X

La víspera de partir en el Liberal rumbo al Putumayo, Roger Casement decidió hablar francamente con Mr. Stirs. En los trece días que llevaba en Iquitos había tenido muchas conversaciones con el cónsul inglés, pero no se había atrevido a tocarle el tema. Sabía que su misión le había granjeado muchos enemigos, no sólo en Iquitos, en toda la región amazónica; era absurdo que, además, se indispusiera con un colega que podría serle de gran utilidad en los días y semanas siguientes si se veía en algún serio aprieto con los caucheros. Mejor no mencionarle ese escabroso asunto.

Y, sin embargo, aquella noche, mientras él y el cónsul tomaban la acostumbrada copa de oporto en la salita de Mr. Stirs, oyendo repicar al aguacero en el techo de calamina y las trombas de agua golpeando los cristales y la baranda de la terraza, Roger abandonó la prudencia.

—¿Qué opinión tiene usted del padre Ricardo Urrutia, Mr. Stirs?

—¿El superior de los agustinos? Lo he tratado poco. En general, buena. ¿Usted lo ha visto mucho estos días, no?

¿Adivinaba el cónsul que se adentraban en tierras movedizas? En sus ojitos saltones había un brillo inquieto. Su calva relucía bajo los reflejos de la lámpara de aceite que chisporroteaba en la mesita del centro de la habitación. El abanico en la mano derecha había dejado de moverse.

—Bueno, el padre Urrutia lleva apenas un año aquí y no ha salido de Iquitos —dijo Casement—. De modo que, sobre lo que ocurre en las caucherías del Putumayo, no sabe gran cosa. En cambio, me ha hablado mucho de otro drama humano en la ciudad.

El cónsul paladeó un sorbo de oporto. Volvió a abanicarse y Roger tuvo la sensación de que su cara redonda había enrojecido algo. Afuera, la tormenta rugía con unos truenos largos, sordos y a veces un rayo encendía un segundo la oscuridad del bosque.

—El de las niñas y niños robados a las tribus —prosiguió Roger—. Traídos aquí y vendidos por veinte o treinta soles a las familias.

El señor Stirs permaneció mudo, observándolo. Se abanicaba con furia ahora.

—Según el padre Urrutia, casi todos los sirvientes de Iquitos fueron robados y vendidos —añadió Casement. Y, mirando al cónsul fijamente a los ojos—: ¿Es así?

Mr. Stirs lanzó un prolongado suspiro y se movió en su mecedora, sin disimular una expresión de disgusto. Su cara parecía decir: «No sabe cuánto me alegro que parta usted mañana al Putumayo. Ojalá no volvamos a vernos las caras, señor Casement».

—¿No ocurrían esas cosas en el Congo? —respondió, evasivo.

—Ocurrían, sí, aunque no de la manera generalizada de aquí. Permítame una impertinencia. Los cuatro sirvientes que usted tiene ¿los contrató o los compró?

—Los heredé —dijo, con sequedad, el cónsul británico—. Formaban parte de la casa, cuando mi antecesor, el cónsul Cazes, partió a Inglaterra. No se puede decir que los contratara porque, aquí en Iquitos, eso no se estila. Los cuatro son analfabetos y no sabrían leer ni firmar un contrato. En mi casa duermen, comen, yo los visto y, además, les doy propinas, algo que, le aseguro, no es frecuente en estas tierras. Los cuatro son libres de partir cuando les plazca. Hable con ellos y pregúnteles si les gustaría buscar trabajo en otra parte. Verá su reacción, señor Casement.

Este asintió y tomó un sorbo de su copa de oporto.

—No he querido ofenderlo —se disculpó—. Estoy tratando de entender en qué país estoy, los valores y las costumbres de Iquitos. No tengo la menor intención de que usted me vea como un inquisidor.

La expresión del cónsul era, ahora, hostil. Se abanicaba despacio y en su mirada había aprensión además de odio.

—No como un inquisidor, sino como un justiciero —lo corrigió, haciendo otra mueca de desagrado—. O, si prefiere, un héroe. Ya le dije que no me gustan los héroes. No tome a mal mi franqueza. Por lo demás, no se haga ilusiones. Usted no va a cambiar lo que ocurre aquí, señor Casement. Y el padre Urrutia tampoco. En cierto sentido, para estos niños es una suerte lo que les ocurre. Ser sirvientes, quiero decir. Sería mil veces peor que crecieran en las tribus, comiéndose los piojos, muriendo de tercianas y cualquier peste antes de cumplir diez años, o trabajando como animales en las caucherías. Aquí viven mejor. Ya sé que este pragmatismo mío le chocará.

Roger Casement no dijo nada. Ya sabía lo que quería saber. Y, también, que a partir de ahora probablemente el cónsul británico en Iquitos sería otro enemigo del que debería cuidarse.

—He venido aquí a servir a mi país en una tarea consular —añadió Mr. Stirs, mirando el petate de fibras del suelo—. La cumplo a cabalidad, le aseguro. A los ciudadanos británicos, que no son muchos, los conozco, los defiendo y los sirvo en todo lo que hace falta. Hago cuanto puedo por alentar el comercio entre la Amazonia y el Imperio británico. Mantengo informado a mi Gobierno sobre el movimiento comercial, los barcos que van y vienen, los incidentes fronterizos. Entre mis obligaciones no figura combatir la esclavitud o los abusos que cometen los mestizos y los blancos del Perú con los indios del Amazonas.

—Siento haberlo ofendido, señor Stirs. No hablemos más de este asunto.

Roger se puso de pie, dio las buenas noches al dueño de casa y se retiró a su habitación. La tormenta había amainado pero aún llovía. La terraza contigua al dormitorio estaba empapada. Había un denso olor a plantas y a tierra húmeda. La noche estaba oscura y el rumor de los insectos era intenso, como si no estuvieran sólo en el bosque sino en el interior de la habitación. Con la tormenta, había caído otra lluvia: la de esos escarabajos negruzcos que llamaban vinchucas. Mañana sus cadáveres alfombrarían la terraza y, si los pisaba, crujirían como nueces y mancharían el suelo con una sangre oscura. Se desnudó, se puso el pijama y se metió en la cama, debajo del mosquitero.

Había sido imprudente, desde luego. Ofender al cónsul, un pobre hombre, acaso un buen hombre, que sólo esperaba llegar a la jubilación sin meterse en problemas, regresar a Inglaterra y sepultarse a cuidar su jardín en el cottage en Surrey que habría ido pagando a pocos con sus ahorros. Eso debería haber hecho él, y, entonces, tendría menos enfermedades en el cuerpo y menos angustias en el alma.

Recordó su violenta discusión en el Huayna, el barco en el que viajó de Tabatinga, la frontera entre Perú y Brasil, hasta Iquitos, con el cauchero Víctor Israel, judío de Malta, avecindado hacía muchos años en la Amazonia y con quien había tenido largos y entretenidísimos diálogos en la terraza del barco. Víctor Israel vestía de manera estrafalaria, parecía siempre disfrazado, hablaba un inglés impecable y contaba con gracia su vida aventurera que parecía salida de una novela picaresca, mientras jugaban al póquer, tomando copitas de cognac, que al cauchero le encantaban. Tenía la horrible costumbre de disparar a las garzas rosadas que sobrevolaban el barco con un pistolón de otros tiempos, pero, felizmente, rara vez acertaba. Hasta que, un buen día, Roger no recordaba a cuento de qué, Víctor Israel había hecho una apología de Julio C. Arana. El hombre estaba sacando a la Amazonia del salvajismo e integrándola al mundo moderno. Defendió las «correrías», gracias a las cuales, dijo, todavía había brazos para recolectar el caucho. Porque el gran problema de la selva era la falta de trabajadores que recogieran esa preciosa sustancia con la que el Hacedor había querido dotar a esta región y bendecir a los peruanos. Este «maná del cielo» se estaba desperdiciando por la pereza y la estupidez de los salvajes que se negaban a trabajar como recogedores del látex y obligaban a los caucheros a ir a las tribus a traerlos a la fuerza. Lo que significaba una gran pérdida de tiempo y de dinero para las empresas.

—Bueno, ésa es una manera de ver las cosas —lo interrumpió Roger Casement, con parsimonia—. También hay otra.

Víctor Israel era un hombre alargado, delgadísimo, con mechones blancos en su gran melena lacia que le llegaba hasta los hombros. Tenía una barbita de varios días en su gran cara huesuda y unos ojitos oscuros triangulares, algo mefistofélicos, que se clavaron en Roger Casement, desconcertados. Llevaba un chaleco colorado y, encima, tirantes, así como una chalina de fantasía sobre los hombros.

—¿Qué quiere usted decir?

—Me refiero al punto de vista de los que usted llama salvajes —explicó Casement, en tono trivial, como si hablara del tiempo o los mosquitos—. Póngase en su lugar por un momento. Están allí, en sus aldeas, donde han vivido años o siglos. Un buen día llegan unos señores blancos o mestizos con escopetas y revólveres y les exigen abandonar a sus familias, sus cultivos, sus casas, para ir a recoger caucho a decenas o centenas de kilómetros, en beneficio de unos extraños, cuya única razón es la fuerza de que disponen. ¿Usted iría de buena gana a recoger el famoso látex, don Víctor?

—Yo no soy un salvaje que vive desnudo, adora a la yacumama y ahoga en el río a sus hijos si nacen con el labio leporino —repuso el cauchero, con una risotada sardónica que acentuaba su disgusto—. ¿Pone usted en un mismo plano a los caníbales de la Amazonia y a los pioneros, empresarios y comerciantes que trabajamos en condiciones heroicas y nos jugamos la vida por convertir estos bosques en una tierra civilizada?

—Tal vez usted y yo tengamos un concepto distinto de lo que es civilización, mi amigo —dijo Roger Casement, siempre con ese tonito de bonhomía que parecía irritar sobremanera a Víctor Israel.

En la misma mesa del póquer estaban el botánico Walter Folk y Henry Fielgald, en tanto que los otros miembros de la Comisión se habían tumbado en sus hamacas para descansar. Era una noche serena, tibia y una luna llena iluminaba las aguas del Amazonas con un resplandor plateado.

—Me gustaría saber cuál es su idea de la civilización —dijo Víctor Israel. Sus ojos y su voz echaban chispas. Su irritación era tanta que Roger se preguntó si el cauchero no iría de repente a sacar el arqueológico revólver que llevaba en su cartuchera y a dispararle.

—Se podría sintetizar diciendo que es la de una sociedad donde se respeta la propiedad privada y la libertad individual —explicó, con mucha calma, todos sus sentidos alertas por si Víctor Israel intentaba agredirlo—. Por ejemplo, las leyes británicas prohíben a los colonos ocupar las tierras de los indígenas en las colonias. Y prohíben también, con pena de cárcel, emplear la fuerza contra los nativos que se niegan a trabajar en las minas o en los campos. Usted no piensa que la civilización sea eso. ¿O me equivoco?

El flaco pecho de Víctor Israel subía y bajaba agitando la extraña blusa con mangas bombachas que llevaba abotonada hasta el cuello y el chaleco colorado. Tenía ambos pulgares metidos en los tirantes y sus ojitos triangulares estaban inyectados como si sangraran. Su boca abierta mostraba una hilera de dientes desiguales manchados de nicotina.

—Según ese criterio —afirmó, burlón e hiriente—, los peruanos tendrían que dejar que la Amazonia continuara en la Edad de Piedra por los siglos de los siglos. Para no ofender a los paganos ni ocupar esas tierras con las que no saben qué hacer porque son perezosos y no quieren trabajar. Desperdiciar una riqueza que podría levantar el nivel de vida de los peruanos y hacer del Perú un país moderno. ¿Eso es lo que propone la Corona británica para este país, señor Casement?

—La Amazonia es un gran emporio de riquezas, sin duda —asintió Casement, sin alterarse—. Nada más justo que el Perú las aproveche. Pero sin abusar de los nativos, sin cazarlos como animales y sin trabajo esclavo. Más bien, incorporándolos a la civilización mediante escuelas, hospitales, iglesias.

Víctor Israel se echó a reír, estremeciéndose como un muñeco de resortes.

—¡En qué mundo vive usted, señor cónsul! —exclamó, alzando sus manos de largos dedos esqueléticos de manera teatral—. Se nota que no ha visto en su vida a un caníbal. ¿Sabe a cuántos cristianos se han comido los de aquí? ¿A cuántos blancos y cholos han dado muerte con sus lanzas y dardos envenenados? ¿A cuántos les han reducido las cabezas como hacen los shapras? Ya hablaremos cuando tenga un poco más de experiencia de la barbarie.

—Viví cerca de veinte años en el África y sé algo de esas cosas, señor Israel —le aseguró Casement—. Dicho sea de paso, allí conocí a muchos blancos que pensaban como usted.

Para evitar que la discusión se agriara aún más, Walter Folk y Henry Fielgald desviaron la conversación hacia temas menos espinosos. Esta noche, en su desvelo, después de diez días en Iquitos entrevistando a gente de toda condición, de anotar decenas de opiniones recogidas aquí y allá de autoridades, jueces, militares, dueños de restaurantes, pescadores, proxenetas, vagos, prostitutas y meseros de burdeles y bares, Roger Casement se dijo que la inmensa mayoría de los blancos y mestizos de Iquitos, peruanos y extranjeros, pensaban como Víctor Israel. Para ellos los indígenas amazónicos no eran, propiamente hablando, seres humanos, sino una forma inferior y despreciable de la existencia, más cerca de los animales que de los civilizados. Por eso era legítimo explotarlos, azotarlos, secuestrarlos, llevárselos a las caucherías, o, si se resistían, matarlos como a un perro que contrae la rabia. Era una visión tan generalizada del indígena que, como decía el padre Ricardo Urrutia, nadie se asombraba de que los domésticos de Iquitos fueran niñas y niños robados y vendidos a las familias loretanas por el equivalente de una o dos libras esterlinas. La angustia lo obligó a abrir la boca y respirar hondo hasta que llegara el aire a los pulmones. Si sin salir de esta ciudad había visto y sabido estas cosas ¿qué no vería en el Putumayo?

Los miembros de la Comisión partieron de Iquitos el 14 de septiembre de 1910, a media mañana. Roger llevaba contratado como intérprete a Frederick Bishop, uno de los barbadenses que entrevistó. Bishop hablaba español y aseguraba que podía entender y hacerse entender en los dos idiomas indígenas más hablados en las caucherías: el bora y el huitoto. El Liberal, el más grande de la flota de quince barcos de la Peruvian Amazon Company, estaba bien conservado. Disponía de pequeños camarotes donde podían acomodarse los viajeros de dos en dos. Tenía hamacas en la proa y en la parte trasera para los que preferían dormir a la intemperie. Bishop temía volver al Putumayo y pidió a Roger Casement constancia escrita de que la Comisión lo protegería durante el viaje y que, luego, sería repatriado a Barbados por el Gobierno británico.

