XI

Cuando el sheriff gordo abrió la puerta de su celda, entró y sin decir nada se sentó en la esquina del camastro donde estaba tendido, Roger Casement no se sorprendió. Desde que, violando el reglamento, el sheriff le había permitido tomar una ducha, sentía, sin que hubiera mediado palabra entre ambos, un acercamiento entre él y el carcelero y que éste, acaso sin darse cuenta, acaso a pesar de sí mismo, había dejado de odiarlo y tenerlo por responsable de la muerte de su hijo en las trincheras de Francia.

Era la hora del crepúsculo y la pequeña celda estaba casi a oscuras. Roger, desde el camastro, veía la silueta en sombra del sheriff ancha y cilíndrica, muy quieta. Lo sentía jadear hondo, como exhausto.

—Tenía pies planos y hubiera podido librarse de ir a filas —lo oyó salmodiar, traspasado de emoción—. En el primer centro de reclutamiento, en Hastings, cuando le examinaron los pies, lo rechazaron. Pero él no se resignó y volvió a presentarse en otro centro. Quería ir a la guerra. ¿Se ha visto semejante locura?

—Amaba a su país, era un patriota —dijo Roger Casement, bajito—. Usted tendría que estar orgulloso de su hijo, sheriff

—De qué me sirve que fuera un héroe, si ahora está muerto —repuso el carcelero, con voz lúgubre—. Era lo único que tenía en el mundo. Ahora, es como si yo también hubiera dejado de existir. A ratos pienso que me he vuelto un fantasma.

Le pareció que, en las sombras de la celda, el sheriff gemía. Pero tal vez era una falsa impresión. Roger recordó a los cincuenta y tres voluntarios de la Brigada Irlandesa que quedaron allá, en Alemania, en el pequeño campo militar de Zossen, donde el capitán Robert Monteith los había entrenado en el uso de fusiles, ametralladoras, tácticas y maniobras militares, procurando mantenerles en alto la moral pese a las circunstancias inciertas. Y las preguntas que se había hecho mil veces volvieron a atormentarlo. ¿Qué habrían pensado cuando desapareció sin despedirse al igual que el capitán Monteith y el sargento Bailey? ¿Que eran unos traidores? ¿Que, después de embarcarlos en esa aventura temeraria, se mandaban mudar, ellos sí, a luchar a Irlanda, y los dejaban rodeados de alambradas, en manos de los alemanes y odiados por los prisioneros irlandeses de Limburg, que los consideraban unos tránsfugas y desleales con sus compañeros muertos en las trincheras de Flandes?

Una vez más se dijo que su vida había sido una contradicción permanente, una sucesión de confusiones y enredos truculentos, donde la verdad de sus intenciones y comportamientos quedaba siempre, por obra del azar o de su propia torpeza, oscurecida, distorsionada, trastrocada en mentira. Esos cincuenta y tres patriotas, puros e idealistas, que habían tenido el coraje de enfrentarse a dos mil y pico de sus compañeros del campo de Limburg e inscribirse en la Brigada Irlandesa para luchar «junto a, pero no dentro de» el Ejército alemán por la independencia de Irlanda, nunca sabrían de la pelea titánica que había librado Roger Casement con el alto mando militar alemán para impedir que los despacharan a Irlanda en el Audjunto con los veinte mil fusiles que enviaba a los Voluntarios para el Alzamiento de Semana Santa.

—Yo tengo la responsabilidad de esos cincuenta y tres brigadistas —le dijo Roger al capitán Rudolf Nadolny, encargado de asuntos irlandeses en la Jefatura Militar en Berlín—. Yo los exhorté a desertar del Ejército británico. Para la ley inglesa son traidores. Serán ahorcados de inmediato si la Royal Navy los captura. Algo que ocurrirá, irremediablemente, si el Alzamiento tiene lugar sin el apoyo de una fuerza militar alemana. No puedo enviar a la muerte y la deshonra a esos compatriotas. Ellos no irán a Irlanda con los veinte mil fusiles.

No había sido fácil. El capitán Nadolny y los oficiales del alto mando militar alemán trataron de hacerlo ceder con un chantaje.

—Muy bien, comunicaremos de inmediato a los dirigentes de los Irish Volunteers en Dublín y en Estados Unidos que, en vista de la oposición del señor Roger Casement al Alzamiento, el Gobierno alemán suspende el envío de los veinte mil fusiles y los cinco millones de municiones.

Fue preciso discutir, negociar, explicar, conservando siempre la calma. Roger Casement no se oponía al Alzamiento, sólo a que los Voluntarios y el Ejército del Pueblo se suicidaran, lanzándose a pelear contra el Imperio británico sin que los submarinos, zepelines y comandos del Káiser distrajeran a las Fuerzas Armadas británicas y les impidieran aplastar brutalmente a los rebeldes, retrasando de este modo vaya usted a saber cuántos años la independencia de Irlanda. Los veinte mil fusiles eran indispensables, por supuesto. El mismo iría con esas armas a Irlanda y explicaría a Tom Clarke, Patrick Pearse, Joseph Plunkett y demás líderes de los Voluntarios las razones por las que, a su juicio, el Alzamiento debía aplazarse.

