Partió de Matadi el 5 de junio de 1903, en el ferrocarril construido por Stanley y en el que él mismo había trabajado de joven. Los dos días de viaje que tomó el lento trayecto hasta Leopoldville estuvo pensando, de manera obsesiva, en una proeza deportiva de sus años mozos: haber sido el primer blanco que nadó en el río más grande de la ruta de las caravanas entre Manyanga y Stanley Pool: el Nkissi. Ya lo había hecho, con total inconsciencia, en ríos más pequeños del Bajo y Medio Congo, el Kwilo, el Lukungu, el Mpozo y el Lunzadi, donde había también cocodrilos, y nada le ocurrió. Pero el Nkissi era más grande y torrentoso, tenía cerca de cien metros de ancho y estaba lleno de remolinos por la cercanía de la gran catarata. Los indígenas le advirtieron que era imprudente, podía ser arrastrado y estrellado contra las piedras. En efecto, a las pocas brazadas, Roger se sintió tironeado de las piernas y aventado hacia el centro de las aguas por corrientes encontradas de las que, pese a su pataleo y a sus enérgicos manotazos, no conseguía zafarse. Cuando le faltaban ya las fuerzas —había tragado alguna bocanada de agua— consiguió acercarse a la orilla haciéndose revolcar por una ola. Allí se aferró a unas rocas, como pudo. Cuando trepó la pendiente estaba lleno de arañazos. El corazón se le salía por la boca.
El viaje que por fin emprendía duró tres meses y diez días. Roger pensaría después que en ese período cambió su manera de ser y se convirtió en otro hombre, más lúcido y realista de lo que había sido antes, sobre el Congo, el África, los seres humanos, el colonialismo, Irlanda y la vida. Pero aquella experiencia hizo de él, también, un ser más propenso a la infelicidad. En los años que le quedaban por vivir muchas veces se diría, en momentos de desánimo, que hubiera sido preferible no haber hecho ese viaje al Medio y Alto Congo para verificar qué había de cierto sobre las acusaciones de iniquidades contra indígenas en zonas caucheras que lanzaban en Londres ciertas iglesias y ese periodista, Edmund D. Morel, que parecía haber dedicado su vida a criticar a Leopoldo II y al Estado Independiente del Congo.
En el primer tramo del viaje entre Matadi y Leopoldville le sorprendió lo despoblado del paisaje, que aldeas como Tumba, donde pasó la noche, y las que salpicaban los valles de Nsele y Ndolo, que antes bullían de gente, estuvieran semidesiertas, con fantasmales ancianos arrastrando los pies en medio de la polvareda, o acuclillados contra los troncos, los ojos cerrados, como muertos o durmiendo.
En esos tres meses y diez días la impresión de despoblamiento y eclipse de la gente, de desaparición de aldeas y asentamientos donde él había estado, pasado la noche, comerciado, hacía quince o dieciséis años, se repetía una y otra vez, como pesadilla, en todas las regiones, a orillas del río Congo y de sus afluentes, o en el interior, en las entradas que Roger hacía para recoger el testimonio de misioneros, funcionarios, oficiales y soldados de la Forcé Publique, y de los indígenas a los que podía interrogar en lingala, kikongo y swahili, o en sus propios idiomas, sirviéndose de intérpretes. ¿Dónde estaba la gente? La memoria no lo engañaba. Tenía muy presente la efervescencia humana, las bandadas de niños, de mujeres, de hombres tatuados, con los incisivos limados, collares de dientes, a veces con lanzas y máscaras, que antes lo rodeaban, examinaban y tocaban. ¿Cómo era posible que se hubieran esfumado en tan pocos años? Algunas aldeas se habían extinguido, en otras la población se había reducido a la mitad, a la tercera y hasta la décima parte. En algunos lugares, pudo cotejar números precisos. Lukolela, por ejemplo, en 1884, cuando Roger visitó por primera vez esa populosa comunidad, tenía más de 5000 pobladores. Ahora, apenas 352. Y, la mayoría, en estado ruinoso por la edad o las enfermedades, de modo que, después de la inspección, Casement concluyó que sólo 82 supervivientes estaban todavía en capacidad de trabajar. ¿Cómo se habían hecho humo más de 4000 habitantes de Lukolela?
Las explicaciones de los agentes del Gobierno, de los empleados de las compañías recolectoras de caucho y de los oficiales de la Forcé Publique eran siempre las mismas: los negros morían como moscas a causa de la enfermedad del sueño, de la viruela, del tifus, de los resfríos, de las pulmonías, de las fiebres palúdicas y otras plagas que, debido a la mala alimentación, diezmaban a esos organismos impreparados para resistir las enfermedades. Era verdad, las epidemias hacían estragos. La enfermedad del sueño, sobre todo, resultante, como se había descubierto hacía pocos años, de la mosca tse-tse, atacaba la sangre y el cerebro, producía en sus víctimas una parálisis de los miembros y una letargia de las que nunca saldrían. Pero, a estas alturas de su viaje, Roger Casement seguía preguntando la razón del despoblamiento del Congo, no en busca de respuestas, sino para confirmar que las mentiras que escuchaba eran consignas que todos repetían. Él sabía muy bien la respuesta. La plaga que había volatilizado a buena parte de los congoleses del Medio y Alto Congo eran la codicia, la crueldad, el caucho, la inhumanidad de un sistema, la implacable explotación de los africanos por los colonos europeos.
En Leopoldville decidió que, para preservar su independencia y no verse coaccionado por las autoridades, no utilizaría ningún medio de transporte oficial. Con autorización del Foreign Office, alquiló a la American Baptist Missionary Union el Henry Reed con su tripulación. La negociación fue lenta, así como el acopio de madera y provisiones para el viaje. Su estancia en Leopoldville-Kinshasa debió prolongarse del 6 de junio al 2 de julio, en que zarparon río arriba. Esa espera fue sabia. La libertad que le dio viajar en su propio barco, meterse y atracar donde quisiera, le permitió averiguar cosas que nunca habría descubierto subordinado a las instituciones coloniales. Y jamás hubiera podido tener tantos diálogos con los propios africanos, que sólo se atrevían a acercarse a él cuando comprobaban que no iba acompañado por militar ni autoridad civil belga alguna.
Leopoldville había crecido mucho desde la última vez que Roger estuvo aquí, hacía seis o siete años. Se había llenado de casas, depósitos, misiones, oficinas, juzgados, aduanas, inspectores, jueces, contadores, oficiales y soldados, de tiendas y mercados. Había curas y pastores por doquier. Algo en la ciudad naciente le desagradó desde el primer momento. No lo recibieron mal. Desde el gobernador hasta el comisario, pasando por los jueces e inspectores a quienes fue a saludar, hasta los pastores protestantes y los misioneros católicos a los que visitó, lo atendieron con cordialidad. Todos se prestaron a darle las informaciones que pedía, aunque éstas fueran, como lo confirmaría en las semanas siguientes, evasivas o descaradamente falsas. Sentía que algo hostil y opresivo impregnaba el aire y el perfil que iba adquiriendo la ciudad. En cambio, Brazzaville, la vecina capital del Congo francés, que se erguía allí al frente, en la otra orilla del río, adonde cruzó un par de veces, le causó una impresión menos opresora, hasta agradable. Tal vez por sus calles abiertas y bien trazadas y el buen humor de sus gentes. En ella no advirtió esa atmósfera secretamente ominosa de Leopoldville. En las casi cuatro semanas que pasó allá, negociando el alquiler del Henry Reed, obtuvo muchas informaciones, pero, siempre, con la sensación de que nadie llegaba al fondo de las cosas, que incluso las gentes mejor intencionadas le ocultaban algo y se lo ocultaban a sí mismos, temerosos de enfrentar una verdad terrible y acusadora.
Su amigo Herbert Ward le diría después que todo ello era puro prejuicio, que las cosas que vio y oyó en las semanas posteriores retroactivamente le enturbiaron el recuerdo de Leopoldville. Por lo demás, su memoria no sólo conservaría malas imágenes de su estancia en la ciudad fundada por Henry Morton Stanley en 1881. Una mañana, luego de una larga caminata aprovechando la frescura del día, Roger llegó hasta el embarcadero. Allí, de pronto, su atención se concentró en dos muchachos morenos y semidesnudos que descargaban unas lanchas, cantando. Parecían muy jóvenes. Llevaban un ligero taparrabos que no llegaba a ocultar la forma de sus nalgas. Ambos eran delgados, elásticos y, con los movimientos rítmicos que hacían descargando los bultos, daban una impresión de salud, armonía y belleza. Estuvo contemplándolos largamente. Lamentó no tener consigo su cámara. Le hubiera gustado retratarlos, para recordar después que no todo era feo y sórdido en la emergente ciudad de Leopoldville.
Cuando, el 2 de julio de 1903, el Henry Reed zarpó y atravesaba la tersa y enorme laguna fluvial de Stanley Pool, Roger se sintió conmovido: en la orilla francesa se divisaban, en la limpia mañana, unos acantilados de arena que le recordaron los blancos farallones de Dover. Ibis de grandes alas sobrevolaban la laguna, elegantes y soberbias, luciéndose al sol. Buena parte del día la hermosura del paisaje se mantuvo, invariable. De tanto en tanto los intérpretes, cargadores y macheteros señalaban, excitados, las huellas en el lodo de elefantes, hipopótamos, búfalos y antílopes. John, su bulldog, feliz con el viaje, corría de un lado a otro por la embarcación lanzando de pronto estruendosos ladridos. Pero al llegar a Chumbiri, donde atracaron para recoger leña, John, cambiando bruscamente de humor, se encolerizó y se las arregló para morder en pocos segundos a un cerdo y una cabra y al guardián del huerto que los pastores de la Sociedad Bautista Misionera tenían junto a su pequeña misión. Roger tuvo que desagraviarlos con regalos.
A partir del segundo día de viaje empezaron a cruzar vaporcitos y lanchones cargados de canastas llenas de caucho que bajaban el río Congo hacia Leopoldville. Este espectáculo los acompañaría todo el resto del recorrido, así como, de tanto en tanto, divisar sobresaliendo del ramaje de las orillas los postes del telégrafo en construcción y techumbres de aldeas de las que, al verlos acercarse, los habitantes huían, internándose en el bosque. En adelante, cuando Roger quería interrogar a los nativos de algún pueblo, optó por enviar primero a un intérprete que explicase a los vecinos que el cónsul británico venía solo, sin ningún oficial belga, para averiguar los problemas y necesidades que afrontaban.