La travesía de Iquitos a La Chorrera, capital del enorme territorio entre los ríos Napo y Caquetá donde tenía sus operaciones la Peruvian Amazon Company de Julio C. Arana, duró ocho días de calor, nubes de mosquitos, aburrimiento y monotonía de paisaje y de ruidos. El barco descendió por el Amazonas, cuya anchura a partir de Iquitos crecía hasta volverse invisibles sus orillas, cruzó la frontera del Brasil en Tabatinga y continuó descendiendo por el Yavarí, para luego reingresar al Perú por el Igaraparaná. En este tramo las orillas se acercaban y a veces las lianas y ramas de los altísimos árboles sobrevolaban la cubierta de la nave. Se escuchaban y veían bandadas de loros zigzagueando y chillando entre los árboles, o parsimoniosas garzas rosadas asoleándose en un islote y haciendo equilibrio en una sola pata, caparazones de tortugas cuyo pardo color sobresalía de unas aguas algo más pálidas, y, a veces, el erizado lomo de un caimán dormitando en el fango de la orilla al que disparaban escopetazos o tiros de revólver desde el barco.

Roger Casement pasó buena parte de la travesía ordenando sus notas y cuadernos de Iquitos y trazándose un plan de trabajo para los meses que pasaría en los dominios de Julio C. Arana. De acuerdo a las instrucciones del Foreign Office debía entrevistar sólo a los barbadenses que trabajaban en las estaciones porque eran ciudadanos británicos, y dejar en paz a los empleados peruanos y de otras nacionalidades, para no herir la susceptibilidad del Gobierno del Perú. Pero él no pensaba respetar esos límites. Su investigación quedaría tuerta, manca y coja si no recababa también información de los jefes de estación, de sus «muchachos» o «racionales» —indios castellanizados encargados de la vigilancia de los trabajos y la aplicación de los castigos— y de los propios indígenas. Sólo de este modo tendría una visión cabal de la manera como la Compañía de Julio C. Arana violaba las leyes y la ética en sus relaciones con los nativos.

En Iquitos, Pablo Zumaeta advirtió a los miembros de la Comisión que, por instrucciones de Arana, la Compañía había enviado por delante al Putumayo a uno de sus jefes principales, el señor Juan Tizón, para que los recibiera y les facilitara los desplazamientos y el trabajo. Los comisionados supusieron que la verdadera razón del viaje de Tizón al Putumayo era ocultar los trazos de los abusos y presentarles una imagen maquillada de la realidad.

Llegaron a La Chorrera al mediodía del 22 de septiembre de 1910. El nombre del lugar se debía a los torrentes y cataratas que provocaba un angostamiento brusco del cauce del río, espectáculo ruidoso y soberbio de espuma, ruido, rocas húmedas y remolinos que rompían la monotonía con que discurría el Igaraparaná, el afluente a cuyas orillas estaba el cuartel general de la Peruvian Amazon Company. Para llegar del embarcadero a las oficinas y viviendas de La Chorrera había que trepar una escarpada cuesta de barro y maleza. Las botas de los viajeros se hundían en el fango y éstos, a veces, para no caer debían apoyarse en los cargadores indios que llevaban los equipajes. Mientras saludaba a quienes habían venido a recibirlos, Roger, con un pequeño estremecimiento, comprobó que uno de cada tres o cuatro indígenas semidesnudos que cargaban los bultos o los miraban con curiosidad desde la orilla, golpeándose los brazos con las manos abiertas para apartar a los mosquitos, tenían en las espaldas, las nalgas y los muslos cicatrices que sólo podían ser de latigazos. El Congo, sí, el Congo por doquier.

Juan Tizón era un hombre alto, vestido de blanco, de maneras aristocráticas, muy cortés, que hablaba suficiente inglés para entenderse con él. Debía raspar la cincuentena y se veía a la legua, por su cara bien rasurada, su bigotito recortado, sus manos finas y su atuendo, que no estaba aquí, en medio de la selva, en su elemento, que era un hombre de oficina, salones y ciudad. Les dio la bienvenida en inglés y en español y les presentó a su acompañante, cuyo solo nombre produjo en Roger repugnancia: Víctor Macedo, jefe de La Chorrera. Este, por lo menos, no había huido. Los artículos de Saldaña Roca y los de Hardenburg en la revista Truth de Londres lo señalaban como uno de los más sanguinarios lugartenientes de Arana en el Putumayo.

Mientras escalaban la ladera, lo observó. Era un hombre de edad indefinible, fortachón, más bajo que alto, un cholo blancón pero con los rasgos algo orientales de un indígena, nariz achatada, boca de labios muy anchos siempre abiertos que mostraban dos o tres dientes de oro, la expresión dura de alguien curtido por la intemperie. A diferencia de los recién llegados, subía con facilidad la empinada cuesta. Tenía una mirada un tanto oblicua, como si mirase de costado para evitar el relumbre del sol o porque temía encarar a las personas. Tizón iba desarmado, pero Víctor Macedo lucía un revólver en la correa de su pantalón.

En el claro, muy ancho, había construcciones de madera sobre pilotes —gruesos troncos de árboles o columnas de cemento— con barandas en el segundo piso, techos de calamina las más grandes o, las más pequeñas, de hojas trenzadas de palmera. Tizón iba explicándoles a la vez que señalaba —«Allí están las oficinas», «Esos son depósitos de caucho», «En esta casa se alojarán ustedes»— pero Roger apenas lo oía. Observaba a los grupos de indígenas semi o totalmente desnudos que los ojeaban con indiferencia o evitaban mirarlos: hombres, mujeres y niños enclenques, algunos con pintura en la cara y en los pechos, de piernas tan flacas como cañas, pieles pálidas, amarillentas, y, a veces, con incisiones y colguijos en los labios y orejas que le recordaron a los nativos africanos. Pero aquí no había negros. Los pocos mulatos y morenos que divisó llevaban pantalones y botines y eran sin duda parte del contingente de Barbados. Contó cuatro. A los «muchachos» o «racionales» los reconoció de inmediato, pues, aunque indios y descalzos, se habían cortado el pelo, se peinaban como los «cristianos» y vestían pantalones y blusas, y llevaban colgados a la cintura palos y látigos.

En tanto que los demás miembros de la Comisión debieron compartir las habitaciones de dos en dos, Roger Casement tuvo el privilegio de contar con una para él solo. Era un cuartito pequeño, con una hamaca en vez de cama y un mueble que podía servir a la vez de baúl y de escritorio. Sobre una mesita había un lavador, una jarra de agua y un espejo. Le explicaron que, en el primer piso, junto a la entrada, había un pozo séptico y una ducha. Apenas se instaló y dejó sus cosas, antes de sentarse a almorzar, Roger dijo a Juan Tizón que quería comenzar esta tarde misma a entrevistar a todos los barbadenses que hubiera en La Chorrera.

Para entonces ya se le había metido en las narices ese olor rancio y penetrante, oleaginoso, parecido al de las plantas y hojas podridas. Impregnaba todos los rincones de La Chorrera y lo acompañaría mañana, tarde y noche los tres meses que duró su viaje al Putumayo, un olor al que nunca se acostumbró, que lo hizo vomitar y le daba arcadas, una pestilencia que parecía venir del aire, la tierra, los objetos y los seres humanos y que, desde entonces, se convertiría para Roger Casement en el símbolo de la maldad y el sufrimiento que ese jebe sudado por los árboles de la Amazonia había exacerbado a extremos vertiginosos. «Es curioso», le comentó a Juan Tizón, el día de su llegada. «En el Congo estuve muchas veces en caucherías y depósitos de caucho. Pero no recuerdo que el látex congolés despidiera un olor tan fuerte y desagradable». «Son variedades distintas», le explicó Tizón. «Este huele más y es también más resistente que el africano. En las pacas que van a Europa se les echa talco para rebajar la pestilencia».

Aunque el número de barbadenses en toda la región del Putumayo era de 196, sólo había seis en La Chorrera. Dos de ellos se negaron de entrada a conversar con Roger, pese a que éste, por intermedio de Bishop, les aseguró que su testimonio sería privado, que en ningún caso serían procesados por lo que le dijeran, y que él en persona se ocuparía de trasladarlos a Barbados si no querían seguir trabajando para la Compañía de Arana.

Los cuatro que aceptaron dar testimonio llevaban en el Putumayo cerca de siete años y habían servido a la Peruvian Amazon Company en distintas estaciones como capataces, un cargo intermedio entre los jefes y los «muchachos» o «racionales». El primero con el que conversó, Donal Francis, un negro alto y fuerte que cojeaba y tenía una nube en el ojo, estaba tan nervioso y se mostraba tan desconfiado que Roger supuso de inmediato que no obtendría gran cosa de él. Respondía monosílabos y negó todas las acusaciones. Según él, en La Chorrera jefes, empleados y «hasta salvajes» se llevaban muy bien. Nunca hubo problemas y menos violencia. Había sido bien aleccionado sobre lo que debía decir y hacer ante la Comisión.

Roger sudaba copiosamente. Bebía agua a sorbitos. ¿Serían tan inútiles como ésta las demás entrevistas con los barbadenses del Putumayo? No lo fueron. Philip Betie Lawrence, Seaford Greenwich y Stanley Sealy, sobre todo este último, luego de vencer una prevención inicial y de recibir la promesa de Roger, en nombre del Gobierno británico, de que serían repatriados a Barbados, se lanzaron a hablar, a contarlo todo y a inculparse a sí mismos con vehemencia a veces frenética, como impacientes por descargar sus conciencias. Stanley Sealy ilustró su testimonio con tales precisiones y ejemplos que, pese a su larga experiencia con las atrocidades humanas, Casement en ciertos momentos tuvo mareos y una angustia que apenas le permitía respirar. Cuando el barbadense terminó de hablar se había hecho de noche. El zumbido de los insectos nocturnos parecía atronador como si millares de ellos revolotearan en su entorno. Estaban sentados en una banca de madera, en la terraza que daba al dormitorio de Roger. Habían fumado entre los dos un paquete de cigarrillos. En la oscuridad creciente Roger ya no podía ver los rasgos de ese mulato pequeño que era Stanley Sealy, sólo el contorno de su cabeza y sus brazos musculosos. Llevaba poco tiempo en La Chorrera. Había trabajado dos años en la estación de Abisinia, como brazo derecho de los jefes Abelardo Agüero y Augusto Jiménez, y, antes, en Matanzas, con Armando Normand. Permanecían callados. Roger sentía las picaduras de los mosquitos en su cara, el cuello y los brazos, pero no tenía ánimos para espantarlos.

De pronto se dio cuenta de que Sealy lloraba. Se había llevado las manos a la cara y sollozaba despacio, con unos suspiros que hinchaban su pecho. Roger veía el brillo de las lágrimas en sus ojos.

—¿Crees en Dios? —le preguntó—. ¿Eres una persona religiosa?

—Lo fui de niño, me parece —gimoteó el mulato, con la voz desgarrada—. Mi madrina me llevaba a la iglesia los domingos, allá en St. Patrick, el pueblo donde nací. Ahora, no sé.

—Te lo pregunto porque a lo mejor te ayuda hablarle a Dios. No te digo rezarle, sino hablarle. Inténtalo. Con la misma franqueza con que me has hablado a mí. Cuéntale lo que sientes, por qué estás llorando. El te puede ayudar más que yo, en todo caso. Yo no sé cómo hacerlo. Yo me siento tan descompuesto como tú, Stanley.

Al igual que Philip Bertie Lawrence y Seaford Greenwich, Stanley Sealy estaba dispuesto a repetir su testimonio ante los miembros de la Comisión e, incluso, delante del señor Juan Tizón. Siempre y cuando permaneciera junto a Casement y viajara con éste a Iquitos y luego a Barbados.

Roger entró a su cuarto, prendió los mecheros de aceite, se quitó la camisa y se lavó el pecho, las axilas y la cara con agua de la palangana. Le hubiera gustado darse una ducha, pero habría tenido que bajar y hacerlo al aire libre y sabía que su cuerpo sería devorado por los mosquitos que, en las noches, se multiplicaban en número y en ferocidad.

Bajó a cenar en la planta baja, en un comedor también iluminado con lámparas de aceite. Juan Tizón y sus compañeros de viaje estaban bebiendo un whiskey tibio y aguado. Conversaban de pie, mientras tres o cuatro sirvientes indígenas, semidesnudos, iban trayendo pescados fritos y al horno, yucas hervidas, camotes y harina de maíz con la que espolvoreaban los alimentos igual que hacían los brasileños con la farinha. Otros espantaban a las moscas con unos abanicos de paja.

—¿Cómo le fue con los barbadenses? —le preguntó Juan Tizón, alcanzándole un vaso de whiskey.

—Mejor de lo que esperaba, señor Tizón. Me temía que fueran reacios a hablar. Pero, al contrario. Tres de ellos me han hablado con franqueza total.

—Espero que compartan conmigo las quejas que reciban —dijo Tizón, medio en broma medio en serio—. La Compañía quiere corregir lo que haga falta y mejorar. Esa ha sido siempre la política del señor Arana. Bueno, me imagino que tienen hambre. ¡A la mesa, señores!

Se sentaron y empezaron a servirse de las distintas fuentes. Los miembros de la Comisión habían pasado la tarde recorriendo las instalaciones de La Chorrera y, con ayuda de Bishop, conversando con los empleados de la administración y de los depósitos. Todos parecían cansados y con pocas ganas de hablar. ¿Habrían sido sus experiencias en este primer día tan deprimentes como las suyas?

Juan Tizón les ofreció vino, pero, como les advirtió que con el transporte y el clima el vino francés llegaba hasta aquí movido y a veces agriado, todos prefirieron seguir con el whiskey.

A media comida, Roger comentó, echando una ojeada a los indios que servían:

—He visto que muchos indios e indias de La Chorrera tienen cicatrices en las espaldas, en las nalgas y en los muslos. Esa muchacha, por ejemplo. ¿Cuántos latigazos reciben, por lo común, cuando se les azota?

Hubo un silencio general, en el que el chisporroteo de las lámparas de aceite y el ronroneo de los insectos creció. Todos miraban a Juan Tizón, muy serios.

—Esas cicatrices se las hacen la mayor parte de las veces ellos mismos —afirmó éste, incómodo—. Tienen en sus tribus esos ritos de iniciación bastante bárbaros, ustedes saben, como abrirse huecos en la cara, en los labios, en las orejas, en las narices, para meterse anillos, dientes y toda clase de colguijos. No niego que algunas puedan haber sido hechas por capataces que no respetaron las disposiciones de la Compañía. Nuestro reglamento prohíbe los castigos físicos de manera categórica.

—Mi pregunta no iba a eso, señor Tizón —se disculpó Casement—. Sino a que, aunque se ven tantas cicatrices, no he visto a ningún indio con la marca de la Compañía en el cuerpo.

—No sé lo que quiere decir —replicó Tizón, bajando el tenedor.

—Los barbadenses me han explicado que muchos indígenas están marcados con las iniciales de la Compañía: CA, es decir, Casa Arana. Como las vacas, los caballos y los cerdos. Para que no se escapen ni se los roben los caucheros colombianos. Ellos mismos han marcado a muchos. Con fuego a veces y a veces con cuchillo. Pero no he visto a ninguno todavía con esas marcas. ¿Qué ha sido de ellos, señor?

