el Ejército británico, ardía de impaciencia por partir. Tuvieron una conversación a solas, de un par de horas, el día en que el capitán Boehm les entregó el veneno que le habían pedido por si eran capturados. El oficial les explicó que se trataba de curare amazónico. El efecto sería instantáneo. «El curare es un antiguo conocido mío», le explicó Roger, sonriendo. «En el Putumayo vi, en efecto, a indios que paralizaban en el aire a los pájaros con sus dardos empapados en este veneno». Roger y el capitán fueron a tomar una cerveza en un kneipe vecino.

—Me imagino que le duele tanto como a mí partir sin despedirnos ni dar explicaciones a los brigadistas —dijo Roger.

—Lo llevaré siempre en mi conciencia —asintió Monteith—. Pero es una decisión acertada. El Alzamiento es demasiado importante para arriesgarnos a una filtración.

—¿Cree usted que tendré alguna posibilidad de detenerlo?

El oficial negó con la cabeza.

—No lo creo, sir Roger. Pero usted es muy respetado allá y, tal vez, sus razones se impongan. De todos modos, tiene que comprender lo que ocurre en Irlanda. Son muchos años preparándonos para esto. Qué digo años. Siglos, más bien. Hasta cuándo vamos a seguir siendo una nación cautiva. Y en pleno siglo XX. Además, no hay duda, gracias a la guerra éste es el momento en que Inglaterra es más débil en Irlanda.

—¿No tiene usted miedo a la muerte?

Monteith se encogió de hombros.

—La he visto cerca muchas veces. En Africa del Sur, durante la guerra de los Boers, muy cerca. Todos tenemos miedo a la muerte, me imagino. Pero hay muertes y muertes, sir Roger. Morir peleando por la patria es una muerte tan digna como morir por su familia o por su fe. ¿No le parece?

—Sí, lo es —asintió Casement—. Espero que, si se da el caso, muramos así y no tragándonos esta pócima amazónica, que debe ser indigesta.

La víspera de la partida, Roger fue por unas horas a Zossen a despedirse del padre Crotty. No entró al campamento. Hizo llamar al dominico y dieron un largo paseo por un bosque de abetos y abedules que comenzaban a verdear. El padre Crotty escuchó las confidencias de Roger demudado, sin interrumpirlo una sola vez. Cuando terminó de hablar, el sacerdote se santiguó. Permaneció largo rato en silencio.

—Ir a Irlanda, pensando que el Alzamiento está condenado al fracaso, es una forma de suicidio —dijo, como pensando en voz alta.

—Voy con la intención de atajarlo, padre. Hablaré con Tom Clarke, con Joseph Plunkett, con Patrick Pearse, con todos los dirigentes. Les haré ver las razones por las que este sacrificio me parece inútil. En vez de acelerar la independencia, la retrasará. Y…

Sintió que se le cerraba la garganta y calló.

—Qué pasa, Roger. Somos amigos y yo estoy aquí para ayudarlo. Puede confiar en mí.

—Tengo una visión que no puedo sacarme de la cabeza, padre Crotty. Esos idealistas y patriotas que se van a hacer despedazar, dejando familias destrozadas, en la miseria, sometidas a terribles represalias, al menos son conscientes de lo que hacen. Pero ¿sabe en quiénes pienso todo el tiempo?

Le contó que, en 1910, había ido a dar una charla a The Hermitage, el local de Rathfarnham, en las afueras de Dublín, donde funcionaba St. Enda’s, el colegio bilingüe de Patrick Pearse. Luego de hablar a los alumnos, les donó un objeto que guardaba de su viaje por la Amazonia —una cerbatana huitoto— como premio a la mejor composición en gaélico de los estudiantes del último año. Le había impresionado enormemente lo exaltados que estaban esas docenas de jóvenes con la idea de Irlanda, el amor militante con que recordaban su historia, sus héroes, sus santos, su cultura, el estado de éxtasis religioso en que cantaban las antiguas canciones celtas. Y, también, el espíritu profundamente católico que reinaba en el colegio al mismo tiempo que ese patriotismo ferviente: Pearse había conseguido que ambas cosas se fundieran y fueran una sola en esos jóvenes, como lo eran en él y en sus hermanos Willie y Margaret, también profesores en St. Enda’s.

—Todos esos jóvenes se van a hacer matar, van a ser carne de cañón, padre Crotty. Con fusiles y revólveres que ni siquiera sabrán cómo disparar. Cientos, millares de inocentes como ellos enfrentándose a cañones, a ametralladoras, a oficiales y soldados del Ejército más poderoso del mundo. Para no conseguir nada. ¿No es terrible?

—Desde luego que es terrible, Roger —asintió el religioso—. Pero tal vez no sea exacto que no conseguirán nada.

Hizo otra larga pausa y luego se puso a hablar despacio, dolido y conmovido.

—Irlanda es un país profundamente cristiano, usted lo sabe. Tal vez por su situación particular, de país ocupado, fue más receptivo que otros al mensaje de Cristo. O porque tuvimos misioneros y apóstoles como St. Patrick, enormemente persuasivos, la fe prendió más hondo allí que en otras partes. La nuestra es una religión sobre todo para los que sufren. Los humillados, los hambrientos, los vencidos. Esa fe ha impedido que nos desintegráramos como país pese a la fuerza que nos aplastaba. En nuestra religión es central el martirio. Sacrificarse, inmolarse. ¿No lo hizo Cristo? Se encarnó y se sometió a las más atroces crueldades. Traiciones, torturas, la muerte en la cruz. ¿No sirvió de nada, Roger?

Roger recordó a Pearse, Plunkett, a esos jóvenes convencidos de que la lucha por la libertad era mística a la vez que cívica.

—Entiendo lo que usted quiere decir, padre Crotty. Yo sé que personas como Pearse, Plunkett, incluso Tom Clarke, que tiene fama de realista y práctico, saben que el Alzamiento es un sacrificio. Y están seguros de que haciéndose matar crearán un símbolo que moverá todas las energías de los irlandeses. Yo entiendo su voluntad de inmolación. Pero ¿tienen derecho a arrastrar a gentes que carecen de su experiencia, de su lucidez, a jóvenes que no saben que van al matadero sólo para dar un ejemplo?

—Yo no tengo admiración por lo que hacen, Roger, ya se lo he dicho —murmuró el padre Crotty—. El martirio es algo a lo que un cristiano se resigna, no un fin que busca. Pero ¿acaso la Historia no ha hecho progresar a la humanidad de esa manera, con gestos y sacrificios? En todo caso, el que ahora me preocupa es usted. Si es capturado, no tendrá ocasión de luchar. Será juzgado por alta traición.

—Yo me metí en esto, padre Crotty, y mi obligación es ser consecuente e ir hasta el final. Nunca podré agradecerle todo lo que le debo. ¿Puedo pedirle la bendición?

Se arrodilló, el padre Crotty lo bendijo y se despidieron con un abrazo.