Al final, lo consiguió. El barco con el armamento, el Aud, partió, y Roger, Monteith y Bailey zarparon también en un submarino hacia Eire. Pero los cincuenta y tres brigadistas se quedaron en Zossen, sin entender nada, preguntándose sin duda por qué esos mentirosos se fueron a pelear a Irlanda y los dejaron aquí, después de haberlos entrenado para una acción de la que ahora los privaban sin explicación alguna.

—Cuando el pequeño nació, su madre se largó y nos abandonó a los dos —dijo de pronto la voz del sheriff y Roger dio un brinco en el camastro—. Nunca más supe de ella. De modo que tuve que convertirme en una madre y un padre para el niño. Se llamaba Hortensia y era medio loca.

Había oscurecido totalmente en la celda. Roger no veía ya la silueta del carcelero. Su voz sonaba muy cercana y más parecía el lamento de un animal que una expresión humana.

—Los primeros años casi todo el salario se me iba en pagos a una mujer que lo amamantara y lo criara —prosiguió el sheriff—. Todo mi tiempo libre lo pasaba con él. Siempre fue un chico dócil y afable. Nunca uno de esos muchachos que cometen diabluras como robar y emborracharse y enloquecen a sus padres. Estaba de aprendiz en una sastrería, bien considerado por su jefe. Hubiera podido hacer carrera allí, si no se le metía en la cabeza alistarse, pese a sus pies planos.

Roger Casement no sabía qué decirle. Lo apenaba el sufrimiento del sheriff hubiera querido consolarlo, pero ¿qué palabras podían aliviar el dolor animal de este pobre hombre? Hubiera querido preguntarle su nombre y el de su hijo muerto, de este modo los sentiría a ambos más cerca, pero no se atrevió a interrumpirlo.

—Recibí dos cartas suyas —prosiguió el sheriff—. La primera, durante su entrenamiento. Me decía que le gustaba la vida en el campamento y que, al terminar la guerra, tal vez se quedaría en el Ejército. Su segunda carta era muy distinta. Muchos párrafos habían sido tachados con tinta negra por el censor. No se quejaba, pero había cierta amargura, incluso algo de miedo, en lo que escribía. Nunca más tuve noticias de él. Hasta que llegó una carta de duelo del Ejército, anunciándome su muerte. Que había tenido un fin heroico, en la batalla de Loos. Nunca oí hablar de ese lugar. Fui a ver en un mapa dónde quedaba Loos. Debe ser un pueblo insignificante.

Por segunda vez Roger sintió aquel gemido, semejante al ulular de un pájaro. Y tuvo la impresión de que la sombra del carcelero se estremecía.

¿Qué ocurriría ahora con esos cincuenta y tres compatriotas? ¿Respetaría el alto mando militar alemán los compromisos y permitiría que la pequeña Brigada se mantuviera unida y aislada en el campo de Zossen? No era seguro. En sus discusiones con el capitán Rudolf Nadolny, en Berlín, Roger advirtió el desprecio que los militares alemanes tenían por ese ridículo contingente de apenas medio centenar de hombres. Qué diferente su actitud al principio, cuando, dejándose convencer por el entusiasmo de Casement, apoyaron su iniciativa de reunir a todos los prisioneros irlandeses en el campo de Limburg, suponiendo que, una vez que les hablara, cientos de ellos se enrolarían en la Brigada Irlandesa. ¡Qué fracaso y qué decepción! La más dolorosa de su vida. Un fracaso que lo dejaba en el ridículo y hacía trizas sus sueños patrióticos. ¿En qué se equivocó? El capitán Robert Monteith creía que su error fue hablar a los 2200 prisioneros juntos, en vez de hacerlo por grupos pequeños. Con veinte o treinta hubiera sido posible un diálogo, responder objeciones, aclarar lo que les resultaba confuso. Pero ante una masa de hombres adoloridos por su derrota y la humillación de sentirse prisioneros —¿qué podía esperar? Sólo entendieron que Roger les pedía aliarse con sus enemigos de ayer y de ahora, por eso reaccionaron con tanta beligerancia. Había muchas maneras de interpretar su hostilidad, sin duda. Pero ninguna teoría podía borrar la amargura de verse insultado, llamado traidor, amarillo, cucaracha, vendido, por esos compatriotas a quienes él había sacrificado su tiempo, su honor y su futuro. Recordó las bromas de Herbert Ward cuando, burlándose de su nacionalismo, lo exhortaba a volver a la realidad y salir de ese «sueño del celta» en el que se había encastillado.