Juan Tizón perdió su compostura y sus maneras elegantes, de golpe. Se había congestionado y temblaba de indignación.

—No le permito que me hable en ese tono —exclamó, mezclando el inglés con el español—. Yo estoy aquí para facilitarles el trabajo, no para recibir sus ironías.

Roger Casement asintió, sin alterarse.

—Le pido disculpas, no he querido ofenderlo —dijo, calmado—. Ocurre que, aunque fui testigo en el Congo de crueldades indecibles, la de marcar a seres humanos con fuego o cuchillo no la había visto todavía. Estoy seguro que usted no es responsable de esta atrocidad.

—¡Claro que no soy responsable de ninguna atrocidad! —volvió a levantar la voz Tizón, gesticulando. Revolvía los ojos en las órbitas, fuera de sí—. Si se cometen, no es culpa de la Compañía. ¿No ve usted qué lugar es éste, señor Casement? Aquí no hay ninguna autoridad, ni policía, ni jueces, ni nadie. Quienes trabajan aquí, de jefes, de capataces, de ayudantes, no son personas educadas, sino, en muchos casos, analfabetos, aventureros, hombres rudos, endurecidos por la selva. A veces, cometen abusos que espantan a un civilizado. Lo sé muy bien. Hacemos lo que podemos, créame. El señor Arana está de acuerdo con ustedes. Todos los que hayan cometido atropellos serán despedidos. Yo no soy cómplice de ninguna injusticia, señor Casement. Yo tengo un nombre respetable, una familia que significa mucho en este país, yo soy un católico que cumple con su religión.

Roger pensó que Juan Tizón creía probablemente en lo que decía. Un buen hombre, que, en Iquitos, Manaos, Lima o Londres no sabía ni quería saber lo que pasaba aquí. Debía maldecir la hora en que a Julio C. Arana se le ocurrió mandarlo a este rincón fuera del mundo a cumplir esta ingrata tarea y a pasar mil incomodidades y malos ratos.

—Debemos trabajar juntos, colaborar —repetía Tizón, algo más calmado, moviendo mucho las manos—. Lo que anda mal, será corregido. Los empleados que hayan cometido atrocidades serán sancionados. ¡Mi palabra de honor! Lo único que les pido es que vean en mí a un amigo, alguien que está del lado de ustedes.

Poco después, Juan Tizón dijo que se sentía algo indispuesto y prefería retirarse. Dio las buenas noches y se fue.

Se quedaron alrededor de la mesa sólo los miembros de la Comisión.

—¿Marcados como animales? —murmuró el botánico Walter Folk, con aire escéptico—. ¿Puede ser cierto eso?

—Tres de los cuatro barbadenses que interrogué hoy me lo han asegurado —asintió Casement—. Stanley Sealy dice haberlo hecho él mismo, en la estación de Abisinia, por orden de su jefe, Abelardo Agüero. Pero ni siquiera lo de las marcas me parece lo peor. He escuchado cosas todavía más terribles esta tarde.

Siguieron conversando, ya sin probar bocado, hasta acabarse las dos botellas de whiskey que había en la mesa. Los comisionados estaban impresionados con las cicatrices en las espaldas de los indígenas y con el cepo o potro de torturas que habían descubierto en uno de los depósitos de La Chorrera donde se almacenaba el caucho. Delante del señor Tizón, que había pasado muy mal rato, Bishop les explicó cómo funcionaba esa armazón de madera y sogas en la que el indígena era introducido y comprimido, de cuclillas. No podía mover brazos ni piernas. Se le atormentaba ajustando las barras de madera o suspendiéndolo en el aire. Bishop aclaró que el cepo estaba siempre en el centro del descampado de todas las estaciones. Preguntaron a uno de los «racionales» del depósito cuándo habían traído el aparato a este lugar. El «muchacho» les explicó que sólo la víspera de su llegada.

Decidieron que la Comisión escuchara al día siguiente a Philip Bertie Lawrence, Seaford Greenwich y Stanley Sealy. Seymour Bell sugirió que Juan Tizón estuviera presente. Hubo opiniones divergentes, sobre todo la de Walter Folk, quien temía que, ante el alto jefe, los barbadenses se retractaran de lo dicho.

Esa noche Roger Casement no pegó los ojos. Estuvo tomando notas sobre sus diálogos con los barbadenses, hasta que la lámpara se apagó porque el aceite se había terminado. Se tumbó en su hamaca y permaneció desvelado, durmiendo por momentos y despertándose a cada rato con los huesos y músculos adoloridos y sin poder sacudirse la desazón que lo embargaba.

¡Y la Peruvian Amazon Company era una compañía británica! En su Directorio figuraban personalidades tan respetadas del mundo de los negocios y de la City como sir John Lister-Kaye, el Barón de Souza-Deiro, John Russell Gubbins y Henry M. Read. Qué dirían esos socios de Julio C. Arana cuando leyeran, en el informe que presentaría al Gobierno, que la empresa a la que habían legitimado con su nombre y su dinero practicaba la esclavitud, conseguía recolectores de caucho y sirvientes mediante «correrías» de rufianes armados que capturaban hombres, mujeres y niños indígenas y los llevaban a las caucherías donde los explotaban de manera inicua, colgándolos del cepo, marcándolos con fuego y cuchillo y azotándolos hasta desangrarlos si no traían el cupo mínimo de treinta kilos de caucho cada tres meses. Roger había estado en las oficinas de la Peruvian Amazon Company en Salisbury House, E.C., en el centro financiero de Londres. Un local espectacular, con un paisaje de Gainsborough en las paredes, secretarias de uniforme, oficinas alfombradas, solas de cuero para las visitas y un enjambre de clerks, con sus pantalones a rayas, sus levitas negras y sus camisas de cuello duro albo y corbatitas de miriñaque, llevando cuentas, enviando y recibiendo telegramas, vendiendo y cobrando las remesas de caucho talqueado y oloroso en todas las ciudades industriales de Europa. Y, al otro extremo del mundo, en el Putumayo, huitotos, ocaimas, muinanes, nonuyas, andoques, rezígaros y boras extinguiéndose poco a poco sin que nadie moviera un dedo para cambiar ese estado de cosas.

«¿Por qué estos indígenas no han intentado rebelarse?», había preguntado durante la cena el botánico Walter Folie. Y añadió: «Es verdad que no tienen armas de fuego. Pero son muchos, podrían alzarse y, aunque murieran algunos, dominar a sus verdugos por el número». Roger le respondió que no era tan simple. No se rebelaban por las mismas razones que tampoco en el África lo habían hecho los congoleses. Ocurría sólo excepcionalmente, en casos localizados y esporádicos, actos de suicidio de un individuo o un pequeño grupo. Porque, cuando el sistema de explotación era tan extremo, destruía los espíritus antes todavía que los cuerpos. La violencia de que eran víctimas aniquilaba la voluntad de resistencia, el instinto por sobrevivir, convertía a los indígenas en autómatas paralizados por la confusión y el terror. Muchos no entendían lo que les ocurría como una consecuencia de la maldad de hombres concretos y específicos, sino como un cataclismo mítico, una maldición de los dioses, un castigo divino contra el que no tenían escapatoria.

Aunque, aquí, en el Putumayo, Roger descubrió en los documentos sobre la Amazonia que consultaba, que hacía pocos años hubo un intento de rebelión, en la estación de Abisinia, donde estaban los boras. Era un tema del que nadie quería hablar. Todos los barbadenses lo habían evitado. El joven cacique bora del lugar, llamado Katenere, una noche, apoyado por un grupito de su tribu, robó los rifles de los jefes y «racionales», asesinó a Bartolomé Zumaeta (pariente de Pablo Zumáeta), que en una borrachera había violado a su mujer, y se perdió en la selva. La Compañía puso precio a su cabeza. Varias expediciones salieron en su busca. Durante cerca de dos años no pudieron echarle mano. Por fin, una partida de cazadores, guiada por un indio delator, rodeó la choza donde estaba escondido Katenere con su mujer. El cacique logró escapar, pero la mujer fue capturada. El jefe Vásquez la violó él mismo, en público, y la puso en el cepo sin agua ni alimento. La tuvo así varios días. De tanto en tanto, la hacía azotar. Finalmente, una noche, el cacique apareció. Sin duda había espiado las torturas de su mujer desde la espesura. Cruzó el descampado, tiró la carabina que llevaba y fue a arrodillarse en actitud sumisa junto al cepo donde su esposa agonizaba o ya estaba muerta. Vásquez ordenó a gritos a los «racionales» que no le dispararan. El mismo le sacó los ojos a Katenere con un alambre. Luego lo hizo quemar vivo, junto con la mujer, ante los indígenas de los alrededores formados en ronda. ¿Habían ocurrido así las cosas? La historia tenía un final romántico que, pensaba Roger, probablemente había sido alterado para acercarlo al apetito de truculencia tan extendido en estas tierras cálidas. Pero, al menos, ahí quedaban el símbolo y el ejemplo: un nativo se había rebelado, castigado a un torturador y muerto como un héroe.

Apenas salió la luz del alba, abandonó la casa donde se alojaba y bajó la cuesta hacia el río. Se bañó desnudo, luego de encontrar una pequeña poza en la que se podía resistir la corriente. El agua fría le hizo el efecto de un masaje. Cuando se vistió se sentía fresco y reconfortado. Al regresar a La Chorrera se desvió para recorrer el sector donde estaban las chozas de los huitotos. Las cabañas, diseminadas entre sembríos de yuca, maíz y plátanos, eran redondas, con tabiques de madera de chonta sujetos con bejucos y protegidas con techos de hojas tejidas de yarina que llegaban al suelo. Vio a mujeres esqueléticas cargando criaturas —ninguna respondió las venias de saludo que les hizo— pero a ningún hombre. Cuando regresó a la cabaña, una mujer indígena estaba poniendo en su dormitorio la ropa que le dio a lavar el día de su llegada. Le preguntó cuánto le debía pero la mujer —joven, con unas rayas verdes y azules en la cara— lo miró sin comprender. Hizo que Frederick Bishop le preguntara qué le debía. Este lo hizo, en huitoto, pero la mujer pareció no entender.

—No le debe nada —dijo Bishop—. Aquí no circula el dinero. Además, es una de las mujeres del jefe de La Chorrera, Víctor Macedo.

—¿Cuántas tiene?

—Ahora, cinco —explicó el barbadense—. Cuando yo trabajé aquí, tenía siete al menos. Las ha cambiado. Así hacen todos.

Se rió e hizo una broma que Roger Casement no le festejó:

—Con este clima, las mujeres se gastan muy rápido. Hay que renovarlas todo el tiempo, como la ropa.

Las dos semanas siguientes que permanecieron en La Chorrera, hasta que los miembros de la Comisión se desplazaron a la estación de Occidente, Roger Casement las recordaría como las más atareadas e intensas del viaje. Sus entretenimientos consistían en bañarse en el río, los vados o las cataratas menos torrentosas, largos paseos por el bosque, tomar muchas fotos y, tarde en la noche, alguna partida de bridge con sus compañeros. En verdad, la mayor parte del día y de la tarde la pasaba investigando, escribiendo, interrogando a la gente del lugar o intercambiando impresiones con sus compañeros.

Contrariamente a lo que éstos temían, Philip Bertie Lawrence, Seaford Greenwich y Stanley Sealy no se intimidaron ante la Comisión en pleno y la presencia de Juan Tizón. Confirmaron todo lo que le habían contado a Roger Casement y ampliaron sus testimonios, revelando nuevos hechos de sangre y abusos. A veces, en los interrogatorios, Roger veía palidecer a alguno de los comisionados como si fuera a desmayarse.

Juan Tizón permanecía mudo, sentado detrás de ellos, sin abrir la boca. Tomaba notas en pequeños cuadernos. Los primeros días, luego de los interrogatorios, intentó rebajar y cuestionar los testimonios referentes a torturas, asesinatos y mutilaciones. Pero, a partir del tercer o cuarto día, una transformación se operó en él. Permanecía callado a la hora de las comidas, apenas probaba bocado y respondía con monosílabos y murmullos cuando le dirigían la palabra. Al quinto día, mientras tomaban un trago antes de la cena, estalló. Con los ojos inyectados, se dirigió a todos los presentes: «Esto va más allá de todo lo que yo pude nunca imaginar. Les juro por el alma de mi santa madre, de mi esposa y de mis hijos, lo que más quiero en el mundo, que todo esto es para mí una absoluta sorpresa. Siento un horror tan grande como el de ustedes. Estoy enfermo con las cosas que oímos. Es posible que haya exageraciones en las denuncias de estos barbadenses, que quieran congraciarse con ustedes. Pero aun así, no hay duda, aquí se han cometido crímenes intolerables, monstruosos, que deben ser denunciados y castigados. Yo les juro que…».

Se le cortó la voz y buscó una silla donde sentarse. Estuvo mucho rato cabizbajo, con la copa en la mano. Balbuceó que Julio C. Arana no podía sospechar lo que ocurría aquí, ni tampoco sus principales colaboradores en Iquitos, Manaos o Londres. Él sería el primero en exigir que se pusiera remedio a todo esto. Roger, impresionado con la primera parte de lo que les dijo, pensó que Tizón, ahora, era menos espontáneo. Y que, humano al fin y al cabo, pensaba en su situación, su familia y su futuro. En todo caso, a partir de ese día, Juan Tizón pareció dejar de ser un alto funcionario de la Peruvian Amazon Company para convertirse en un miembro más de la Comisión. Colaboraba con ellos con celo y diligencia, trayéndoles a menudo datos nuevos. Y todo el tiempo les exigía tomar precauciones. Se había llenado de recelo, espiaba el contorno lleno de sospechas. Sabiendo lo que sucedía aquí, la vida de todos corría peligro, principalmente la del cónsul general. Vivía en continuo sobresalto. Temía que los barbadenses fueran a revelar a Víctor Macedo lo que habían confesado. Si lo hacían, no se podía descartar que este sujeto, antes de ser llevado a los tribunales o entregado a la policía, les montara una emboscada y dijera después que habían perecido a manos de los salvajes.

La situación dio un vuelco un amanecer en que Roger Casement advirtió que alguien llamaba a su puerta con los nudillos. Estaba todavía oscuro. Fue a abrir y en la abertura divisó una silueta que no era la de Frederick Bishop. Se trataba de Donal Francis, el barbadense que había insistido en que aquí reinaba la normalidad. Hablaba en voz muy baja y asustada. Había reflexionado y ahora quería decirle la verdad. Roger lo hizo entrar. Conversaron sentados en el suelo pues Donal temía que si salían a la terraza pudieran escucharlos.

Le aseguró que le había mentido por miedo a Víctor Macedo. Este lo había amenazado: si delataba a los ingleses lo que aquí pasaba, no volvería a poner los pies en Barbados y, una vez que aquéllos partieran, después de cortarle los testículos, lo ataría desnudo a un árbol para que se lo comieran las hormigas curhuinses. Roger lo tranquilizó. Sería repatriado a Bridgetown, al igual que los otros barbadenses. Pero no quiso escuchar esta nueva confesión en privado. Francis debió hablar delante de los comisionados y de Tizón.