Al tercer día de viaje, en Bolobo, donde había también una misión de la Sociedad Bautista Misionera, tuvo el primer anticipo de lo que le esperaba. En el grupo de misioneros bautistas, quien más lo impresionó, por su energía, su inteligencia y su simpatía, fue la doctora Lily de Hailes. Alta, incansable, ascética, locuaz, llevaba catorce años en el Congo, hablaba varios idiomas indígenas y dirigía el hospital para nativos con tanta dedicación como eficacia. El local estaba atestado. Mientras recorrían las hamacas, camastros y esteras donde yacían los pacientes, Roger le preguntó con toda intención por qué había tantas víctimas de heridas en las nalgas, piernas y espaldas. Miss Hailes lo miró con indulgencia.
—Son víctimas de una plaga que se llama chicote, señor cónsul. Una fiera más sanguinaria que el león y la cobra. ¿No hay chicotes en Boma y en Matadi?
—No se aplican con tanta liberalidad como aquí.
La doctora Hailes debía haber tenido de joven una gran cabellera rojiza, pero, con los años, se había llenado de canas y sólo le quedaban algunos mechones encendidos que escapaban del pañuelo con que se cubría la cabeza. El sol había requemado su cara huesuda, su cuello y sus brazos, pero sus ojos verdosos seguían jóvenes y vivos, con una fe indomable titilando en ellos.
—Y, si quiere usted saber por qué hay tantos congoleses con vendas en las manos y en sus partes sexuales, también se lo puedo explicar —añadió Lily de Hailes, desafiante—. Porque los soldados de la Forcé Publique les cortaron las manos y los penes o se los aplastaron a machetazos. No se olvide de ponerlo en su informe. Son cosas que no se suelen decir en Europa, cuando se habla del Congo.
Aquella tarde, después de pasar varias horas hablando a través de intérpretes con los heridos y enfermos del Hospital de Bolobo, Roger no pudo cenar. Se sintió en falta con los pastores de la misión, entre ellos la doctora Hailes, que habían asado un pollo en su honor. Se excusó, diciendo que no se sentía bien. Estaba seguro de que, si probaba un solo bocado, vomitaría sobre sus anfitriones.
—Si lo que ha visto lo ha descompuesto, tal vez no es prudente que se entreviste con el capitán Massard —le aconsejó el jefe de la misión—. Escucharlo es una experiencia, bueno, cómo diré, para estómagos fuertes.
—A eso he venido al Medio Congo, señores.
El capitán Pierre Massard, de la Forcé Publique, no estaba destacado en Bolobo sino en Mbongo, donde había una guarnición y un campo de entrenamiento para los africanos que serían soldados en ese cuerpo encargado del orden y la seguridad. Se hallaba en viaje de inspección y había armado una pequeña tienda de campaña vecina a la misión. Los pastores lo invitaron a departir con el cónsul, advirtiéndole a éste que el oficial era famoso por su carácter irascible. Los nativos lo apodaban «Malu Malu» y entre las siniestras hazañas que se le atribuían figuraba haber matado a tres africanos díscolos, a los que puso en hilera, de un solo balazo. No era prudente provocarlo pues de él podía esperarse cualquier cosa.
Era un hombre fortachón y más bien bajo, de cara cuadrada y pelos cortados al rape, con unos dientes manchados de nicotina y una sonrisita congelada en su cara. Tenía unos ojos pequeñitos y algo rasgados y una voz aguda, casi femenina. Los pastores habían preparado una mesa con pastelitos de mandioca y jugos de mango. Ellos no bebían alcohol pero no pusieron objeción a que Casement trajera del Henry Reed una botella de brandy y otra de clarete. El capitán dio la mano a todos, ceremonioso, y saludó a Roger haciéndole una venia barroca y llamándolo «Son Excellence, Monsieur le Cónsul». Brindaron, bebieron y encendieron cigarrillos.
—Si usted me permite, capitán Massard, me gustaría hacerle una pregunta —dijo Roger.
—Qué buen francés, señor cónsul. ¿Dónde lo aprendió?
—Comencé a estudiarlo de joven en Inglaterra. Pero, sobre todo, aquí, en el Congo, donde llevo muchos años. Debo hablarlo con acento belga, me imagino.
—Hágame todas las preguntas que quiera —dijo Massard, bebiendo otro traguito—. Su brandy es excelente, dicho sea de paso.
Los cuatro pastores bautistas estaban allí, quietos y silenciosos, como petrificados. Eran norteamericanos, dos jóvenes y dos ancianos. La doctora Hailes se había marchado al hospital. Comenzaba a anochecer y se escuchaba ya el runrún de los insectos nocturnos. Para espantar a los mosquitos, habían encendido una fogata que crujía suavecito y a ratos humeaba.
—Se lo voy a decir con toda franqueza, capitán Massard —dijo Casement, sin alzar la voz, muy lentamente—. Esas manos trituradas y esos penes cortados que he visto en el Hospital de Bolobo me parecen un salvajismo inaceptable.
—Lo son, claro que lo son —admitió de inmediato el oficial, con un gesto de disgusto—. Y algo peor que eso, señor cónsul: un desperdicio. Esos hombres mutilados ya no podrán trabajar, o lo harán mal y su rendimiento será mínimo. Con la falta de brazos que padecemos aquí, es un verdadero crimen. Póngame delante a los soldados que cortaron esas manos y esos penes y les rajaré la espalda hasta dejarlos sin sangre en las venas.
Suspiró, abrumado por los niveles de imbecilidad que padecía el mundo. Volvió a tomar otro sorbo de brandy y a dar una buena calada a su cigarrillo.
—¿Permiten las leyes o los reglamentos mutilar a los indígenas? —preguntó Roger Casement.
El capitán Massard soltó una risotada y su cara cuadrada, con la risa, se redondeó y aparecieron en ella unos hoyuelos cómicos.
—Lo prohíben de manera categórica —afirmó, manoteando contra algo en el aire—. Hágales entender lo que son leyes y reglamentos a esos animales en dos patas. ¿No los conoce? Si lleva tantos años en el Congo, debería. Es más fácil hacer entender las cosas a una hiena o a una garrapata que a un congolés.
Se volvió a reír pero, al instante, se enfureció. Ahora su expresión era dura y sus ojillos rasgados casi habían desaparecido bajo sus párpados hinchados.
—Le voy a explicar lo que pasa y, entonces, lo entenderá —añadió, suspirando, fatigado de antemano por tener que explicar cosas tan obvias como que la Tierra es redonda—. Todo nace de una preocupación muy sencilla —afirmó, manoteando otra vez con más furia contra ese enemigo alado—. La Forcé Publique no puede derrochar municiones. No podemos permitir que los soldados se gasten las balas que les repartimos matando monos, culebras y demás animales de porquería que les gusta meterse en la panza a veces crudos. En la instrucción se les enseña que las municiones sólo pueden utilizarse en defensa propia, cuando los oficiales se lo ordenen. Pero a estos negros les cuesta acatar las órdenes, por más chicotazos que reciban. La disposición se dio por eso. ¿Lo comprende, señor cónsul?
—No, no lo comprendo, capitán —dijo Roger—. ¿Qué disposición es ésa?
—Que cada vez que disparen le corten la mano o el pene al que han disparado —explicó el capitán—. Para comprobar que no malgastan las balas cazando. Una manera sensata de evitar el desperdicio de municiones ¿no es cierto?
Volvió a suspirar y a tomar otro trago de brandy. Escupió hacia el vacío.
—Pues no, no fue así —se quejó de inmediato el capitán, enfurecido de nuevo—. Porque estas mierdas encontraron cómo burlarse de la disposición. ¿Adivina usted cómo?
—No se me ocurre —dijo Roger.
—Sencillísimo. Cortándoles las manos y los penes a los vivos, para hacernos creer que han disparado contra personas, cuando lo han hecho contra monos, culebras y demás porquerías que se tragan. ¿Comprende ahora por qué hay ahí en el hospital todos esos pobres diablos sin manos y sin pájaros?
Hizo una larga pausa y se tragó el resto del brandy que quedaba en su vaso. Pareció que se entristecía y hasta hizo un puchero.
—Hacemos lo que podemos, señor cónsul —añadió el capitán Massard, apesadumbrado—. No es nada fácil, se lo aseguro. Porque, además de brutos, los salvajes son unos falsarios de nacimiento. Mienten, engañan, carecen de sentimientos y principios. Ni siquiera el miedo les abre las entendederas. Le aseguro que los castigos en la Forcé Publique a los que cortan manos y pájaros a los vivos para engañar y seguir cazando con las municiones que les da el Estado, son muy duros. Visite usted nuestros puestos y compruébelo, señor cónsul.
La conversación con el capitán Massard duró el tiempo que duró la fogata que chisporroteaba a sus pies, dos horas por lo menos. Cuando se despidieron, hacía rato que los cuatro pastores bautistas se habían retirado a dormir. El oficial y el cónsul se habían bebido el brandy y el clarete. Estaban algo achispados, pero Roger Casement conservaba la lucidez. Meses o años después hubiera podido referir al detalle los exabruptos y confesiones que escuchó, y la manera como la cara cuadrada del capitán Pierre Massard se fue congestionando con el alcohol. En las semanas siguientes tendría muchas otras conversaciones con oficiales de la Forcé Publique, belgas, italianos, franceses y alemanes, y oiría de sus bocas cosas terribles, pero en su memoria destacaría siempre como la más llamativa, un símbolo de la realidad congolesa, aquella charla, en la noche de Bolobo, con el capitán Massard. A partir de cierto momento el oficial se puso sentimental. Confesó a Roger que echaba mucho de menos a su mujer. No la veía hacía dos años y recibía de ella pocas cartas. Tal vez había dejado de quererlo. Tal vez se había echado encima un amante. No era de extrañar. Les ocurría a muchos oficiales y funcionarios que, por servir a Bélgica y a Su Majestad el rey, venían a enterrarse en este infierno, a contraer enfermedades, a ser mordidos por víboras, a vivir sin las comodidades más elementales. ¿Y para qué? Para ganar unos sueldos mezquinos, que apenas permitían ahorrar. ¿Alguien les agradecería luego esos sacrificios allá en Bélgica? Por el contrario, en la metrópoli había un prejuicio tenaz contra los «coloniales». Los oficiales y funcionarios que regresaban de la colonia eran discriminados, tenidos a distancia, como si, de tanto codearse con salvajes, se hubieran vuelto salvajes también.
