Cuando, el último día de agosto de 1910, Roger Casement llegó a Iquitos después de seis semanas y pico de viaje agotador que los trasladó a él y a los miembros de la Comisión desde Inglaterra hasta el corazón de la Amazonia peruana, la vieja infección que le irritaba los ojos había empeorado, así como los ataques de artritis y su estado general de salud. Pero, fiel a su carácter estoico («senequista» lo llamaba Herbert Ward), en ningún momento del viaje dejó traslucir sus achaques y, más bien, se esforzó por levantar el ánimo a sus compañeros y ayudarlos a resistir las penalidades que los aquejaban. El coronel R. H. Bertre, víctima de la disentería, tuvo que dar media vuelta a Inglaterra en la escala de Madeira. El que resistía mejor era Louis Barnes, conocedor de la agricultura africana pues había vivido en Mozambique. El botánico Walter Folk, experto en el caucho, sufría con el calor y padecía neuralgias. Seymour Bell temía la deshidratación y andaba con una botella de agua en la mano de la que bebía a sorbitos. Henry Fielgald había estado en la Amazonia un año antes, enviado por la Compañía de Julio C. Arana, y daba consejos sobre cómo defenderse de los mosquitos y las «malas tentaciones» de Iquitos.
Estas abundaban, cierto. Parecía increíble que en una ciudad tan pequeña y tan poco atractiva, una inmensa barriada enfangada con rústicas construcciones de madera y adobe, cubiertas de hojas de palma, y unos cuantos edificios de material noble con techos de calamina y amplias mansiones de fachadas iluminadas con azulejos importados de Portugal, proliferaran de tal modo los bares, tabernas, prostíbulos y casas de juego, y las prostitutas de todas las razas y colores se exhibieran con tanta impudicia en las altas veredas desde las primeras horas del día. El paisaje era soberbio. Iquitos estaba a orillas de un afluente del Amazonas, el río Nanay, rodeada de una vegetación exuberante, altísimos árboles, un permanente runrún de la arboleda y aguas fluviales que cambiaban de color con los desplazamientos del sol. Pero pocas calles tenían veredas o asfalto, por ellas corrían acequias arrastrando excrementos y basuras, había una pestilencia que al anochecer se espesaba hasta dar náuseas, y la música de los bares, burdeles y centros de diversión no cesaba las veinticuatro horas del día. Mr. Stirs, el cónsul británico, que los recibió en el embarcadero, indicó que Roger se alojaría en su casa. La Compañía había preparado una residencia para los comisionados. Esa misma noche, el prefecto de Iquitos, señor Rey Lama, daba una cena en su honor.
Era poco después del mediodía y Roger, indicando que en vez del almuerzo prefería descansar, se retiró a la habitación. Le habían preparado un sencillo cuarto con telas indígenas de dibujos geométricos colgando de las paredes y una pequeña terraza desde la cual se divisaba un pedazo de río. El ruido de la calle disminuía aquí. Se tendió sin siquiera quitarse la chaqueta ni los botines y al instante se quedó dormido. Lo invadió una sensación de paz que no había tenido a lo largo del mes y medio de viaje.
No soñó con los cuatro años de servicio consular que acababa de cumplir en Brasil —en Santos, Pará y Río de Janeiro— sino con aquel año y medio que pasó en Irlanda entre 1904 y 1905, luego de esos meses de sobreexcitación y trajín demenciales, mientras el Gobierno británico preparaba la publicación de su Informe sobre el Congo y el escándalo que harían de él un héroe y un apestado, sobre el que lloverían al mismo tiempo los elogios de la prensa liberal y las organizaciones humanitarias y las diatribas de los plumíferos de Leopoldo II. Para escapar de esa publicidad, mientras el Foreign Office decidía su nuevo destino —luego del Informe era impensable que «el hombre más odiado del Imperio belga» volviera a pisar el Congo—, Roger Casement partió a Irlanda, en busca del anonimato. No pasó desapercibido, pero se libró de esa invasora curiosidad que en Londres lo dejó sin vida privada. Aquellos meses significaron el redescubrimiento de su país, la inmersión en una Irlanda que sólo había conocido por conversaciones, fantasías y lecturas, muy distinta de aquella en que había vivido de niño con sus padres, o de adolescente con sus tíos abuelos y demás parientes paternos, una Irlanda que no era cola y sombra del Imperio británico, que luchaba por recobrar su lengua, sus tradiciones y costumbres. «Roger querido: te has vuelto un patriota irlandés», le bromeó en una carta su prima Gee. «Estoy recuperando el tiempo perdido», le respondió él.
En aquellos meses había hecho una larga caminata por Donegal y Galway, tomándole el pulso a la geografía de su patria cautiva, observando como un enamorado la austeridad de sus campos desérticos, su costa bravia, y charlando con sus pescadores, seres intemporales, fatalistas, indoblegables, y sus campesinos frugales y lacónicos. Había conocido muchos irlandeses «del otro lado», católicos y algunos protestantes que, como Douglas Hyde, fundador de la National Literary Society, promovían el renacimiento de la cultura irlandesa, querían devolver los nombres nativos a los lugares y a las aldeas, resucitar las antiguas canciones de Eire, las viejas danzas, el hilado y el bordado tradicionales del tweed y del lino. Cuando salió su nombramiento al consulado de Lisboa atrasó su partida hasta el infinito, inventando pretextos de salud, para poder asistir al primer Feis na nGleann (Festival de los Glens), en Antrim, al que concurrieron cerca de tres millares de personas. Aquellos días, Roger sintió varias veces que se le humedecían los ojos al oír las alegres melodías ejecutadas por los gaiteros y cantadas en coro, o escuchando —sin entender lo que decían— a los contadores de cuentos refiriendo en gaélico romances y leyendas que se hundían en la noche medieval. Hasta un partido de hurling, ese deporte centenario, se jugó en aquel festival, en el que Roger conoció a políticos y escritores nacionalistas como sir Horace Plunkett, Bulmer Hobson, Stephen Gwynn y volvió a reunirse con esas amigas que, al igual que Alice Stopford Green, habían hecho suyo el combate a favor de la cultura irlandesa: Ada MacNeill, Margaret Dobbs, Alice Milligan, Agnes O’Farrelly y Rose Maud Young.
Desde entonces dedicaba parte de sus ahorros e ingresos a las asociaciones y a los colegios de los hermanos Pearse, que enseñaban gaélico, y a revistas nacionalistas en las que colaboraba con seudónimo. Cuando, en 1904, Arthur Griffith fundó el Sinn Fein, Roger Casement tomó contacto con él, se ofreció a colaborar y se suscribió a todas sus publicaciones. Las ideas de este periodista coincidían con las de Bulmer Hobson, de quien Roger se hizo amigo. Había que ir creando, junto a las instituciones coloniales, una infraestructura irlandesa (colegios, empresas, bancos, industrias) que poco a poco fuera sustituyendo a la impuesta por Inglaterra. De este modo los irlandeses irían tomando conciencia de su propio destino. Había que boicotear los productos británicos, rehusar el pago de impuestos, reemplazar los deportes ingleses como el cricket y el fútbol por deportes nacionales y también la literatura y el teatro. De este modo, de manera pacífica, Irlanda iría desgajándose de la sujeción colonial.
Además de leer mucho sobre el pasado de Irlanda, bajo la tutoría de Alice, Roger trató de nuevo de estudiar gaélico y tomó una profesora, pero progresó poco. En 1906, el nuevo ministro de Relaciones Exteriores, sir Edward Grey, del Partido Liberal, le ofreció enviarlo de cónsul a Santos, en el Brasil. Roger aceptó, aunque sin alegría, porque su mecenazgo proirlandés había acabado con su pequeño patrimonio, vivía de préstamos y necesitaba ganarse la vida.
Tal vez el escaso entusiasmo con que retomó la carrera diplomática contribuyó a hacer de esos cuatro años en el Brasil —1906-1910— una experiencia frustrante. Nunca acabó de acostumbrarse a ese vasto país, pese a sus bellezas naturales y a los buenos amigos que llegó a tener en Santos, Pará y Río de Janeiro. Lo que más lo deprimió fue que, a diferencia del Congo, donde, pese a las dificultades, tuvo siempre la impresión de trabajar por algo transcendente, que desbordaba el marco consular, en Santos su actividad principal tenía que ver con los marineros británicos borrachos que se metían en líos y a los que él tenía que sacar de la cárcel, pagar sus multas y devolver a Inglaterra. En Pará oyó hablar por primera vez de violencias en las regiones caucheras. Pero el Ministerio le ordenó concentrarse en la inspección de la actividad portuaria y comercial. Su trabajo consistía en registrar el movimiento de los barcos y facilitar las gestiones de los ingleses que llegaban con la intención de comprar y vender. Donde lo pasó peor fue en Río de Janeiro, en 1909. El clima empeoró todos sus males y les añadió unas alergias que le impedían dormir. Debió optar por irse a vivir a ochenta kilómetros de la capital, en Petrópolis, situada en unas alturas donde disminuían el calor y la humedad y las noches eran frescas. Pero las idas y venidas diarias a la oficina en el tren se convirtieron en una pesadilla.