Testimonió ese mismo día, en el comedor, donde tenían las sesiones de trabajo. Mostraba mucho miedo. Sus ojos revoloteaban, se mordía los gruesos labios y a veces no encontraba las palabras. Habló cerca de tres horas. El momento más dramático de su confesión ocurrió cuando dijo que, hacía un par de meses, a dos huitotos que alegaban estar enfermos para justificar la cantidad ridícula de caucho que habían reunido, Víctor Macedo les ordenó a él y a un «muchacho» llamado Joaquín Piedra, atarles las manos y los pies, zambullirlos en el río y tenerlos aplastados bajo el agua hasta que se ahogaran. Entonces hizo que los «racionales» arrastraran los cadáveres al bosque para que se los comieran los animales. Donal ofreció llevarlos hasta el sitio donde todavía se podían encontrar algunos miembros y huesos de los dos huitotos.

El 28 de septiembre, Casement y los miembros de la Comisión abandonaron La Chorrera en la lancha Veloz de la Peruvian Amazon Company, rumbo a Occidente. Remontaron el río Igaraparaná varias horas, hicieron escalas en los puestos de acopio de caucho de Victoria y Naimenes para comer algo, durmieron en la misma lancha y al día siguiente, luego de otras tres horas de navegación, atracaron en el embarcadero de Occidente. Los recibió el jefe de la estación, Fidel Velarde, con sus ayudantes Manuel Torrico, Rodríguez y Acosta. «Todos tienen caras y actitudes de matones y forajidos», pensó Roger Casement.

Iban armados con pistolas y carabinas Winchester. Seguramente siguiendo instrucciones, se mostraron obsecuentes con los recién llegados. Juan Tizón, una vez más, les pidió prudencia. De ningún modo debían revelar a Velarde y sus «muchachos» las cosas que habían averiguado.

Occidente era un campamento más pequeño que La Chorrera y cercado por una empalizada de cañas de madera afiladas como lanzas. «Racionales» armados con carabinas cuidaban las entradas.

—¿Por qué está tan protegida la estación? —preguntó Roger a Juan Tizón—. ¿Esperan un ataque de los indios?

—De los indios, no. Aunque nunca se sabe si va a aparecer un día otro Katenere. Más bien de los colombianos, que codician estos territorios.

Fidel Velarde tenía en Occidente 530 indígenas, la mayoría de los cuales estaba ahora en el bosque, recogiendo caucho. Traían lo recolectado cada quince días y luego volvían a internarse en la selva otras dos semanas. Aquí se quedaban sus mujeres e hijos, en un poblado que se extendía por las laderas del río, fuera de la empalizada. Velarde añadió que los indios ofrecerían esa tarde a los «amigos visitantes» una fiesta.

Los llevó a la casa donde se alojarían, una construcción cuadrangular montada sobre pilotes, de dos pisos, con puerta y ventanas cubiertas por enrejados para los mosquitos. En Occidente el olor a caucho que salía de los depósitos e impregnaba el aire era tan fuerte como el de La Chorrera. Roger se alegró al descubrir que, aquí, dormiría en una cama en vez de una hamaca. Un camastro, más bien, con un colchón de semillas, en el que al menos podría mantener una postura plana. La hamaca había agravado sus dolores musculares y sus desvelos.

La fiesta tuvo lugar a comienzos de la tarde, en un claro vecino al poblado huitoto. Un enjambre de indígenas había acarreado mesas, sillas y ollas con comida y bebidas para los forasteros. Los esperaban, formados en círculo, muy serios. El cielo estaba despejado y no se percibía la menor amenaza de lluvia. Pero a Roger Casement ni el buen tiempo ni el espectáculo del Igaraparaná hendiendo la llanura de espesos bosques y zigzagueando a su alrededor consiguió alegrarlo. Sabía que lo que iban a presenciar sería triste y deprimente. Tres o cuatro decenas de indios e indias —aquéllos muy viejos o niños y éstas en general bastante jóvenes—, desnudos algunos y otros embutidos en la cushma o túnica con que Roger había visto a muchos indígenas en Iquitos, bailaron, formando una ronda, al compás de los sonidos del manguaré, tambores hechos de troncos de árboles excavados, a los que los huitotos, golpeándolos con unos maderos con puntera de caucho, les arrancaban unos sonidos roncos y prolongados que, se decía, llevaban mensajes y les permitían comunicarse a grandes distancias. Las filas de danzantes tenían sonajas de semillas en los tobillos y en los brazos, que repiqueteaban con los saltitos arrítmicos que daban. A la vez canturreaban unas melodías monótonas, con un dejo de amargura que congeniaba con sus semblantes serios, hoscos, miedosos o indiferentes.

Más tarde, Casement preguntó a sus compañeros si habían advertido el gran número de indios que tenían las espaldas, las nalgas y las piernas con cicatrices. Hubo un amago de discusión entre ellos sobre qué porcentaje de los huitotos que danzaron llevaban marcas de latigazos. Roger decía que el ochenta por ciento, Fielgald y Folk que no más del sesenta por ciento. Pero todos coincidieron en que lo que más los había impresionado era un chiquillo puro hueso y pellejo con quemaduras en todo el cuerpo y parte de la cara. Pidieron a Frederick Bishop que averiguara si esas marcas se debían a un accidente o a castigos y torturas.

Se habían propuesto descubrir en esta estación con lujo de detalles cómo operaba el sistema de explotación.

Comenzaron a la mañana siguiente, muy temprano, luego del desayuno. Apenas empezaron a visitar los depósitos de caucho, guiados por el propio Fidel Velarde, descubrieron de manera casual que las balanzas en que se pesaba el caucho estaban trucadas. Seymour Bell tuvo la ocurrencia de subirse en una de ellas, pues, como era hipocondríaco, creía haber bajado de peso. Se llevó un susto. ¡Pero, cómo era posible! ¡Había bajado cerca de diez kilos! Sin embargo, no lo sentía en su cuerpo, se le caerían los pantalones y se le escurrirían las camisas. Casement se pesó también y animó a hacerlo a sus compañeros y a Juan Tizón. Todos estaban varios kilos por debajo de su peso normal. Durante el almuerzo, Roger preguntó a Tizón si creía que todas las balanzas de la Peruvian Amazon Company en el Putumayo estaban amañadas como las de Occidente para hacer creer a los indios que habían recolectado menos caucho. Tizón, que había perdido toda capacidad de disimulación, se limitó a encogerse de hombros: «No lo sé, señores. Lo único que sé es que aquí todo es posible».

A diferencia de La Chorrera, donde lo habían escondido en un almacén, en Occidente el cepo estaba en el centro mismo del descampado alrededor del cual se hallaban las viviendas y depósitos. Roger pidió a los ayudantes de Fidel Velarde que lo metieran dentro de ese aparato de tortura. Quería saber qué se sentía en esa jaula estrecha. Rodríguez y Acosta dudaron, pero como Juan Tizón lo autorizó, indicaron a Casement que se encogiera y, empujándolo con sus manos, lo acuñaron dentro del cepo.

Fue imposible cerrarle las maderas que sujetaban piernas y brazos, porque tenía las extremidades demasiado gruesas, de manera que se limitaron a juntarlas. Pero pudieron abrocharle las agarraderas del cuello, que, sin ahogarlo del todo, le impedían casi respirar. Sentía un dolor vivísimo en el cuerpo y le pareció imposible que un ser humano resistiera horas esa postura y esa presión en espalda, estómago, pecho, piernas, cuello y brazos. Cuando salió, antes de recuperar el movimiento, tuvo que apoyarse un buen rato en el hombro de Louis Barnes.

—¿Por qué tipo de faltas meten a los indios al cepo? —preguntó en la noche al jefe de Occidente.

Fidel Velarde era un mestizo algo rollizo, con un gran bigote de foca y unos ojos grandes y saltones. Llevaba un sombrero alón, botas altas y un cinturón lleno de balas.

—Cuando cometen faltas gravísimas —explicó, remoloneando en cada frase—. Cuando matan a sus hijos, desfiguran a sus mujeres en una borrachera o cometen robos y no quieren confesar dónde han escondido lo que se robaron. No usamos el cepo muy seguido. Sólo rara vez. Los indios de aquí se portan bien, en general.

Lo decía con un tonito entre risueño y burlón, mirando de uno en uno a los comisionados con una mirada fija y despectiva, que parecía estar diciéndoles «Me veo obligado a decir estas cosas pero, por favor, no me las crean». Su actitud mostraba tal suficiencia y desprecio sobre el resto de los seres humanos que Roger Casement trataba de imaginar el miedo paralizante que debía inspirar el matonesco personaje a los indígenas, con su pistola al cinto, su carabina al hombro y su cinturón lleno de balas. Poco después, uno de los cinco barbadenses de Occidente testificó ante la Comisión que él había visto, una noche de borrachera, a Fidel Velarde y a Alfredo Montt, entonces jefe de la estación Ultimo Retiro, apostar quién cortaba más rápido y limpiamente la oreja de un huitoto castigado en el cepo. Velarde consiguió desorejar al indígena de un solo tajo de su machete, pero Montt, que estaba ebrio perdido y le temblaban las manos, en vez de sacarle la otra oreja le descerrajó el machetazo en pleno cráneo. Al terminar esta sesión, Seymour Bell tuvo una crisis. Confesó a sus compañeros que no podía más. Le faltaba la voz y tenía los ojos llorosos e inyectados. Ya habían visto y oído bastante para saber que aquí reinaba la barbarie más atroz. No tenía sentido seguir investigando en este mundo de inhumanidad y crueldades psicópatas. Propuso que pusieran fin al viaje y retornaran a Inglaterra de inmediato.

Roger repuso que no se opondría a que los demás partieran. Pero él permanecería en el Putumayo, de acuerdo al plan previsto, visitando algunas estaciones más. Quería que su informe fuera prolijo y documentado, para que tuviera más efecto. Les recordó que todos estos crímenes los cometía una compañía británica, en cuyo Directorio figuraban respetabilísimas personalidades inglesas, y que los accionistas de la Peruvian Amazon Company estaban llenándose los bolsillos con lo que aquí ocurría. Había que poner fin a ese escándalo y sancionar a los culpables. Para conseguirlo, su informe debía ser exhaustivo y contundente. Sus razones convencieron a los demás, incluido el desmoralizado Seymour Bell.

Para sacudirse la impresión que les había dejado a todos aquella apuesta de Fidel Velarde y Alfredo Montt, decidieron tomarse un día de descanso. A la mañana siguiente, en vez de proseguir con las entrevistas y averiguaciones, fueron a bañarse en el río. Pasaron muchas horas cazando mariposas con una red mientras el botánico Walter Folk exploraba el bosque en busca de orquídeas. Mariposas y orquídeas abundaban en la zona tanto como los mosquitos y los murciélagos que venían en las noches, en sus vuelos silentes, a morder a los perros, gallinas y caballos de la estación, contagiándoles a veces la rabia, lo que obligaba a matarlos y quemarlos para evitar una epidemia.

Casement y sus compañeros quedaron maravillados por la variedad, tamaño y belleza de las mariposas que revoloteaban por las cercanías del río. Las había de todas las formas y colores y sus aleteos gráciles y las manchas de luz que despedían cuando se posaban en alguna hoja o planta parecían encandilar el aire con notas de delicadeza, un desagravio contra esa fealdad moral que descubrían a cada paso, como si no hubiera fondo en esta tierra desgraciada para la maldad, la codicia y el dolor.

Walter Folk quedó sorprendido con la cantidad de orquídeas que colgaban de los grandes árboles, con sus elegantes y exquisitos colores, iluminando su contorno. No las cortaba ni permitió que sus compañeros lo hicieran. Pasaba mucho rato contemplándolas con un lente de aumento, tomando notas y fotografiándolas.

En Occidente Roger Casement llegó a tener una idea bastante completa del sistema que hacía funcionar la Peruvian Amazon Company. Tal vez en sus comienzos hubo algún tipo de acuerdo entre los caucheros y las tribus. Pero aquello era ya historia pues, ahora, los indígenas no querían ir a la selva a recoger caucho. Por eso, todo comenzaba con las «correrías» perpetradas por los jefes y sus «muchachos». No se pagaba salario ni los indígenas veían un solo centavo. Recibían del almacén los instrumentos de la recolección —cuchillos para las incisiones en los árboles, latas para el látex, canastas para acumular las pencas o bolas de caucho—, además de objetos domésticos como semillas, ropa, lámparas y algunos alimentos. Los precios eran determinados por la Compañía, de manera que el indígena siempre estuviera en deuda y trabajara el resto de su vida para amortizar lo que debía. Como los jefes no tenían sueldos sino comisiones por el caucho que reunían en cada estación, sus exigencias para obtener el máximo de látex eran implacables. Cada recogedor se internaba en la selva quince días, dejando a su mujer y sus hijos en calidad de rehenes. Los jefes y «racionales» disponían de ellos a discreción, para el servicio doméstico o para sus apetitos sexuales. Todos tenían verdaderos serrallos —muchas niñas que no habían llegado a la pubertad— que intercambiaban a su capricho, aunque a veces, por celos, había arreglos de cuentas a balazos y puñaladas. Cada quince días los recogedores volvían a la estación a traer el caucho. Este era pesado en las balanzas trucadas. Si al cabo de tres meses no completaban los treinta kilos recibían castigos que iban desde latigazos al cepo, corte de orejas y narices, o, en los casos extremos, la tortura y el asesinato de la mujer e hijos y del mismo recogedor. Los cadáveres no eran enterrados sino arrastrados al bosque para que se los comieran los animales. Cada tres meses las lanchas y vapores de la Compañía venían en busca del caucho que, entretanto, había sido ahumado, lavado y talqueado. Los barcos llevaban algunas veces su carga del Putumayo a Iquitos y otras directamente a Manaos para ser exportada de allí a Europa y los Estados Unidos.

Roger Casement comprobó que gran número de «racionales» no hacían el menor trabajo productivo. Eran meros carceleros, torturadores y explotadores de los indígenas. Estaban todo el día tumbados, fumando, bebiendo, divirtiéndose, pateando una pelota, contándose chistes o dando órdenes. Sobre los indígenas recaía todo el trabajo: construir viviendas, reponer los techos averiados por las lluvias, reparar el sendero que bajaba al embarcadero, lavar, limpiar, cargar, cocinar, llevar y traer cosas, y, en el poco tiempo libre que les quedaba, trabajar sus sembríos sin los cuales no hubieran tenido qué comer.

Roger comprendía el estado de ánimo de sus compañeros. Si a él, que, después de veinte años en África, creía haberlo visto todo, lo que aquí ocurría lo tenía alterado, con los nervios rotos, viviendo momentos de total abatimiento, cómo sería para quienes habían pasado la mayor parte de su vida en un mundo civilizado, creyendo que así era el resto de la Tierra, sociedades con leyes, iglesias, policías y costumbres y una moral que impedía que los seres humanos actuaran como bestias.

Roger quería continuar en el Putumayo para que su informe fuera lo más completo posible, pero no era sólo eso. Otra razón era la curiosidad que sentía por conocer a ese personaje que, según todos los testimonios, era el paradigma de la crueldad de este mundo: Armando Normand, el jefe de Matanzas.