Cuando el capitán Pierre Massard derivó sobre el tema sexual, Roger sintió un disgusto anticipado y quiso despedirse. Pero el oficial estaba ya borracho y para no ofenderlo ni tener un altercado con él debió quedarse. Mientras, aguantando las náuseas, lo escuchaba, se decía que no estaba en Bolobo para hacer de justiciero, sino para investigar y acumular información. Mientras más exacto y completo fuera su informe, más efectiva sería su contribución a luchar contra esta maldad institucionalizada que se había vuelto el Congo. El capitán Massard compadecía a esos jóvenes tenientes o clases del Ejército belga que venían llenos de ilusiones a enseñar a estos infelices a ser soldados. ¿Y su vida sexual, qué? Tenían que dejar allá en Europa a sus novias, esposas y amantes. ¿Y aquí, qué? Ni siquiera prostitutas dignas de ese nombre había en estas soledades dejadas de la mano de Dios. Sólo unas negras asquerosas llenas de bichos a las que había que estar muy borracho para tirárselas, corriendo el riesgo de pescar ladillas, una purgación o un chancro. A él, por ejemplo, le costaba trabajo. Tenía fiascos, ¡nom de Dieu! No le había ocurrido nunca antes, en Europa. ¡Fiascos en la cama, él, Fierre Massard! Ni siquiera era recomendable la corneta porque, con esos dientes que tantas negras tenían la costumbre de afilarse, de pronto le daban a uno un mordisco y lo capaban.
Se cogió la bragueta y se echó a reír haciendo una mueca obscena. Aprovechando que Massard seguía festejándose, Roger se puso de pie.
—Tengo que irme, capitán. Debo partir mañana muy temprano y quisiera descansar un poco.
El capitán le estrechó la mano de manera mecánica, pero siguió hablando, sin levantarse de su asiento, con la voz floja y los ojos vidriosos. Cuando Roger se alejaba, lo escuchó a sus espaldas, murmurando que elegir la carrera militar había sido el gran error de su vida, un error que seguiría pagando el resto de su existencia.
Zarpó a la mañana siguiente en el Henry Reed rumbo a Lukolela. Estuvo allí tres días, hablando día y noche con toda clase de gente: funcionarios, colonos, capataces, nativos. Luego avanzó hasta Ikoko, donde penetró en el lago Mantumba. En sus alrededores se encontraba esa enorme extensión de tierra llamada «Dominio de la Corona».
En torno a ella operaban las principales compañías privadas caucheras, la Lulonga Company, la ABIR Company y la Société Anversoise du Commerce au Congo, que tenían vastas concesiones en toda la región. Visitó decenas de aldeas, algunas a orillas del inmenso lago y otras en el interior. Para llegar a estas últimas era preciso desplazarse en pequeñas canoas a remo o pértiga y caminar horas en plena maleza oscura y húmeda, que iban abriendo a machetazos los indígenas y que, muchas veces, lo obligaban a chapotear con el agua hasta la cintura por terrenos inundados y fangales pestilentes entre nubes de mosquitos y siluetas silentes de murciélagos. Todas esas semanas resistió la fatiga, las dificultades naturales y las inclemencias del tiempo sin amilanarse, en un estado de fiebre espiritual, como hechizado, porque cada día, cada hora, le parecía estar sumiéndose en capas más profundas de sufrimiento y de maldad. ¿Sería así el infierno que Dante describió en su Divina Comedia? No había leído ese libro y en esos días se juró leerlo apenas pudiera echar mano a un ejemplar.
Los indígenas, que, al principio de su viaje, echaban a correr apenas veían aproximarse el Henry Reed, creyendo que el vaporcito traía soldados, pronto empezaron más bien a salir a su encuentro y a enviarle emisarios para que visitara sus aldeas. Había corrido la voz entre los nativos que el cónsul británico recorría la región escuchando sus quejas y pedidos, y, entonces, iban a él con testimonios e historias cada cual peor que la otra. Creían que él tenía poderes para enderezar todo lo que andaba torcido en el Congo. Se lo explicaba en vano. No tenía poder alguno. Él informaría sobre esas injusticias y crímenes y Gran Bretaña y sus aliados exigirían al Gobierno belga que pusiera fin a los abusos y castigara a los torturadores y criminales. Era todo lo que podía hacer. ¿Le entendían? Ni siquiera era seguro que lo escucharan. Estaban tan urgidos de hablar, de contar las cosas que les sobrevenían que no le prestaban atención. Hablaban a borbotones, con desesperación y rabia, atorándose. Los intérpretes tenían que atajarlos, rogándoles que hablaran más despacio para poder hacer bien su trabajo.
Roger escuchaba, tomando notas. Luego, noches enteras escribía en sus fichas y cuadernos lo que había oído, para que nada de aquello se perdiera. Apenas probaba bocado. Lo angustiaba tanto el temor de que todos aquellos papeles que borroneaba pudieran extraviarse que no sabía ya dónde ocultarlos, qué precauciones tomar. Optó por llevarlos consigo, sobre los hombros de un cargador que tenía orden de no apartarse nunca de su lado.
Apenas dormía y, cuando la fatiga lo rendía, lo atacaban las pesadillas, haciéndolo pasar del miedo al pasmo, de visiones satánicas a un estado de desolación y tristeza en que todo perdía sentido y razón de ser: su familia, sus amigos, sus ideas, su país, sus sentimientos, su trabajo. En esos momentos añoraba más que nunca a su amigo Herbert Ward y su entusiasmo contagioso por todas las manifestaciones de la vida, esa alegría optimista que nada ni nadie podía abatir.
Después, cuando aquel viaje hubo terminado y él escribió su informe y partió del Congo y sus veinte años pasados en el África fueron sólo memoria, Roger Casement se dijo muchas veces que si había una sola palabra que fuera la raíz de todas las cosas horribles que ocurrían aquí, esa palabra era codicia. Codicia de ese oro negro que, para desgracia de su gente, albergaban en abundancia los bosques congoleses. Esa riqueza era la maldición que había caído sobre esos desdichados y, de seguir así las cosas, los desaparecería de la faz de la Tierra. A esa conclusión llegó en esos tres meses y diez días: si el caucho no se agotaba antes, serían los congoleses los que se agotarían con ese sistema que los estaba aniquilando por cientos y millares.
En aquellas semanas, a partir de su ingreso en las aguas del lago Mantumba, los recuerdos se le mezclarían como naipes barajados. Si no hubiera llevado en sus cuadernos un registro tan minucioso de fechas, lugares, testimonios y observaciones, en su memoria todo aquello andaría revuelto y trastocado. Cerraba los ojos y, en un torbellino vertiginoso, aparecían y reaparecían esos cuerpos de ébano con cicatrices rojizas como viboritas rajándoles las espaldas, las nalgas y las piernas, los muñones de niños y viejos en sus brazos cercenados, las caras macilentas, cadavéricas, de las que parecían haber sido extraídas la vida, la grasa, los músculos, quedando en ellas sólo la piel, la calavera y esa expresión o mueca fija que expresaba, más que el dolor, la infinita estupefacción por aquello que padecían. Y era siempre lo mismo, hechos que se repetían una y otra vez en todas las aldeas y villorrios donde Roger Casement ponía los pies con sus libretas, lápices y su cámara fotográfica.
Todo era simple y claro en el punto de partida. A cada aldea se le habían fijado unas obligaciones precisas: entregar unas cuotas semanales o quincenales de alimentos —mandioca, aves de corral, carne de antílope, cerdos salvajes, cabras o patos— para alimentar a la guarnición de la Forcé Publique y a los peones que abrían caminos, plantaban los postes de telégrafo y construían embarcaderos y depósitos. Además, la aldea debía entregar determinada cantidad de caucho recolectado en canastas tejidas con lianas vegetales por los mismos indígenas. Los castigos por incumplir estas obligaciones variaban. Por entregar menos de las cantidades establecidas de alimentos o de caucho, la pena eran los chicotazos, nunca menos de veinte y a veces hasta cincuenta o cien. Muchos de los castigados se desangraban y morían. Los indígenas que huían —muy pocos— sacrificaban a su familia porque, en ese caso, sus mujeres quedaban como rehenes en las maisons d’otages que la Forcé Publique tenía en todas sus guarniciones. Allí, las mujeres de prófugos eran azotadas, condenadas al suplicio del hambre y de la sed, y a veces sometidas a torturas tan retorcidas como hacerles tragar su propio excremento o el de sus guardianes.
Ni siquiera las disposiciones dictadas por el poder colonial —compañías privadas y propiedades del rey por igual— se respetaban. En todos los lugares el sistema era violado y empeorado por los soldados y oficiales encargados de hacerlo funcionar, porque en cada aldea los militares y agentes del Gobierno aumentaban las cuotas, a fin de quedarse ellos con parte de los alimentos y unas canastas de caucho, con los que hacían pequeños negocios revendiéndolos.
En todas las aldeas que Roger visitó, las quejas de los caciques eran idénticas: si todos los hombres se dedicaban a recoger caucho ¿cómo podían salir a cazar y cultivar mandioca y otros alimentos para dar de comer a las autoridades, jefes, guardianes y peones? Además, los árboles de caucho se iban agotando, lo que obligaba a los recolectores a internarse cada vez más lejos, en regiones desconocidas e inhóspitas donde muchos habían sido atacados por leopardos, leones y víboras. No era posible cumplir con todas esas exigencias, por más esfuerzos que hicieran.
El 1 de septiembre de 1903 Roger Casement cumplió treinta y nueve años. Navegaban en el río Lopori. La víspera habían dejado atrás el poblado de Isi Isulo, en las colinas que trepaban la montaña de Bongandanga. El cumpleaños quedaría grabado de manera imborrable en su memoria, como si Dios o acaso el diablo hubiera querido que ese día comprobara que, en materia de crueldad humana, no había límites, que siempre era posible ir más allá inventando maneras de infligir tormento al prójimo.
El día amaneció nublado y con amenaza de tormenta, pero la lluvia no llegó a estallar y toda la mañana la atmósfera estuvo cargada de electricidad. Roger se disponía a desayunar cuando llegó hasta el improvisado embarcadero donde estaba acoderado el Henry Reed un monje trapense, de la misión que tenía aquella orden en la localidad de Coquilhatville: el padre Hutot. Era alto y flaco como un personaje del Greco, con una larga barba canosa y unos ojos en los que rebullía algo que podía ser cólera, espanto o pasmo, o las tres cosas a la vez.
—Sé lo que hace usted por estas tierras, señor cónsul —dijo alcanzándole a Roger Casement una mano esquelética. Hablaba un francés atropellado por una exigencia imperiosa—. Le ruego que me acompañe a la aldea de Walla. Está sólo a una hora u hora y media de aquí. Usted tiene que verlo con sus propios ojos.
Hablaba como si tuviera la fiebre y tembladera del paludismo.
—Está bien, mon pére —asintió Casement—. Pero, siéntese, tomemos un café y coma usted algo, primero.
Mientras desayunaba, el padre Hutot explicó al cónsul que los trapenses de la misión de Coquilhatville tenían permiso de la orden para romper el estricto régimen de clausura que en otras partes los regía, a fin de prestar ayuda a los naturales, «que tanto lo necesitan, en esta tierra donde Belcebú parece estar ganándole la batalla al Señor».
