El viaje del cónsul británico Roger Casement río Congo arriba, que comenzó el 5 de junio de 1903 y que cambiaría su vida, debió haberse iniciado un año antes. Él había estado sugiriendo esta expedición al Foreign Office desde que, en 1900, luego de servir en Old Calabar (Nigeria), Lourengo Marques (Maputo) y Sao Paulo de Luanda (Angola), tomó oficialmente residencia como cónsul de Gran Bretaña en Boma —una contrahecha aldea— alegando que la mejor manera de presentar un informe sobre la situación de los nativos en el Estado Independiente del Congo era salir de esta remota capital hacia los bosques y tribus del Medio y Alto Congo. Allí se llevaba a cabo la explotación sobre la que venía informando al Ministerio de Relaciones Exteriores desde que llegó a estos dominios. Por fin, después de sopesar aquellas razones de Estado que al cónsul, aunque las comprendía, no dejaban de revolverle el estómago —Gran Bretaña era aliada de Bélgica y no quería echar a ésta en brazos de Alemania—, el Foreign Office lo autorizó a emprender el viaje hacia las aldeas, estaciones, misiones, puestos, campamentos y factorías donde se llevaba a cabo la extracción del caucho, oro negro ávidamente codiciado ahora en todo el mundo para las ruedas y parachoques de camiones y automóviles y mil usos industriales y domésticos más. Debía verificar sobre el terreno qué había de cierto en las denuncias sobre iniquidades cometidas contra los nativos en el Congo de Su Majestad Leopoldo II, el rey de los belgas, que hacían la Sociedad para la Protección de los Indígenas, en Londres, y algunas iglesias bautistas y misiones católicas en Europa y Estados Unidos.
Preparó el viaje con su meticulosidad acostumbrada y un entusiasmo que disimulaba ante los funcionarios belgas y los colonos y comerciantes de Boma. Ahora sí podría argumentar ante sus jefes, con conocimiento de causa, que el Imperio, fiel a su tradición de justicia y fair play, debía liderar una campaña internacional que pusiera punto final a esta ignominia. Pero entonces, a mediados de 1902, tuvo su tercer ataque de malaria, uno todavía peor que los dos anteriores, padecidos desde que, en un arranque de idealismo y sueño aventurero, decidió en 1884 dejar Europa y venir al África a trabajar para, mediante el comercio, el cristianismo y las instituciones sociales y políticas de Occidente, emancipar a los africanos del atraso, la enfermedad y la ignorancia.
No eran meras palabras. Creía profundamente en todo aquello, cuando, con veinte años de edad, llegó al continente negro. Las primeras fiebres palúdicas sólo se abatieron sobre él tiempo después. Acababa de concretarse el anhelo de su vida: formar parte de una expedición encabezada por el más famoso aventurero en suelo africano: Henry Morton Stanley. ¡Servir a las órdenes del explorador que en un legendario viaje de cerca de tres años entre 1874 y 1877 había cruzado el África del este al oeste, siguiendo el curso del río Congo desde sus cabeceras hasta su desembocadura en el Atlántico! ¡Acompañar al héroe que encontró al desaparecido doctor Livingstone! Entonces, como si los dioses quisieran apagar su exaltación, tuvo el primer ataque de malaria. Nada comparado a lo que fue el segundo y, sobre todo, tres años después —1887— y, sobre todo, este tercero de 1902, en el que por primera vez creyó morir. Los síntomas fueron los mismos esa madrugada de mediados de 1902 cuando, ya abultado el maletín con sus mapas, brújula, lápices y cuadernos de notas, sintió, al abrir los ojos en el dormitorio del piso alto de su casa de Boma, en el barrio de los colonos, a pocos pasos de la Gobernación, que servía a la vez de residencia y oficina del consulado, que temblaba de frío. Apartó el mosquitero y vio, por las ventanas sin vidrios ni cortinas pero con rejillas metálicas para los insectos, acribilladas por el aguacero, las aguas fangosas del gran río y las islas del contorno cargadas de vegetación. No pudo ponerse de pie. Las piernas se le doblaron, como si fueran de trapo. John, su bulldog, empezó a brincar y ladrar, asustado. Se dejó caer en la cama de nuevo. Su cuerpo ardía y el frío le calaba los huesos. Llamó a gritos a Charlie y a Mawuku, el mayordomo y el cocinero congoleses que dormían en la planta baja, pero ninguno contestó. Estarían fuera y, sorprendidos por la tormenta, habrían corrido a guarecerse bajo la copa de algún baobab hasta que amainara. ¿Malaria, otra vez?, maldijo el cónsul. ¿Justamente en vísperas de la expedición? Tendría diarreas, hemorragias y la debilidad lo obligaría a guardar cama días y semanas, atontado y con escalofríos.
Charlie fue el primero de los criados en volver, chorreando agua. «Anda a llamar al doctor Salabert», le ordenó Roger, no en francés sino en lingala. El doctor Salabert era uno de los dos médicos de Boma, antiguo puerto negrero —se llamaba entonces Mboma— donde, en el siglo XVI, venían los traficantes portugueses de la isla de Santo Tomé a comprar esclavos a los jefezuelos tribales del desaparecido reino del Kongo y convertido ahora por los belgas en la capital del Estado Independiente del Congo. A diferencia de Matadi, en Boma no había un hospital, sólo un dispensario para casos de urgencia atendido por dos monjas flamencas. El facultativo llegó media hora después, arrastrando los pies y ayudándose con un bastón. Era menos viejo de lo que parecía, pero el rudo clima y, sobre todo, el alcohol lo habían avejentado. Parecía un anciano. Vestía como un vagabundo. Sus botines carecían de cordones y llevaba el chaleco desabrochado. Pese a estar empezando el día, tenía los ojos incendiados.