La víspera de su partida de Alemania, el 11 de abril de 1916, Roger escribió una carta al canciller imperial Theobald von Bethmann-Hollweg, recordándole los términos del acuerdo firmado entre él y el Gobierno alemán sobre la Brigada Irlandesa. Según lo acordado, los brigadistas sólo podían ser enviados a combatir por Irlanda y en ningún caso utilizados como mera fuerza de apoyo del Ejército alemán en otros escenarios de la guerra. Asimismo, se estipulaba que si la contienda no concluía con una victoria de Alemania, los soldados de la Brigada Irlandesa debían ser enviados a los Estados Unidos o a un país neutral que los acogiera y de ningún modo a Gran Bretaña, donde serían sumariamente ejecutados. ¿Cumplirían los alemanes con estos compromisos? La incertidumbre volvía una y otra vez a su mente desde que fue capturado. ¿Y si, apenas partieron él, Monteith y Bailey rumbo a Irlanda, el capitán Rudolf Nadolny disolvió la Brigada Irlandesa y envió de nuevo a sus integrantes al campo de Limburg? Vivirían entre insultos, discriminados por los otros prisioneros irlandeses y corriendo el riesgo diario de ser linchados.

—Yo hubiera querido que me devolvieran sus restos —volvió a sobresaltarlo la voz adolorida del sheriff—. Para hacerle un entierro religioso, en Hastings, donde nació, como yo, mi padre y mi abuelo. Me contestaron que no. Que, por las circunstancias de la guerra, la devolución de sus restos era imposible. ¿Usted entiende eso de «circunstancias de la guerra»?

Roger no contestó porque comprendió que el carcelero no estaba hablando con él, sino consigo mismo a través de él.

—Yo sé muy bien lo que quiere decir —prosiguió el sheriff—. Que no queda resto alguno de mi pobre hijo. Que una granada o un mortero lo pulverizó. En ese condenado sitio, Loos. O que lo echaron a una fosa común, con otros soldados muertos. Nunca sabré dónde está su tumba para ir a echarle unas flores y una oración de vez en cuando.

—Lo principal no es la tumba sino la memoria, sheriff —dijo Roger—. Eso es lo que cuenta. A su hijo, allí donde esté ahora, lo que le importa es saber que usted lo recuerda con tanto cariño y nada más.

La sombra del sheriff había hecho un movimiento de sorpresa al oír a Casement. Tal vez había olvidado que estaba en la celda y a su lado.

—Si supiera dónde está su madre, habría ido a verla, a darle la noticia y a que lo lloráramos juntos —dijo el sheriff—. No le guardo ningún rencor a Hortensia por haberme abandonado. Ni siquiera sé si sigue viva. Nunca se dignó preguntar por el hijo que abandonó. No era mala sino medio loca, ya se lo dije.

Ahora, Roger se preguntaba una vez más, como lo hacía sin tregua día y noche desde el amanecer de su llegada a la playa de Banna Strand, en Tralee Bay, cuando había oído el canto de las alondras y había visto cerca de la playa las primeras violetas salvajes, por qué maldita razón no había habido ningún barco ni piloto irlandés esperando al carguero Aud que traía los fusiles, las ametralladoras y las municiones para los Voluntarios y al submarino donde venían él, Monteith y Bailey. ¿Qué había pasado? Él leyó con sus propios ojos la carta perentoria de John Devoy al conde Johann Heinrich von Bernstorff, que éste transmitió a la Cancillería alemana, advirtiendo que el levantamiento sería entre el Viernes Santo y el Domingo de Resurrección. Y que, por lo tanto, los fusiles deberían llegar, sin falta, el 20 de abril a Fenit Pier, en Tralee Bay. Allí estarían esperando un piloto experto en la zona y botes y barcos con Volunteers para descargar las armas. Dichas instrucciones fueron reconfirmadas en los mismos términos de urgencia el 5 de abril por Joseph Plunkett al encargado de Negocios alemán en Berna, quien retransmitió el mensaje a la Cancillería y la Jefatura Militar en Berlín: las armas tenían que llegar a Tralee Bay en el anochecer del día 20, no antes ni después. Y ésa era la fecha exacta en que tanto el Aud como el submarino U-19 llegaron al lugar de la cita. ¿Qué demonios ocurrió para que no hubiera nadie esperándolos y tuviera lugar la catástrofe que lo había sepultado a él en la cárcel y contribuido al fracaso del levantamiento? Porque, según las informaciones que le dieron sus interrogadores Basil Thomson y Reginald Hall, el Aud fue sorprendido por la Royal Navy en aguas irlandesas bastante después de la fecha acordada para el desembarco —arriesgando su seguridad había seguido esperando a los Volunteers—, lo que obligó al capitán del Aud a hundir su barco y mandar al fondo del mar los veinte mil fusiles, las diez ametralladoras y los cinco millones de municiones que, acaso, hubieran dado otro sesgo a esa rebelión que los ingleses aplastaron con la ferocidad que cabía esperar.

En verdad, lo que había ocurrido Roger Casement lo podía suponer: nada grandioso ni trascendental, una de esas menudencias estúpidas, descuidos, contraórdenes, diferencias de opinión entre los dirigentes del Consejo Supremo del IRB, Tom Clarke, Sean McDermott, Patrick Pearse, Joseph Plunkett y unos pocos más. Algunos de ellos, o acaso todos, habrían cambiado de opinión sobre la fecha más conveniente para la llegada del Aud a Tralee Bay y enviado la rectificación sin pensar que la contraorden a Berlín podía extraviarse o llegar cuando el carguero y el submarino estuvieran ya en alta mar y, debido a las espantosas condiciones atmosféricas de esos días, prácticamente desconectados de Alemania. Tenía que haber sido algo de eso. Una pequeña confusión, un error de cálculo, una tontería y un armamento de primer orden estaba ahora en el fondo del mar en vez de llegar a manos de los Voluntarios que se habían hecho matar en la semana que duraron los combates en las calles de Dublín.