No sólo la voz le temblaba al monje, también los ojos, las manos y el espíritu. Pestañeaba sin tregua. Vestía una túnica rústica, manchada y mojada, y sus pies llenos de barro y arañazos estaban embutidos en unas sandalias de tiras. El padre Hutot llevaba cerca de diez años en el Congo. Desde hacía ocho recorría las aldeas de la región de tanto en tanto. Había trepado hasta la cumbre del Bongandanga y visto de cerca un leopardo que, en vez de saltar sobre él, se apartó del sendero moviendo la cola. Hablaba lenguas indígenas y se había ganado la confianza de los nativos, en especial los de Walla, «esos mártires».
Se pusieron en marcha por una angosta trocha, entre altos ramajes, interrumpidos de tanto en tanto por delgados arroyos. Se oía el canto de invisibles pájaros y a veces una bandada de papagayos volaba chillando sobre sus cabezas. Roger advirtió que el monje caminaba por el bosque con desenvoltura, sin tropezar, como si tuviera una larga experiencia en estas marchas a través de la maleza. El padre Hutot le fue explicando lo ocurrido en Walla. Como el pueblo, ya muy mermado, no pudo entregar completo el último cupo de alimentos, caucho y maderas, ni ceder el número de brazos que las autoridades exigían, vino un destacamento de treinta soldados de la Forcé Publique al mando del teniente Tanville, de la guarnición de Coquilhatville. Al verlos acercarse, el pueblo entero huyó al monte. Pero los intérpretes fueron a buscarlos y a asegurarles que podían volver. Nada les ocurriría, el teniente Tanville sólo quería explicarles las nuevas disposiciones y negociar con el pueblo. El cacique les ordenó regresar. Apenas lo hicieron, los soldados cayeron sobre ellos. Hombres y mujeres fueron atados a los árboles y azotados. Una embarazada que pretendía alejarse para ir a orinar fue matada de un balazo por un soldado que creyó que huía. Otras diez mujeres fueron llevadas a la maison d’otages de Coquilhatville como rehenes. El teniente Tanville dio una semana de plazo a Walla para que completaran el cupo que debían so pena de que esas diez mujeres fueran fusiladas y la aldea quemada.
Cuando, pocos días después de esa ocurrencia, el padre Hutot llegó a Walla se encontró con un espectáculo atroz. Para poder cumplir con las cuotas que adeudaban, las familias de la aldea habían vendido a hijos e hijas, y dos de los hombres a sus mujeres, a mercaderes ambulantes que hacían la trata de esclavos a ocultas de las autoridades. El trapense creía que los niños y las mujeres vendidas debían ser al menos ocho, pero acaso eran más. Los indígenas estaban aterrorizados. Habían enviado a comprar caucho y alimentos para cumplir con la deuda, pero no era seguro que el dinero de la venta alcanzara.
—¿Puede usted creer que ocurran cosas así en este mundo, señor cónsul?
—Sí, mon pére. Ahora ya creo todo lo malo y terrible que me cuentan. Si algo he aprendido en el Congo, es que no hay peor fiera sanguinaria que el ser humano.
«No vi llorar a nadie en Walla», pensaría después Roger Casement. Tampoco oyó a nadie quejarse. La aldea parecía habitada por autómatas, seres espectrales que ambulaban en el claro, entre la treintena de chozas de varillas de madera y techos cónicos de hojas de palma, de un lado al otro, desbrujulados, sin saber adonde ir, olvidados de quiénes eran, dónde estaban, como si una maldición hubiera caído sobre la aldea convirtiendo a sus pobladores en fantasmas. Pero fantasmas con espaldas y nalgas llenas de cicatrices frescas, algunas con rastros de sangre como si las heridas estuvieran aún abiertas.
Con la ayuda del padre Hutot, que hablaba corrido el idioma de la tribu, Roger cumplió con su trabajo. Interrogó a cada uno y a cada una de los pobladores, escuchándolos repetir lo que ya había oído y oiría después muchas veces. Aquí también, en Walla, se sorprendió de que ninguno de esos pobres seres se quejara de lo principal: ¿con qué derecho habían venido esos forasteros a invadirlos, explotarlos y maltratarlos? Sólo tenían en cuenta lo inmediato: las cuotas. Eran excesivas, no había fuerza humana que pudiera reunir tanto caucho, tantos alimentos y ceder tantos brazos. Ni siquiera se quejaban de los azotes y de los rehenes. Sólo pedían que les rebajaran un poco las cuotas para poder cumplir con ellas y de este modo tener contentas a las autoridades con la gente de Walla.
Roger pernoctó esa noche en la aldea. Al día siguiente, con sus libretas cargadas de anotaciones y testimonios, se despidió del padre Hutot. Había decidido alterar la trayectoria programada. Volvió al lago Mantumba, abordó el Henry Reed y se dirigió a Coquilhatville. El pueblo era grande, de calles irregulares y de tierra, con viviendas esparcidas entre palmeras y pequeños cuadrados de cultivos. Apenas desembarcó, fue a la guarnición de la Forcé Publique, un vasto espacio de rústicas construcciones y una empalizada de estacas amarillas.
El teniente Tanville había salido en misión de trabajo. Pero lo recibió el capitán Marcel Junieux, jefe de la Guarnición y militar responsable de todas las estaciones y puestos de la Forcé Publique de la región. Era un cuarentón alto, delgado, musculoso, con la piel bruñida por el sol y los cabellos ya grises cortados al rape. Tenía una medallita de la Virgen colgándole del cuello y el tatuaje de un animalito en el antebrazo. Lo hizo pasar a un rústico despacho en el que había, prendidos de las paredes, algunos banderines y una fotografía de Leopoldo II en uniforme de parada. Le ofreció una taza de café. Lo hizo sentar frente a su pequeña mesa de trabajo llena de libretas, reglas, mapas y lápices, en una sillita muy frágil, que parecía a punto de desplomarse con cada movimiento de Roger Casement. El capitán había vivido en su infancia en Inglaterra, donde su padre tenía negocios, y hablaba buen inglés. Era un oficial de carrera que se ofreció como voluntario a venir al Congo hacía cinco años, «para hacer patria, señor cónsul». Se lo dijo con ácida ironía.
Estaba a punto de ser ascendido y de regresar a la metrópoli. Escuchó a Roger sin interrumpirlo ni una vez, muy serio y, en apariencia, profundamente concentrado en lo que oía. Su expresión, grave e impenetrable, no se alteraba ante ningún detalle. Roger fue preciso y minucioso. Dejó muy claro qué cosas le habían contado y cuáles había visto con sus propios ojos: las espaldas y las nalgas rajadas, los testimonios de quienes habían vendido a sus hijos para completar las cuotas que no habían podido reunir. Explicó que el Gobierno de Su Majestad sería informado sobre estos horrores, pero que, además, él creía su deber dejar sentada, en nombre del Gobierno que representaba, su protesta por que la Forcé Publique fuera responsable de atropellos tan atroces como los de Walla. Era testigo presencial de que aquel poblado se había convertido en un pequeño infierno. Cuando calló, la cara del capitán Junieux seguía inmutable. Esperó un buen rato, en silencio. Por fin, haciendo un pequeño movimiento de cabeza, dijo, con suavidad:
—Como usted sin duda sabe, señor cónsul, nosotros, quiero decir la Forcé Publique, no dictamos las leyes. Nos limitamos a hacer que se cumplan.
Tenía una mirada clara y directa, sin asomo de incomodidad ni irritación.
—Conozco las leyes y reglamentos que regulan el Estado Independiente del Congo, capitán. Nada en ellos autoriza a que se mutile a los nativos, se les azote hasta desangrarlos, se tenga de rehenes a las mujeres para que sus maridos no huyan y se extorsione a las aldeas al extremo de que las madres tengan que vender a sus hijos para poder entregar las cuotas de comida y caucho que ustedes les exigen.
—¿Nosotros? —exageró su sorpresa el capitán Junieux. Negaba con la cabeza y al accionar el animalito del tatuaje se movía—. Nosotros no exigimos nada a nadie. Recibimos órdenes y las hacemos cumplir, eso es todo. La Forcé Publique no fija esas cuotas, señor Casement. Las fijan las autoridades políticas y los directores de las compañías concesionarias. Nosotros somos los ejecutores de una política en la que no hemos intervenido para nada. Nunca nadie nos pidió nuestra opinión. Si lo hubieran hecho, tal vez las cosas andarían mejor.
Se calló y pareció distraerse, un momento. Por las grandes ventanas con rejillas metálicas, Roger veía un descampado cuadrangular y sin árboles donde marchaba una formación de soldados africanos, que llevaban pantalones de dril e iban con los torsos desnudos y descalzos. Cambiaban de dirección a la voz de mando de un suboficial, él sí con botines, camisa de uniforme y quepis.
—Haré una investigación. Si el teniente Tanville ha cometido o amparado exacciones, será castigado —dijo el capitán—. Los soldados también, por supuesto, si se excedieron en el uso del chicote. Es todo lo que puedo prometerle. Lo demás está fuera de mi alcance, corresponde a la justicia. Cambiar este sistema no es tarea de militares, sino de jueces y políticos. Del Supremo Gobierno. Eso también lo sabe usted, me imagino.
En su voz había asomado de pronto un tonito desalentado.
—Nada me gustaría más que el sistema cambiara. A mí también me disgusta lo que ocurre aquí. Lo que estamos obligados a hacer ofende mis principios —se tocó la medallita del cuello—. Mi fe. Yo soy un hombre muy católico. Allá, en Europa, siempre traté de ser consecuente con mis creencias. Aquí, en el Congo, eso no es posible, señor cónsul. Esa es la triste verdad. Por eso, estoy muy contento de volver a Bélgica. No seré yo quien ponga otra vez los pies en África, le aseguro.
El capitán Junieux se levantó de su mesa, se acercó a una de las ventanas. Dando al cónsul la espalda, estuvo un buen rato callado, observando a aquellos reclutas que jamás lograban acompasar la marcha, se tropezaban y tenían torcidas las filas de la formación.
—Si es así, usted podría hacer algo para poner fin a estos crímenes —murmuró Roger Casement—. No es para esto que los europeos hemos venido al África.
—¿Ah, no? —el capitán Junieux se volvió a mirarlo y el cónsul advirtió que el oficial había palidecido algo—. ¿A qué hemos venido, pues? Ya lo sé: a traer la civilización, el cristianismo y el comercio libre. ¿Usted todavía cree eso, señor Casement?
—Ya no —repuso Roger Casement en el acto—. Lo creía antes, sí. De todo corazón. Lo creí muchos años, con toda la ingenuidad del muchacho idealista que fui. Que Europa venía al África a salvar vidas y almas, a civilizar a los salvajes. Ahora sé que me equivoqué.