Desde Iquitos oía anécdotas, comentarios y alusiones a este nombre siempre asociado a tales maldades e ignominias que había ido obsesionándose con él, al extremo de tener pesadillas de las que despertaba bañado en sudor y el corazón acelerado. Estaba seguro de que muchas cosas que había oído a los barbadenses sobre Normand eran exageraciones atizadas por la imaginación calenturienta tan frecuente en las gentes de estas tierras. Pero, aun así, que este sujeto hubiera podido generar semejante mitología indicaba que se trataba de un ser que, aunque pareciera imposible, superaba todavía en salvajismo a facinerosos como Abelardo Agüero, Alfredo Montt, Fidel Velarde, Elias Martinengui y otros de su especie.

Nadie sabía con certeza su nacionalidad —se decía que era peruano, boliviano o inglés— pero todos coincidían en que no llegaba a los treinta años y que había estudiado en Inglaterra. Juan Tizón había oído decir que tenía un título de contador de un instituto en Londres.

Al parecer era bajito, delgado y muy feo. Según el barbadense Joshua Dyall, de su personita insignificante irradiaba una «fuerza maligna» que hacía temblar a quien se le acercaba y su mirada, penetrante y glacial, parecía de víbora. Dyall aseguraba que no sólo los indios, también los «muchachos» y hasta los mismos capataces se sentían inseguros a su lado. Porque en cualquier momento Armando Normand podía ordenar o ejecutar él mismo una ferocidad escalofriante sin que se le alterara la indiferencia desdeñosa hacia todo lo que lo rodeaba. Dyall confesó a Roger y a la Comisión que, en la estación de Matanzas, Normand le ordenó un día asesinar a cinco andoques, castigados por no haber cumplido con las cuotas de caucho. Dyall mató a los dos primeros a balazos, pero el jefe ordenó que, a los dos siguientes, les aplastara primero los testículos con una piedra de amasar yuca y los rematara a garrotazos. Al último, hizo que lo estrangulara con sus manos. Durante toda la operación estuvo sentado en un tronco de árbol, fumando y observando, sin que se alterara la expresión indolente de su carita rubicunda.

Otro barbadense, Seaford Greenwich, que había trabajado unos meses con Armando Normand en Matanzas, contó que la comidilla entre los «racionales» de la estación era la costumbre del jefe de meterles ají molido o en ciscara en el sexo a sus muchachitas concubinas para oírlas chillar con el ardor. Según Greenwich sólo así se excitaba y podía tirárselas. En una época, añadía el barbadense, Normand, en vez de meter en el cepo a los castigados, los elevaba con una cadena amarrada a un árbol alto y los soltaba para ver cómo al aplastarse contra el suelo se rompían cabeza y huesos o se cortaban la lengua contra los dientes. Otro capataz que había servido a órdenes de Normand aseguró a la Comisión que más miedo que a éste los indios andoques le tenían a su perro, un mastín al que había adiestrado para que hundiera sus fauces y desgarrara las carnes del indio contra el que lo aventaba.

¿Podían ser verdad todas esas monstruosidades? Roger Casement se decía, revisando su memoria, que, entre la vasta colección de malvados que había conocido en el Congo, seres a los que el poder y la impunidad habían vuelto monstruos, ninguno llegaba a los extremos de este individuo. Tenía una curiosidad algo perversa por conocerlo, oírlo hablar, verlo actuar y averiguar de dónde salía. Y qué podía decir de las fechorías que se le imputaban.

De Occidente, Roger Casement y sus amigos se trasladaron, siempre en la lancha Veloz, a la estación Ultimo Retiro. Era más pequeña que las anteriores y también tenía el aspecto de una fortaleza, con su empalizada y guardias armados alrededor del puñadito de viviendas. Los indios le parecieron más primitivos y huraños que los huitotos. Andaban semidesnudos, con taparrabos que apenas les cubrían el sexo. Aquí divisó Roger por primera vez a dos nativos con las marcas de la Compañía en las nalgas: CA. Parecían más viejos que la mayoría de los otros. Trató de hablar con ellos pero no entendían español ni portugués, ni el huitoto de Frederick Bishop. Más tarde, recorriendo Ultimo Retiro, descubrieron otros indios marcados. Por un empleado de la estación supieron que al menos un tercio de los indígenas avecindados aquí llevaban la marca CA en el cuerpo. La práctica se había suspendido hacía algunas semanas, cuando la Peruvian Amazon Company aceptó la venida de la Comisión al Putumayo.

Para llegar desde el río a Ultimo Retiro había que trepar una cuesta enfangada por la lluvia donde las piernas se hundían hasta las rodillas. Cuando Roger pudo quitarse los zapatos y tenderse en su camastro le dolían todos los huesos. Le había vuelto la conjuntivitis. El ardor y lagrimeo de un ojo eran tan grandes que, después de echarse el colirio, se lo vendó. Así estuvo varios días, de pirata, con un ojo vendado y protegido por un paño húmedo. Como estas precauciones no bastaron para poner fin a la inflamación y el lagrimeo, a partir de entonces y hasta el final de su viaje, todos los momentos del día en que no estaba trabajando —eran pocos— corría a tenderse en su hamaca o camastro y permanecía con los dos ojos vendados con paños de agua tibia. Así se atenuaban las molestias. Durante estos períodos de descanso y en las noches —dormía apenas cuatro o cinco horas— trataba de organizar mentalmente el informe que escribiría para el Foreign Office. Los linchamientos generales eran claros. Primero, un cuadro de las condiciones del Putumayo cuando los pioneros vinieron a instalarse, invadiendo las tierras de las tribus, hacía unos veinte años. Y cómo, desesperados por la falta de brazos, iniciaron las «correrías», sin temor de ser sancionados porque en estos lugares no había jueces ni policías. Ellos eran la única autoridad, sustentada en sus armas de fuego, contra las cuales hondas, lanzas y cerbatanas resultaban fútiles.

Debía describir con claridad el sistema de explotación del caucho basado en el trabajo esclavo y en el maltrato de los indígenas atizado por la codicia de los jefes que, como trabajaban a porcentaje del caucho recogido, se valían de los castigos físicos, mutilaciones y asesinatos para aumentar la recolección. La impunidad y su poder absoluto habían desarrollado en estos individuos tendencias sádicas, que, aquí, podían manifestarse libremente contra esos indígenas privados de todos los derechos.

¿Serviría su informe? Por lo menos para que la Peruvian Amazon Company fuera sancionada, sin duda. El Gobierno británico pediría al Gobierno peruano que llevara a los tribunales a los responsables de los crímenes. ¿Se atrevería el presidente Augusto B. Leguía a hacerlo? Juan Tizón decía que sí, que, al igual que en Londres, en Lima estallaría un escándalo cuando se supiera lo que aquí ocurría. La opinión pública exigiría castigo para los culpables. Pero Roger dudaba. ¿Qué podía hacer el Gobierno peruano en el Putumayo, donde no tenía un solo representante y donde la Compañía de Julio C. Arana se jactaba, con razón, de ser ella, con sus bandas de asesinos, la que mantenía la soberanía del Perú sobre estas tierras? Todo se quedaría en algunos desplantes retóricos. El martirio de las comunidades indígenas de la Amazonia proseguiría, hasta su extinción. Esta perspectiva lo deprimía. Pero, en vez de paralizarlo, lo incitaba a esforzarse más, investigando, entrevistando y escribiendo. Tenía ya un alto de cuadernos y fichas escritos con su letra clara y apurada.

De Ultimo Retiro pasaron a Entre Ríos, en un desplazamiento por río y por tierra que los llevó a sumergirse en la maleza toda una jornada. La idea encantó a Roger Casement: en ese contacto corporal con la naturaleza bravia reviviría sus años mozos, las largas expediciones de su juventud por el continente africano. Pero, aunque en esas doce horas de recorrido por la selva, hundiéndose a ratos hasta la cintura en el fango, resbalando en matorrales que ocultaban pendientes, haciendo ciertos tramos en canoas que, al impulso de las pértigas de los indígenas, se deslizaban por unos «caños de agua» delgadísimos sobre los cuales descendía un follaje que oscurecía la luz del sol, sintió a veces la excitación y la alegría de antaño, la experiencia le sirvió sobre todo para comprobar el paso del tiempo, el desgaste de su cuerpo. No sólo era el dolor en los brazos, la espalda y las piernas, también el cansancio invencible contra el que tuvo que luchar haciendo esfuerzos denodados para que sus compañeros no lo notaran. Louis Barnes y Seymour Bell quedaron tan agotados que, desde la mitad del viaje, debieron ser cargados en hamacas cada uno por cuatro indígenas de la veintena que los escoltaba. Roger observó, impresionado, cómo estos indios de piernas tan delgadas y contextura esquelética se desplazaban con desenvoltura llevando sobre los hombros sus equipajes y provisiones, sin comer ni beber durante horas. En uno de los descansos, Juan Tizón aceptó el pedido de Casement y ordenó que se repartieran varias latas de sardinas entre los indígenas.

Durante el recorrido vieron bandadas de loros y esos monitos juguetones de ojos vivísimos llamados «frailecillos», muchas clases de pájaros, e iguanas de ojos legañosos cuyas pieles rugosas se confundían con las ramas y troncos en los que estaban aplastadas. Y, asimismo, una victoria regia, esas hojas circulares enormes que flotaban en las lagunas como balsas.

Llegaron a Entre Ríos al atardecer. La estación estaba convulsionada porque un jaguar se había comido a una indígena que se alejó del campamento para ir a parir, sola, como acostumbraban las nativas, a orillas del río. Una partida de cazadores había salido en busca del jaguar, encabezada por el jefe, pero volvieron, ya al anochecer, sin haber dado con la fiera. El jefe de Entre Ríos se llamaba Andrés O’Donnell. Era joven y apuesto y decía que su padre era irlandés, pero Roger, después de interrogarlo, advirtió en él un despiste tan grande respecto a sus antepasados y a Irlanda, que probablemente fue más bien el abuelo o el bisabuelo de O’Donnell el primer irlandés de la familia en pisar tierra peruana. Le apenó que un descendiente de irlandeses fuera uno de los lugartenientes de Arana en el Putumayo, aunque, según los testimonios, parecía menos sanguinario que otros jefes: se lo había visto azotar a indígenas y robarles sus mujeres y sus hijas para su harén particular —tenía siete mujeres viviendo con él y una nube de hijos—, pero en su prontuario no figuraba haber matado a nadie con sus manos ni haber ordenado asesinatos. Eso sí, en un lugar visible de Entre Ríos, se alzaba el cepo y todos los «muchachos» y barbadenses llevaban látigos a la cintura (algunos los usaban como correas para los pantalones). Y gran número de indios e indias lucían cicatrices en las espaldas, piernas y nalgas.

Pese a que su misión oficial le exigía interrogar sólo a los ciudadanos británicos que trabajaban para la Compañía de Arana, es decir, a los barbadenses, desde Occidente Roger comenzó a entrevistar también a los «racionales» dispuestos a contestar sus preguntas. En Entre Ríos esta práctica se extendió a toda la Comisión. Los días que estuvieron aquí dieron testimonio ante ellos, además de los tres barbadenses que servían a Andrés O’Donnell como capataces, el mismo jefe y buen número de sus «muchachos».

Casi siempre ocurría lo mismo. Al principio, todos eran reticentes, evasivos y mentían con descaro. Pero bastaba un desliz, una imprudencia involuntaria que revelara el mundo de verdades que ocultaban para que de pronto se lanzaran a hablar y a contar más de lo que se les pedía, implicándose a sí mismos como prueba de la veracidad de aquello que contaban. Pese a varios intentos que hizo, Roger no pudo recoger el testimonio directo de algún indio.

El 16 de octubre de 1910, cuando él y sus compañeros de la Comisión, acompañados por Juan Tizón, tres barbadenses y unos veinte indios muinanes, dirigidos por su curaca, que llevaban el cargamento, se dirigían a través del bosque, por una pequeña trocha, de la estación de Entre Ríos a la de Matanzas, Roger Casement anotó en su diario una idea que había ido tomando cuerpo en su cabeza desde que desembarcó en Iquitos: «He llegado a la convicción absoluta de que la única manera como los indígenas del Putumayo pueden salir de la miserable condición a que han sido reducidos es alzándose en armas contra sus amos. Es una ilusión desprovista de toda realidad creer, como Juan Tizón, que esta situación cambiará cuando llegue aquí el Estado peruano y haya autoridades, jueces, policías que hagan respetar las leyes que prohíben la servidumbre y la esclavitud en el Perú desde 1854. ¿Las harán respetar como en Iquitos, donde las familias compran por veinte o treinta soles a las niñas y niños robados por los traficantes? ¿Harán respetar las leyes esas autoridades, jueces y policías que reciben sus sueldos de la Casa Arana porque el Estado no tiene con qué pagarles o porque los pillos y burócratas se roban el dinero en el camino? En esta sociedad el Estado es parte inseparable de la máquina de explotación y de exterminio. Los indígenas no deben esperar nada de semejantes instituciones. Si quieren ser libres tienen que conquistar su libertad con sus brazos y su coraje. Como el cacique bora Katenere. Pero sin sacrificarse por razones sentimentales, como él. Luchando hasta el final». Mientras, absorbido por estas frases que había estampado en su diario, caminaba a buen ritmo, abriéndose paso con un machete entre las lianas, matorrales, troncos y ramas que obstruían la trocha, una tarde se le ocurrió pensar: «Los irlandeses somos como los huitotos, los boras, los andoques y los muinanes del Putumayo. Colonizados, explotados y condenados a serlo siempre si seguimos confiando en las leyes, las instituciones y los Gobiernos de Inglaterra, para alcanzar la libertad. Nunca nos la darán. ¿Por qué lo haría el Imperio que nos coloniza si no siente una presión irresistible que lo obligue a hacerlo? Esa presión sólo puede venir de las armas». Esta idea que, en los días, semanas, meses y años futuros, iría puliendo y reforzando —que Irlanda, como los indios del Putumayo, si quería ser libre tendría que pelear para lograrlo— lo absorbió de tal modo durante las ocho horas que les tomó el trayecto, que se olvidó incluso de pensar que dentro de muy poco conocería en persona al jefe de Matanzas: Armando Normand.

Situada a orillas del río Cahuinari, un afluente del Caquetá, para llegar a la estación de Matanzas había que escalar una pendiente escarpada a la que la fuerte lluvia que se desató poco antes de su llegada había convertido en una torrentera de barro. Sólo los muinanes la pudieron trepar sin caerse. Los demás se resbalaban, rodaban, se levantaban cubiertos de fango y moretones. En el descampado, también protegido por empalizada de cañas, unos indígenas baldearon a los viajeros para sacarles el barro.