No había errado pensando que era una equivocación alzarse en armas sin una acción militar alemana simultánea, pero no se alegraba por ello. Hubiera preferido equivocarse. Y haber estado allí, con esos insensatos, el centenar de Voluntarios que en la madrugada del 24 de abril capturaron la Oficina de Correos de Sackville Street, o con los que intentaron tomar por asalto el Dublin Castle, o con los que quisieron volar con explosivos el Magazine Fort, en Phoenix Park. Mil veces preferible morir como ellos, con las armas en la mano —una muerte heroica, noble, romántica—, antes que en la indignidad del patíbulo, como los asesinos y los violadores. Por imposible e irreal que hubiera sido el designio de los Voluntarios, el Irish Republican Brotherhood y el Ejército del Pueblo, debió ser hermoso y exaltante —sin duda todos los que estuvieron allí lloraron y sintieron su corazón tronando— oír a Patrick Pearse leyendo el manifiesto que proclamaba la República. Aunque sólo por un brevísimo paréntesis de siete días, el «sueño del celta» se hizo realidad: Irlanda, emancipada del ocupante británico, fue una nación independiente.

—A él no le gustaba que yo hiciera este oficio —volvió a sobresaltarlo la voz acongojada del sheriff—. Se avergonzaba de que la gente del barrio, de la sastrería, supiera que su padre era un empleado de prisiones. La gente supone que, por codearnos día y noche con delincuentes, los guardianes nos contagiamos y nos volvemos también sujetos fuera de la ley. ¿Se ha visto cosa más injusta? Como si alguien no tuviera que hacer este trabajo para bien de la sociedad. Yo le ponía el ejemplo de Mr. John Ellis, el verdugo. Es también peluquero en su pueblo, Rochdale, y allí nadie habla mal de él. Por el contrario, todos los vecinos le tienen la mayor consideración. Hacen cola para que los atienda en su barbería. Estoy seguro que mi hijo no hubiera permitido que nadie hablara mal de mí delante de él. No sólo me tenía mucho respeto. Yo sé que me quería.

Otra vez Roger oyó aquel gemido apagado y sintió moverse el camastro con el temblor del carcelero. ¿Le hacía bien al desahogarse de este modo o aumentaba su dolor? Su monólogo era un cuchillo escarbando una herida. No sabía qué actitud tomar: ¿hablarle? ¿Tratar de consolarlo? ¿Escucharlo en silencio?

—Nunca dejó de regalarme algo el día de mi cumpleaños —añadió el sheriff—. El primer salario que recibió en la sastrería me lo entregó íntegro. Debí insistir para que se quedara con el dinero. ¿Qué muchacho de hoy muestra tanto respeto por su padre?

El sheriff volvió a hundirse en el silencio y en la inmovilidad. No eran muchas las cosas que Roger Casement había llegado a saber del Alzamiento: la toma de Correos, los fracasados asaltos al Dublin Castle y el Magazine Fort, en Phoenix Park. Y los fusilamientos sumarios de los principales dirigentes, entre ellos el de su amigo Sean Mc-Dermott, uno de los primeros irlandeses contemporáneos en haber escrito prosa y poesía en gaélico. ¿A cuántos más habrían fusilado? ¿Los habrían ejecutado en las mismas mazmorras de Kilmainham Gaol? ¿O los habían llevado a Richmond Barracks? Alice le dijo que a James Connolly, el gran organizador de los gremios, tan malherido que no podía tenerse en pie, lo habían enfrentado al pelotón de fusilamiento sentado en una silla. ¡Bárbaros! Los datos fragmentados del Alzamiento que había conocido Roger por sus interrogadores, el jefe de Scotland Yard, Basil Thomson y el capitán de navío Reginald Hall, del Servicio de Inteligencia del Almirantazgo, por su abogado George Gavan Duffy, por su hermana Nina y Alice Stopford Green, no le daban una idea clara de lo ocurrido, sólo de un gran desorden con sangre, bombas, incendios y disparos. Sus interrogadores le iban refiriendo las noticias que llegaban a Londres cuando aún se combatía en las calles de Dublín y el Ejército británico sofocaba los últimos reductos rebeldes. Anécdotas fugaces, frases sueltas, hilachas que trataba de situar en su contexto usando su fantasía y su intuición. Por las preguntas de Thomson y Hall durante aquellos interrogatorios descubrió que el Gobierno inglés sospechaba que él había llegado de Alemania para encabezar la insurrección. ¡Así se escribía la Historia! Él, que vino a tratar de atajar el Alzamiento, convertido en su líder por obra del despiste británico. El Gobierno le atribuía desde hacía tiempo una influencia entre los independentistas que estaba lejos de la realidad. Quizás eso explicaba las campañas de denigración de la prensa inglesa, cuando él estaba en Berlín, acusándolo de venderse al Káiser, de ser un mercenario además de un traidor, y, en estos días, las vilezas que le atribuían los diarios londinenses. ¡Una campaña para hundir en la ignominia a un líder supremo que nunca fue ni quiso ser! Eso era la historia, una rama de la fabulación que pretendía ser ciencia.