En el sueño recordó con insistencia que, en septiembre de 1906, antes de partir hacia Santos, escribió un largo poema épico, «El sueño del celta», sobre el pasado mítico de Irlanda, y un panfleto político, junto con Alice Stopford Green y Bulmer Hobson, Los irlandeses y el Ejército inglés, rechazando que los irlandeses fueran reclutados para el Ejército británico.
Las picaduras de los mosquitos lo despertaron, sacándolo de esa placentera siesta y sumiéndolo en el crepúsculo amazónico. El cielo se había vuelto un arco iris. Se sentía mejor: le ardía menos el ojo y los dolores de la artritis habían amainado. Ducharse en casa de Mr. Stirs resultó una operación complicada: el tubo de la regadera salía de un recipiente al que iba echando baldes de agua un sirviente mientras Roger se jabonaba y enjuagaba. El agua tenía una temperatura templada que le hizo pensar en el Congo. Cuando bajó al primer piso, el cónsul lo esperaba en la puerta, listo para conducirlo a la casa del prefecto Rey Lama.
Tuvieron que caminar unas cuadras, en medio de un terral que obligaba a Roger a tener los ojos entrecerrados. Tropezaban en la media oscuridad con los huecos, piedras y basuras de la calle. El ruido había aumentado. Cada vez que cruzaban la puerta de un bar la música crecía y se oían brindis, peleas y griterío de borrachos. Mr. Stirs, entrado en años, viudo y sin hijos, llevaba media docena de años en Iquitos y parecía un hombre sin ilusiones y cansado.
—¿Qué ambiente hay en la ciudad hacia esta Comisión? —preguntó Roger Casement.
—Francamente hostil —repuso el cónsul, de inmediato—. Supongo que ya lo sabe, medio Iquitos vive del señor Arana. Mejor dicho, de las empresas del señor Julio C. Arana. La gente sospecha que la Comisión trae malas intenciones contra quien le da empleo y comida.
—¿Podemos esperar alguna ayuda de las autoridades?
—Más bien, todos los obstáculos del mundo, señor Casement. Las autoridades de Iquitos también dependen del señor Arana. Ni el prefecto, ni los jueces, ni los militares reciben sus sueldos del Gobierno hace muchos meses. Sin el señor Arana se morirían de hambre. Tenga en cuenta que Lima está más lejos de Iquitos que New York y Londres, por la falta de transporte. Son dos meses de viaje en el mejor de los casos.
—Va a ser más complicado de lo que me imaginé —comentó Roger.
—Usted y los señores de la Comisión deben ser muy prudentes —añadió el cónsul, ahora sí vacilando y bajando la voz—. No aquí en Iquitos. Allá, en el Putumayo. En esas lejanías podría pasarles cualquier cosa. Ese es un mundo bárbaro, sin ley ni orden. Ni más ni menos que el Congo, me figuro.
La Prefectura de Iquitos estaba en la Plaza de Armas, un gran canchón de tierra sin árboles ni flores, donde, le indicó el cónsul señalándole una curiosa estructura de hierro que parecía un mecano a medio hacer, se estaba armando una casa de Eiffel («Sí, el mismo Eiffel de la Torre de París»). Un cauchero próspero se la había comprado en Europa, la trajo desarmada a Iquitos y ahora la estaban rehaciendo para que fuera el mejor club social de la ciudad.
La Prefectura ocupaba casi media cuadra. Era un caserón deslavazado, de un solo piso, sin gracia ni formas, de habitaciones grandes, con ventanas enrejadas, que se dividía en dos alas, una dedicada a oficinas y otra a la residencia del prefecto. El señor Rey Lama, un hombre alto, canoso, de grandes bigotes encerados en las puntas, llevaba botas, pantalón de montar, una camisa cerrada en el cuello y una extraña chaquetilla con adornos bordados. Hablaba algo de inglés y dio a Roger Casement una bienvenida excesivamente cordial, de ampulosa retórica. Los miembros de la Comisión ya estaban todos allí, embutidos en sus trajes de noche, transpirando. El prefecto fue presentando a Roger a los demás invitados: magistrados de la Corte Superior, el coronel Arnáez, jefe de la Guarnición, el padre Urrutia, superior de los agustinos, el señor Pablo Zumaeta, gerente general de la Peruvian Amazon Company y cuatro o cinco personas más, comerciantes, el jefe de la Aduana, el director de El Oriental. No había una sola mujer en el grupo. Oyó descorchar champagne. Les ofrecieron vasos de un vino blanco espumoso que, aunque tibio, le pareció de buena calidad, sin duda francés.
Habían preparado la cena en un gran patio, iluminado con lámparas de aceite. Un sinnúmero de sirvientes indígenas, descalzos y con mandiles, servían bocaditos y traían fuentes de comida. Era una noche templada y en el cielo titilaban algunas estrellas. Roger se sorprendió de la facilidad con que entendía el habla de los loretanos, un español algo sincopado y musical en el que reconoció expresiones brasileñas. Sintió alivio: podría entender mucho de lo que oiría en el viaje y esto, aunque llevara un intérprete, facilitaría la investigación. A su alrededor, en la mesa, donde acababan de servirles una grasosa sopa de tortuga que deglutió con dificultad, había varias conversaciones a la vez, en inglés, en español, en portugués, con intérpretes que las interrumpían creando paréntesis de silencio. De pronto, el prefecto, sentado frente a Roger y los ojos ya achispados con los vasos de vino y cerveza, chasqueó las manos. Todos callaron. Hizo un brindis por los recién llegados. Les deseó feliz estancia, una exitosa misión y que disfrutaran de la hospitalidad amazónica. «Loretana y especialmente iquiteña», añadió.
Apenas se sentó, se dirigió a Roger en voz lo bastante alta como para que cesaran las conversaciones particulares y se entablara otra, con participación de la veintena de asistentes.
—¿Me permite una pregunta, estimado señor cónsul? ¿Cuál es exactamente el objetivo de su viaje y de esta Comisión? ¿Qué vienen ustedes a averiguar, aquí? No lo tome como una impertinencia. Todo lo contrario. Mi deseo, y el de todas las autoridades, es ayudarlos. Pero tenemos que saber para qué los envía la Corona británica. Un gran honor para la Amazonia, desde luego, del que quisiéramos mostrarnos dignos.
Roger Casement había entendido casi todo lo que dijo Rey Lama, pero esperó, paciente, que el intérprete tradujera sus palabras al inglés.
—Como sin duda sabe, en Inglaterra, en Europa, ha habido denuncias sobre atrocidades que se habrían cometido contra los indígenas —explicó, con calma—. Torturas, asesinatos, acusaciones muy graves. La principal compañía cauchera de la región, la del señor Julio C. Arana, la Peruvian Amazon Company, es, me imagino que está enterado, una compañía inglesa, registrada en la Bolsa de Londres. Ni el Gobierno ni la opinión pública tolerarían en Gran Bretaña que una compañía inglesa violara así las leyes humanas y divinas. La razón de ser de nuestro viaje es investigar qué hay de cierto en aquellas acusaciones. A la Comisión la envía la propia Compañía del señor Julio C. Arana. A mí, el Gobierno de Su Majestad.
Un helado silencio había caído sobre el patio desde que Roger Casement abrió la boca. El ruido de la calle parecía haber disminuido. Se advertía una inmovilidad curiosa, como si todos esos señores que, un momento atrás, bebían, comían, conversaban, se movían y gesticulaban, hubieran sido víctimas de una súbita parálisis. Roger tenía las miradas puestas sobre él. Un clima de recelo y desaprobación había reemplazado la atmósfera cordial.
—La Compañía de Julio C. Arana está dispuesta a colaborar en defensa de su buen nombre —dijo, casi gritando, el señor Pablo Zumaeta—. No tenemos nada que ocultar. El barco en el que van al Putumayo es el mejor de nuestra empresa. Allá tendrán todas las facilidades, para que comprueben con sus propios ojos lo infame de esas calumnias.
—Se lo agradecemos, señor —asintió Roger Casement.
Y, en ese mismo momento, en un rapto inusual en él, decidió someter a sus anfitriones a una prueba, que, estaba seguro, desencadenaría reacciones instructivas para él y los comisionados. Con la voz natural que hubiera empleado para hablar del tenis o la lluvia, preguntó:
—A propósito, señores. ¿Saben ustedes si el periodista Benjamín Saldaña Roca, espero pronunciar correctamente su nombre, se encuentra en Iquitos? ¿Sería posible hablar con él?
Su pregunta hizo el efecto de una bomba. Los asistentes cambiaban miradas de sorpresa y disgusto. Un largo silencio siguió a sus palabras, como si nadie osara tocar un tema tan espinoso.
—¡Pero, cómo! —exclamó por fin el prefecto, exagerando teatralmente el aspaviento—. ¿Hasta Londres ha llegado el nombre de ese chantajista?
—Así es, señor —asintió Roger Casement—. Las denuncias del señor Saldaña Roca y las del ingeniero Walter Hardenburg hicieron estallar en Londres el escándalo sobre las caucherías del Putumayo. Nadie ha contestado mi pregunta: ¿está en Iquitos el señor Saldaña Roca? ¿Podré verlo?