—Sí, mi amigo, malaria, qué va a ser. Vaya fiebrón. Ya sabe el remedio: quinina, abundante líquido, dieta de caldo, panatelas y mucho abrigo para sudar las infecciones. Ni sueñe en levantarse antes de dos semanas. Y menos en salir de viaje, ni a la esquina. Las tercianas demuelen el organismo, lo sabe de sobra.
No fueron dos sino tres semanas las que estuvo derribado por las fiebres y la tembladera. Perdió ocho kilos y el primer día que pudo ponerse de pie a los pocos pasos se desplomó al suelo, exhausto, en un estado de debilidad que no recordaba haber sentido antes. El doctor Salabert, mirándolo fijamente a los ojos y con voz cavernosa y ácido humor, le advirtió:
—En su estado, sería un suicidio emprender esa expedición. Su cuerpo está en ruinas y no resistiría ni siquiera el cruce de los Montes de Cristal. Mucho menos varias semanas de vida a la intemperie. No llegaría ni a Mbanza-Ngungu. Hay maneras más rápidas de matarse, señor cónsul: un balazo en la boca o una inyección de estricnina. Si los necesita, cuente conmigo. He ayudado a varios a emprender el gran viaje.
Roger Casement telegrafió al Foreign Office que su estado de salud lo obligaba a postergar la expedición. Y como luego las lluvias tornaron intransitables los bosques y el río, la expedición al interior del Estado Independiente debió esperar algunos meses más, que se convertirían en un año. Un año más, recobrándose lentísimamente de las fiebres y tratando de recuperar el peso perdido, volviendo a empuñar la raqueta de tenis, a nadar, a jugar al bridge o al ajedrez para sortear las largas noches de Boma, mientras reanudaba las aburridas labores consulares: tomar nota de los barcos que llegaban y partían, de las existencias que descargaban los mercantes de Amberes —fusiles, municiones, chicotes, vino, estampitas, crucifijos, cuentecillas de vidrios de colores— y las que se llevaban a Europa, las inmensas rumas de caucho, piezas de marfil y pieles de animales. ¡Este era el intercambio que, en su imaginación juvenil, iba a salvar a los congoleses del canibalismo, de los mercaderes árabes de Zanzíbar que controlaban la trata de esclavos y abrirles las puertas de la civilización!
Tres semanas estuvo tumbado por las fiebres palúdicas, delirando a ratos y tomando gotas de quinina disueltas en las infusiones de hierbas que le preparaban Charlie y Mawuku tres veces al día —su estómago sólo resistía caldos y trozos de pescado hervido o de pollo—, y jugando con John, su perro bulldog y su más fiel compañero. Ni siquiera tenía ánimos para concentrarse en la lectura.
En aquella forzosa inacción muchas veces recordó Roger la expedición de 1884 bajo el mando de su héroe Henry Morton Stanley. Había vivido en los bosques, visitado innumerables aldeas indígenas, acampado en claros cercados por empalizadas de árboles donde chillaban los monos y rugían las fieras. Estuvo tenso y feliz pese a las laceraciones de los mosquitos y otros bichos contra los que eran inútiles las frotaciones de alcohol alcanforado. Practicaba la natación en lagunas y ríos de belleza deslumbrante, sin temor a los cocodrilos, convencido todavía de que haciendo lo que hacían, él, los cuatrocientos cargadores, guías y ayudantes africanos, la veintena de blancos —ingleses, alemanes, flamencos, valones y franceses— que componía la expedición, y, por supuesto, el propio Stanley, eran la punta de lanza del progreso en este mundo donde apenas asomaba la Edad de Piedra que Europa había dejado atrás hacía muchos siglos.
Años después, en la duermevela visionaria de la fiebre, se ruborizaba pensando en lo ciego que había sido. Ni siquiera se daba bien cuenta, al principio, de la razón de ser de aquella expedición encabezada por Stanley y financiada por el rey de los belgas, a quien, por supuesto, entonces consideraba —como Europa, como Occidente, como el mundo— el gran monarca humanitario, empeñado en acabar con esas lacras que eran la esclavitud y la antropofagia y en liberar a las tribus del paganismo y las servidumbres que las mantenían en estado feral.
Todavía faltaba un año para que las grandes potencias occidentales regalaran a Leopoldo II, en la Conferencia de Berlín de 1885, ese Estado Independiente del Congo de más de dos millones y medio de kilómetros cuadrados —ochenta y cinco veces el tamaño de Bélgica—, pero ya el rey de los belgas se había puesto a administrar el territorio que iban a obsequiarle para que ejercitara con los veinte millones de congoleses que se creía lo habitaban, sus principios redentores. El monarca de las barbas rastrilladas había contratado para eso al gran Stanley, adivinando, con su prodigiosa aptitud para detectar las debilidades humanas, que el explorador era capaz por igual de grandes hazañas y formidables villanías si el premio estaba a la altura de sus apetitos.