El capitán Junieux cambió de expresión y a Roger le pareció que, de pronto, la cara del oficial había reemplazado esa máscara hierática por otra más humana. Que lo miraba, incluso, con la piadosa simpatía que merecen los idiotas.
—Trato de redimirme de ese pecado de juventud, capitán. Para eso he venido hasta Coquilhatville. Por eso estoy documentando, con la mayor prolijidad, los abusos que se cometen aquí en nombre de la supuesta civilización.
—Le deseo éxito, señor cónsul —se burló con una sonrisa el capitán Junieux—. Pero, si me permite que le hable con franqueza, me temo que no lo tendrá. No hay fuerza humana que cambie este sistema. Es demasiado tarde para eso.
—Si no le importa, me gustaría visitar la cárcel y la maison d’otages, donde tienen a las mujeres que trajeron de Walla —dijo Roger, cambiando bruscamente de tema.
—Puede usted visitar todo lo que quiera —asintió el oficial—. Está en su casa. Eso sí, permítame recordarle una vez más lo que le dije. No somos nosotros los que inventamos el Estado Independiente del Congo. Sólo lo hacemos funcionar. Es decir, también somos sus víctimas.
La cárcel era un galpón de madera y ladrillo, sin ventanas, con una sola entrada, custodiada por dos soldados nativos con escopetas. Había una docena de hombres, algunos ancianos, semidesnudos, tumbados en el suelo, y dos de ellos amarrados a unos anillos sujetos a la pared. No fueron las caras abatidas o inexpresivas de esos esqueletos silenciosos cuyos ojos lo siguieron de un lado al otro mientras recorría el recinto lo que más le chocó, sino el olor a orines y excrementos.
—Hemos tratado de inculcarles que hagan sus necesidades en esos baldes —le adivinó el pensamiento el capitán, señalando un recipiente—. Pero no están acostumbrados. Prefieren el suelo. Allá ellos. No les importa el olor. Tal vez ni lo sienten.
La maison d’otages era un recinto más pequeño, pero el espectáculo resultaba más dramático porque estaba atestado, al extremo de que Roger apenas pudo circular entre esos cuerpos apiñados y semidesnudos. El espacio era tan estrecho que muchas mujeres no podían sentarse ni echarse, debían permanecer de pie.
—Esto es excepcional —explicó el capitán Junieux, señalando—. Nunca hay tantas. Esta noche, para que puedan dormir, trasladaremos a la mitad de ellas a una de las cuadras de soldados.
Aquí también el olor a orines y a excrementos era irresistible. Algunas mujeres eran muy jóvenes, casi niñas. Todas tenían la misma mirada perdida, sonámbula, más allá de la vida, que Roger vería en tantas congolesas a lo largo de este viaje. Una de las rehenes tenía un recién nacido en brazos, tan quieto que parecía muerto.
—¿Qué criterio sigue usted para irlas soltando? —preguntó el cónsul.
—No lo decido yo sino un magistrado, señor. Hay tres, en Coquilhatville. El criterio es uno solo: cuando los maridos entregan las cuotas que deben, pueden llevarse a sus mujeres.
—¿Y si no lo hacen?
El capitán se encogió de hombros.
—Algunas consiguen escaparse —dijo, sin mirarlo, bajando la voz—. A otras, se las llevan los soldados y las hacen sus mujeres. Esas son las que tienen más suerte. Algunas se vuelven locas y se matan. Otras se mueren de la pena, el cólera y el hambre. Como usted ha visto, casi no tienen qué comer. Tampoco es nuestra falta. No recibo alimentos suficientes ni para alimentar a los soldados. Y, menos, a los presos. A veces, hacemos pequeñas colectas entre los oficiales para mejorar el rancho. Las cosas son así. Soy el primero en lamentar que no sean de otro modo. Si usted logra que esto mejore, la Forcé Publique se lo agradecerá.
Roger Casement fue a visitar a los tres magistrados belgas de Coquilhatville, pero sólo uno de ellos lo recibió.
Los otros dos inventaron pretextos para evitarlo. Maitre Duval, en cambio, un cincuentón gordito y rozagante que, pese al calor tropical, llevaba chaleco, puños postizos y levita con leontina lo hizo pasar a su desguarnecido despacho y le ofreció una taza de té. Lo escuchó con educación, sudando copiosamente. Se limpiaba la cara de tanto en tanto con un pañuelo ya empapado. A ratos reprobaba con movimientos de cabeza y expresión afligida lo que el cónsul le exponía. Cuando terminó, le pidió que detallara todo aquello por escrito. De esta manera él podría elevar al Tribunal del que formaba parte un requisitorio a fin de que se abriera una investigación formal sobre esos lamentables episodios. Aunque tal vez, rectificó maître Duval con un dedo reflexivo en el mentón, sería preferible que el señor cónsul elevara aquel informe al Tribunal Superior, establecido ahora en Leopoldville. Por ser una instancia más alta e influyente, podía actuar con más eficacia en toda la colonia. No sólo para poner remedio a aquel estado de cosas, sino, asimismo, resarcir con compensaciones económicas a las familias de las víctimas y a ellas mismas. Roger Casement le dijo que así lo haría. Se despidió, convencido de que maître Duval no movería un dedo y el Tribunal Superior de Leopoldville tampoco. Pero, aun así, elevaría el escrito.
Al atardecer, cuando estaba por partir, un nativo vino a decirle que los monjes de la misión trapense querían verlo. Allí se encontró de nuevo con le pére Hutot. Los monjes —eran media docena— querían pedirle que sacara a escondidas en su vaporcito a un puñado de prófugos a quienes ellos tenían escondidos en la trapa, desde hacía días. Procedían todos del pueblo de Bonginda, río Congo arriba, donde, por no cumplir con las cuotas de caucho, la Forcé Publique había llevado a cabo una operación de castigo tan dura como la de Walla.
La trapa de Coquilhatville era una gran casa de barro, piedras y madera de dos pisos que, por afuera, parecía un fortín. Sus ventanas estaban tapiadas. El abate, Dom Jesualdo, de origen portugués, era ya muy anciano, al igual que otros dos monjes, esmirriados y como perdidos en sus túnicas blancas, con escapularios negros y toscos cinturones de cuero. Sólo los más viejos eran monjes, los otros legos. Todos, al igual que el padre Hutot, lucían esa flacura semiesquelética que era como el emblema de los trapenses del lugar. Por adentro, el local era luminoso, pues sólo la capilla, el refectorio y el dormitorio de los monjes estaban techados. Había un jardín, un huerto. Un corral con aves, un cementerio y una cocina con un gran fogón.
—¿Qué delito ha cometido esa gente que ustedes me piden sacar de aquí a ocultas de las autoridades?
—Ser pobres, señor cónsul —dijo Dom Jesualdo, compungido—. Usted lo sabe muy bien. Acaba de ver en Walla lo que significa ser pobre, humilde y congolés.
Casement asintió. Seguramente era un acto misericordioso prestar la ayuda que los trapenses le pedían. Pero vacilaba. Como diplomático, sacar a escondidas a prófugos de la justicia, por más que fueran perseguidos por razones indebidas, era riesgoso, podía comprometer a Gran Bretaña y desnaturalizar por completo la misión de información que estaba cumpliendo para el Foreign Office.
—¿Puedo verlos y hablar con ellos?
Dom Jesualdo asintió. El pére Hutot se retiró y volvió con el grupo casi de inmediato. Eran siete, todos hombres, entre ellos tres niños. Todos tenían la mano izquierda cortada o destrozada a culatazos. Y huellas de chicotazos en el pecho y la espalda. El jefe del grupo se llamaba Mansunda y llevaba un penacho de plumas y una sarta de collares con dientes de animales; su cara lucía cicatrices antiguas de los ritos de iniciación de su tribu. El padre Hutot sirvió de intérprete. La aldea de Bonginda había incumplido por dos veces consecutivas las entregas de caucho —los árboles de la zona estaban ya exhaustos de látex— a los emisarios de la Compañía Lulonga, concesionaria de la región. Entonces, los centinelas africanos apostados por la Forcé Publique en la aldea comenzaron a azotar y a cortar manos y pies. Hubo una efervescencia de cólera y el pueblo, rebelándose, dio muerte a un guardia, en tanto que los otros lograban huir. A los pocos días, la aldea de Bonginda fue ocupada por una columna de la Forcé Publique que prendió fuego a todas las casas, mató a buen número de pobladores, hombres y mujeres, a algunos quemándolos en el interior de sus cabañas, y trayéndose al resto a la cárcel de Coquilhatville y a la maison d’otages. El curaca Mansunda creía que ellos eran los únicos que habían conseguido escapar, gracias a los trapenses. Si la Forcé Publique los capturaba serían víctimas del escarmiento, igual que los demás, porque en todo el Congo la rebeldía de los nativos se castigaba siempre con el exterminio de toda la comunidad.
—Está bien, mon pére —dijo Casement—. Los llevaré conmigo en el Henry Reed hasta alejarlos de aquí. Pero sólo hasta la orilla francesa más cercana.
—Dios se lo pagará, señor cónsul —dijo le pére
Hutot.
—No lo sé, mon pére —repuso el cónsul—. Ustedes y yo estamos violando la ley, en este caso.
—La ley de los hombres —lo rectificó el trapense—. La estamos transgrediendo, justamente, para ser fieles a la ley de Dios.
Roger Casement compartió con los monjes su cena frugal y herbívora. Charló largo rato con ellos. Dom Jesualdo bromeó que en su honor los trapenses estaban violando la regla de silencio que regía en la orden. Monjes y legos le parecieron abrumados y vencidos por este país igual que él mismo. ¿Cómo se había podido llegar a esto?, reflexionó en voz alta ante ellos. Y les contó que diecinueve años atrás había venido al Africa lleno de entusiasmo, convencido de que la empresa colonial iba a traer una vida digna a los africanos. ¿Cómo era posible que la colonización se hubiera convertido en esta horrible rapiña, en esta crueldad vertiginosa en que gentes que se decían cristianas torturaran, mutilaran, mataran a seres indefensos y los sometieran a crueldades tan atroces, incluidos niños, ancianos? ¿No habíamos venido aquí los europeos a acabar con la trata y a traer la religión de la caridad y la justicia? Porque, esto que ocurría aquí era todavía peor que la trata de esclavos ¿verdad?
Los monjes lo dejaron desfogarse, sin abrir la boca. ¿Era que, en contra de lo que dijo el abad, no querían romper la regla de silencio? No: estaban tan confusos y lastimados por el Congo como él.