El jefe no estaba. Dirigía una «correría» contra cinco indígenas fugitivos que, al parecer, habían conseguido cruzar la frontera colombiana, muy próxima. Había cinco barbadenses en Matanzas y los cinco trataron con mucho respeto al «señor cónsul», de cuya venida y misión estaban perfectamente enterados. Los llevaron a las casas donde se alojarían. A Roger Casement, Louis Barnes y Juan Tizón los instalaron en una gran vivienda de tablas, techo de yarina y ventanas con rejillas que, les dijeron, era la casa de Normand y sus mujeres cuando estaban en Matanzas. Pero su vivienda habitual se hallaba en La China, un pequeño campamento a un par de kilómetros río arriba, donde a los indios les estaba prohibido acercarse. Allí vivía el jefe rodeado de sus «racionales» armados, pues temía ser víctima de un intento de asesinato por parte de los colombianos, que lo acusaban de no respetar la frontera y cruzarla en sus «correrías» para secuestrar cargadores o capturar a desertores. Los barbadenses les explicaron que Armando Normand llevaba siempre consigo a las mujercitas de su harén porque era muy celoso.

En Matanzas había boras, andoques y muinanes pero no huitotos. Casi todos los indígenas tenían cicatrices de látigo y por lo menos una docena de ellos la marca de la Casa Arana en las nalgas. El cepo estaba en el centro del descampado, bajo ese árbol lleno de forúnculos y plantas parásitas llamado lupuna al que todas las tribus de la región profesaban una reverencia impregnada de miedo.

En su cuarto, que, sin duda, era el del propio Normand, Roger vio fotografías amarillentas donde aparecía la cara aniñada de aquél, un diploma de The London School of Bookkeepers del año 1903, y otro, anterior, de un Sénior School. Era cierto, pues: había estudiado en Inglaterra y tenía un título de contador.

Armando Normand entró en Matanzas cuando anochecía. Por la ventanita enrejada, Roger lo vio pasar, en el resplandor de las linternas, bajito, menudo y casi tan enclenque como un indígena, seguido de «muchachos» de caras patibularias armados de winchesters y revólveres, y de unas ocho o diez mujeres embutidas en la cushma o túnica amazónica, y meterse a la vivienda vecina.

Durante la noche Roger se despertó varias veces, angustiado, pensando en Irlanda. Sentía nostalgia de su país. Había vivido tan poco en él y, sin embargo, se sentía cada vez más solidario con su suerte y sufrimientos. Desde que había podido ver de cerca el vía crucis de otros pueblos colonizados, la situación de Irlanda le dolía como nunca antes. Tenía urgencia por terminar con todo esto, acabar el informe sobre el Putumayo, entregarlo al Foreign Office y volver a Irlanda a trabajar, ahora sin distracción alguna, con esos compatriotas idealistas y entregados a la causa de su emancipación. Recuperaría el tiempo perdido, se volcaría en Eire, estudiaría, actuaría, escribiría y por todos los medios a su alcance trataría de convencer a los irlandeses de que, si querían la libertad, tendrían que conquistarla con arrojo y sacrificio.

A la mañana siguiente, cuando bajó a desayunar, ahí estaba Armando Normand, sentado ante una mesa con frutas, trozos de yuca que hacían las veces de pan y tazas de café. En efecto, era muy bajito y flaco, con una cara de niño avejentado y una mirada azul, fija y dura, que aparecía y desaparecía por su parpadeo constante. Llevaba botas, un overol azul, una camisa blanca y encima un chaleco de cuero con un lapicero y una libretita asomando en uno de sus bolsillos. Cargaba un revólver en la cintura.

Hablaba perfecto inglés, con un extraño deje, que Roger no alcanzó a identificar de dónde procedía. Lo saludó con una venia casi imperceptible, sin decir palabra. Fue muy parco, casi monosilábico, para responder sobre su vida en Londres, así como precisar su nacionalidad —«digamos que soy peruano»—, y respondió con cierta altanería cuando Roger le dijo que él y los miembros de la Comisión se habían quedado impresionados al ver que en los dominios de una compañía británica se maltrataba a los indígenas de manera inhumana.

—Si vivieran aquí, pensarían de otro modo —comentó, secamente, sin amilanarse lo más mínimo. Y, después de una pequeña pausa, añadió—: A los animales no se les puede tratar como a los seres humanos. Una yacumama, un jaguar, un puma, no entienden razones. Los salvajes tampoco. En fin, ya sé, a forasteros que están por aquí sólo de paso no se les puede convencer.

—Viví veinte años en el Africa y no me volví un monstruo —dijo Casement—. Que es en lo que se ha convertido usted, señor Normand. Su fama nos ha acompañado a lo largo de todo el viaje. Los horrores que se cuentan de usted en el Putumayo superan todo lo imaginable. ¿Lo sabía?

Armando Normand no se conmovió en absoluto. Mirándolo siempre con esa mirada blanca e inexpresiva, se limitó a encoger los hombros y escupió en el suelo.

—¿Puedo preguntarle cuántos hombres y mujeres ha matado usted? —le soltó Roger a boca de jarro.

—Todos los que ha hecho falta —repuso el jefe de Matanzas, sin cambiar de tono y levantándose—. Discúlpeme. Tengo trabajo.

El disgusto que Roger sentía hacia ese hombrecillo era tan grande que decidió no entrevistarlo personalmente y dejar la tarea a los miembros de la Comisión. Ese asesino sólo les diría una catarata de mentiras. Él se dedicó a escuchar a los barbadenses y «racionales» que aceptaron testimoniar. Lo hizo mañana y tarde, dedicando el resto del día a desarrollar con más cuidado los apuntes que tomaba durante las entrevistas. En las mañanas, bajaba a zambullirse en el río, sacaba algunas fotos y luego no paraba de trabajar hasta el anochecer. Caía rendido en su camastro. Su sueño era entrecortado y febril. Notaba cómo día a día se iba adelgazando.

Estaba cansado y harto. Como le ocurrió en algún momento en el Congo, empezó a temer que la sucesión enloquecedora de crímenes, violencias y horrores de toda índole que iba descubriendo a diario, afectara su equilibrio mental. ¿Resistiría todo este espanto cotidiano la sanidad de su espíritu? Lo desmoralizaba pensar que en la civilizada Inglaterra pocos creerían que los «blancos» y «mestizos» del Putumayo podían llegar a estos extremos de salvajismo. Una vez más sería acusado de exageración y prejuicio, de agigantar los abusos para dar mayor dramatismo a su informe. No sólo el inicuo maltrato contra los indígenas lo tenía en ese estado. Sino saber que, después de ver, oír y ser testigo de lo que aquí sucedía, nunca más tendría la visión optimista de la vida que tuvo en su juventud.

Cuando supo que una expedición de cargadores iba a partir de Matanzas llevando el caucho reunido en los últimos tres meses a la estación de Entre Ríos y de ahí a Puerto Peruano para ser embarcado al extranjero, anunció a sus compañeros que iría con ella. La Comisión podía permanecer aquí hasta terminar con la inspección y las entrevistas. Sus amigos estaban tan exhaustos y desanimados como él. Le contaron que las maneras insolentes de Armando Normand habían cambiado de golpe cuando le hicieron saber que el «señor cónsul» había recibido la misión de venir a investigar las atrocidades del Putumayo del propio sir Edward Grey, canciller del Imperio británico, y que los asesinos y torturadores, puesto que trabajaban en una compañía inglesa, podían ser llevados a los tribunales en Inglaterra. Sobre todo si tenían la nacionalidad inglesa o pretendían adquirirla, como podía ser su caso. O entregados a los Gobiernos peruano o colombiano para ser juzgados aquí. Desde que escuchó esto, Normand mantenía una actitud sumisa y servil con la Comisión. Negaba sus crímenes y les había asegurado que, a partir de ahora, no se volverían a cometer los errores del pasado: los indígenas serían bien alimentados, curados cuando se enfermaran, pagados por su trabajo y tratados como seres humanos. Había hecho poner un cartel en el centro del descampado diciendo estas cosas. Era ridículo, pues los indígenas, todos analfabetos, no podían leerlo, y tampoco la mayoría de los «racionales». Era para que lo leyeran los comisionados exclusivamente.

El viaje a pie, a través de la selva, de Matanzas a Entre Ríos, acompañando a los ochenta indígenas —boras, andoques y muinanes— que transportaban en sus hombros el caucho recogido por la gente de Armando Normand, sería uno de los recuerdos más pavorosos del primer viaje al Perú de Roger Casement. Normand no iba al mando de la expedición sino Negretti, uno de sus lugartenientes, un mestizo achinado, con dientes de oro, que siempre andaba escarbándose la boca con un palillo y cuya estentórea voz hacía temblar, saltar, apresurarse, con caras desfiguradas por el miedo, al ejército de esqueletos llagados, marcados y con cicatrices, entre ellos muchas mujeres y niños, algunos de pocos años, de la expedición. Negretti llevaba un fusil al hombro, un revólver en la cartuchera y un látigo en la cintura. El día de la partida, Roger le pidió permiso para fotografiarlo y Negretti aceptó, riéndose. Pero se le eclipsó la sonrisa cuando Casement le advirtió, señalándole el látigo:

—Si lo veo usar eso contra los indígenas, lo entregaré personalmente a la policía de Iquitos.

La expresión de Negretti fue de total desconcierto. Al cabo de un momento, murmuró:

—¿Usted tiene alguna autoridad en la Compañía?

—Tengo la autoridad que me ha confiado el Gobierno inglés para investigar los abusos que se cometen en el Putumayo. ¿Usted sabe que la Peruvian Amazon Company para la que trabaja es británica, no es cierto?

El hombre, desconcertado, terminó por apartarse. Y Casement no lo vio nunca azotar a los cargadores, sólo gritarlos para que se apresuraran o abrumarlos con carajos y otros insultos cuando dejaban caer los «chorizos» de caucho que llevaban al hombro y en la cabeza porque los vencían las fuerzas o se tropezaban.

Roger se había traído consigo a tres barbadenses, Bishop, Sealy y Lañe. Los otros nueve que los acompañaban se quedaron con la Comisión. Casement recomendó a sus amigos que no se alejaran nunca de estos testigos pues corrían el riesgo de ser intimidados o sobornados por Normand y sus compinches para que se retractaran de sus testimonios, o, incluso, asesinados.

Lo más duro de la expedición no fueron los moscones azules, grandes y zumbones, que los acribillaron a picaduras día y noche, ni las tormentas que, a veces, les caían encima, empapándolos y convirtiendo el suelo en riachuelos resbaladizos de agua, barro, hojas y árboles muertos, ni la incomodidad de los campamentos que armaban en las noches, para dormir a la mala de Dios después de comer una latita de sardinas o de sopa y beber del termo unos tragos de whiskey o de té. Lo terrible, una tortura que le daba remordimientos y mala conciencia, era ver a estos indígenas desnudos, doblados por el peso de los «chorizos» de caucho a los que Negretti y sus «muchachos» hacían avanzar a gritos, siempre apurándolos, con muy espaciados descansos y sin darles un bocado de comida. Cuando preguntó a Negretti por qué las raciones no se repartían también a los indígenas, el capataz lo miró como si no entendiera. Cuando Bishop le explicó la pregunta, Negretti afirmó, con total impudicia:

—A ellos no les gusta lo que comemos los cristianos. Tienen sus propios alimentos.

Pero no tenían ninguno, porque no podía llamarse comida a los puñaditos de harina de yuca que se llevaban a veces a la boca, o los tallos de plantas y hojas que enrollaban con mucho cuidado antes de tragárselos. Lo que resultaba incomprensible a Roger era cómo unos niños de diez o doce años podían cargar horas de horas esos «chorizos» que pesaban —había hecho la prueba de cargarlos— nunca menos de veinte kilos y a veces treinta o más. El primer día de marcha un muchacho bora de pronto cayó de bruces, aplastado por su carga. Se quejaba débilmente cuando Roger trató de reanimarlo haciéndolo beber una latita de sopa. Los ojos del chiquillo despedían un pánico animal. Dos o tres veces intentó levantarse, sin conseguirlo. Bishop le explicó: «Tiene tanto miedo porque, si usted no estuviera aquí, Negretti lo remataría de un balazo como escarmiento para que a ningún otro pagano se le ocurra desmayarse». El muchacho no estaba en condiciones de ponerse de pie, de modo que lo abandonaron en el monte. Roger le dejó dos latitas de comida y su paraguas. Ahora comprendió por qué esos seres enclenques podían cargar tales pesos: por el miedo a ser asesinados si osaban desmayarse. El terror multiplicaba sus fuerzas.

Al segundo día una mujer vieja cayó muerta de golpe, cuando trataba de subir una cuesta con treinta kilos de caucho en las espaldas. Negretti, después de comprobar que estaba sin vida, se apresuró a repartir los dos «chorizos» de la muerta entre otros indígenas, con una mueca de disgusto y carraspeando.

En Entre Ríos, apenas se bañó y descansó un poco, Roger se apresuró a anotar en sus cuadernos las peripecias y reflexiones del viaje. Una idea volvía una y otra vez a su conciencia, una idea que en los días, semanas y meses siguientes retornaría obsesivamente y empezaría a modelar su conducta: «No debemos permitir que la colonización llegue a castrar el espíritu de los irlandeses como ha castrado el de los indígenas de la Amazonia. Hay que actuar ahora, de una vez, antes de que sea tarde y nos volvamos autómatas».

Mientras esperaba la llegada de la Comisión, no perdió el tiempo. Hizo algunas entrevistas, pero, sobre todo, revisó las planillas, libros de cuentas del almacén y los registros de la administración. Quería establecer cuánto recargaba la Compañía de Julio C. Arana los precios de los alimentos, remedios, prendas de vestir, armas y utensilios, que adelantaba a los indígenas y también a los capataces y a los «muchachos». Los porcentajes variaban de producto a producto pero lo constante era que en todo su material de ventas el almacén duplicaba, triplicaba y a veces hasta quintuplicaba los precios. Él se compró dos camisas, un pantalón, un sombrero, un par de botines de campo y hubiera podido adquirir todo eso en Londres por la tercera parte de su precio. No sólo los indígenas eran esquilmados, también esos pobres infelices, vagos y matones que estaban en el Putumayo para ejecutar las consignas de los jefes. No era raro que unos y otros estuvieran siempre en deuda con la Peruvian Amazon Company y quedaran atados a ella hasta su muerte o hasta que la empresa los considerara inservibles.

Más difícil le resultó a Roger hacerse una idea aproximada de cuántos indígenas había en el Putumayo hacia 1893, cuando se instalaron en la región las primeras caucherías y comenzaron las «correrías», y cuántos quedaban en este año de 1910. No había estadísticas serias, lo que se había escrito al respecto era vago, las cifras diferían mucho de una a otra. Quien parecía haber hecho el cálculo más confiable era el infortunado explorador y etnólogo francés Eugéne Robuchon (desaparecido de manera misteriosa en la región del Putumayo en 1905 cuando cartografiaba todo el dominio de Julio C. Arana), según el cual las siete tribus de la zona —huitotos, ocaimas, muinanes, nonuyas, andoques, rezígaros y boras— debían sumar unos cien mil antes de que el caucho atrajera a los «civilizados» al Putumayo. Juan Tizón consideraba esta cifra muy exagerada. Él, por distintos análisis y cotejos, sostenía que unos cuarenta mil estaba más cerca de la verdad. En todo caso, ahora no quedaban más de unos diez mil sobrevivientes. Así, el régimen impuesto por los caucheros había liquidado ya tres cuartas partes de la población indígena. Muchos sin duda habían sido víctimas de la viruela, la malaria, el beriberi y otras plagas. Pero la inmensa mayoría desapareció por la explotación, el hambre, las mutilaciones, el cepo y los asesinatos. A este paso a todas las tribus les ocurriría lo que a los iquarasi, que se habían extinguido totalmente.