La razón aparente de la expedición de 1884 en que Roger hizo sus primeras armas de explorador era preparar a las comunidades desperdigadas a orillas del Alto, Medio y Bajo Congo, a lo largo de miles de kilómetros de selvas espesas, quebradas, cascadas y montes tupidos de vegetación, para la llegada de los comerciantes y administradores europeos que la Asociación Internacional del Congo (AIC), presidida por Leopoldo II, traería una vez que las potencias occidentales le dieran la concesión. Stanley y sus acompañantes debían explicar a esos caciques semidesnudos, tatuados y emplumados, a veces con espinas en caras y brazos, a veces con embudos de carrizo en sus falos, las intenciones benévolas de los europeos: vendrían a ayudarlos a mejorar sus condiciones de vida, librarlos de plagas como la mortífera enfermedad del sueño, educarlos y abrirles los ojos sobre las verdades de este mundo y el otro, gracias a lo cual sus hijos y nietos alcanzarían una vida decente, justa y libre.
«No me daba cuenta porque no quería darme cuenta», pensó. Charlie lo había arropado con todas las mantas de la casa. Pese a ello y al sol candente de afuera, el cónsul, encogido y helado, temblaba bajo el mosquitero como una hoja de papel. Pero, peor que ser un ciego voluntario, era encontrar explicaciones para lo que cualquier observador imparcial hubiera llamado un embauco. Porque, en todas las aldeas donde llegaba la expedición de 1884, después de repartir abalorios y baratijas y luego de las explicaciones consabidas mediante intérpretes (muchos de los cuales no llegaban a hacerse entender por los nativos), Stanley hacía firmar a caciques y brujos unos contratos, escritos en francés, comprometiéndose a prestar mano de obra, alojamiento, guía y sustento a los funcionarios, personeros y empleados de la AIC en los trabajos que emprendieran para la realización de los fines que la inspiraban. Ellos firmaban con equis, palotes, manchas, dibujitos, sin chistar y sin saber qué firmaban ni qué era firmar, divertidos con los collares, pulseras y adornos de vidrio pintado que recibían y los traguitos de aguardiente con que Stanley los invitaba a brindar por el acuerdo.
«No saben lo que hacen, pero nosotros sabemos que es por su bien y eso justifica el engaño», pensaba el joven Roger Casement. ¿Qué otra manera había de hacerlo? ¿Cómo dar legitimidad a la futura colonización con gente que no podía entender una palabra de esos «tratados» en los que quedaba comprometido su futuro y el de sus descendientes? Era preciso dar alguna forma legal a la empresa que el monarca de los belgas quería que se realizara mediante la persuasión y el diálogo, a diferencia de otras hechas a sangre y fuego, con invasiones, asesinatos y saqueos. ¿No era ésta pacífica y civil?
Con los años —dieciocho habían pasado desde la expedición que hizo a sus órdenes en 1884—, Roger Casement llegó a la conclusión de que el héroe de su infancia y juventud era uno de los picaros más inescrupulosos que había excretado el Occidente sobre el continente africano. Pese a ello, como todos los que habían trabajado a sus órdenes, no podía dejar de reconocer su carisma, su simpatía, su magia, esa mezcla de temeridad y cálculo frío con que el aventurero amasaba sus proezas. Iba y venía por el África sembrando por un lado la desolación y la muerte —quemando y saqueando aldeas, fusilando nativos, desollándoles las espaldas a sus cargadores con esos chicotes de jirones de piel de hipopótamo que habían dejado miles de cicatrices en los cuerpos de ébano de toda la geografía africana— y, de otro, abriendo rutas al comercio y a la evangelización en inmensos territorios llenos de fieras, alimañas y epidemias que a él parecían respetarlo como a uno de esos titanes de las leyendas homéricas y las historias bíblicas.
—¿No le da a usted, a veces, remordimientos, mala conciencia, por lo que hacemos?
La pregunta brotó de los labios del joven de manera impremeditada. Ya no podía retirarla. Las llamas de la fogata, en el centro del campamento, crujían con las ramitas y los insectos imprudentes que se abrasaban en ella.
—¿Remordimientos? ¿Mala conciencia? —frunció la nariz y avinagró la cara pecosa y requemada por el sol el jefe de la expedición, como si nunca hubiera oído esas palabras y estuviera adivinando qué querían decir—. ¿De qué cosa?
—De los contratos que les hacemos firmar —dijo el joven Casement, venciendo su turbación—. Ponen sus vidas, sus pueblos, todo lo que tienen, en manos de la Asociación Internacional del Congo. Y ni uno solo sabe qué firma, porque ninguno habla francés.
—Si supieran francés, tampoco entenderían esos contratos —se rió el explorador con su risa franca, abierta, uno de sus atributos más simpáticos—. Ni yo entiendo lo que quieren decir.
Era un hombre fuerte y muy bajito, casi enano, de aspecto deportivo, todavía joven, ojos grises chispeantes, bigote espeso y personalidad arrobadora. Siempre llevaba botas altas, pistola al cinto y una casaca clara con muchos bolsillos. Se volvió a reír y los capataces de la expedición que con Stanley y Roger tomaban café y fumaban alrededor de la fogata, se rieron también, adulando a su jefe. Pero el joven Casement no se rió.
—Yo sí, aunque, es verdad, el galimatías en que están escritos parece a propósito para que no se entiendan —dijo, de manera respetuosa—. Se reduce a algo muy simple. Entregan sus tierras a la AIC a cambio de promesas de ayuda social. Se comprometen a apoyar las obras: caminos, puentes, embarcaderos, factorías. A poner los brazos que hagan falta para el campo y el orden público. A alimentar a funcionarios y peones, mientras duren los trabajos. La Asociación no ofrece nada a cambio. Ni salarios ni compensaciones. Siempre creí que estamos aquí por el bien de los africanos, señor Stanley. Me gustaría que usted, a quien admiro desde que tengo uso de razón, me diera razones para seguir creyendo que es así. Que esos contratos son, de veras, por su bien.