Hubo otro largo silencio. La incomodidad de los asistentes era notoria. Por fin habló el superior de los agustinos:
—Nadie sabe dónde está, señor Casement —dijo el padre Urrutia, con un español castizo que se diferenciaba nítidamente del de los loretanos. A él, Roger tenía más dificultad para entenderle—. Desapareció de Iquitos hace ya algún tiempo. Se dice que está en Lima.
—Si no hubiera huido, los iquiteños lo habríamos linchado —afirmó un anciano, agitando un puño colérico.
—Iquitos es tierra de patriotas —exclamó Pablo Zumaeta—. Nadie le perdona a ese sujeto que inventara esas canalladas para desprestigiar al Perú y hundir a la empresa que ha traído el progreso a la Amazonia.
—Lo hizo porque no le resultó la pillería que había preparado —añadió el prefecto—. ¿Les informaron que Saldaña Roca, antes de publicar esas infamias, trató de sacar dinero a la Compañía del señor Arana?
—Como nos negamos, publicó todo ese cuento chino sobre el Putumayo —afirmó Pablo Zumaeta—. Está enjuiciado por libelo, calumnia y coacción y lo espera la cárcel. Por eso huyó.
—No hay como estar sobre el terreno para enterarse de las cosas —comentó Roger Casement.
Las conversaciones particulares deshicieron la conversación general. La cena prosiguió con un plato de pescados amazónicos, uno de los cuales, llamado gamitana, le pareció a Casement de carne delicada y sabrosa. Pero el condimento le dejó un fuerte ardor en la boca.
Al terminar la cena, luego de despedirse del prefecto, conversó brevemente con sus amigos de la Comisión. Según Seymour Bell había sido una imprudencia tocar de modo abrupto el tema del periodista Saldaña Roca, que irritaba tanto a los notables de Iquitos. Pero Louis Barnes lo felicitó pues, dijo, les había permitido estudiar la airada reacción de esta gente contra el periodista.
—Es una pena que no podamos hablar con él —repuso Casement—. Me hubiera gustado conocerlo.
Se despidieron y Roger y el cónsul regresaron caminando a casa de este último, por la misma ruta que habían venido. El bullicio, la francachela, los cantos, bailes, brindis y peleas habían subido de tono y a Roger le sorprendió la abundancia de chiquillos —desarrapados, semidesnudos, descalzos— apostados en las puertas de bares y prostíbulos, espiando con caras picaras lo que ocurría adentro. Había también muchos perros escarbando las basuras.
—No pierda su tiempo buscándolo, porque no lo va a encontrar —dijo el señor Stirs—. Lo más probable es que Saldaña Roca esté muerto.
Roger Casement no se sorprendió. El también sospechaba, al ver la violencia verbal que el solo nombre del periodista había provocado, que su desaparición fuera definitiva.
—¿Usted lo conoció?
El cónsul tenía una calva redonda y su cráneo relucía como si estuviera lleno de gotitas de agua. Caminaba despacio, tentando las tierras fangosas con su bastón, temeroso tal vez de pisar una serpiente o una rata.
—Conversamos dos o tres veces —dijo Mr. Stirs—. Era un hombre bajito y un poco contrahecho. Lo que aquí llaman un cholo, un cholito. Es decir, un mestizo. Los cholos suelen ser suaves y ceremoniosos. Pero Saldaña Roca, no. Era brusco, muy seguro de sí mismo. Con una de esas miradas fijas que tienen los creyentes y los fanáticos y que a mí, la verdad, me ponen siempre muy nervioso. Mi temperamento no va por ahí. No tengo gran admiración por los mártires, señor Casement. Ni por los héroes. Esas gentes que se inmolan por la verdad o la justicia a menudo hacen más daño del que quieren remediar.
Roger Casement no dijo nada: trataba de imaginarse a ese hombre pequeño, con deformaciones físicas, de un corazón y una voluntad parecidas a las de Edmund D. Morel. Un mártir y un héroe, sí. Lo imaginaba entintando con sus propias manos las planchas metálicas de sus semanarios La Felpa y La Sanción. Los editaría en una pequeña imprenta artesanal que, sin duda, funcionaría en un rincón de su hogar. Esta vivienda modesta sería, también, la redacción y la administración de sus dos periodiquitos.
—Espero que no tome usted a mal mis palabras —se excusó el cónsul británico, arrepentido de pronto de lo que acababa de decir—. El señor Saldaña Roca fue muy valiente haciendo esas denuncias, por supuesto. Un temerario, poco menos que un suicida, al presentar una denuncia judicial contra la Casa Arana por torturas, secuestros, flagelaciones y crímenes en las caucherías del Putumayo. Él no era ningún ingenuo. Sabía muy bien lo que le iba a ocurrir.
—¿Qué le ocurrió?
—Lo previsible —dijo el señor Stirs, sin pizca de emoción—. Le quemaron la imprenta de la calle Morona. La puede usted ver aún, toda chamuscada. Le tirotearon la casa, también. Los disparos están a la vista todavía, en la calle Próspero. Tuvo que sacar a su hijo del colegio de los padres agustinos, porque los compañeros le hacían la vida imposible. Se vio obligado a despachar a su familia a algún sitio secreto, quién sabe cuál, pues su vida peligraba. Tuvo que cerrar sus dos periodiquitos porque nadie le volvió a dar un aviso ni imprenta alguna de Iquitos aceptó imprimirlos. Dos veces lo balearon en la calle, como advertencia. Las dos veces se salvó de milagro. Una de ellas lo dejó cojo, con una bala incrustada en la pantorrilla. La última vez que se lo vio fue en febrero de 1909, en el malecón. Lo llevaban a empujones hacia el río. Tenía la cara hinchada por los golpes que le había dado una pandilla. Lo treparon a una embarcación con rumbo a Yurimaguas. Nunca más se supo de él. Puede ser que consiguiera huir a Lima. Ojalá. También que, amarrado de pies y manos y con heridas sangrantes, lo echaran al río para que las pirañas acabaran con él. Si fue así, sus huesos, que es lo único que no se comen esos bichos, ya deben haber llegado al Atlántico. Supongo que no le digo nada que usted no sepa. En el Congo vería historias iguales o peores.
Habían llegado a la casa del cónsul. Este encendió la lamparilla de la salita de la entrada y ofreció a Casement una copa de oporto. Se sentaron junto a la terraza y encendieron cigarrillos. La luna había desaparecido detrás de unas nubes pero quedaban estrellas en el cielo. Al bullicio lejano de las calles se mezclaba el sincrónico rumor de los insectos y el chapaleo de las aguas al chocar contra las ramas y juncos de las orillas.
—¿De qué le sirvió tanta valentía al pobre Benjamín Saldaña Roca? —reflexionó el cónsul, alzando los hombros—. De nada. Desgració a su familia y a lo mejor perdió la vida. Nosotros, aquí, perdimos esos dos periodiquitos, La Felpa y La Sanción, que era divertido leer todas las semanas, por sus chismografías.
—No creo que su sacrificio fuera totalmente inútil —lo corrigió Roger Casement, suavemente—. Sin Saldaña Roca, no estaríamos aquí. A menos, claro, que usted piense que nuestra venida tampoco servirá para nada.
—Dios no lo quiera —exclamó el cónsul—. Tiene usted razón. Todo el escándalo allá en Estados Unidos, en Europa. Sí, Saldaña Roca empezó todo eso con sus denuncias. Y, luego, las de Walter Hardenburg. He dicho una tontería. Espero que su venida sirva de algo y que cambien las cosas. Perdóneme, señor Casement. Vivir tantos años en la Amazonia me ha vuelto un poco escéptico sobre la idea de progreso. En Iquitos, uno termina por no creer en nada de eso. Sobre todo, en que algún día la justicia vaya a hacer retroceder a la injusticia. Tal vez sea hora de que regrese a Inglaterra, a darme un baño de optimismo inglés. Ya veo que a usted todos estos años sirviendo a la Corona en Brasil no lo han vuelto pesimista. Quién como usted. Lo envidio.
Cuando se dieron las buenas noches y se retiraron a sus habitaciones, Roger permaneció desvelado mucho rato. ¿Había hecho bien en aceptar este encargo? Cuando, unos meses atrás, sir Edward Grey, el ministro de Relaciones Exteriores, lo llamó a su despacho y le dijo: «El escándalo sobre los crímenes del Putumayo ha alcanzado unos límites intolerables. La opinión pública exige que el Gobierno haga algo. Nadie como usted para viajar allá. Irá también una comisión investigadora, de gente independiente que la propia Peruvian Amazon Company ha decidido enviar. Pero yo quiero que usted, aunque viaje con ellos, prepare un informe personal para el Gobierno. Usted tiene gran prestigio por lo que hizo en el Congo. Es un especialista en atrocidades. No puede negarse». Su primera reacción había sido buscar una excusa y rehusar. Luego, reflexionando, se dijo que, precisamente por su labor en el Congo, tenía la obligación moral de aceptar. ¿Había hecho bien? El escepticismo de Mr. Stirs le parecía un mal presagio. De tanto en tanto, la expresión de sir Edward Grey, «especialista en atrocidades», le repicaba en la cabeza.