—Los caminos de Dios son inescrutables para pobres pecadores como nosotros, señor cónsul —suspiró Dom Jesualdo—. Lo importante es no caer en la desesperación. No perder la fe. Que haya aquí hombres como usted, a nosotros nos alienta, nos devuelve la esperanza. Le deseamos éxito en su misión. Rezaremos para que Dios le permita hacer algo por esta humanidad desdichada.
Los siete fugitivos subieron al Henry Reed al amanecer del día siguiente, en un codo del río, cuando el vaporcito se hallaba ya algo distante de Coquilhatville. Los tres días que permanecieron con él, Roger estuvo tenso y angustiado. Había dado a la tripulación una vaga explicación para justificar la presencia de los siete nativos mutilados y le pareció que los hombres desconfiaban y miraban con sospechas al grupo, con el que no tenían comunicación. A la altura de Irebu, el Henry Reed se acercó a la orilla francesa del río Congo y esa noche, mientras la tripulación dormía, siete siluetas silentes se escurrieron y desaparecieron en la maleza de la orilla. Nadie preguntó luego al cónsul qué había sido de ellos.
A estas alturas del viaje Roger Casement comenzó a sentirse mal. No sólo moral y psicológicamente. También su cuerpo acusaba los efectos de la falta de sueño, de las picaduras de los insectos, del esfuerzo físico desmedido, y, acaso, sobre todo, de su estado de ánimo en el que la rabia sucedía a la desmoralización, la voluntad de cumplir con su trabajo a la premonición de que tampoco su informe serviría para nada, porque, allá en Londres, los burócratas del Foreign Office y los políticos al servicio de Su Majestad decidirían que era imprudente enemistarse con un aliado como Leopoldo II, que publicar un report con acusaciones tan serias tendría consecuencias perjudiciales para Gran Bretaña pues equivaldría a echar a Bélgica en brazos de Alemania. ¿No eran los intereses del Imperio más importantes que las quejas plañideras de unos salvajes semidesnudos que adoraban felinos y serpientes y eran antropófagos?
Haciendo esfuerzos sobrehumanos para vencer las rachas de abatimiento, los dolores de cabeza, las náuseas, la descomposición de cuerpo —sentía que adelgazaba porque había tenido que abrir nuevos agujeros a su cinturón—, continuó visitando aldeas, puestos, estaciones, interrogando a aldeanos, funcionarios, empleados, centinelas, recolectores de caucho, y sobreponiéndose como podía al cotidiano espectáculo de los cuerpos martirizados por los latigazos, las manos cortadas, y las historias pesadillescas de asesinatos, encarcelamientos, chantajes y desapariciones. Llegó a pensar que ese sufrimiento generalizado de los congoleses impregnaba el aire, el río y la vegetación que lo rodeaba con un olor particular, una pestilencia que no era sólo física, sino también espiritual, metafísica.
«Creo que estoy perdiendo el juicio, querida Gee», le escribió a su prima Gertrude desde la estación de Bongandanga, el día que decidió dar media vuelta y emprender el regreso a Leopoldville. «Hoy he iniciado el regreso a Boma. Según mis planes, debería haber continuado en el Alto Congo un par de semanas más. Pero, la verdad, ya tengo material de sobra para mostrar en mi informe las cosas que aquí ocurren. Temo que, de continuar escudriñando los extremos a que puede llegar la maldad y la ignominia de los seres humanos, no seré siquiera capaz de escribir mi report. Estoy en las orillas de la locura. Un ser humano normal no puede sumergirse por tantos meses en este infierno sin perder la sanidad, sin sucumbir a algún trastorno mental. Algunas noches, en mi desvelo, siento que me está ocurriendo. Algo se está desintegrando en mi mente. Vivo con una angustia constante. Si sigo codeándome con lo que ocurre aquí terminaré yo también impartiendo chicotazos, cortando manos y asesinando congoleses entre el almuerzo y la cena sin que ello me produzca el menor malestar de conciencia ni me quite el apetito. Porque eso es lo que les ocurre a los europeos en este condenado país».
Sin embargo, aquella larguísima carta no versaba principalmente sobre el Congo, sino Irlanda. «Así es, Gee querida, te parecerá otro síntoma de locura pero este viaje a las profundidades del Congo me ha servido para descubrir a mi propio país. Para entender su situación, su destino, su realidad. En estas selvas no sólo he encontrado la verdadera cara de Leopoldo II. También he encontrado mi verdadero yo: el incorregible irlandés. Cuando volvamos a vernos te llevarás una sorpresa, Gee. Te costará trabajo reconocer a tu primo Roger. Tengo la impresión de haber mudado de piel, como ciertos ofidios, de mentalidad y acaso hasta del alma».
Era cierto. En todos los días que le tomó al Henry Reed bajar por el río Congo hasta Leopoldville-Kinshasa, donde atracó finalmente al atardecer del 15 de septiembre de 1903, el cónsul apenas cambió palabra con la tripulación. Permanecía encerrado en su estrecha cabina, o, si el tiempo lo permitía, tumbado en la hamaca de la popa, con el fiel John acuclillado a sus pies, quieto y atento, como si la pesadumbre en que veía sumido a su amo se le hubiera contagiado.
Sólo pensar en el país de su infancia y juventud, por el que a lo largo de este viaje le había venido de pronto una nostalgia profunda, apartaba de su cabeza esas imágenes del horror congolés empeñadas en destruirlo moralmente y en perturbar su equilibrio psíquico. Recordaba sus primeros años en Dublín, mimado y protegido por su madre, sus años de colegio en Ballymena y sus visitas al castillo con fantasma de Galgorm, sus paseos con su hermana Nina por la campiña del norte de Antrim (¡tan mansa comparada a la africana!) y la felicidad que le deparaban aquellas excursiones a los picachos que escoltaban Glenshesk, su preferido entre los nueve glens del condado, esas cumbres barridas por los vientos desde las que a veces percibía el vuelo de las águilas con sus grandes alas desplegadas y la cresta enhiesta, desafiando al cielo.
¿No era también Irlanda una colonia, como el Congo? Aunque él se hubiera empeñado tantos años en no aceptar esa verdad que su padre y tantos irlandeses del Ulster, como él, rechazaban con ciega indignación. ¿Por qué lo que estaba mal para el Congo estaría bien para Irlanda? ¿No habían invadido los ingleses a Eire? ¿No la habían incorporado al Imperio mediante la fuerza, sin consultar a los invadidos y ocupados, tal como los belgas a los congoleses? Con el tiempo, aquella violencia se había mitigado, pero Irlanda seguía siendo una colonia, cuya soberanía desapareció por obra de un vecino más fuerte. Era una realidad que muchos irlandeses se negaban a ver. ¿Qué diría su padre si lo oyera decir semejantes cosas? ¿Sacaría su pequeño «chicote»? ¿Y su madre? ¿Se escandalizaría Anne Jephson si supiera que en las soledades del Congo su hijo estaba volviéndose, si no de obra, por lo menos de pensamiento, un nacionalista? En aquellas tardes solitarias, rodeado por las aguas marrones y cargadas de hojas, ramas y troncos del río Congo, Roger Casement tomó una decisión: apenas volviera a Europa se procuraría una buena colección de libros dedicados a la historia y la cultura de Eire, que conocía tan mal.
Estuvo apenas tres días en Leopoldville, sin buscar a nadie. En el estado en que se encontraba, no tenía ánimo para visitar autoridades y conocidos y tener que hablarles —mintiéndoles, por supuesto— de su viaje por el Medio y Alto Congo y de lo que había visto en estos meses. Telegrafió en clave al Foreign Office que tenía suficiente material confirmando las denuncias sobre el maltrato de los indígenas. Pidió autorización para trasladarse a la vecina posesión portuguesa para escribir su informe con más tranquilidad que sometido a las presiones del servicio consular en Boma. Y escribió una larga denuncia, que era también una protesta formal, a la Procuraduría del Tribunal Supremo de Leopoldville-Kinshasa sobre los sucesos de Walla, pidiendo una investigación y sanciones para los responsables. Llevó personalmente su escrito a la Procuraduría. Un circunspecto funcionario le prometió enterar de todo ello al procurador, maître Leverville, apenas regresara de una cacería de elefantes con el jefe de la Oficina de Registros Comerciales de la ciudad, monsieur Clothard.
Roger Casement tomó el ferrocarril a Matadi, donde pernoctó sólo una noche. De allí bajó hasta Boma en un vaporcito de carga. En la oficina consular encontró un alto de correspondencia y un telegrama de sus jefes autorizándolo a viajar a Luanda a redactar su informe. Era urgente que lo escribiera y con el mayor detallismo posible. En Inglaterra, la campaña de denuncias contra el Estado Independiente del Congo estaba en plena vorágine y participaban en ella los principales diarios, confirmando o negando «las atrocidades». A las denuncias de la Iglesia bautista se habían sumado, desde hacía tiempo, las del periodista británico de origen francés Edmund D. Morel, secreto amigo y cómplice de Roger Casement. Sus publicaciones causaban gran revuelo en la Cámara de los Comunes, así como en la opinión pública. Había habido ya un debate sobre el tema en el Parlamento. El Foreign Office y el canciller lord Lansdowne en persona esperaban con impaciencia el testimonio de Roger Casement.
En Boma, como en Leopoldville-Kinshasa, Roger evitó hasta donde pudo a la gente del Gobierno, incluso rompiendo el protocolo, algo que no había hecho en todos sus años en el servicio consular. En vez de visitar al gobernador general le envió una carta, excusándose de no ir a presentarle su saludo en persona, alegando problemas de salud. Ni una sola vez jugó al tenis, ni al billar, ni a las cartas, ni dio ni aceptó almuerzos o cenas. Ni siquiera fue a nadar temprano en la mañana en los remansos del río, algo que solía hacer casi a diario, incluso con mal tiempo. No quería ver gente, ni hacer vida social. No quería, sobre todo, que le preguntaran por su viaje y verse obligado a mentir. Estaba seguro de que nunca podría describir con sinceridad a sus amigos y conocidos de Boma lo que pensaba de todo aquello que había visto, oído y vivido en el Medio y Alto Congo en las últimas catorce semanas.
Dedicó todo su tiempo a resolver los asuntos consulares más urgentes y a preparar su viaje a Cabinda y Luanda. Tenía la esperanza de que saliendo del Congo, aunque fuera a otra posesión colonial, se sentiría menos abrumado, más libre. Varias veces trató de ponerse a escribir un borrador del informe, pero no lo consiguió. No sólo su desánimo se lo impedía; la mano derecha se le contraía atacada por un calambre apenas comenzaba a discurrir la pluma sobre el papel. Las hemorroides volvían a fastidiarlo. Casi no comía y los dos criados, Charlie y Mawuku, le decían, preocupados de verlo tan desmejorado, que llamara al médico. Pero, aunque él mismo estaba inquieto por sus desvelos, su falta de apetito y los malestares físicos, no lo hizo, porque ver al doctor Salabert significaría hablar, recordar, contar todo aquello que por el momento sólo quería olvidar.