Hubo un largo silencio, quebrado por el crepitar de la fogata y esporádicos gruñidos de los animales nocturnos que salían a buscarse el sustento. Había dejado de llover hacía rato pero la atmósfera seguía húmeda y pesada y parecía que en el entorno todo germinaba, crecía y se espesaba. Dieciocho años después, Roger, entre las imágenes desordenadas que la fiebre hacía revolotear en su cabeza, recordaba la mirada inquisidora, sorprendida, por momentos burlona, con que Henry Morton Stanley lo inspeccionó.
—El Africa no se ha hecho para los débiles —dijo por fin, como si hablara consigo mismo—. Las cosas que lo preocupan son un signo de debilidad. En el mundo en que estamos, quiero decir. No es Estados Unidos ni Inglaterra, se habrá dado cuenta. En el Africa los débiles no duran. Acaban con ellos las picaduras, las fiebres, las flechas envenenadas o la mosca tse-tse.
Era galés, pero debía haber vivido mucho tiempo en los Estados Unidos porque su inglés tenía la música y expresiones y giros norteamericanos.
—Todo esto es por su bien, claro que sí —añadió Stanley, con un movimiento de cabeza hacia la ronda de cabañas cónicas del caserío a cuyas orillas se levantaba el campamento—. Vendrán misioneros que los sacarán del paganismo y les enseñarán que un cristiano no debe comerse al prójimo. Médicos que los vacunarán contra las epidemias y los curarán mejor que sus hechiceros. Compañías que les darán trabajo. Escuelas donde aprenderán los idiomas civilizados. Donde les enseñarán a vestirse, a rezar al verdadero Dios, a hablar en cristiano y no en esos dialectos de monos que hablan. Poco a poco reemplazarán sus costumbres bárbaras por las de seres modernos e instruidos. Si supieran lo que hacemos por ellos, nos besarían los pies. Pero su estado mental está más cerca del cocodrilo y el hipopótamo que de usted o de mí. Por eso, nosotros decidimos por ellos lo que les conviene y les hacemos firmar esos contratos. Sus hijos y nietos nos darán las gracias. Y no sería raro que, de aquí a un tiempo, empiecen a adorar a Leopoldo II como adoran ahora a sus fetiches y espantajos.
¿En qué lugar del gran río estaba aquel campamento? Vagamente le parecía que entre Bolobo y Chumbiri y que la tribu pertenecía a los bateke. Pero no estaba seguro. Esos datos figuraban en sus diarios, si podía llamarse así el amasijo de notas desperdigadas en cuadernos y papeles sueltos a lo largo de tantos años. En todo caso, recordaba con nitidez aquella conversación. Y el malestar con que fue a tumbarse en su camastro luego del intercambio con Henry Morton Stanley. ¿Fue aquella noche cuando comenzó a hacerse trizas su santísima trinidad personal de las tres «C»? Hasta entonces creía que el colonialismo se justificaba con ellas: cristianismo, civilización y comercio. Desde que era un modesto ayudante de contador en la Eider Dempster Line, en Liverpool, suponía que había un precio que pagar. Era inevitable que se cometieran abusos. Entre los colonizadores no sólo vendría gente altruista como el doctor Livingstone sino pillos abusivos, pero, hechas las sumas y las restas, los beneficios superarían largamente a los perjuicios. La vida africana le fue mostrando que las cosas no eran tan claras como la teoría.
En el año que trabajó a sus órdenes, sin dejar de admirar la audacia y la capacidad de mando con que Henry Morton Stanley conducía su expedición por el territorio largamente desconocido que bañaba el río Congo y su miríada de afluentes, Roger Casement aprendió también que el explorador era un misterio ambulante. Todas las cosas que se decían sobre él estaban siempre en contradicción entre ellas mismas, de manera que era imposible saber cuáles eran ciertas y cuáles falsas y cuánto había en las ciertas de exageración y fantasía. Era uno de esos hombres incapaces de diferenciar la realidad de la ficción.
Lo único claro fue que la idea de un gran benefactor de los nativos no correspondía a la verdad. Lo supo escuchando a capataces que habían acompañado a Stanley en su viaje de 1871-1872 en busca del doctor Livingstone, una expedición, decían, mucho menos pacífica que ésta en la que, sin duda siguiendo instrucciones del propio Leopoldo II, se mostraba más cuidadoso en el trato con las tribus a cuyos jefes —450, en total— hizo firmar la cesión de sus tierras y de su fuerza de trabajo. Las cosas que aquellos hombres rudos y deshumanizados por la selva contaban de la expedición de 1871-1872 ponían los pelos de punta. Pueblos diezmados, caciques decapitados y sus mujeres e hijos fusilados si se negaban a alimentar a los expedicionarios o a cederles cargadores, guías y macheteros que abrieran trochas en el bosque. Esos viejos compañeros de Stanley le temían y recibían sus reprimendas callados y con los ojos bajos. Pero tenían confianza ciega en sus decisiones y hablaban con reverencia religiosa de su famoso viaje de 999 días entre 1874 y 1877 en el que murieron todos los blancos y buena parte de los africanos.