A diferencia del cónsul, él creía que Benjamín Saldaña Roca había prestado un gran servicio a la Amazonia, a su país, a la humanidad. Las acusaciones del periodista en La Sanción. Bisemanario Comercial, Político y Literario, eran lo primero que había leído sobre las caucherías del Putumayo, luego de su conversación con sir Edward, quien le dio cuatro días para decidirse a viajar con la Comisión investigadora. De inmediato el Foreign Office puso en sus manos un legajo de documentos, en los que destacaban dos testimonios directos de personas que habían estado en aquella región: los artículos del ingeniero norteamericano Walter Hardenburg en el semanario londinense Truth y los artículos de Benjamín Saldaña Roca, parte de los cuales habían sido traducidos al inglés por The Anti-Slavery and Aborigines Protection Society, una institución humanitaria.
Su primera reacción fue la incredulidad: el periodista ese, partiendo de hechos reales, había magnificado de tal modo los abusos que sus artículos transpiraban irrealidad, e, incluso, una imaginación algo sádica. Pero inmediatamente Roger recordó que ésa había sido la reacción de muchos ingleses, europeos y norteamericanos, cuando él y Morel hicieron públicas las iniquidades en el Estado Independiente del Congo: la incredulidad. Así se defendía el ser humano contra todo aquello que mostraba las indescriptibles crueldades a las que podía llegar azuzado por la codicia y sus malos instintos en un mundo sin ley. Si esos horrores habían ocurrido en el Congo ¿por qué no podían haber ocurrido en la Amazonia?
Angustiado, se levantó de la cama y fue a sentarse en la terraza. El cielo estaba oscuro y habían desaparecido también las estrellas. Había menos luces en dirección de la ciudad, pero el bullicio continuaba. Si las denuncias de Saldaña Roca eran ciertas, lo probable era que, como creía el cónsul, el periodista hubiera terminado aventado al río atado de pies y manos y sangrando para atizar el apetito de las pirañas. La manera fatalista y cínica de Mr. Stirs lo irritaba. Como si aquello no ocurriera porque había gente cruel, sino por determinación fatídica, como se mueven los astros o se levantan las mareas. Lo había llamado «un fanático». ¿Un fanático de la justicia? Sí, sin duda. Un temerario. Un hombre modesto, sin dinero ni influencias. Un Morel amazónico. ¿Un creyente, tal vez? Lo había hecho porque creía que el mundo, la sociedad, la vida, no podían seguir siendo esa vergüenza. Roger pensó en su juventud, cuando la experiencia de la maldad y el sufrimiento, en el África, lo inundaron de aquel sentimiento beligerante, de aquella voluntad pugnaz de hacer cualquier cosa para que el mundo mejorara. Sentía algo fraterno por Saldaña Roca. Le hubiera gustado estrechar su mano, ser su amigo, decirle: «Ha hecho usted algo hermoso y noble de su vida, señor».
¿Habría estado allá, en el Putumayo, en la gigantesca región donde operaba la Compañía de Julio C. Arana? ¿Se habría ido a meter él mismo en la boca del lobo? Sus artículos no lo decían pero las precisiones de nombres, lugares, fechas, indicaban que Saldaña Roca había sido testigo ocular de aquello que contaba. Roger había leído tantas veces los testimonios de Saldaña Roca y de Walter Hardenburg que a ratos le parecía haber estado allá, en persona.
Cerró los ojos y vio la inmensa región, dividida en estaciones, las principales de las cuales eran La Chorrera y El Encanto, cada una de ellas con su jefe. «O, mejor dicho, su monstruo». Eso y sólo eso podían ser gentes como Víctor Macedo y Miguel Loaysa, por ejemplo. Ambos habían protagonizado, a mediados de 1903, su hazaña más memorable. Cerca de ochocientos ocaimas llegaron a La Chorrera a entregar las canastas con las bolas de caucho recogido en los bosques. Después de pesarlas y almacenarlas, el subadministrador de La Chorrera, Fidel Velarde, señaló a su jefe, Víctor Macedo, que estaba allí con Miguel Loaysa, de El Encanto, a los veinticinco ocaimas apartados del resto porque no habían traído la cuota mínima de jebe —látex o caucho— a que estaban obligados. Macedo y Loaysa decidieron dar una buena lección a los salvajes. Indicando a sus capataces —los negros de Barbados— que tuvieran a raya al resto de los ocaimas con sus máuseres, ordenaron a los «muchachos» que envolvieran a los veinticinco en costales empapados de petróleo. Entonces, les prendieron fuego. Dando alaridos, convertidos en antorchas humanas, algunos consiguieron apagar las llamas revolcándose sobre la tierra pero quedaron con terribles quemaduras. Los que se arrojaron al río como bólidos llameantes se ahogaron. Macedo, Loaysa y Velarde remataron a los heridos con sus revólveres. Cada vez que evocaba aquella escena, Roger sentía vértigo.
Según Saldaña Roca los administradores hacían aquello como escarmiento, pero, también, por diversión. Les gustaba. Hacer sufrir, rivalizar en crueldades, era un vicio que habían contraído de tanto practicar las flagelaciones, los golpes, las torturas. A menudo, cuando estaban borrachos, buscaban pretextos para esos juegos de sangre. Saldaña Roca citaba una carta del administrador de la Compañía a Miguel Flores, jefe de estación, amonestándolo por «matar indios por puro deporte» sabiendo que había falta de brazos y recordándole que sólo se debía recurrir a aquellos excesos «en caso de necesidad». La respuesta de Miguel Flores era peor que la inculpación: «Protesto porque estos últimos dos meses sólo murieron unos cuarenta indios en mi estación».
Saldaña Roca enumeraba los distintos tipos de castigo a los indígenas por las faltas que cometían: latigazos, encierro en el cepo o potro de tortura, corte de orejas, de narices, de manos y de pies, hasta el asesinato. Ahorcados, abaleados, quemados o ahogados en el río. En Matanzas, aseguraba, había más restos de indígenas que en ninguna de las otras estaciones. No era posible hacer un cálculo pero los huesos debían corresponder a cientos, acaso millares de víctimas. El responsable de Matanzas era Armando Normand, un joven boliviano-inglés, de apenas veintidós o veintitrés años. Aseguraba haber estudiado en Londres. Su crueldad se había convertido en un «mito infernal» entre los huitotos, a los que había diezmado. En Abisinia, la Compañía multó al administrador Abelardo Agüero, y a su segundo, Augusto Jiménez, por hacer tiro al blanco con los indios, sabiendo que de este modo sacrificaban de manera irresponsable a brazos útiles para la empresa.
Pese a estar tan lejos, pensó una vez más Roger Casement, el Congo y la Amazonia estaban unidos por un cordón umbilical. Los horrores se repetían, con mínimas variantes, inspirados por el lucro, pecado original que acompañaba al ser humano desde su nacimiento, secreto inspirador de sus infinitas maldades. ¿O había algo más? ¿Había ganado el diablo la eterna contienda?
Mañana le esperaba un día muy intenso. El cónsul había localizado en Iquitos a tres negros de Barbados que tenían nacionalidad británica. Habían trabajado varios años en las caucherías de Arana y aceptaron ser interrogados por la Comisión si luego los repatriaban.
Aunque durmió muy poco, se despertó con las primeras luces. No se sentía mal. Se lavó, se vistió, se embutió un sombrero panamá, cogió su máquina fotográfica y salió de la casa del cónsul sin ver a éste ni a los sirvientes. En la calle apuntaba el sol en un cielo limpio de nubes y comenzaba a hacer calor. Al mediodía, Iquitos sería un horno. Había gente en las calles y circulaba ya el pequeño y ruidoso tranvía, pintado de rojo y azul. De tanto en tanto vendedores ambulantes indios, de rasgos achinados, pieles amarillentas y caras y brazos pintarrajeados con figuras geométricas, le ofrecían frutas, bebidas, animales vivos —monitos, guacamayos y pequeños lagartos— o flechas, mazos y cerbatanas. Muchos bares y restaurantes seguían abiertos pero con pocos clientes. Había borrachos despatarrados bajo las techumbres de hojas de palma y perros removiendo las basuras. «Esta ciudad es un hueco vil y pestilente», pensó. Dio un largo paseo por las calles terrosas, cruzando la Plaza de Armas donde reconoció la Prefectura, y desembocó en un malecón con barandales de piedra, un bonito paseo desde el cual se divisaba el enorme río con sus islas flotantes, y, lejos, rutilando bajo el sol, la hilera de altos árboles de la otra orilla. Al final del malecón, donde éste desaparecía en una enramada y una ladera con árboles al pie de la cual había un embarcadero, vio a unos muchachos descalzos y con sólo un pantaloncito corto clavando unas estacas. Se habían puesto unos gorros de papel para protegerse del sol.
No parecían indios, sino más bien cholos. Uno de ellos, que no debía llegar a los veinte años, tenía un torso armonioso, con músculos que destacaban con cada martillazo. Después de dudar un momento, Roger se le acercó, mostrándole la cámara fotográfica.