—Una vez le vinieron las fiebres y el médico de la enfermería dijo que se iba a morir —retomó su monólogo el sheriff—. Pero entre Mrs. Cubert, la mujer que lo amamantaba, y yo, lo cuidamos, lo abrigamos y con cariño y paciencia le salvamos la vida. Me pasé muchas noches en vela haciéndole frotaciones en todo el cuerpo con alcohol alcanforado. Le sentaba bien. Partía el alma verlo tan pequeñito, tiritando de frío. Espero que no haya sufrido. Quiero decir, allá, en las trincheras, en ese sitio, Loos. Que su muerte haya sido rápida, sin darse cuenta. Que Dios no haya sido tan cruel de infligirle una larga agonía, dejando que se desangrara a pocos o se asfixiara con los gases de mostaza. Él siempre asistió al oficio dominical y cumplió con sus obligaciones de cristiano.

—¿Cómo se llamaba su hijo, sheriff? —preguntó Roger Casement.

Le pareció que en las sombras el carcelero daba de nuevo una especie de respingo, como si acabara de descubrir otra vez que él estaba allí.

—Se llamaba Alex Stacey —dijo por fin—. Como mi padre. Y como yo.

—Me alegra saberlo —dijo Roger Casement—. Cuando uno conoce sus nombres se imagina mejor a las personas. Las siente, aunque no las conozca. Alex Stacey es un nombre que suena bien. Da la idea de una buena persona.

—Educado y servicial —murmuró el sheriff—. Un poco tímido, tal vez. Sobre todo con las mujeres. Yo lo había observado, desde niño. Con los varones se sentía cómodo, se desenvolvía sin dificultad. Pero con las mujeres se intimidaba. No se atrevía a mirarlas a los ojos. Y, si ellas le dirigían la palabra, comenzaba a balbucear. Por eso, estoy seguro que Alex murió virgen.

El sheriff volvió a callar, a sumirse en sus pensamientos y en la total inmovilidad. ¡Pobre muchacho! Si era cierto lo que su padre decía, Alex Stacey había muerto sin haber conocido el calor de una mujer. Calor de madre, calor de esposa, calor de amante. Roger, al menos, había conocido, aunque por poco tiempo, la felicidad de una madre bella, tierna, delicada. Suspiró. Había pasado algún tiempo sin que pensara en ella, algo que antes jamás le ocurrió. Si existía un más allá, si las almas de los muertos observaban desde la eternidad la vida pasajera de los vivos, era seguro que Anne Jephson habría estado pendiente de él todo este tiempo, siguiéndole los pasos, sufriendo y angustiándose con los percances que tuvo en Alemania, compartiendo sus decepciones, contrariedades y esa sensación atroz de haberse equivocado, de —en su ingenuo idealismo, en esa propensión romántica de la que se burlaba tanto Herbert Ward— haber idealizado demasiado al Káiser y a los alemanes, de haber creído que iban a hacer suya la causa irlandesa y convertirse en unos leales y entusiastas aliados de sus sueños independentistas.

Sí, era seguro que su madre había compartido con él, en esos cinco días indecibles, sus dolores, vómitos, mareos y retortijones en el interior del submarino U-19 que los trasladaba a él, a Monteith y a Bailey del puerto alemán de Heligoland a las costas de Kerry, Irlanda. Nunca, en toda su vida, se había sentido tan mal, en su físico y en su ánimo. Su estómago no resistía alimento alguno, salvo sorbitos de café caliente y pequeños bocados de pan. El capitán del U-19, Kapitánleutnant Raimund Weissbach, le hizo tomar un traguito de aguardiente que, en vez de quitarle el mareo, lo hizo vomitar hiel. Cuando el submarino navegaba en la superficie, a unas doce millas por hora, era cuando más se movía y cuando los mareos le causaban más estragos. Cuando se sumergía, se movía menos, pero su velocidad disminuía. Ni frazadas ni abrigos atenuaban el frío que le corroía los huesos. Ni esa permanente sensación de claustrofobia que había sido como una anticipación de la que sentiría luego, en la prisión de Brixton, en la Torre de Londres o en Pentonville Prison.

Sin duda por los mareos y el horrible malestar durante el viaje en el U-19, olvidó en uno de sus bolsillos el boleto de tren de Berlín al puerto alemán de Wilhelmshaven. Los policías que lo detuvieron en McKenna’s Fort lo descubrieron al registrarlo en la comisaría de Tralee. El boleto de tren sería mostrado en su juicio por el fiscal como una de las pruebas de que había venido a Irlanda desde Alemania, el país enemigo. Pero todavía peor fue que, en otro de sus bolsillos, los policías de la Royal Irish Constabulary hallaran el papel con el código secreto que le dio el Almirantazgo alemán para que, en caso de emergencia, se comunicara con los mandos militares del Káiser. ¿Cómo era posible que no hubiera destruido un documento tan comprometedor antes de abandonar el U-19 y saltar al bote que los llevaría a la playa? Era una pregunta que supuraba en su conciencia como una herida infectada. Y, sin embargo, Roger recordaba con nitidez que, antes de despedirse del capitán y la tripulación del submarino U-19, por la insistencia del capitán Robert Monteith, él y el sargento Daniel Bailey habían vuelto a registrarse los bolsillos una última vez a fin de destruir cualquier objeto o documento comprometedor sobre su identidad y procedencia. ¿Cómo pudo descuidarse al extremo de que el boleto de tren y el código secreto se le pasaran? Recordó la sonrisa de satisfacción con que el fiscal exhibió aquel código secreto durante el juicio. ¿Qué perjuicios habría causado a Alemania esa información en manos de la inteligencia británica?