Cuando, en febrero de 1885, en la Conferencia de Berlín a la que no asistió un solo congolés, las catorce potencias participantes, encabezadas por Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia y Alemania dieron graciosamente a Leopoldo II —a cuyo lado estuvo en todo momento Henry Morton Stanley— los dos millones y medio de kilómetros cuadrados del Congo y sus veinte millones de habitantes para que «abriera ese territorio al comercio, aboliera la esclavitud y civilizara y cristianizara a los paganos», Roger Casement, con sus veintiún años recién cumplidos y su año de vida africana, lo festejó. Igual hicieron todos los empleados de la Asociación Internacional del Congo que, en previsión de esta cesión, llevaban ya tiempo en el territorio, sentando las bases del proyecto que el monarca se disponía a llevar a cabo. Casement era un muchacho fuerte, muy alto, delgado, de cabellos y barbita muy negros, hondos ojos grises, poco propenso a las bromas, lacónico, que parecía un hombre maduro. Sus preocupaciones desconcertaban a sus compañeros. ¿Quién de ellos iba a tomar en serio aquello de la «misión civilizadora de Europa en Africa» que obsesionaba al joven irlandés? Pero le tenían aprecio porque era trabajador y estaba siempre dispuesto a echar una mano y a reemplazar en un turno o una comisión a quien se lo pidiera. Salvo fumar, parecía exento de vicios. No bebía casi alcohol y cuando, en los campamentos, desatadas las lenguas por la bebida, se hablaba de mujeres, se lo notaba incómodo, deseando irse. Era incansable en los recorridos por el bosque y un imprudente nadador en los ríos y lagunas, que daba brazadas enérgicas frente a los soñolientos hipopótamos. Tenía pasión por los perros y sus compañeros recordaban que en aquella expedición de 1884, el día que un cerdo salvaje clavó sus colmillos en su fox terrier llamado Spindler, al ver al animalito desangrándose con el flanco abierto, tuvo una crisis nerviosa. A diferencia de los demás europeos de la expedición, el dinero no le importaba. No había venido al Africa soñando con hacerse rico, sino movido por cosas incomprensibles como traer el progreso a los salvajes. Se gastaba su salario de ochenta libras esterlinas al año invitando a los compañeros. Él vivía frugalmente. Eso sí, cuidaba de su persona, arreglándose, lavándose y peinándose a las horas del rancho como si en vez de acampar en un claro o en la playita de un río estuviera en Londres, Liverpool o Dublín. Tenía facilidad para los idiomas; había aprendido el francés y el portugués y chapurreaba palabritas de los dialectos africanos a los pocos días de estar avecindado en una tribu. Siempre andaba anotando lo que veía en unas libretitas escolares. Alguien descubrió que escribía poesías. Le hicieron una broma al respecto y la vergüenza apenas le permitió balbucear un desmentido. Alguna vez confesó que, de niño, su padre le había dado correazos y por eso le irritaba que los capataces azotaran a los nativos cuando dejaban caer una carga o incumplían órdenes. Tenía una mirada algo soñadora.
Cuando Roger recordaba a Stanley lo embargaban sentimientos contradictorios. Seguía recuperándose lentamente de la malaria. El aventurero galés sólo había visto en el África un pretexto para las hazañas deportivas y el botín personal. ¿Pero cómo negar que era uno de esos seres de los mitos y las leyendas, que a fuerza de temeridad, desprecio a la muerte y ambición, parecían haber roto los límites de lo humano? Lo había visto cargar en sus brazos a niños con la cara y el cuerpo comidos por la viruela, dar de beber de su propia cantimplora a indígenas que agonizaban con el cólera o la enfermedad del sueño, como si a él nadie pudiera contagiarlo. ¿Quién había sido en verdad este campeón del Imperio británico y las ambiciones de Leopoldo II? Roger estaba seguro de que el misterio no se desvelaría nunca y que su vida seguiría siempre oculta detrás de una telaraña de invenciones. ¿Cuál era su verdadero nombre? El de Henry Morton Stanley lo había tomado del comerciante de New Orleans que, en los años oscuros de su juventud, fue generoso con él y acaso lo adoptó. Se decía que su nombre real era John Rowlands, pero a nadie le constaba. Como tampoco que hubiera nacido en Gales y pasado su niñez en uno de esos orfelinatos donde iban a parar los niños sin padre ni madre que los alguaciles de salud recogían en la calle. Al parecer, muy joven partió a los Estados Unidos como polizonte en un barco de carga, y allá, durante la guerra civil, peleó como soldado en las filas de los confederados, primero, y luego en las de los yanquis. Después, se creía, se hizo periodista y escribió crónicas sobre el avance de los pioneros hacia el Oeste y sus luchas con los indios. Cuando el New York Herald lo mandó al África en busca de David Livingstone, Stanley no tenía la menor experiencia de explorador. Cómo pudo sobrevivir recorriendo esos bosques vírgenes, igual que quien busca una aguja en un pajar, y consiguió encontrar, en Ujiji, el 10 de noviembre de 1871 a quien, según jactanciosa confesión, dejó estupefacto con el saludo: «¿El doctor Livingstone, supongo?».
Lo que Roger Casement más admiró en su juventud de las realizaciones de Stanley, más todavía que su expedición desde las fuentes del río Congo hasta su irrupción en el Atlántico, fue la construcción, entre 1879 y 1881, del caravan trail. La ruta de las caravanas abrió una vía al comercio europeo desde la desembocadura del gran río hasta el pool, enorme laguna fluvial que con los años se llamaría como el explorador: Stanley Pool. Después, Roger descubrió que ésta fue otra de las previsoras operaciones del rey de los belgas para ir creando la infraestructura que, a partir de la Conferencia de Berlín de 1885, le permitiera la explotación del territorio. Stanley fue el audaz ejecutor de aquel designio.