—¿Me permite tomarle una fotografía? —le preguntó en portugués—. Puedo pagar.
El muchacho lo miró, sin entender.
Le repitió dos veces la pregunta en su mal español, hasta que el muchacho sonrió. Cotorreó con los otros algo que Roger no adivinó. Y, por fin, se volvió hacia él y preguntó, haciendo chasquear los dedos: «¿Cuánto?». Roger rebuscó en sus bolsillos y sacó un puñado de monedas. Los ojos del muchacho las examinaron, contándolas.
Le tomó varias placas, entre las risas y burlas de sus amigos, haciéndolo quitarse el gorro de papel, levantar los brazos, mostrar los músculos y adoptar la postura de un discóbolo. Para esto último tuvo que tocar un instante el brazo del muchacho. Sintió que tenía las manos empapadas por los nervios y el calor. Dejó de tomar fotografías cuando advirtió que estaba rodeado de chiquillos harapientos que lo observaban como a un bicho raro. Alcanzó las monedas al muchacho y regresó de prisa al consulado.
Sus amigos de la Comisión, sentados a la mesa, desayunaban con el cónsul. Se unió a ellos, explicándoles que todos los días comenzaba la jornada dando una buena caminata. Mientras tomaban una taza de café aguado y dulzón, con trozos de yuca frita, Mr. Stirs les explicó quiénes eran los barbadenses. Comenzó por prevenirlos que los tres habían trabajado en el Putumayo, pero habían terminado en malos términos con la Compañía de Arana. Se sentían engañados y estafados por la Peruvian Amazon Company y por lo tanto su testimonio estaría cargado de resentimiento. Les sugirió que los barbadenses no comparecieran ante todos los miembros de la Comisión a la vez porque se sentirían intimidados y no abrirían la boca. Decidieron dividirse en grupos de dos o tres para la comparecencia.
Roger Casement hizo pareja con Seymour Bell, quien, como esperaba, al poco rato de comenzada la entrevista con el primer barbadense, alegando su problema de deshidratación dijo que no se sentía bien y partió, dejándolo solo con aquel antiguo capataz de la Casa Arana.
Se llamaba Eponim Thomas Campbell y no estaba seguro de su edad, aunque creía no tener más de treinta y cinco años. Era un negro de pelos largos ensortijados en los que brillaban algunas canas. Vestía una blusa descolorida abierta en el pecho hasta el ombligo, un pantalón de crudo que sólo le llegaba a los tobillos, sujeto a la cintura con un pedazo de cuerda. Iba descalzo y sus enormes pies, de uñas largas y muchas costras, parecían de piedra. Su inglés estaba lleno de expresiones coloquiales que a Roger le costaba trabajo entender. A veces se mezclaba con palabras portuguesas y españolas.
Usando un lenguaje sencillo, Roger le aseguró que su testimonio sería confidencial y que en ningún caso se vería comprometido por lo que declarara. Él ni siquiera tomaría notas, se limitaría a escuchar. Sólo le pedía una información veraz sobre lo que ocurría en el Putumayo.
Estaban sentados en la pequeña terraza que daba al dormitorio de Casement y en la mesita, frente al banco que compartían, había una jarra con jugo de papaya y dos vasos. Eponim Thomas Campbell había sido contratado hacía siete años en Bridgetown, la capital de Barbados, con otros dieciocho barbadenses por el señor Lizardo Arana, hermano de don Julio César, para trabajar como capataz en una de las estaciones en el Putumayo. Y ahí mismo comenzó el engaño porque, cuando lo contrataron, nunca le dijeron que tendría que dedicar buena parte de su tiempo a las «correrías».
—Explíqueme qué son las «correrías» —dijo Casement.
Salir a cazar indios en sus aldeas para que vengan a recoger caucho en las tierras de la Compañía. Los que fuera: huitotos, ocaimas, muinanes, nonuyas, andoques, rezígaros o boras. Cualquiera de los que había por la región. Porque todos, sin excepción, eran reacios a recoger jebe. Había que obligarlos. Las «correrías» exigían larguísimas expediciones, y, a veces, para nada. Llegaban y las aldeas estaban desiertas. Sus habitantes habían huido. Otras veces, no, felizmente. Les caían a balazos para asustarlos y para que no se defendieran, pero lo hacían, con sus cerbatanas y garrotes. Se armaba la pelea. Luego había que arrearlos, atados del pescuezo, a los que estuvieran en condiciones de caminar, hombres y mujeres. Los más viejos y los recién nacidos eran abandonados para que no atrasaran la marcha. Eponim nunca cometió las crueldades gratuitas de Armando Normand, pese a haber trabajado a sus órdenes por dos años en Matanzas, donde el señor Normand era administrador.
—¿Crueldades gratuitas? —lo interrumpió Roger—. Déme algunos ejemplos.
Eponim se revolvió en la banca, incómodo. Sus grandes ojos bailotearon en sus órbitas blancas.
—El señor Normand tenía sus excentricidades —murmuró, quitándole la vista—. Cuando alguien se portaba mal. Mejor dicho, cuando no se portaba como él esperaba. Le ahogaba sus hijos en el río, por ejemplo. El mismo. Con sus propias manos, quiero decir.
Hizo una pausa y explicó que, a él, las excentricidades del señor Normand lo ponían nervioso. De una persona tan rara se podía esperar cualquier cosa, incluso que un día le diera el capricho de vaciar su revólver en la persona que tuviera más cerca. Por eso pidió que lo cambiaran de estación. Cuando lo pasaron a Ultimo Retiro, cuyo administrador era el señor Alfredo Montt, Eponim durmió más tranquilo.
—¿Alguna vez tuvo usted que matar indios en el ejercicio de sus funciones?
Roger vio que los ojos del barbadense lo miraban, se escabullían y volvían a mirarlo.
—Formaba parte del trabajo —admitió, encogiendo los hombros—. De los capataces y de los «muchachos», a los que llaman también «racionales». En el Putumayo corre mucha sangre. La gente termina por acostumbrarse. Allá la vida es matar y morir.
—¿Me diría cuánta gente tuvo usted que matar, señor Thomas?
—Nunca llevé la cuenta —repuso Eponim con prontitud—. Hacía el trabajo que tenía que hacer y procuraba pasar la página. Yo cumplí. Por eso sostengo que la Compañía se portó muy mal conmigo.
Se enfrascó en un largo y confuso monólogo contra sus antiguos empleadores. Lo acusaban de estar comprometido con la venta de una cincuentena de huitotos a una cauchería de colombianos, los señores Iriarte, con los que la Compañía del señor Arana andaba siempre peleándose por los braceros. Era mentira. Eponim juraba y rejuraba que él no había tenido nada que ver con la desaparición de esos huitotos de Ultimo Retiro que, se supo después, reaparecieron trabajando para los colombianos. Quien los había vendido era el propio administrador de esa estación, Alfredo Montt. Un codicioso y un avaro. Para ocultar su culpa los denunció a él y a Dayton Cranton y Simbad Douglas. Puras calumnias. La Compañía le creyó y los tres capataces tuvieron que huir. Pasaron penalidades terribles para llegar a Iquitos. Los jefes de la Compañía, allá en el Putumayo, habían dado orden a los «racionales» de matar a los tres barbadenses donde los encontraran. Ahora, Eponim y sus dos compañeros vivían de la mendicidad y trabajitos eventuales. La Compañía se negaba a pagarles los pasajes de regreso a Barbados. Los había denunciado por abandono del trabajo y el juez de Iquitos dio la razón a la Casa Arana, por supuesto.
Roger le prometió que el Gobierno se encargaría de repatriarlos a él y a sus dos colegas, ya que eran ciudadanos británicos.
Exhausto, fue a tumbarse en su cama apenas despidió a Eponim Thomas Campbell. Sudaba, le dolía el cuerpo y sentía un malestar itinerante que iba atormentándolo a pocos, órgano por órgano, de la cabeza a los pies. El Congo. La Amazonia. ¿No había pues límites para el sufrimiento de los seres humanos? El mundo estaba plagado de esos enclaves de salvajismo que lo esperaban en el Putumayo. ¿Cuántos? ¿Cientos, miles, millones? ¿Se podía derrotar a esa hidra? Se le cortaba la cabeza en un lugar y reaparecía en otro, más sanguinaria y horripilante. Se quedó dormido.
Soñó con su madre, en un lago de Gales. Brillaba un sol tenue y esquivo entre las hojas de los altos robles, y, agitado, con palpitaciones, vio asomar al joven musculoso al que había fotografiado esta mañana en el malecón de Iquitos. ¿Qué hacía en aquel lago galés? ¿O era un lago irlandés, en el Ulster? La espigada silueta de Anne Jephson desapareció. Su desasosiego no se debía a la tristeza y la piedad que provocaba en él aquella humanidad esclavizada en el Putumayo, sino a la sensación de que, aunque no la veía, Anne Jephson andaba por los alrededores espiándolo desde aquella arboleda circular. El temor, sin embargo, no atenuaba la creciente excitación con que veía acercarse al muchacho de Iquitos. Tenía el torso empapado por el agua del lago de cuyas aguas acababa de emerger como un dios lacustre. A cada paso sus músculos sobresalían y había en su cara una sonrisa insolente que lo hizo estremecerse y gemir en el sueño. Cuando despertó, comprobó con asco que había eyaculado. Se lavó y se cambió el pantalón y el calzoncillo. Se sentía avergonzado e inseguro.