Lo que explicaba aquellas gravísimas distracciones era, sin duda, su calamitoso estado físico y psicológico, destrozado por los mareos, el deterioro de su salud en los últimos meses en Alemania y, sobre todo, las preocupaciones y angustias que los acontecimientos políticos —desde el fracaso de la Brigada Irlandesa hasta haberse enterado de que los Voluntarios y el IRB habían decidido el Alzamiento militar para la Semana Santa aun cuando no hubiera una simultánea acción militar alemana— afectaron su lucidez, su equilibrio mental, haciéndole perder reflejos, capacidad de concentración y serenidad. ¿Eran los primeros síntomas de locura? Ya le había ocurrido antes, en el Congo y en la selva amazónica, ante el espectáculo de las mutilaciones y demás torturas y atrocidades sin cuento a que eran sometidos los indígenas por los caucheros. En tres o cuatro ocasiones había sentido que lo abandonaban las fuerzas, que lo dominaba una sensación de impotencia frente a la desmesura del mal que advertía a su alrededor, ese cerco de crueldad e ignominia tan extendido, tan avasallador que parecía quimérico enfrentarse a él y tratar de derribarlo. Quien siente una desmoralización tan profunda puede cometer distracciones tan graves como las que él cometió. Estas excusas lo aliviaban unos instantes; luego, las rechazaba y el sentimiento de culpa y el remordimiento eran peores.

—He pensado en quitarme la vida —lo hizo sobresaltar de nuevo la voz del sheriff—. Alex era mi única razón para seguir viviendo. No tengo más parientes. Tampoco amigos. Conocidos, apenas. Mi vida era mi hijo. ¿Para qué seguir en este mundo sin él?

—Conozco ese sentimiento, sheriff —murmuró Roger Casement—. Y, sin embargo, pese a todo, la vida tiene también cosas hermosas. Ya encontrará usted otros alicientes. Todavía es un hombre joven.

—Tengo cuarenta y siete años, aunque parezca mucho más viejo —contestó el carcelero—. Si no me he matado, es por la religión. Ella lo prohíbe. Pero no está excluido que lo haga. Si no consigo vencer esta tristeza, esta sensación de vacío, de que ahora ya nada importa, lo haré. Un hombre debe vivir mientras sienta que la vida vale la pena. Si no, no.

Hablaba sin dramatismo, con tranquila seguridad. Volvió a permanecer quieto y callado. Roger Casement trató de escuchar. Le pareció que de alguna parte del exterior llegaban reminiscencias de una canción, acaso de un coro. Pero el rumor era tan apagado y tan remoto que no alcanzó a descifrar las palabras ni la tonada.

¿Por qué los líderes del Alzamiento habían querido evitar que viniera a Irlanda y pidieron a las autoridades alemanas que permaneciera en Berlín con el ridículo título de «embajador» de las organizaciones nacionalistas irlandesas? Él había visto las cartas, leído y releído las frases que le concernían. Según el capitán Monteith, porque los dirigentes de los Voluntarios y el IRB sabían que Roger era opuesto a una rebelión sin una ofensiva alemana de envergadura que paralizara al Ejército y a la Royal Navy británicos. ¿Por qué no se lo habían dicho a él, directamente? ¿Por qué hacerle llegar esa decisión a través de las autoridades alemanas? Desconfiaban, tal vez. ¿Creían que ya no era de fiar? Acaso habían dado crédito a esos chismes estúpidos y descabellados que hizo circular el Gobierno inglés acusándolo de ser un espía británico. Él no se había preocupado lo más mínimo con esas calumnias, siempre supuso que sus amigos y compañeros comprenderían que se trataba de operaciones de intoxicación de los servicios secretos británicos para sembrar las sospechas y la división entre los nacionalistas. Acaso alguno, algunos de sus compañeros se habían dejado engañar por esas tretas del colonizador. Bueno, ahora ya se habrían convencido de que Roger Casement seguía siendo un luchador fiel a la causa de la independencia de Irlanda.

¿Quienes dudaron de su lealtad serían algunos de los fusilados en Kilmainham Gaol? ¿Qué le importaba ahora la comprensión de los muertos?

Sintió que el carcelero se ponía de pie y se alejaba hacia la puerta de la celda. Oyó sus pasos apagados y remolones, como si arrastrara los pies. Al llegar a la puerta, le oyó decir:

—Esto que he hecho está mal. Una violación del reglamento. Nadie debe dirigirle a usted la palabra, y yo, el sheriff, menos que nadie. Vine porque no podía más. Si no hablaba con alguien me iba a reventar la cabeza o el corazón.