«Y yo», le diría muchas veces Roger Casement en sus años africanos a su amigo Herbert Ward, a medida que iba tomando conciencia de lo que significaba el Estado Independiente del Congo, «fui uno de sus peones desde el primer momento». Aunque no del todo, pues, cuando él llegó al África, Stanley llevaba ya cinco años abriendo el caravan trail, cuyo primer tramo, desde Vivi hasta Isanguila, ochenta y tres kilómetros río Congo arriba de jungla intrincada y palúdica, llena de quebradas profundas, árboles agusanados y pantanos pútridos adonde las copas de los árboles atajaban la luz del sol, quedó terminado a comienzos de 1880. Desde allí hasta Muyanga, unos ciento veinte kilómetros de surcada, el Congo era navegable para pilotos avezados, capaces de sortear los remolinos y, a las horas de lluvia y subida de las aguas, refugiarse en vados o cavernas para no ser aventados contra las rocas y deshechos en los rápidos que se hacían y deshacían sin cesar. Cuando Roger comenzó a trabajar para la AIC, que, a partir de 1885, se convirtió en el Estado Independiente del Congo, Stanley ya había fundado, entre Kinshasa y Ndolo, la estación que bautizó con el nombre de Leopoldville. Era diciembre de 1881, faltaban tres años para que Roger Casement llegara a la selva y cuatro para que naciera legalmente el Estado Independiente del Congo. Para entonces este dominio colonial, el más grande del África, creado por un monarca que nunca pondría en él los pies, era ya una realidad comercial a la que los hombres de negocios europeos podían acceder desde el Atlántico, venciendo el obstáculo de un Bajo Congo intransitable por los rápidos, caídas de agua, vueltas y revueltas de las cataratas de Livingstone, gracias a esa ruta que, a lo largo de casi quinientos kilómetros, abrió Stanley entre Boma y Vivi hasta Leopoldville y el pool. Cuando Roger llegó al África, audaces mercaderes, las avanzadillas de Leopoldo II, comenzaban a internarse en el territorio congolés y a sacar los primeros marfiles, pieles y canastas de caucho de una región llena de árboles que transpiraban el látex negro, al alcance de quien quisiera recogerlo.
En sus primeros años africanos Roger Casement recorrió varias veces la ruta de las caravanas, río arriba, desde Boma y Vivi hasta Leopoldville, o río abajo, de Leopoldville a la desembocadura en el Atlántico, donde las aguas verdes y espesas se volvían saladas y por donde, en 1482, la carabela del portugués Diego Cao entró por primera vez al interior del territorio congolés. Roger llegó a conocer el Bajo Congo mejor que ningún otro europeo avecindado en Boma o en Matadi, los dos ejes desde los cuales la colonización belga avanzaba hacia el interior del continente.
Todo el resto de su vida, Roger lamentó —se lo decía una vez más ahora, en 1902, en medio de la fiebre— haber dedicado sus primeros ocho años en Africa a trabajar, como peón en una partida de ajedrez, en la construcción del Estado Independiente del Congo, invirtiendo en ello su tiempo, su salud, sus esfuerzos, su idealismo y creyendo que, de este modo, obraba por un designio filantrópico.
A veces, buscándose justificaciones, se preguntaba: «¿Cómo hubiera podido yo darme cuenta de lo que pasaba en aquellos dos millones y medio de kilómetros cuadrados haciendo esos trabajos de capataz o jefe de grupo en la expedición de Stanley en 1884 y en la del norteamericano Henry Shelton Sanford entre 1886 y 1888, en estaciones y factorías recién instaladas a lo largo de la ruta de las caravanas?». Él era apenas una minúscula pieza del gigantesco aparato que había empezado a tomar cuerpo sin que nadie, fuera de su astuto creador y un grupo íntimo de colaboradores, supiera en qué iba a consistir.
Sin embargo, las dos veces que habló con el rey de los belgas, en 1900, recién nombrado cónsul en Boma por el Foreign Office, Roger Casement sintió una profunda desconfianza hacia ese hombrón robusto, arrebozado de condecoraciones, de luengas barbas escarmenadas, formidable nariz y ojos de profeta que, sabiendo que él se hallaba en Bruselas de paso hacia el Congo, lo invitó a cenar. La magnificencia de aquel palacio de mullidas alfombras, arañas de cristal, espejos cincelados, estatuillas orientales, le produjo vértigo. Había una docena de invitados, además de la reina María Enriqueta, su hija la princesa Clementina y el príncipe Víctor Napoleón de Francia. El monarca acaparó la conversación toda la noche. Hablaba como un predicador inspirado y cuando describía las crueldades de los comerciantes árabes de esclavos que partían de Zanzíbar a hacer sus «correrías», su recia voz alcanzaba acentos místicos. La Europa cristiana tenía la obligación de poner fin a aquel tráfico de carne humana. Él se lo había propuesto y ésta sería la ofrenda de la pequeña Bélgica a la civilización: liberar a aquella dolida humanidad de semejante horror. Las elegantes señoras bostezaban, el príncipe Napoleón susurraba galanterías a su vecina y nadie escuchaba a la orquesta que tocaba un concierto de Haydn.