Encontró a los miembros de la Comisión abrumados por los testimonios que acababan de recibir de los barbadenses Dayton Cranton y Simbad Douglas. Los ex capataces habían sido tan crudos en sus declaraciones como Eponim con Roger Casement. Lo que más los espantaba era que tanto Dayton como Simbad parecían sobre todo obsesionados por desmentir que ellos hubieran «vendido» esos cincuenta huitotos a los caucheros colombianos.
—No les preocupaban lo más mínimo las flagelaciones, mutilaciones ni asesinatos —repetía el botánico Walter Folk, quien no parecía sospechar la maldad que puede suscitar la codicia—. Semejantes horrores les parecen lo más natural del mundo.
—Yo no pude aguantar toda la declaración de Simbad —confesó Henry Fielgald—. Tuve que salir a vomitar.
—Ustedes han leído la documentación que reunió el Foreign Office —les recordó Roger Casement—. ¿Creían que las acusaciones de Saldaña Roca y de Hardenburg eran puras fantasías?
—Fantasías, no —replicó Walter Folk—. Pero, sí, exageraciones.
—Después de este aperitivo, me pregunto qué vamos a encontrar en el Putumayo —dijo Louis Barnes.
—Habrán tomado precauciones —sugirió el botánico—. Nos mostrarán una realidad muy maquillada.
El cónsul los interrumpió para anunciarles que estaba servido el almuerzo. Salvo él, que comió con apetito un sábalo preparado con ensalada de chonta y envuelto en hojas de maíz, los comisionados apenas probaron bocado. Permanecían callados y absorbidos por sus recuerdos de las recientes entrevistas.
—Este viaje será un descenso a los infiernos —profetizó Seymour Bell, que se acababa de reintegrar al grupo. Se volvió a Roger Casement—. Usted ya ha pasado por esto. Se sobrevive, entonces.
—Las heridas tardan en cerrarse —matizó Roger.
—No es para tanto, señores —trató de levantarles el ánimo Mr. Stirs, quien comía de muy buen humor—. Una buena siesta loretana y se sentirían mejor. Con las autoridades y los jefes de la Peruvian Amazon Company les irá mejor que con los negros, ya verán.
En vez de dormir siesta, Roger, sentado en la pequeña mesita que hacía de velador en su dormitorio, escribió en su cuaderno de notas todo lo que recordaba de la conversación con Eponim Thomas Campbell e hizo resúmenes de los testimonios que los comisionados habían recogido de los otros dos barbadenses. Después, en papel aparte, anotó las preguntas que haría esa tarde al prefecto Rey Lama y al gerente de la Compañía, Pablo Zumaeta, quien, le había revelado el señor Stirs, era cuñado de Julio C. Arana.
El prefecto recibió a la Comisión en su despacho y les ofreció vasos de cerveza, jugos de frutas y tazas de café. Había hecho traer sillas y les repartió unos abanicos de paja para que se airearan. Seguía con el pantalón de montar y las botas que lucía la víspera, pero ya no llevaba el chaleco bordado, sino una chaqueta blanca de lino y una camisa cerrada hasta el cuello, como los blusones rusos. Tenía un aire distinguido con sus sienes nevadas y sus maneras elegantes. Les hizo saber que era diplomático de carrera. Había servido varios años en Europa y asumió esta prefectura por exigencia del propio presidente de la República —señaló la fotografía de la pared, un hombre pequeño y elegante, vestido de frac y tongo, con una banda terciada sobre el pecho—, Augusto B. Leguía.
—Quien les hace llegar por mi intermedio sus saludos más cordiales —añadió.
—Qué bueno que hable inglés y podamos prescindir del intérprete, señor prefecto —respondió Casement.
—Mi inglés es muy malo —lo interrumpió con coquetería Rey Lama—. Tendrán ustedes que ser indulgentes.
—El Gobierno británico lamenta que sus requerimientos para que el Gobierno del presidente Leguía inicie una investigación sobre las denuncias en el Putumayo hayan sido inútiles.
—Hay una acción judicial en marcha, señor Casement —lo atajó el prefecto—. Mi Gobierno no necesitó de Su Majestad para iniciarla. Para eso ha designado un juez especial que está ya en camino hacia Iquitos. Un distinguido magistrado: el juez Carlos A. Valcárcel. Usted sabe que las distancias entre Lima e Iquitos son enormes.
—Pero, en ese caso, para qué enviar un juez desde Lima —intervino Louis Barnes—. ¿No hay jueces en Iquitos? Ayer, en la cena que nos ofreció, nos presentó a algunos magistrados.
Roger Casement advirtió que Rey Lama lanzaba sobre Barnes una mirada piadosa, la que merece un niño que no ha alcanzado la edad de la razón o un adulto imbécil.
—Esta charla es confidencial ¿no es cierto, señores? —preguntó al fin.
Todas las cabezas asintieron. El prefecto vaciló todavía antes de responder.
—Que mi Gobierno envíe un juez desde Lima a investigar es una prueba de su buena fe —explicó—. Lo más fácil hubiera sido pedir a un juez instructor local que lo hiciera. Pero, entonces…
Se calló, incómodo.
—A buen entendedor, pocas palabras —añadió.
—¿Quiere usted decir que ningún juez de Iquitos se atrevería a enfrentarse a la Compañía del señor Arana? —preguntó Roger Casement, suavemente.
—Esto no es la culta y próspera Inglaterra, señores —murmuró apesadumbrado el prefecto. Tenía un vaso de agua en la mano y se lo bebió de un trago—. Si una persona tarda meses en venir aquí desde Lima, los emolumentos de magistrados, autoridades, militares, funcionarios, tardan todavía más. O, simplemente, no llegan nunca. ¿Y de qué pueden sobrevivir esas gentes mientras esperan sus sueldos?
—¿De la generosidad de la Peruvian Amazon Company? —sugirió el botánico Walter Folk.
—No pongan en mi boca palabras que no he dicho —respingó Rey Lama, alzando una mano—. La Compañía del señor Arana adelanta sus salarios a los funcionarios en calidad de préstamo. Esas sumas deben ser devueltas, en principio, con un módico interés. No es un regalo. No hay cohecho. Es un acuerdo honorable con el Estado. Pero, aun así, es natural que magistrados que viven gracias a aquellos préstamos no sean todo lo imparciales tratándose de la Compañía del señor Arana. ¿Lo entienden, verdad? El Gobierno ha enviado un juez desde Lima a fin de que realice una investigación absolutamente independiente. ¿No es la mejor demostración de que está empeñado en averiguar la verdad?
Los comisionados bebieron de sus vasos de agua o cerveza, confusos y desmoralizados. «¿Cuántos de ellos estarán ya buscando un pretexto para regresar a Europa?», pensaba Roger. No preveían nada de esto, sin duda. Con la excepción tal vez de Louis Barnes, que había vivido en Africa, los otros no imaginaban que en el resto del mundo no todo funcionaba de la misma manera que en el Imperio británico.
—¿Hay autoridades en la región que vamos a visitar? —preguntó Roger.
—Salvo inspectores que pasan por allí a la muerte de un obispo, ninguna —dijo Rey Lama—. Es una región muy alejada. Hasta hace pocos años, selva virgen, poblada sólo por tribus salvajes. ¿Qué autoridad podía mandar el Gobierno allá? ¿Y a qué? ¿A que se la comieran los caníbales?
Si ahora hay vida comercial allá, trabajo, un comienzo de modernidad, se debe a Julio C. Arana y sus hermanos. Deben considerar eso, también. Ellos han sido los primeros en conquistar esas tierras peruanas para el Perú. Sin la Compañía, todo el Putumayo hubiera sido ya ocupado por Colombia, que buena gana le tiene a esa región. No pueden dejar de lado ese aspecto, señores. El Putumayo no es Inglaterra. Es un mundo aislado, remoto, de paganos que, cuando tienen hijos mellizos o con alguna deformación física, los ahogan en el río. Julio C. Arana ha sido un pionero, ha llevado allá barcos, medicinas, la religión católica, vestidos, el español. Los abusos deben ser sancionados, desde luego. Pero, no lo olviden, se trata de una tierra que despierta codicias. ¿No les parece extraño que en las acusaciones del señor Hardenburg todos los caucheros peruanos sean unos monstruos y los colombianos unos arcángeles llenos de compasión con los indígenas? Yo he leído los artículos de la revista Truth. ¿No les pareció raro? Qué casualidad que los colombianos, empeñados en apoderarse de esas tierras, hayan encontrado un valedor como el señor Hardenburg que sólo vio violencia y abusos entre los peruanos, y ni un solo caso semejante entre los colombianos. Él trabajó antes de venir al Perú en los ferrocarriles del Cauca, recuerden. ¿No podría tratarse de un agente?