—Me alegro que viniera, sheriff —susurró Casement—. En mi situación, hablar con alguien es un gran alivio. Lo único que siento es no haber podido consolarlo por la muerte de su hijo.

El carcelero gruñó algo que podía ser una despedida. Abrió la puerta de la celda y salió. Desde afuera volvió a cerrarla echando llave. La oscuridad era de nuevo total. Roger se ladeó, cerró los ojos y trató de dormir, pero sabía que el sueño no vendría tampoco esta noche y que las horas que faltaban para el amanecer serían lentísimas, una interminable espera.

Recordó la frase del carcelero: «Estoy seguro que Alex murió virgen». Pobre muchacho. Llegar a los diecinueve o veinte años sin haber conocido el placer, aquel desmayo afiebrado, aquella suspensión de lo circundante, esa sensación de eternidad instantánea que duraba apenas el tiempo de eyacular y, sin embargo, tan intensa, tan profunda que arrebataba todas las fibras de su cuerpo y hacía participar y animarse hasta el último resquicio del alma. Él hubiera podido morir virgen también, si, en vez de partir al Africa al cumplir veinte años, se hubiera quedado en Liverpool trabajando para la Eider Dempster Line. Su timidez con las mujeres había sido la misma —acaso peor— que la del joven de pies planos Alex Stacey. Recordó las bromas de sus primas, y, sobre todo, de Gertrude, la querida Gee, cuando querían hacerlo ruborizar. Bastaba que le hablaran de chicas, que le dijeran por ejemplo: «¿Has visto cómo te mira Dorothy?». «¿Te has dado cuenta que Malina siempre se las arregla para sentarse a tu lado en los picnics?». «Le gustas, primo». «¿Te gusta ella a ti también?». ¡La incomodidad que le producían estas chanzas! Perdía la desenvoltura y empezaba a balbucear, a tartamudear, a decir tonterías, hasta que Gee y sus amigas, muertas de risa, lo tranquilizaban: «Era una broma, no te pongas así».

Sin embargo, desde muy joven había tenido un aguzado sentido estético, sabido apreciar la belleza de los cuerpos y las caras, contemplando con delectación y alegría una silueta armoniosa, unos ojos vivaces y picaros, una cintura delicada, unos músculos que denotaran la fortaleza inconsciente que exhibían los animales predadores en libertad. ¿Cuándo tomó conciencia de que la belleza que lo exaltaba más, añadiendo un aderezo de inquietud y alarma, la impresión de cometer una transgresión, no era la de las muchachas sino la de los muchachos? En Africa. Antes de pisar el continente africano, su educación puritana, las costumbres rígidamente tradicionales y conservadoras de sus parientes paternos y maternos, habían reprimido en embrión cualquier amago de excitación de esa índole, fiel a un medio en el que la sola sospecha de atracción sexual entre personas del mismo sexo era considerada una aberración abominable, justamente condenada por la ley y la religión como un delito y un pecado sin justificación ni atenuantes. En Magherintemple, Antrim, en la casa del tío abuelo John, en Liverpool, donde sus tíos y primas, la fotografía había sido el pretexto que le permitió gozar —sólo con los ojos y la mente— de esos cuerpos masculinos esbeltos y hermosos por los que se sentía atraído, engañándose a sí mismo con la excusa de que aquella atracción era sólo estética.

El Africa, aquel continente atroz pero hermosísimo, de enormes sufrimientos, era también tierra de libertad, donde los seres humanos podían ser maltratados de manera inicua pero, asimismo, manifestar sus pasiones, fantasías, deseos, instintos y sueños, sin las bridas y prejuicios que en Gran Bretaña ahogaban el placer. Recordó aquella tarde de calor sofocante y sol cenital, en Boma, cuando ésta ni siquiera era una aldea sino un asentamiento minúsculo. Asfixiado y sintiendo que su cuerpo echaba llamas había ido a bañarse a aquel arroyo de las afueras que, poco antes de precipitarse en las aguas del río Congo, formaba pequeñas lagunas entre las rocas, con cascadas murmurantes, en un paraje de altísimos mangos, cocoteros, baobabs y helechos gigantes. Había dos bakongos jóvenes bañándose, desnudos como él. Aunque no hablaban inglés, contestaron su saludo con sonrisas. Parecían jugando entre ellos, pero, al poco tiempo, Roger advirtió que estaban pescando con sus manos desnudas. Su excitación y sus carcajadas se debían a la dificultad que tenían para sujetar a los escurridizos pececillos que se les escapaban de los dedos. Uno de los dos muchachos era muy bello. Tenía un cuerpo largo y azulado, armonioso, ojos profundos y de luz vivísima y se movía en el agua como un pez. Con sus movimientos trasparecían, brillando por las gotitas de agua adheridas a su piel, los músculos de sus brazos, de su espalda, de sus muslos. En su cara oscura, con tatuajes geométricos, de miradas chispeantes, asomaban sus dientes, muy blancos. Cuando por fin atraparon un pez, con gran bullicio, el otro salió del arroyo, a la orilla, donde, le pareció a Roger, comenzaba a cortarlo y limpiarlo y a preparar una fogata. El que había quedado en el agua lo miró a los ojos y le sonrió. Roger, sintiendo una especie de fiebre, nadó hacia él, sonriéndole también. Cuando llegó a su lado no supo qué hacer. Sentía vergüenza, incomodidad, y, a la vez, una felicidad sin límites.