A la mañana siguiente Leopoldo II llamó al cónsul inglés para que hablaran a solas. Lo recibió en su gabinete particular. Había muchos bibelots de porcelana y figurillas de jade y marfil. El soberano olía a colonia y tenía las uñas charoladas. Como la víspera, Roger no pudo casi colocar palabra. El rey de los belgas habló de su empeño quijotesco y lo incomprendido que era por periodistas y políticos resentidos. Se cometían errores y había excesos, sin duda. ¿La razón? No era fácil contratar gente digna y capaz que quisiera arriesgarse a trabajar en el lejano Congo. Pidió al cónsul que si advertía algo que corregir en su nuevo destino le informara a él, personalmente. La impresión que el rey de los belgas le causó fue la de un personaje pomposo y ególatra.
Ahora, en 1902, dos años después, se decía que sin duda era eso, pero, también, un estadista de inteligencia fría y maquiavélica. Apenas constituido el Estado Independiente del Congo, Leopoldo II, mediante un decreto de 1886, reservó como Domaine de la Couronne (Dominio de la Corona) unos doscientos cincuenta mil kilómetros cuadrados entre los ríos Kasai y Ruki, que sus exploradores —principalmente Stanley— le indicaron eran ricos en árboles de caucho. Esa extensión quedó fuera de todas las concesiones a empresas privadas, destinada a ser explotada por el soberano. La Asociación Internacional del Congo fue sustituida, como entidad legal, por L’Etat Indépendant du Congo, cuyo único presidente y trustee (apoderado) era Leopoldo II.
Explicando a la opinión pública internacional que la única manera efectiva de suprimir la trata de esclavos era mediante «una fuerza de orden», el rey envió al Congo dos mil soldados del Ejército regular belga al que debía añadirse una milicia de diez mil nativos, cuyo mantenimiento debería ser asumido por la población congolesa. Aunque la mayor parte de ese Ejército estaba comandado por oficiales belgas, en sus filas y, sobre todo, en los cargos directivos de la milicia, se infiltraron gentes de la peor calaña, rufianes, ex presidiarios, aventureros hambrientos de fortuna salidos de las sentinas y los barrios prostibularios de media Europa. La Forcé Publique se enquistó, como un parásito en un organismo vivo, en la maraña de aldeas diseminadas en una región del tamaño de una Europa que iría desde España hasta las fronteras con Rusia para ser mantenida por esa comunidad africana que no entendía lo que le ocurría, salvo que la invasión que caía sobre ella era una plaga más depredadora que los cazadores de esclavos, las langostas, las hormigas rojas y los conjuros que traían el sueño de la muerte. Porque soldados y milicianos de la Fuerza Pública eran codiciosos, brutales e insaciables tratándose de comida, bebida, mujeres, animales, pieles, marfil y, en suma, de todo lo que pudiera ser robado, comido, bebido, vendido o fornicado.
Al mismo tiempo que de este modo se iniciaba la explotación de los congoleses, el monarca humanitario comenzó a dar concesiones a empresas para, según otro de los mandatos que recibió, «abrir mediante el comercio el camino de la civilización a los nativos del Africa». Algunos comerciantes murieron derribados por fiebres palúdicas, picados por serpientes o devorados por las fieras debido a su desconocimiento de la selva, y otros pocos cayeron bajo las flechas y lanzas envenenadas de nativos que osaban rebelarse contra esos forasteros de armas que reventaban como el trueno o quemaban como el rayo, quienes les explicaban que, según contratos firmados por sus caciques, tenían que abandonar sus sembríos, la pesca, la caza, sus ritos y rutinas para volverse guías, cargadores, cazadores o recolectores de caucho, sin recibir salario alguno. Buen número de concesionarios, amigos y validos del monarca belga hicieron en poco tiempo grandes fortunas, sobre todo él.
Mediante el régimen de concesiones, las compañías se fueron extendiendo por el Estado Independiente del Congo en ondas concéntricas, adentrándose cada vez más en la inmensa región bañada por el Medio y Alto Congo y su telaraña de afluentes. En sus respectivos dominios, gozaban de soberanía. Además de ser protegidas por la Fuerza Pública, contaban con sus propias milicias a cuya cabeza figuraba siempre algún ex militar, ex carcelero, ex preso o forajido, algunos de los cuales se harían célebres en toda el Africa por su salvajismo. En pocos años el Congo se convirtió en el primer productor mundial del caucho que el mundo civilizado reclamaba cada vez en mayor cantidad para hacer rodar sus coches, automóviles, ferrocarriles, además de toda clase de sistemas de transporte, atuendo, decoración e irrigación.
De nada de esto fue cabalmente consciente Roger Casement aquellos ocho años —1884 a 1892— en que, sudando la gota gorda, padeciendo fiebres palúdicas, tostándose con el sol africano y llenándose de cicatrices por las picaduras, arañazos y rasguños de plantas y alimañas, trabajaba con empeño para apuntalar la creación comercial y política de Leopoldo II. De lo que sí se enteró fue de la aparición y reinado en aquellos infinitos dominios del emblema de la colonización: el chicote.