Acezó, fatigado, y optó por tomar un trago de cerveza. Los miró, uno por uno, con una mirada que parecía decir: «Un punto a mi favor ¿cierto?».
—Flagelaciones, mutilaciones, violaciones, asesinatos —murmuró Henry Fielgald—. ¿A eso llama usted llevar la modernidad al Putumayo, señor prefecto? No sólo Hardenburg ha dado un testimonio. También Saldaña Roca, su compatriota. Tres capataces de Barbados, a los que interrogamos esta mañana, han confirmado esos horrores. Ellos mismos reconocen haberlos cometido.
—Deben ser castigados, entonces —afirmó el prefecto—. Y lo hubieran sido si en el Putumayo hubiera jueces, policías, autoridades. Por ahora no hay nada, salvo barbarie. No defiendo a nadie. No excuso a nadie. Vayan. Vean con sus propios ojos. Juzguen por sí mismos. Mi Gobierno hubiera podido prohibirles el ingreso al Perú, pues somos un país soberano y Gran Bretaña no tiene por qué inmiscuirse en nuestros asuntos. Pero no lo ha hecho. Por el contrario, me ha dado instrucciones de otorgarles todas las facilidades. El presidente Leguía es un gran admirador de Inglaterra, señores. Él quisiera que el Perú sea un día un gran país, como el de ustedes. Por eso están aquí, libres de ir a cualquier parte y de averiguarlo todo.
Rompió a llover a cántaros. La luz amainó y el repiqueteo del agua contra la calamina era tan fuerte que pareció que el techo se vendría abajo y las trombas de agua caerían sobre ellos. Rey Lama había adoptado una expresión melancólica.
—Tengo una esposa y cuatro hijos a los que adoro —dijo, con una sonrisa tristona—. Hace un año que no los veo y sabe Dios si los veré de nuevo. Pero, cuando el presidente Leguía me pidió que viniera a servir a mi país, en este rincón apartado del mundo, no vacilé. No estoy aquí para defender a criminales, señores. Todo lo contrario. Sólo les pido que comprendan que no es lo mismo trabajar, comerciar, montar una industria en el corazón de la Amazonia, que hacerlo en Inglaterra. Si algún día esta selva alcanza los niveles de vida de Europa occidental será gracias a hombres como Julio C. Arana.
Estuvieron todavía largo rato en la oficina del prefecto. Le hicieron muchas preguntas y él contestó a todas, a veces de manera evasiva y a veces con crudeza. Roger Casement no acababa de hacerse una idea clara del personaje. A ratos le parecía un cínico representando un papel, y, otras, un buen hombre, con una responsabilidad abrumadora de la que trataba de salir lo más airoso que podía. Una cosa era segura: Rey Lama sabía que aquellas atrocidades existían y no le gustaba, pero su trabajo le exigía minimizarlas como pudiera.
Cuando se despidieron del prefecto había dejado de llover. En la calle, los techos de las casas goteaban todavía, había charcos por doquier donde chapoteaban los sapos y el aire se había llenado de moscardones y zancudos que los acribillaron de picaduras. Cabizbajos, callados, fueron hacia la Peruvian Amazon Company, una amplia mansión con techo de tejas y azulejos en la fachada donde los esperaba el gerente general, Pablo Zumaeta, para la última entrevista del día. Les quedaban unos minutos y dieron una vuelta al gran descampado que era la Plaza de Armas. Contemplaron, curiosos, la casa de metal del ingeniero Gustave Eiffel desplegando sus vértebras de fierro a la intemperie como el esqueleto de un animal antediluviano. Los bares y restaurantes de los alrededores estaban ya abiertos y la música y el bullicio atronaban el atardecer de Iquitos.
La Peruvian Amazon Company, en la calle Perú, a pocos metros de la Plaza de Armas, era la construcción más grande y sólida de Iquitos. De dos pisos, construida con cemento y planchas metálicas, tenía sus muros pintados de verde claro y en la salita contigua a su oficina, donde Pablo Zumaeta los recibió, había un ventilador de anchas aspas de madera suspendido del techo, inmóvil, esperando la electricidad. Pese al fuerte calor, el señor Zumaeta, que debía raspar la cincuentena, llevaba un traje oscuro con un chaleco de fantasía, un corbatín de lazo y unos botines que brillaban. Dio la mano ceremoniosamente a cada uno y a todos les fue preguntando, en un español marcado por el cantarín acento amazónico que Roger Casement había aprendido a identificar, si estaban bien alojados, si Iquitos era hospitalaria con ellos, si necesitaban algo. A todos les repitió que tenía órdenes cablegrafiadas desde Londres por el señor Julio C. Arana en persona de darles todas las facilidades para el éxito de su misión. Al nombrar a Arana, el gerente de la Peruvian Amazon Company hizo una reverencia al gran retrato que colgaba de una de las paredes.
Mientras unos domésticos indios, descalzos y con túnicas blancas, pasaban fuentes con bebidas, Casement contempló un rato la cara seria, cuadrada, morena, de ojos penetrantes, del dueño de la Peruvian Amazon Company. Arana llevaba la cabeza cubierta con una gorrita francesa (le béret) y su traje parecía cortado por uno de los buenos sastres parisinos o, acaso, del Savile Row de Londres. ¿Sería cierto que este todopoderoso rey del caucho con palacetes en Biarritz, Ginebra y los jardines del Kensington Road londinense, comenzó su carrera vendiendo sombreros de paja por las calles de Rioja, la aldea perdida de la selva amazónica donde nació? Su mirada revelaba buena conciencia y gran satisfacción de sí mismo.
Pablo Zumaeta, a través del intérprete, les anunció que el mejor barco de la Compañía, el Liberal, estaba listo para que se embarcaran. Les había puesto al más experimentado capitán en los ríos de la Amazonia y a los mejores tripulantes. Aun así, la navegación hasta el Putumayo les exigiría sacrificios. Tardaba entre ocho y diez días, dependiendo del tiempo. Y, antes de que alguno de los miembros de la Comisión tuviera tiempo de hacerle una pregunta, se apresuró a alcanzar a Roger Casement un alto de papeles, en un cartapacio:
—Les he preparado esta documentación, adelantándome a algunas de sus preocupaciones —explicó—. Son las disposiciones de la Compañía a los administradores, jefes, subjefes y capataces de estaciones en lo que concierne al trato del personal.
Zumaeta disimulaba su nerviosismo elevando la voz y gesticulando. Mientras exhibía los papeles llenos de inscripciones, sellos y firmas, enumeraba lo que contenían con tono y ademanes de orador de plazuela:
—Prohibición estricta de impartir castigos físicos a los indígenas, esposas e hijos y allegados, y de ofenderlos de palabra u obra. Reprenderlos y aconsejarlos de manera severa cuando hayan cometido una falta comprobada. Según la gravedad de la falta, podrán ser multados o, en caso de falta muy grave, despedidos. Si la falta tiene connotaciones delictivas, transferirlos a la autoridad competente más cercana.
Se demoró resumiendo las indicaciones, orientadas —lo repetía sin cesar— a evitar que se cometieran «abusos contra los nativos». Hacía paréntesis para explicar que, «siendo los seres humanos lo que son», a veces los empleados violaban esas disposiciones. Cuando ocurría, la Compañía sancionaba al responsable.
—Lo importante es que hacemos lo posible y lo imposible para evitar que se cometan abusos en las caucherías. Si se cometieron, fue excepcional, obra de algún descarriado que no respetó nuestra política para con los indígenas.
Tomó asiento. Había hablado mucho y con tanta energía que se lo notaba agotado. Se limpió el sudor de la cara con un pañuelo ya empapado.
—¿Encontraremos en el Putumayo a los jefes de estación incriminados por Saldaña Roca y por el ingeniero Hardenburg o habrán huido?
—Ninguno de nuestros empleados ha huido —se indignó el gerente de la Peruvian Amazon Company—. ¿Por qué lo habrían hecho? ¿Por las calumnias de dos chantajistas que, como no pudieron sacarnos plata, se inventaron esas infamias?
—Mutilaciones, asesinatos, flagelaciones —recitó Roger Casement—. De decenas, acaso centenares de personas. Son acusaciones que han conmovido a todo el mundo civilizado.
—A mí también me conmoverían si hubieran sucedido —protestó indignado Pablo Zumaeta—. Lo que ahora me conmueve es que gentes cultas e inteligentes como ustedes den crédito a semejantes patrañas sin una previa investigación.
—La vamos a hacer sobre el terreno —le recordó Roger Casement—. Muy seria, téngalo por seguro.
—¿Usted cree que Arana, que yo, que los administradores de la Peruvian Amazon Company somos suicidas para matar indígenas? ¿No sabe que el problema número uno de los caucheros es la falta de recolectores? Cada trabajador es algo precioso para nosotros. Si esas matanzas fueran ciertas no quedaría ya en el Putumayo un solo indio. Se habrían largado todos, ¿no es cierto? Nadie quiere vivir donde lo azotan, lo mutilan y lo matan. Esa acusación es de una imbecilidad sin límites, señor Casement. Si los indígenas huyen, nosotros nos arruinamos y la industria del caucho se hunde. Eso lo saben nuestros empleados, allá. Y, por eso, se esfuerzan por tener a los salvajes contentos.