Dos días más tarde llegaron a Entre Ríos sus compañeros de la Comisión. Roger se sorprendió al ver aparecer con ellos a Armando Normand, seguido de su harén de chiquillas. Folk y Barnes le advirtieron que, aunque la razón que les dio el jefe de Matanzas para venir era que debía vigilar personalmente el embarque del caucho en Puerto Peruano, lo hacía por lo asustado que estaba respecto a su futuro. Apenas se enteró de las acusaciones de los barbadenses contra él, puso en marcha una campaña de sobornos y amenazas para que se desdijeran. Y había conseguido que algunos, como Levine, mandaran una carta a la Comisión (redactada sin duda por el propio Normand) diciendo que desmentían todas las declaraciones, que, «con engaños», les habían sonsacado y que querían dejar claro y por escrito que en la Peruvian Amazon Company nunca se había maltratado a los indígenas y que empleados y cargadores trabajaban en amistad por el engrandecimiento del Perú. Folk y Barnes pensaban que Normand trataría de sobornar o amedrentar a Bishop, Sealy y Lañe y acaso al propio Casement.

En efecto, a la mañana siguiente, muy temprano, Armando Normand vino a tocar la puerta de Roger y a proponerle «una conversación franca y amistosa». El jefe de Matanzas había perdido su seguridad y la arrogancia con que se dirigió a Roger la vez anterior. Se lo veía nervioso. Se frotaba las manos y se mordía el labio inferior mientras hablaba. Fueron hasta el depósito del caucho, un descampado con matorrales que la tormenta de la noche había llenado de charcos y de sapos. Una pestilencia de látex salía del depósito y a Roger se le pasó por la cabeza la idea de que ese olor no provenía de los «chorizos» de caucho almacenados en el gran cobertizo, sino del hombrecillo rubicundo que, a su lado, parecía un enanito.

Normand tenía bien preparado su discurso. Los siete años que llevaba en la selva exigían privaciones tremendas para alguien que había recibido una educación en Londres. No quería que, por malentendidos y calumnias de envidiosos, su vida se truncara con enredos judiciales y no pudiera realizar su anhelo de volver a Inglaterra. Le juró sobre su honor que no tenía sangre en sus manos ni en su conciencia. Él era severo pero justo y estaba dispuesto a aplicar todas las medidas que la Comisión y el «señor cónsul» sugirieran para mejorar el funcionamiento de la empresa.

—Que cesen las «correrías» y el secuestro de indígenas —enumeró Roger, despacio, contando con los dedos de sus manos—, desaparezcan el cepo y los látigos, que los indios no vuelvan a trabajar gratis, que los jefes, capataces y «muchachos» no vuelvan a violar ni a robarse a las mujeres ni a las hijas de los indígenas, que desaparezcan los castigos físicos y se paguen reparaciones a las familias de los asesinados, quemados vivos y a los que les cortaron orejas, narices, manos y pies. Que no se robe más a los cargadores con balanzas trucadas y precios multiplicados en el almacén para tenerlos de eternos deudores de la Compañía. Todo eso, sólo para empezar. Porque harían falta muchas reformas más para que la Peruvian Amazon Company merezca ser una compañía británica.

Armando Normand estaba lívido y lo miraba sin comprender.

—¿Usted quiere que la Peruvian Amazon Company desaparezca, señor Casement? —balbuceó al fin.

—Exactamente. Y que todos sus asesinos y torturadores, empezando por el señor Julio C. Arana y terminando por usted, sean juzgados por sus crímenes y terminen sus días en la cárcel.

Adelantó el paso y dejó al jefe de Matanzas con la cara descompuesta, parado en el sitio, sin saber qué más decir. Inmediatamente se arrepintió de haber cedido de este modo al desprecio que le merecía el personaje. Se había ganado un enemigo mortal, que, ahora, podía muy bien sentir la tentación de liquidarlo. Lo había prevenido y Normand, ni corto ni perezoso, actuaría en consecuencia. Había cometido un gravísimo error.

Pocos días después, Juan Tizón les hizo saber que el jefe de Matanzas había pedido a la Compañía sus liquidaciones, al contado y no en soles peruanos sino en libras esterlinas. Viajaría de regreso a Iquitos, en el Liberal, junto con la Comisión. Lo que pretendía era obvio: ayudado por sus amigos y cómplices, atenuar los cargos y acusaciones contra él y asegurarse una fuga al extranjero —al Brasil, sin duda—, donde tendría buenos ahorros esperándolo. Las posibilidades de que fuera a la cárcel se habían reducido. Juan Tizón les informó que Normand recibía desde hacía cinco años el veinte por ciento del caucho recogido en Matanzas y un «premio» de doscientas libras esterlinas anuales si el rendimiento superaba el del año anterior.

Los días y semanas siguientes fueron de una rutina asfixiante. Las entrevistas con barbadenses y «racionales» seguían poniendo al descubierto un impresionante catálogo de atrocidades. Roger sentía que lo abandonaban las fuerzas. Como empezó a tener fiebre en las tardes temió que fuera de nuevo el paludismo y aumentó las dosis de quinina, al acostarse. El temor de que Armando Normand o cualquier otro jefe pudiera destruir los cuadernos con las transcripciones de los testimonios hizo que en todas las estaciones —Entre Ríos, Atenas, Sur y La Chorrera— llevara consigo esos papeles, sin dejar que nadie los tocara. De noche los metía debajo del camastro o la hamaca en que dormía, siempre con el revólver cargado al alcance de la mano.

En La Chorrera, cuando preparaban maletas para el retorno a Iquitos, Roger vio llegar un día al campamento a una veintena de indios procedentes de la aldea de Naimenes. Acarreaban caucho. Los cargadores eran jóvenes u hombres, con la excepción de un niño de unos nueve o diez años, muy flaquito, que llevaba sobre la cabeza un «chorizo» de caucho más grande que él. Roger fue con ellos hasta la balanza donde Víctor Macedo recibía las entregas. La del niño pesaba veinticuatro kilos y él, Omarino, sólo veinticinco. ¿Cómo pudo venir andando por la selva todos esos kilómetros con semejante peso en la cabeza? Pese a las cicatrices en las espaldas, tenía unos ojos vivos y alegres y sonreía con frecuencia. Roger le hizo tomar una latita de sopa y otra de sardinas que compró en el almacén. Desde entonces, Omarino no se apartó de su lado. Lo acompañaba a todas partes y estaba siempre dispuesto a hacer cualquier mandado. Un día Víctor Macedo le dijo, señalando al chiquillo:

—Veo que le ha tomado cariño, señor Casement. ¿Por qué no se lo lleva? Es huérfano. Se lo regalo.

Después, Roger pensaría que la frase «se lo regalo» con que Víctor Macedo había querido congraciarse con él, decía más que cualquier otro testimonio: ese jefe podía «regalar» a cualquier indio de su dominio, pues cargadores y recogedores le pertenecían al igual que los árboles, las viviendas, los fusiles y los «chorizos» de caucho. Preguntó a Juan Tizón si habría algún inconveniente en que se llevara consigo a Londres a Omarino —la Sociedad contra la Esclavitud lo tomaría bajo su protección y se encargaría de darle una educación— y aquél no puso objeción alguna.

Arédomi, un adolescente que pertenecía a la tribu de los andoques, se uniría a Omarino unos días más tarde. Había llegado a La Chorrera de la estación Sur, y, al día siguiente, en el río, mientras se bañaba, Roger vio al chiquillo desnudo, chapoteando en el agua con otros indígenas. Era un hermoso muchacho, de cuerpo armonioso y ágil, que se movía con una elegancia natural. Roger pensó que Herbert Ward podría hacer una hermosa escultura de este adolescente, el símbolo de ese hombre amazónico despojado de su tierra, su cuerpo y su belleza por los caucheros. Repartió latas de comida entre los andoques que se bañaban. Arédomi le besó la mano en agradecimiento. Sintió desagrado y, al mismo tiempo, emoción. El chiquillo lo siguió hasta la vivienda, hablando y gesticulando con vehemencia, pero él no le entendía. Llamó a Frederick Bishop y éste le tradujo:

—Que lo lleve con usted, a donde vaya. Que lo servirá bien.

—Dile que no puedo, que ya me voy a llevar a Omarino.

Pero Arédomi no dio su brazo a torcer. Permanecía inmovilizado junto a la cabaña donde Roger dormía o siguiéndolo a donde fuera, a pocos pasos, con una súplica muda en los ojos. Optó por consultar a la Comisión y a Juan Tizón. ¿Les parecía conveniente que, además de Omarino, se llevara también a Londres a Arédomi? Tal vez los dos chiquillos darían mayor fuerza persuasiva a su informe: ambos tenían cicatrices de latigazos. Por otra parte, eran lo bastante jóvenes para ser educados e incorporados a una forma de vida que no fuera la de la esclavitud.

En vísperas de la partida en el Liberal llegó a La Chorrera Carlos Miranda, jefe de la estación Sur. Venía trayendo a un centenar de indígenas con el caucho recogido en esa región los últimos tres meses. Era un hombre gordo, cuarentón y muy blanco. Por su manera de hablar y comportarse, parecía haber recibido mejor educación que otros jefes. Sin duda procedía de una familia de clase media. Pero su prontuario no era menos sangriento que el de sus colegas. Roger Casement y los demás miembros de la Comisión habían recibido varios testimonios sobre el episodio de la vieja bora. Una mujer que, unos meses antes, en Sur, en un ataque de desesperación o de locura, comenzó de pronto a exhortar a gritos a los boras a que pelearan y no se dejaran humillar más ni tratar como esclavos. Su griterío paralizó de terror a los indígenas que la rodeaban. Enfurecido, Carlos Miranda se lanzó sobre ella con el machete que arrebató a uno de sus «muchachos» y la decapitó. Blandiendo la cabeza de la mujer, que lo iba bañando en sangre, explicó a los indios que eso les ocurriría a todos si no cumplían con su trabajo e imitaban a la vieja. El decapitador era un hombre campechano y risueño, hablador y desenvuelto, que trató de hacerse simpático a Roger y sus colegas contándoles chistes y anécdotas de los personajes extravagantes y pintorescos que había conocido en el Putumayo.

Cuando, el miércoles 16 de noviembre de 1910, subió al Liberal en el embarcadero de La Chorrera para emprender el regreso a Iquitos, Roger Casement abrió la boca y respiró hondo. Tenía una extraordinaria sensación de alivio. Le pareció que aquella partida limpiaba su cuerpo y su espíritu de una angustia opresiva que no había sentido antes, ni siquiera en los momentos más difíciles de su vida en el Congo. Además de Omarino y Arédomi, llevaba en el Liberal a dieciocho barbadenses, a cinco mujeres indígenas esposas de aquéllos y a los hijos de John Brown, Alian Davis, James Mapp, J. Dyall y Philip Bertie Lawrence.

Que los barbadenses estuvieran en el barco era el resultado de una difícil negociación llena de intrigas, concesiones y rectificaciones, con Juan Tizón, Víctor Macedo, los otros miembros de la Comisión y los propios barbadenses. Todos estos, antes de testificar habían pedido garantías, pues sabían muy bien que se exponían a represalias de los jefes a quienes su testimonio podía mandar a la cárcel. Casement se comprometió a sacarlos vivos del Putumayo él mismo en persona.

Pero, en los días anteriores a la llegada del Liberal a La Chorrera, la Compañía inició una ofensiva cordial para retener a los capataces de Barbados, asegurándoles que no serían víctimas de represalias y prometiéndoles aumento de salario y mejores condiciones para que permanecieran en sus puestos. Víctor Macedo anunció que, cualquiera que fuese su decisión, la Peruvian Amazon Company había decidido descontarles el veinticinco por ciento de la deuda que tenían con el almacén por la compra de medicinas, ropas, utensilios domésticos y alimentos. Todos aceptaron la oferta. Y, en menos de veinticuatro horas, los barbadenses anunciaron a Casement que no partirían con él. Se quedarían trabajando en las estaciones. Roger sabía lo que eso significaba: presiones y sobornos harían que, apenas partiera, se retractaran de sus confesiones y lo acusaran de haberlas inventado o habérselas impuesto con amenazas. Habló con Juan Tizón. Este le recordó que, aunque estaba tan afectado como él con las cosas que ocurrían y decidido a corregirlas, seguía siendo uno de los directores de la Peruvian Amazon Company y no podía ni debía influir en los barbadenses para que se marcharan si querían quedarse. Uno de los comisionados, Henry Fielgald, apoyó a Tizón con los mismos argumentos: él también trabajaba, en Londres, con el señor Julio C. Arana, y, aunque exigiría reformas profundas en los métodos de trabajo en la Amazonia, no podía convertirse en liquidador de la empresa que lo empleaba. Casement tuvo la sensación de que el mundo se le venía abajo.

Pero, como en uno de esos rocambolescos cambios de situación de los folletines franceses, todo ese panorama se transformó de manera radical al llegar el Liberal a La Chorrera, al atardecer del 12 de noviembre. Traía correspondencia y periódicos de Iquitos y de Lima. El diario El Comercio, de la capital peruana, en un largo artículo de dos meses atrás, anunciaba que el Gobierno del presidente Augusto B. Leguía, atendiendo las solicitudes de Gran Bretaña y de Estados Unidos sobre supuestas atrocidades cometidas en las caucherías del Putumayo, había enviado a la Amazonia, con poderes especiales, a un juez estrella de la magistratura peruana, el doctor Carlos A. Valcárcel. Su misión era investigar e iniciar de inmediato las acciones judiciales correspondientes, llevando, si lo consideraba necesario, fuerzas policiales y militares al Putumayo, a fin de que los responsables de crímenes no escaparan de la justicia.

Esta información hizo el efecto de una bomba entre los empleados de la Casa Arana. Juan Tizón comunicó a Roger Casement que Víctor Macedo, muy alarmado, había convocado a todos los jefes de estaciones, incluso las más alejadas, a una reunión en La Chorrera. Tizón daba la impresión de un hombre desgarrado por una contradicción insoluble. Se alegraba, por el honor de su país y un sentido innato de la justicia, de que, por fin, el Gobierno peruano se hubiera decidido a actuar. Por otro lado, no se le ocultaba que este escándalo podía significar la ruina de la Peruvian Amazon Company, y, por lo tanto, de él mismo. Una noche, entre tragos de whiskey tibio, Tizón confió a Roger que todo su patrimonio, con excepción de una casa en Lima, estaba colocado en acciones de la Compañía.

Los rumores, chismografías y temores generados por las noticias de Lima hicieron que una vez más los barbadenses cambiaran de opinión. Ahora, de nuevo querían marcharse. Temían que los jefes peruanos trataran de librarse de sus responsabilidades en las torturas y asesinatos de indígenas echándoles la culpa a ellos, los «negros extranjeros», y querían salir cuanto antes del Perú y retornar a Barbados. Estaban muertos de inseguridad y de miedo.