El 28 de septiembre partió en un barco hacia Banana y allí, al día siguiente, otro vaporcito los trasladó a él y a Charlie a Cabinda. John el bulldog se quedó con Mawuku. Pero ni siquiera los cuatro días que pasó en esa localidad, donde tenía conocidos con los que cenó y que, como ignoraban su viaje al Alto Congo, no lo obligaron a hablar de lo que no quería, se sintió más tranquilo y seguro de sí mismo. Sólo en Luanda, donde llegó el 3 de octubre, comenzó a sentirse mejor. El cónsul inglés, Mr. Briskley, persona discreta y servicial, le proporcionó un pequeño despacho en su oficina. Allí empezó por fin a trabajar mañana y tarde bosquejando las grandes líneas de su report.
Pero sólo sintió que comenzaba a estar bien de verdad, a ser el de antes, tres o cuatro días después de llegar a Luanda, un mediodía, sentado en una mesa del antiguo Café París, donde iba a comer algo luego de trabajar toda la mañana. Estaba echando una ojeada a un viejo diario de Lisboa cuando advirtió, en la calle del frente, a varios nativos semidesnudos descargando una gran carreta llena de fardos de algún producto agrícola, acaso algodón. Uno de ellos, el más joven, era muy hermoso. Tenía un cuerpo alargado y atlético, músculos que asomaban en su espalda, sus piernas y brazos con el esfuerzo que hacía. Su piel oscura, algo azulada, brillaba de sudor. Con los movimientos que hacía al desplazarse con la carga al hombro desde la carreta al interior del depósito, el ligero pedazo de tela que llevaba envuelto en la cadera se abría y dejaba entrever su sexo, rojizo y colgante y más grande que lo normal. Roger sintió una oleada cálida y urgentes deseos de fotografiar al apuesto cargador. No le ocurría hacía meses. Un pensamiento lo animó: «Vuelvo a ser yo mismo». En el pequeño diario que llevaba siempre consigo, anotó: «Muy hermoso y enorme. Lo seguí y lo convencí. Nos besamos ocultos por los helechos gigantes de un descampado. Fue mío, fui suyo. Aullé». Respiró hondo, afiebrado.
Esa misma tarde, Mr. Briskley le entregó un telegrama del Foreign Office. El canciller en persona, lord Lansdowne, le ordenaba regresar a Inglaterra de inmediato, a redactar en Londres mismo su Informe sobre el Congo. Roger había recobrado el apetito y esa noche cenó bien.
Antes de tomar el Zaire, que partió de Luanda a Inglaterra, con escala en Lisboa, el 6 de noviembre, escribió una larga carta a Edmund D. Morel. Se carteaba secretamente con él hacía unos seis meses. No lo conocía en persona. Se enteró de su existencia, primero, por una carta de Herbert Ward, que admiraba al periodista, y, luego, escuchando en Boma a funcionarios belgas y gentes de paso comentar los artículos severísimos cargados de críticas al Estado Independiente del Congo que Morel, quien vivía en Liverpool, publicaba denunciando los abusos de que eran víctimas los nativos de la colonia africana. Discretamente, a través de su prima Gertrude, se procuró algunos folletos editados por Morel. Impresionado con la seriedad de sus acusaciones, en un gesto audaz, Roger le escribió, enviándole la carta a través de Gee. Le decía que llevaba ya muchos años en el África y podía darle informaciones de primera mano para su justa campaña, con la que se solidarizaba. No podía hacerlo abiertamente por su condición de diplomático británico, y, por eso, era preciso que tomaran precauciones con la correspondencia a fin de evitar que fuera identificado su informante de Boma. En la carta que escribió a Morel desde Luanda, Roger le resumía su experiencia última y le decía que, apenas llegara a Europa, se pondría en contacto con él. Nada le hacía tanta ilusión como conocer en persona al único europeo que parecía haber tomado conciencia cabal de la responsabilidad que tenía el Viejo Continente en la conversión del Congo en un infierno.
En el viaje a Londres, Roger recuperó la energía, el entusiasmo, la esperanza. Volvió a tener la seguridad de que su informe sería muy útil para poner fin a aquellos horrores. La impaciencia con que el Foreign Office esperaba su report lo demostraba. Los hechos eran de tal magnitud que el Gobierno británico tendría que actuar, exigir cambios radicales, convencer a sus aliados, revocar esa disparatada concesión personal a Leopoldo II de un continente como era el Congo. Pese a las tempestades que sacudieron al Zaire entre Santo Tomé y Lisboa, y que tuvieron con mareos y vómitos a la mitad de la tripulación, Roger Casement se las arregló para seguir redactando su informe. Disciplinado como antaño y entregado con celo apostólico a la tarea, procuraba escribir con la mayor precisión y sobriedad, sin incurrir en el sentimentalismo ni en consideraciones subjetivas, describir con objetividad sólo lo que había podido comprobar. Mientras más exacto y conciso fuera, sería más persuasivo y eficaz.
Llegó a Londres un 1 de diciembre glacial. Apenas tuvo tiempo de echar una ojeada a esa ciudad lluviosa, fría y fantasmal, porque, una vez que dejó su equipaje en su departamento de Philbeach Gardens, en Earl’s Court, y echó un vistazo a la correspondencia acumulada, debió correr al Foreign Office. A lo largo de tres días se sucedieron reuniones y entrevistas. Se quedó muy impresionado. No había duda, el Congo estaba en el centro de la actualidad desde aquel debate en el Parlamento. Las denuncias de la Iglesia bautista y la campaña de Edmund D. Morel habían hecho mella. Todos exigían un pronunciamiento del Gobierno. Este, antes de hacerlo, contaba con su report. Roger Casement descubrió que, sin quererlo ni saberlo, las circunstancias habían hecho de él un hombre importante. En las dos exposiciones, de una hora cada una, ante funcionarios del Ministerio —a una de ellas asistieron el director para Asuntos Africanos y el viceministro— advirtió el efecto de sus palabras en los oyentes. Las miradas incrédulas del principio se tornaban luego, cuando él respondía a las preguntas con nuevas precisiones, expresiones de repugnancia y espanto.
Le dieron una oficina en un lugar tranquilo de Kensington, lejos del Foreign Office, y un mecanógrafo joven y eficiente, Mr. Joe Pardo. Comenzó a dictarle su informe el viernes 4 de diciembre. Se había corrido la noticia que el cónsul británico en el Congo había llegado a Londres, con un documento exhaustivo sobre la colonia, y trataron de entrevistarlo la agencia Reuters, The Spectator, The Times y varios corresponsales de diarios de Estados Unidos. Pero él, de acuerdo con sus superiores, dijo que sólo hablaría con la prensa luego de que el Gobierno se hubiera pronunciado sobre el tema.
En los días siguientes no hizo otra cosa que trabajar en el report mañana y tarde, añadiendo, cortando y rehaciendo el texto, releyendo una y otra vez sus libretas con los apuntes del viaje que ya conocía de memoria. A mediodía comía apenas un sándwich y todas las noches cenaba temprano en su club, el Wellington. A veces se le unía Herbert Ward. Le hacía bien charlar con su viejo amigo. Un día éste lo arrastró a su estudio, en el 53 de Chester Square, y lo distrajo mostrándole sus recias esculturas inspiradas en el Africa. Otro día, para hacerlo olvidar por unas horas de su obsesiva preocupación, Herbert lo obligó a salir y a comprarse una de las chaquetas de moda, con telas a cuadraditos, una gorra a la francesa y unos zapatos con empeines artificiales de color blanco. Luego, lo llevó a almorzar al lugar preferido de los intelectuales y artistas londinenses, el Eiffel Tower Restaurant. Fueron sus únicas diversiones aquellos días.
Desde su llegada, había pedido autorización al Foreign Office para entrevistarse con Morel. Dio como pretexto querer cotejar con el periodista algunas de las informaciones que él traía. El 9 de diciembre obtuvo la autorización. Y, al día siguiente, Roger Casement y Edmund D. Morel se vieron las caras por primera vez. En lugar de estrecharse la mano, se abrazaron. Conversaron, cenaron juntos en el Comedy, fueron al departamento de Roger en Philbeach Gardens donde pasaron el resto de la noche bebiendo cognac, charlando, fumando y discutiendo hasta que descubrieron a través de las persianas que ya era el nuevo día. Llevaban doce horas de ininterrumpido diálogo. Ambos dirían, después, que aquel encuentro había sido el más importante de sus vidas.
No podían ser más distintos. Roger era muy alto y muy delgado y Morel más bien bajo, fortachón y con tendencia a engordar. Todas las veces que lo vio, a Casement le dio la impresión de que a su amigo los trajes le quedaban apretados. Roger había cumplido treinta y nueve años, pero, pese a su físico afectado por el clima africano y las fiebres palúdicas, parecía, acaso por lo cuidado de su atuendo, más joven que Morel, que tenía sólo treinta y dos y había sido apuesto de joven pero estaba ahora envejecido, con el cabello cortado al medio ya gris, al igual que sus mostachos de foca, y unos ojos ardientes y algo saltones. Les bastó verse para entenderse y —la palabra no les hubiera parecido exagerada— quererse.
¿De qué hablaron aquellas doce horas ininterrumpidas? Mucho del África, por supuesto, pero también de sus familias, de su infancia, de sus sueños, ideales y anhelos de adolescentes, y de cómo, sin proponérselo, el Congo se había instalado en el corazón de sus vidas y las había transformado de pies a cabeza. Roger se quedó maravillado de que alguien que nunca hubiera estado allá conociera tan bien ese país. Su geografía, su historia, su gente, sus problemas. Escuchó fascinado cómo, hacía ya de esto muchos años, ese oscuro empleado de la Eider Dempster Line (la misma empresa en la que había trabajado Roger de joven en Liverpool) que era Morel, encargado en el puerto de Amberes de registrar los barcos y hacer auditorías de su cargamento, entró en sospechas al advertir que el comercio libre que, se suponía, había abierto Su Majestad Leopoldo II entre Europa y el Estado Independiente del Congo, era no sólo asimétrico, sino una farsa. ¿Qué clase de comercio libre era aquel en el que los barcos que venían del Congo descargaban en el gran puerto flamenco toneladas de caucho y cantidades de marfil, aceite de palma, minerales y pieles, y cargaban para llevar allá sólo fusiles, chicotes y cajas de vidrios de colores?