Miró a los miembros de la Comisión, uno por uno. Estaba siempre indignado, pero, ahora, también, entristecido. Hacía unas muecas que parecían pucheros.
—No es fácil tratarlos bien, tenerlos satisfechos —confesó, bajando la voz—. Son muy primitivos. ¿Ustedes saben lo que eso significa? Algunas tribus son caníbales. No lo podemos permitir ¿no es cierto? No es cristiano, no es humano. Lo prohibimos y a veces se enojan y actúan como lo que son: salvajes. ¿Debemos dejar que ahoguen a los niños que nacen con deformidades? El labio leporino, por ejemplo. No, porque el infanticidio tampoco es cristiano ¿no es verdad? En fin. Ustedes lo verán con sus propios ojos. Entonces, comprenderán la injusticia que está cometiendo Inglaterra con el señor Julio C. Arana y con una compañía que, a costa de enormes sacrificios, está transformando este país.
A Roger Casement se le ocurrió que Pablo Zumaeta iba a soltar unos lagrimones. Pero se equivocó. El gerente les hizo una sonrisa amistosa.
—He hablado mucho y ahora les toca a ustedes —se disculpó—. Pregúntenme lo que quieran y yo les responderé con franqueza. No tenemos nada que ocultar.
Durante cerca de una hora los miembros de la Comisión interrogaron al gerente general de la Peruvian Amazon Company. Les respondía con largas tiradas que, a veces, despistaban al intérprete, quien le hacía repetir palabras y frases. Roger no intervino en el interrogatorio y en muchos momentos se distrajo. Era evidente que Zumaeta jamás diría la verdad, negaría todo, repetiría los argumentos con que la Compañía de Arana había respondido en Londres a las críticas de los periódicos. Había, tal vez, ocasionales excesos cometidos por individuos intemperantes, pero no era política de la Peruvian Amazon Company torturar, esclavizar ni menos matar a los indígenas. Lo prohibía la ley y hubiera sido cosa de locos aterrorizar a los braceros que escaseaban tanto en el Putumayo. Roger se sentía transportado en el espacio y en el tiempo al Congo. Los mismos horrores, el mismo desprecio de la verdad. La diferencia, que Zumaeta hablaba en español y los funcionarios belgas en francés. Negaban lo evidente con la misma desenvoltura porque ambos creían que recolectar caucho y ganar dinero era un ideal de los cristianos que justificaba las peores fechorías contra esos paganos que, por supuesto, eran siempre antropófagos y asesinos de sus propios hijos.
Cuando salieron del local de la Peruvian Amazon Company Roger acompañó a sus colegas hasta la casita donde los habían hospedado. En vez de regresar directamente a casa del cónsul británico, dio un paseo por Iquitos, sin rumbo. Siempre le había gustado caminar, solo o en compañía de algún amigo, al empezar y al terminar el día. Podía hacerlo horas, pero en las calles sin asfaltar de Iquitos tropezaba a menudo en huecos y charcos llenos de agua, donde croaban las ranas. El bullicio era enorme. Bares, restaurantes, burdeles, salones de baile y garitos de apuestas estaban llenos de gente, bebiendo, comiendo, bailando o discutiendo. Y, en todas las puertas, racimos de chiquillos semidesnudos, espiando. Vio desaparecer en el horizonte los últimos arreboles del crepúsculo e hizo el resto de la caminata a oscuras, por calles iluminadas a trechos por las lámparas de los bares. Se dio cuenta que había llegado a ese canchón cuadrangular que tenía el pomposo nombre de Plaza de Armas. Dio una vuelta alrededor y de pronto sintió que alguien, sentado en una banca, lo saludaba en portugués: «Boa noite, señor Casement». Era el padre Ricardo Urrutia, superior de los agustinos de Iquitos a quien había conocido en la cena que les ofreció el prefecto. Se sentó a su lado en la banca de madera.
—Cuando no llueve, es agradable salir a ver las estrellas y a respirar un poco de aire fresco —dijo el agustino, en portugués—. Siempre que uno se tape los oídos, para no oír ese ruido infernal. Ya le habrán contado de esta casa de hierro que se compró un cauchero medio loco en Europa y que están armando en esa esquina. Se exhibió en París, en la Gran Exposición de 1889, parece. Dicen que será un club social. ¿Se imagina ese horno, una casa de metal en el clima de Iquitos? Por ahora es una cueva de murciélagos. Duermen ahí decenas de ellos, colgados de una pata.
Roger Casement le dijo que hablara en español, que él lo entendía. Pero el padre Urrutia, que había pasado más de diez años de su vida entre los agustinos de Ceará, en Brasil, prefirió seguir hablando en portugués. Llevaba menos de un año en la Amazonia peruana.
—Ya sé que usted no ha estado nunca en las Gaucherías del señor Arana. Pero, sin duda, sabe mucho de lo que ocurre allá. ¿Puedo pedirle su opinión? ¿Pueden ser ciertas esas acusaciones de Saldaña Roca, de Walter Hardenburg?
El sacerdote suspiró.
—Pueden serlo, por desgracia, señor Casement —murmuró—. Aquí estamos muy lejos del Putumayo. Mil, mil doscientos kilómetros lo menos. Si, a pesar de estar en una ciudad con autoridades, prefecto, jueces, militares, policías, ocurren las cosas que sabemos, ¿qué no sucederá allá donde sólo existen los empleados de la Compañía?
Volvió a suspirar, ahora con angustia.
—Aquí, el gran problema es la compra y venta de niñas indígenas —dijo, con la voz lastimada—. Por más que nos afanamos tratando de encontrarle una solución, no damos con ella.
«El Congo, otra vez. El Congo, por todas partes».
—Usted ha oído hablar de las famosas «correrías» —añadió el agustino—. Esos asaltos a las aldeas indígenas para capturar recolectores. Los asaltantes no sólo se roban a los hombres. También a los niños y a las niñas. Para venderlos aquí. A veces los llevan hasta Manaos, donde, al parecer, obtienen mejor precio. En Iquitos, una familia compra una sirvientita por veinte o treinta soles a lo más. Todas tienen una, dos, cinco sirvientitas. Esclavas, en realidad. Trabajando día y noche, durmiendo con los animales, recibiendo palizas por cualquier motivo, además, claro, de servir para la iniciación sexual de los hijos de la familia.
Volvió a suspirar y quedó jadeando.
—¿No se puede hacer nada con las autoridades?
—Se podría, en principio —dijo el padre Urrutia—. La esclavitud está abolida en el Perú hace más de medio siglo. Se podría recurrir a la policía y a los jueces. Pero todos ellos tienen también sus sirvientitas compradas. Además, qué harían las autoridades con las niñas que rescaten. Quedarse con ellas o venderlas, por supuesto. Y no siempre a las familias. A veces, a los prostíbulos, para lo que usted se imagina.
—¿No hay manera de que vuelvan a sus tribus?
—Las tribus de por acá ya casi no existen. Los padres fueron secuestrados y arreados a las caucherías. No hay dónde llevarlas. ¿Para qué rescatar a esas pobres criaturas? En esas condiciones, tal vez el mal menor es que sigan en las familias. Algunos las tratan bien, se encariñan con ellas. ¿Le parece monstruoso?
—Monstruoso —repitió Roger Casement.
—A mí, a nosotros, también nos lo parece —dijo el padre Urrutia—. Nos pasamos horas en la misión, devanándonos los sesos. ¿Qué solución darle? No la encontramos. Hemos hecho una gestión, en Roma, a ver si pueden venir unas monjas y abrir aquí una escuelita para esas niñas. Que por lo menos reciban alguna instrucción. ¿Pero, aceptarán las familias enviarlas a la escuela? Muy pocas, en todo caso. Las consideran animalitos.
Volvió a suspirar. Había hablado con tanta amargura que Roger, contagiado por la pesadumbre del religioso, sintió ganas de regresar a casa del cónsul británico. Se puso de pie.
—Usted puede hacer algo, señor Casement —le dijo el padre Urrutia, a manera de despedida, estrechándole la mano—. Es una especie de milagro lo que ha pasado. Quiero decir, esas denuncias, el escándalo en Europa. La llegada de esta Comisión a Loreto. Si alguien puede ayudar a esa pobre gente, son ustedes. Rezaré para que vuelvan sanos y salvos del Putumayo.
Roger regresó caminando muy despacio, sin mirar lo que ocurría en los bares y prostíbulos de donde salían las voces, los cantos, el rasgueo de las guitarras. Pensaba en esos niños arrancados de sus tribus, separados de sus familias, enfardelados en la sentina de una lancha, traídos a Iquitos, vendidos en veinte o treinta soles a una familia donde pasarían su vida barriendo, fregando, cocinando, limpiando excusados, lavando ropa sucia, insultados, golpeados y a veces estuprados por el patrón o los hijos del patrón. La historia de siempre. La historia de nunca acabar.