Roger Casement, sin decírselo a nadie, pensó que si los dieciocho barbadenses llegaban con él a Iquitos, cualquier cosa podía ocurrir. Por ejemplo, que la Compañía los hiciera responsables de todos los crímenes y los mandara a la cárcel, o tratara de sobornarlos para que rectificaran sus confesiones y acusaran a Casement de haberlas falsificado. La solución era que los barbadenses, antes de llegar a Iquitos, desembarcaran en alguna de las escalas en territorio brasileño y esperaran allí a que Roger los recogiera, en el barco Atahualpa, en el que viajaría desde Iquitos a Europa, con escala en Barbados. Confió su plan a Frederick Bishop. Este estuvo de acuerdo con el plan pero dijo a Casement que lo mejor era no comunicárselo a los barbadenses hasta el último minuto.

Hubo una extraña atmósfera en el embarcadero de La Chorrera cuando partió el Liberal. Ninguno de los jefes fue a despedirlo. Se decía que varios de ellos habían decidido partir, rumbo al Brasil o a Colombia. Juan Tizón, que se quedaría todavía otro mes en el Putumayo, abrazó a Roger y le deseó suerte. Los miembros de la Comisión, que también permanecerían unas semanas más en el Putumayo, dedicados a hacer estudios técnicos y administrativos, lo despidieron al pie de la escala. Quedaron en verse en Londres, para leer el informe de Roger antes de que lo presentara al Foreign Office.

Esa primera noche de viaje en el río una luna llena de luz rojiza iluminó el cielo. Reverberaba en las aguas oscuras con un chisporroteo de estrellitas que parecían pececillos luminosos. Todo era cálido, bello y sereno, salvo el olor a caucho que continuaba allí, como si se le hubiera metido en las narices para siempre. Roger estuvo mucho tiempo apoyado en la baranda de la cubierta de popa contemplando el espectáculo y de pronto se dio cuenta que tenía la cara empapada de lágrimas. Qué maravillosa paz, Dios mío.

Los primeros días de navegación la fatiga y la ansiedad le impidieron trabajar revisando sus fichas y cuadernos y haciendo bosquejos de su informe. Dormía poco, con pesadillas. A menudo se levantaba en la noche y salía al puente a observar la luna y las estrellas si estaba despejado. En el barco viajaba un administrador de Aduanas del Brasil. Le preguntó si los barbadenses podían desembarcar en algún puerto brasileño de donde pudieran viajar a Manaos a esperarlo, para seguir luego juntos hasta Barbados. El funcionario le aseguró que no había la menor dificultad. Aun así, Roger continuó preocupado. Temía que ocurriera algo que salvara a la Peruvian Amazon Company de toda sanción. Después de haber visto de manera tan directa la suerte de los indígenas amazónicos era perentorio que el mundo entero lo supiera e hiciera algo para remediarla.

Otro motivo de angustia era Irlanda. Desde que había llegado al convencimiento de que sólo una acción resuelta, una rebelión, podía librar a su patria de «perder el alma» a causa de la colonización, como les había pasado a huitotos, boras y demás infelices del Putumayo, ardía de impaciencia por volcarse en cuerpo y alma en preparar aquella insurrección que acabara con tantos siglos de servidumbre para su país.

El día que el Liberal cruzó la frontera peruana —navegaba ya en el Yavarí— y entró a Brasil, desapareció el sentimiento de recelo y peligro que lo asediaba. Pero, luego, volverían a entrar en el Amazonas y a remontarlo en territorio peruano, donde, estaba seguro, de nuevo sentiría la zozobra de que alguna catástrofe imprevista viniera a frustrar su misión y volviera inútiles los meses pasados en el Putumayo.

El 21 de noviembre de 1910, en el puerto brasileño de La Esperanza, sobre el río Yavarí, Roger desembarcó a catorce barbadenses, a las mujeres de cuatro de ellos y a cuatro niños. La víspera los había reunido para explicarles el riesgo que corrían si lo acompañaban a Iquitos. Desde que la Compañía, coludida con los jueces y la policía, los detuviera para responsabilizarlos por todos los crímenes, hasta que fueran objeto de presiones, agravios y chantajes a fin de que se retractaran de las confesiones que incriminaban a la Casa Arana.

Catorce barbadenses aceptaron su plan de desembarcar en La Esperanza y tomar allí el primer barco hasta Manaos, donde, protegidos por el consulado británico, esperarían a que Roger los recogiera en el Atahualpa, de la Booth Line, que hacía el trayecto Iquitos-Manaos-Pará. Desde esta última ciudad otro barco los llevaría a casa. Roger los despidió con abundantes provisiones que había comprado para ellos, con un certificado de que su pasaje a Manaos sería abonado por el Gobierno británico y una carta de presentación para el cónsul británico en esa ciudad.

Siguieron viaje con él hasta Iquitos, además de Arédomi y Omarino, Frederick Bishop, John Brown con su mujer y su hijo, Larry Clarke y Philip Bertie Lawrence, también con dos hijos pequeños. Estos barbadenses tenían cosas que recoger y cheques de la Compañía que cobrar en la ciudad.

Los cuatro días que faltaban para llegar, Roger los pasó trabajando en sus papeles y preparando un memorando para las autoridades peruanas.

El 25 de noviembre desembarcaron en Iquitos. El cónsul británico, Mr. Stirs, insistió una vez más en que Roger se instalara en su casa. Y acompañó a éste a una pensión vecina donde encontraron alojamiento para los barbadenses, Arédomi y Omarino. Mr. Stirs estaba inquieto. Había gran nerviosismo en todo Iquitos con la noticia de que pronto llegaría el juez Carlos A. Valcárcel para investigar las acusaciones de Inglaterra y Estados Unidos contra la Compañía de Julio C. Arana. El temor no era sólo de empleados de la Peruvian Amazon Company sino de los iquiteños en general, pues todos sabían que la vida de la ciudad dependía de la Compañía. Había una gran hostilidad contra Roger Casement y el cónsul le aconsejó que no saliera solo pues no se podía descartar un atentado contra su vida.

Cuando, después de la cena y la consabida copa de oporto, Roger le resumió lo que había visto y oído en el Putumayo, Mr. Stirs, que lo había escuchado muy serio y mudo, sólo atinó a preguntarle:

—¿Tan terrible como en el Congo de Leopoldo II, entonces?

—Me temo que sí y acaso peor —repuso Roger—. Aunque me parece obsceno establecer jerarquías entre crímenes de esa magnitud.

En su ausencia, había sido nombrado un nuevo prefecto en Iquitos, un señor venido de Lima llamado Esteban Zapata. A diferencia del anterior, no era empleado de Julio C. Arana. Desde que llegó guardaba cierta distancia con Pablo Zumaeta y los otros directivos de la Compañía. Sabía que Roger estaba a punto de llegar y lo esperaba con impaciencia.

La entrevista con el prefecto tuvo lugar a la mañana siguiente y duró más de dos horas. Esteban Zapata era un hombre joven, muy moreno, de maneras educadas. Pese al calor —sudaba sin cesar y se limpiaba la cara con un gran pañuelo morado— no se quitó la levita de paño. Escuchó a Roger muy atento, asombrándose a ratos, interrumpiéndolo alguna vez para pedir precisiones y con frecuentes exclamaciones de indignación («¡Qué terrible! ¡Qué espanto!»). De tanto en tanto le ofrecía vasitos de agua fresca. Roger se lo dijo todo, con gran detalle, nombres, números, lugares, concentrándose en los hechos y evitando los comentarios, salvo al final, en que concluyó su relación con estas palabras:

—En resumen, señor prefecto, las acusaciones del periodista Saldaña Roca y del señor Hardenburg no eran exageradas. Por el contrario, todo lo que ha publicado en Londres la revista Truth, aunque parezca mentira, está todavía por debajo de la verdad.

Zapata, con un malestar en la voz que parecía sincero, dijo que se sentía avergonzado por el Perú. Esto ocurría porque el Estado no había llegado a esas regiones apartadas de la ley y carentes de toda institución. El Gobierno estaba decidido a actuar. Por eso estaba él aquí. Por eso llegaría pronto un juez íntegro como el doctor Valcárcel. El propio presidente Leguía quería lavar el honor del Perú, poniendo fin a esos execrables abusos. Se lo había dicho así, con esas mismas palabras. El Gobierno de Su Majestad comprobaría que los culpables serían sancionados y los indígenas protegidos a partir de ahora. Le preguntó si el informe de Roger Casement a su Gobierno se haría público. Cuando éste le repuso que, en principio, el informe era para uso interno del Gobierno británico y que, sin duda, se enviaría una copia al Gobierno peruano para que éste decidiera si lo publicaba o no, el prefecto respiró aliviado:

—Menos mal —exclamó—. Si todo esto se da a conocer, le haría un daño enorme a la imagen de nuestro país en el mundo.

Roger Casement estuvo a punto de decirle que lo que haría más daño al Perú no sería el informe sino que ocurrieran en tierra peruana las cosas que lo motivaban. De otra parte, el prefecto quiso saber si los barbadenses que habían venido a Iquitos —Bishop, Brown y Lawrence— aceptarían confirmarle sus testimonios sobre el Putumayo. Roger le aseguró que mañana los enviaría a primera hora a la Prefectura.

El señor Stirs, que había servido de intérprete en este diálogo, salió de la entrevista cabizbajo. Roger había notado que el cónsul añadía muchas frases —a veces verdaderos comentarios— a lo que él decía en inglés y que esas interferencias tendían siempre a atenuar la dureza de los hechos relativos a la explotación y sufrimiento de los indígenas. Todo ello aumentó su desconfianza hacia este cónsul, que, pese a estar aquí varios años y saber muy bien lo que pasaba, nunca había informado al Foreign Office sobre ello. La razón era simple: Juan Tizón le había revelado que Mr. Stirs hacía negocios en Iquitos y como tal dependía también de la Compañía del señor Julio C. Arana. Sin duda, su preocupación actual era que este escándalo lo perjudicara. El señor cónsul tenía un alma pequeña y su tabla de valores estaba supeditada a su codicia.

En los días siguientes Roger trató de ver al padre Urrutia, pero en la misión le dijeron que el superior de los agustinos estaba en Pebas, donde los indios yaguas —Roger los había visto en una escala que hizo allí el Liberal y se había quedado impresionado con las túnicas de fibras hiladas con que esos indígenas cubrían sus cuerpos—, pues iba a inaugurar allí una escuela.

Así que, los días que le faltaban para tomar el Atahualpa, que seguía descargando en el puerto de Iquitos, Roger se dedicó a trabajar en el informe. Luego, en las tardes, salía a pasear y, un par de veces, se metió al cine Alhambra, en la Plaza de Armas de Iquitos. Existía desde hacía unos meses y en él se proyectaban películas mudas, con el acompañamiento de una orquesta de tres músicos, muy desafinada. El verdadero espectáculo para Roger no eran las figuras en blanco y negro de la pantalla, sino la fascinación del público, indios venidos de las tribus y soldados serranos de la guarnición local que observaban todo aquello maravillados y desconcertados.

Otro día hizo un paseo a pie hasta Punchana, por una trocha de tierra que al regresar se había vuelto un lodazal debido a la lluvia. Pero el paisaje era muy hermoso. Una tarde intentó llegar a pie hasta Quistococha —llevaba consigo a Omarino y Arédomi— pero un aguacero interminable los sorprendió y debieron refugiarse en la maleza. Cuando la tormenta cesó, la trocha estaba tan llena de charcos y barro que debieron regresar de prisa a Iquitos.

El Atahualpa zarpó rumbo a Manaos y a Pará, el 6 de diciembre de 1910. Roger iba en primera clase y Omarino, Arédomi y los barbadenses en la clase común. Cuando el barco, en la clara y cálida mañana, se alejaba de Iquitos y se iban empequeñeciendo las gentes y las viviendas de las orillas, Roger sintió otra vez en su pecho aquella sensación de libertad que da la desaparición de un gran peligro. No un peligro físico sino moral. Tenía la sensación de que si hubiera permanecido más tiempo en ese lugar terrible, donde tanta gente padecía de manera tan injusta y cruel, él también, por el simple hecho de ser un blanco y un europeo, quedaría contaminado, envilecido. Se dijo que, felizmente, nunca volvería a pisar estos lugares. Ese pensamiento le dio ánimos y lo sacó en parte del abatimiento y sopor que le impedía trabajar con la concentración y el ímpetu de antaño.

Cuando, el 10 de diciembre, el Atahualpa atracó en el puerto de Manaos al atardecer, Roger ya había dejado atrás el desaliento y recuperado su energía y su capacidad de trabajo. Los catorce barbadenses ya estaban en la ciudad. La mayoría había decidido no regresar a Barbados sino aceptar contratos de trabajo en el ferrocarril Madeira-Mamoré, que ofrecía buenas condiciones. El resto continuó viaje con él hasta Pará, donde el barco atracó el 14 de diciembre. Aquí Roger buscó una nave que fuera a Barbados y embarcó en ella a los barbadenses y a Omarino y Arédomi. Encargó éstos a Frederick Bishop, para que en Bridgetown los llevara al reverendo Frederick Smith, con instrucciones de que los matriculara en el colegio de los jesuitas donde, antes de continuar viaje a Londres, recibieran una mínima formación que los preparara para hacer frente a la vida en la capital del Imperio británico.

Luego, buscó y encontró un barco que lo llevara a Europa. Halló el SS Ambrose, de la Booth Line. Como sólo zarparía el 17 de diciembre, aprovechó esos días para visitar los lugares que frecuentó cuando fue cónsul británico en Pará: bares, restaurantes, el Jardín Botánico, el inmenso mercado abigarrado y variopinto del puerto. No tenía ninguna nostalgia de Pará, pues su estancia no había sido feliz aquí, pero reconoció la alegría que transpiraba la gente, la apostura de las mujeres y de los muchachos ociosos que se paseaban exhibiéndose en los malecones que daban al río. Una vez más se dijo que los brasileños tenían con su cuerpo una relación saludable y feliz, muy distinta de la de los peruanos, por ejemplo, quienes, al igual que los ingleses, parecían sentirse siempre incómodos con su físico. En cambio, aquí, lo lucían con descaro, sobre todo quienes se sentían jóvenes y atractivos.

El 17 zarpó en el SS Ambrose y en el viaje decidió que, como este barco llegaría al puerto francés de Cherburgo los últimos días de diciembre, desembarcaría allí y tomaría el tren a París, para pasar el Año Nuevo con Herbert Ward y Sarita, su mujer. Regresaría a Londres el primer día útil del próximo año. Sería una experiencia lustral pasar un par de días con esa pareja amiga, culta, en su hermoso estudio repleto de esculturas y recuerdos africanos, hablando de cosas bellas y elevadas, arte, libros, teatro, música, lo mejor que había producido ese contradictorio ser humano que era también capaz de tanta maldad como la que reinaba en las caucherías de Julio C. Arana en el Putumayo.