—Lástima que no me entiendas —se oyó decir, a media voz—. Me hubiera gustado tomarte fotos. Que conversáramos. Que nos hiciéramos amigos.

Y, entonces, sintió que el muchacho, impulsándose con los pies y los brazos, cortaba la distancia que los separaba. Ahora estaba tan cerca de él que casi se tocaban. Y, en eso, Roger sintió las manos ajenas buscándole el vientre, tocándole y acariciándole el sexo que hacía rato tenía enhiesto. En la oscuridad de su celda, suspiró, con deseo y angustia. Cerrando los ojos, trató de resucitar aquella escena de hacía tantos años: la sorpresa, la excitación indescriptible, que, sin embargo, no atenuaba su recelo y temor, y su cuerpo, abrazando el del muchacho cuya verga tiesa sintió también frotándose contra sus piernas y su vientre.

Había sido la primera vez que hizo el amor, si es que se podía llamar hacer el amor excitarse y eyacular en el agua contra el cuerpo del muchacho que lo masturbaba y que sin duda eyaculó también sobre él, aunque eso Roger no lo notó. Cuando salió del agua y se vistió, los dos bakongos le convidaron unos bocados del pescado que ahumaron en una pequeña fogata a orillas de la poza que formaba el arroyuelo.

Qué vergüenza sintió después. Todo el resto del día estuvo aturdido, sumido en unos remordimientos que se mezclaban con chispazos de dicha, la conciencia de haber franqueado los límites de una cárcel y alcanzado una libertad que siempre deseó, en secreto, sin haberse atrevido nunca a buscarla. ¿Tuvo remordimientos, hizo propósito de enmienda? Sí, sí. Los había tenido. Se prometió a sí mismo, por su honor, por la memoria de su madre, por su religión, que aquello no se repetiría, sabiendo muy bien que se mentía, que, ahora que había probado el fruto prohibido, sentido cómo todo su ser se convertía en un vértigo y una antorcha, ya no podría evitar que aquello se repitiera. Esa fue la única, o, en todo caso, una de las muy escasas veces en que gozar no le había costado dinero. ¿Había sido el hecho de pagar a sus fugaces amantes de unos minutos o unas horas lo que lo había liberado, muy pronto, de esos cargos de conciencia que al principio lo acosaron luego de esas aventuras? Tal vez. Como si, convertidos en una transacción comercial —me das tu boca y tu pene y yo te doy mi lengua, mi culo y unas libras—, aquellos encuentros veloces, en parques, esquinas oscuras, baños públicos, estaciones, hoteluchos inmundos o en plena calle —«como los perros», pensó— con hombres con los que a menudo sólo podía entenderse con gestos y ademanes porque no hablaban su lengua, despojaran a esos actos de toda significación moral y los volvieran un puro intercambio, tan neutro como comprar un helado o un paquete de cigarrillos. Era el placer, no el amor. Había aprendido a gozar pero no a amar ni a ser correspondido en el amor. Alguna vez en Africa, en Brasil, en Iquitos, en Londres, en Belfast o en Dublín, luego de un encuentro particularmente intenso, algún sentimiento se había añadido a la aventura y él se había dicho: «Estoy enamorado». Falso: nunca lo estuvo. Aquello no duró. Ni siquiera con Eivind Adler Christensen, a quien había llegado a tener afecto, pero no de amante, acaso de hermano mayor o de padre. Vaya infeliz. También en este campo su vida había sido un completo fracaso. Muchos amantes de ocasión —decenas, acaso centenas— y ni una sola relación de amor. Sexo puro, apresurado y animal.

Por eso, cuando hacía un balance de su vida sexual y sentimental, Roger se decía que ella había sido tardía y austera, hecha de esporádicas y siempre veloces aventuras, tan pasajeras, tan sin consecuencias, como aquella del arroyo con cascadas y pozas en las afueras de lo que era todavía un campamento medio perdido en un lugar del Bajo Congo llamado Boma.

Lo embargó esa profunda tristeza que había seguido casi siempre a sus furtivos encuentros amorosos, generalmente a la intemperie, como el primero, con hombres y muchachos a menudo extranjeros cuyos nombres ignoraba u olvidaba apenas sabidos. Eran efímeros momentos de placer, nada que pudiera compararse a esa relación estable, prolongada a lo largo de meses y años, en que a la pasión se iban añadiendo la comprensión, la complicidad, la amistad, el diálogo, la solidaridad, esa relación que él siempre había envidiado entre Herbert y Sarita Ward. Era otro de los grandes vacíos, de las grandes nostalgias, de su vida.

Advirtió que, allí donde debía estar el quicio de la puerta de su celda, asomaba un rayito de luz.