Así comenzó Morel a interesarse por el Congo, a investigar, a interrogar a los que iban allí o volvían a Europa, comerciantes, funcionarios, viajeros, pastores, sacerdotes, aventureros, soldados, policías, y a leer todo lo que caía en sus manos sobre aquel inmenso país cuyos infortunios llegó a conocer al dedillo, como si hubiera hecho decenas de viajes de inspección parecidos a los de Roger Casement por el Medio y Alto Congo. Entonces, sin renunciar todavía a su puesto en la compañía, comenzó a escribir cartas y artículos en revistas y periódicos de Bélgica y de Inglaterra, al principio con seudónimo y luego con nombre propio, denunciando lo que descubría y desmintiendo con datos y testimonios la imagen idílica del Congo que los plumarios al servicio de Leopoldo II ofrecían al mundo. Llevaba ya muchos años en esta empresa, publicando artículos, folletos y libros, hablando en iglesias, centros culturales, organizaciones políticas. Su campaña había prendido. Mucha gente ahora lo secundaba. «Esto es también Europa», pensó muchas veces ese 10 de diciembre Roger Casement. «No sólo los colonos, policías y criminales que mandamos al África. Europa es también este espíritu cristalino y ejemplar: Edmund D. Morel».
A partir de entonces se vieron a menudo y continuaron esos diálogos que a ambos los exaltaban. Empezaron a llamarse con seudónimos afectuosos: Roger era Tiger y Edmund Bulldog. En una de esas charlas surgió la idea de crear la fundación Congo Reform Association. Ambos se quedaron sorprendidos con el vasto apoyo que lograron en sus gestiones en pos de patrocinadores y adherentes. La verdad es que muy pocos de los políticos, periodistas, escritores, religiosos y figuras conocidas a quienes pidieron ayuda para la Asociación se la negaron. Así conoció Roger Casement a Alice Stopford Green. Herbert Ward se la presentó. Alice fue una de las primeras en dar dinero, su nombre y su tiempo a la Asociación. Joseph Conrad también lo hizo y muchos intelectuales y artistas lo imitaron. Reunieron fondos, nombres respetables y muy pronto comenzaron las actividades públicas, en iglesias, centros culturales y humanitarios, presentando testimonios, promoviendo debates y publicaciones para abrir los ojos de la opinión pública sobre la verdadera situación del Congo. Aunque Roger Casement, por su condición de diplomático, no podía figurar oficialmente en la directiva de la Association, dedicó a ella todo su tiempo libre, una vez que, por fin, entregó al Foreign Office su informe. Donó una partida de sus ahorros y su sueldo a la Asociación y escribió cartas, visitó a muchas personas y consiguió que buen número de diplomáticos y políticos se convirtieran también en promotores de la causa que Morel y él defendían.
Al cabo de los años, cuando Roger Casement recordaba esas semanas febriles de fines de 1903 y las primeras de 1904, se diría que lo más importante, para él, no había sido la popularidad que alcanzó aun antes de que el Gobierno de Su Majestad publicara su Informe, y muchísimo más después, cuando los agentes al servicio de Leopoldo II comenzaron a atacarlo en la prensa como un enemigo y calumniador de Bélgica, sino, gracias a Morel, a la Asociación y a Herbert, haber conocido a Alice Stopford Green, de quien, desde entonces, sería amigo íntimo y, como él se jactaba, discípulo. Desde el primer momento hubo entre ambos un entendimiento y simpatía que el tiempo no haría más que profundizar.
A la segunda o tercera vez que estuvieron solos, Roger abrió su corazón a su flamante amiga, como lo habría hecho un creyente a su confesor. A ella, irlandesa de familia protestante como él, se atrevió a decirle lo que no había dicho a nadie todavía: allá, en el Congo, conviviendo con la injusticia y la violencia, había descubierto la gran mentira que era el colonialismo y había empezado a sentirse un «irlandés», es decir, ciudadano de un país ocupado y explotado por un Imperio que había desangrado y desalmado a Irlanda. Se avergonzaba de tantas cosas que había dicho y creído, repitiendo las enseñanzas paternas. Y hacía propósito de enmienda. Ahora que, gracias al Congo, había descubierto a Irlanda, quería ser un irlandés de verdad, conocer su país, apropiarse de su tradición, de su historia y su cultura.
Cariñosa, un poco maternal —Alice era diecisiete años mayor que él—, reconviniéndolo a veces por esos raptos infantiles de entusiasmo que tenía siendo ya un cuarentón, pero ayudándolo con consejos, libros, charlas que eran para él clases magistrales, mientras tomaban el té con galletas o scones con crema y mermelada. En esos primeros meses de 1904, Alice Stopford Green fue su amiga, su maestra, su introductora a un antiquísimo pasado en el que historia, mito y leyenda —la realidad, la religión y la ficción se confundían para construir la tradición de un pueblo que seguía conservando, pese al empeño desnacionalizador del Imperio, su lengua, su manera de ser, sus costumbres, algo de lo que cualquier irlandés, protestante o católico, creyente o incrédulo, liberal o conservador, debía sentirse orgulloso y obligado a defender. Nada ayudó tanto a serenar el espíritu de Roger, a curarlo de esas heridas morales que le había causado el viaje al Alto Congo, como haber entablado amistad con Morel y con Alice. Un día, al despedirse de Roger que, habiendo pedido una licencia de tres meses en el Foreign Office, estaba a punto de partir a Dublín, la historiadora le dijo:
—¿Te das cuenta de que te has convertido en una celebridad, Roger? Todo el mundo habla de ti, aquí, en Londres.
No era algo que lo halagara pues nunca había sido vanidoso. Pero Alice decía la verdad. La publicación de su Informe por el Gobierno británico tuvo una repercusión enorme en la prensa, en el Parlamento, en la clase política y en la opinión pública. Los ataques que recibía en Bélgica en las publicaciones oficiales y de gacetilleros ingleses propagandistas de Leopoldo II, sólo sirvieron para robustecer su imagen de gran luchador humanitario y justiciero. Fue entrevistado en los medios de prensa, fue invitado a hablar en actos públicos y en clubes privados, le llovieron invitaciones de los salones liberales y anticolonialistas, y aparecían sueltos y artículos poniendo por las nubes su Informe y su compromiso con la causa de la justicia y la libertad. La campaña del Congo tomó un nuevo impulso. La prensa, las iglesias, los sectores más avanzados de la sociedad inglesa, horrorizados con las revelaciones del Informe, exigían que Gran Bretaña pidiera a sus aliados que se revocara aquella decisión de los países occidentales de entregar el Congo al rey de los belgas.
Abrumado por esta súbita fama —la gente lo reconocía en los teatros y restaurantes y lo señalaba en la calle con simpatía—, Roger Casement partió a Irlanda. Estuvo unos días en Dublín, pero pronto siguió al Ulster, al North Antrim, a Magherintemple House, la casa familiar de su infancia y adolescencia. La había heredado su tío y tocayo Roger, hijo de su tío abuelo John, fallecido en 1902. La tía Charlotte aún vivía. Lo recibió con gran cariño, así como sus otros parientes, primos y sobrinos. Pero él sentía que una distancia invisible había surgido entre él y su familia paterna, que seguía siendo firmemente anglófila. Sin embargo, el paisaje de Magherintemple, el gran caserón de piedras grises, rodeado de sicomoros resistentes a la sal y a los vientos, muchos de ellos ahogados por la hiedra, los álamos, olmos y durazneros dominando los prados donde remoloneaban las ovejas, y, allende el mar, la visión de la isla de Rathlin y de la pequeña ciudad de Ballycastle con sus níveas casitas, lo conmovió hasta el tuétano. Recorriendo los establos, el huerto a la espalda de la casa, las grandes habitaciones con cornamentas de ciervos en las paredes, o los antiquísimos villorrios de Cushendun y Cushendall, donde estaban enterradas varias generaciones de antecesores, resucitaban los recuerdos de su niñez y lo llenaban de nostalgia. Pero sus nuevas ideas y sentimientos sobre su país hicieron que esta estancia, que se prolongaría varios meses, se convirtiera en otra gran aventura para él. Una aventura, a diferencia de su viaje al Alto Congo, grata, estimulante y que le daría la sensación, al vivirla, de estar mudando de piel.
Se había llevado un alto de libros, gramáticas y ensayos, recomendados por Alice, y dedicó muchas horas a leer sobre las tradiciones y leyendas irlandesas. Trató de aprender gaélico, primero por su cuenta, y, al comprobar que nunca lo conseguiría, con ayuda de un profesor, con el que tomaba lecciones un par de veces por semana.
Pero, sobre todo, empezó a codearse con gentes nuevas de County Antrim que, siendo del Ulster y protestantes como él, no eran unionistas. Por el contrario, querían preservar la personalidad de la antigua Irlanda, luchaban contra la anglización del país, defendían la vuelta al viejo irlandés, a las canciones y costumbres tradicionales, se oponían al reclutamiento de irlandeses para el Ejército británico y soñaban con una Irlanda aislada, a salvo del moderno industrialismo destructor, viviendo una existencia bucólica y rural, emancipada del Imperio británico. Así fue como Roger Casement se vinculó a la Gaelic League, que promovía el irlandés y la cultura de Irlanda. Su motto era Sinn Fein («Nosotros solos»). Al fundarse, en Dublín, en 1893, su presidente Douglas Hyde recordó al auditorio en su discurso que, hasta entonces, «sólo se habían publicado seis libros en gaélico». Roger Casement conoció al sucesor de Hyde, Eoin MacNeill, profesor de historia antigua y medieval de Irlanda en University College, de quien se hizo amigo. Comenzó a asistir a lecturas, conferencias, recitales, marchas, concursos escolares y erecciones de monumentos a héroes nacionalistas que promovía el Sinn Fein. Y empezó a escribir en sus publicaciones artículos políticos defendiendo la cultura irlandesa con el seudónimo de Shan van Vocht (La pobre viejecita), tomado de una antigua balada irlandesa que acostumbraba tararear. A la vez se acercó mucho a un grupo de señoras, entre ellas la castellana de Galgorm Rose Maud Young, Ada MacNeill y Margaret Dobbs, que recorrían las aldeas de Antrim recopilando viejas leyendas del folclore irlandés. Gracias a ellas escuchó a un seanchai o contador ambulante de cuentos en una feria popular, aunque apenas pudo entender una que otra palabrita de lo que decía.
En una discusión en Magherintemple House con su tío Roger, Casement, exaltado, afirmó una noche: «Como irlandés que soy, odio al Imperio británico».
Al día siguiente recibió una carta del duque de Argyll informándole que el Gobierno de Su Majestad había decidido distinguirlo con la condecoración Companion of St. Michael and St. George por sus excelentes servicios prestados en el Congo. Roger se excusó de asistir a la ceremonia de investidura alegando que una afección a la rodilla le impediría arrodillarse ante el rey.