¿Quién inventó ese delicado, manejable y eficaz instrumento para azuzar, asustar y castigar la indolencia, la torpeza o la estupidez de esos bípedos color ébano que nunca acababan de hacer las cosas como los colonos esperaban de ellos, fuera el trabajo en el campo, la entrega de la mandioca (kwango), la carne de antílope o de cerdo salvaje y demás alimentos asignados a cada aldea o familia, o fueran los impuestos para sufragar las obras públicas que construía el Gobierno? Se decía que el inventor había sido un capitán de la Forcé Publique llamado monsieur Chicot, un belga de la primera oleada, hombre a todas luces práctico e imaginativo, dotado de un agudo poder de observación, pues advirtió antes que nadie que de la durísima piel del hipopótamo podía fabricarse un látigo más resistente y dañino que los de las tripas de equinos y felinos, una cuerda sarmentosa capaz de producir más ardor, sangre, cicatrices y dolor que cualquier otro azote y, al mismo tiempo, ligero y funcional, pues, engarzado en un pequeño mango de madera, capataces, cuarteleros, guardias, carceleros, jefes de grupo, lo podían enrollar en su cintura o colgarlo del hombro, casi sin darse cuenta que lo llevaban encima por lo poco que pesaba. Su sola presencia entre los miembros de la Fuerza Pública tenía un efecto intimidatorio: se agrandaban los ojos de los negros, las negras y los negritos cuando lo reconocían, las pupilas blancas de sus caras retintas o azuladas brillaban asustadas imaginando que, ante cualquier error, traspié o falta, el chicote rasgaría el aire con su inconfundible silbido y caería sobre sus piernas, nalgas y espaldas, haciéndolos chillar.
Uno de los primeros concesionarios en el Estado Independiente del Congo fue el norteamericano Henry Shelton Sanford. Había sido agente y cabildero de Leopoldo II ante el Gobierno de Estados Unidos y pieza clave de su estrategia para que las grandes potencias le cedieran el Congo. En junio de 1886 se formó la Sanford Exploring Expedition (SEE) para comerciar con marfil, goma de mascar, caucho, aceite de palma y cobre, en todo el Alto Congo. Los forasteros que trabajaban en la Asociación Internacional del Congo, como Roger Casement, fueron transferidos a la SEE y sus empleos asumidos por belgas. Roger pasó a servir a la Sanford Exploring Expedition por ciento cincuenta libras esterlinas al año.
Comenzó a trabajar en septiembre de 1886 como agente encargado del almacén y del transporte en Matadi, palabra que en kikongo significa piedra. Cuando Roger se instaló allí, esa estación construida en la ruta de las caravanas era apenas un claro abierto en el bosque a punta de machete, a orillas del gran río. Hasta allí había llegado cuatro siglos atrás la carabela de Diego Cao y el navegante portugués dejó inscrito en una roca su nombre, que todavía se podía leer. Una empresa de arquitectos e ingenieros alemanes comenzaba a construir las primeras casas, con madera de pino importada de Europa —¡importar madera al África!—, y embarcaderos y depósitos, trabajos que, una mañana —Roger recordaba nítidamente aquel percance—, fueron interrumpidos por un ruido de terremoto y la irrupción en el claro de una manada de elefantes que por poco desaparece al naciente poblado. Seis, ocho, quince, dieciocho años Roger Casement fue viendo cómo aquella aldea minúscula que empezó a construir con sus propias manos para que sirviera de depósito de las mercancías de la Sanford Exploring Expedition (SEE), se iba ensanchando, trepando las suaves colinas del contorno, aumentando las casas cúbicas de los colonos, de madera, de dos pisos, con largas terrazas, techos cónicos, jardincillos, ventanas protegidas con tela metálica y llenándose de calles, esquinas y gente. Además de la primera iglesita católica, la de Kinkanda, había ahora en 1902 otra más importante, la de Notre Dame Médiatrice, y una misión bautista, una farmacia, un hospital con dos médicos y varias monjas enfermeras, una oficina de correos, una hermosa estación de ferrocarril, una comisaría, un juzgado, varios depósitos de aduana, un sólido embarcadero y tiendas de ropa, alimentos, conservas, sombreros, zapatos e instrumentos de labranza. Alrededor de la ciudad de los colonos había surgido una variopinta barriada de bakongos de chozas de cañas y barro. Aquí, en Matadi, se decía a veces Roger, estaba presente, mucho más que en la capital, Boma, la Europa de la civilización, la modernidad y la religión cristiana. Matadi tenía ya un pequeño cementerio en la colina de Tunduwa, junto a la misión. Desde esa altura se dominaban las dos orillas y una larga franja del río. Allí se enterraba a los europeos. Por la ciudad y el embarcadero circulaban sólo los indígenas que trabajaban como sirvientes o cargadores y tenían un pase que los identificaba. Cualquier otro que franqueara esos límites era expulsado para siempre de Matadi después de pagar una multa y recibir unos chicotazos. Todavía en 1902 el gobernador general podía jactarse de que ni en Boma ni en Matadi se había registrado un solo robo, homicidio ni violación.
De los dos años en que trabajó para la Sanford Exploring Expedition, entre sus veintidós y veinticuatro años, Roger Casement recordaría siempre dos episodios: el transporte del Florida a lo largo de varios meses, desde Banana, el minúsculo puerto en la desembocadura del río Congo en el Atlántico, hasta Stanley Pool, por la ruta de las caravanas, y el incidente con el teniente Francqui, a quien, rompiendo por una vez su serena disposición de ánimo por la que le hacía bromas su amigo Herbert Ward, estuvo a punto de lanzar a los remolinos del río Congo y de quien se salvó de milagro de recibir un balazo.
El Florida fue un imponente barco que la SEE trajo hasta Boma, para que sirviera de mercante en el Medio y Alto Congo, es decir, al otro lado de los Montes de Cristal. Livingstone Falls, la cadena de cataratas que separaba a Boma y Matadi de Leopoldville, remataba en un nudo de torbellinos que le ganaron la denominación de Caldero del Diablo. A partir de allí y hacia el oriente el río era navegable en miles de kilómetros. Pero, hacia el occidente, perdía mil pies de altura en su descenso al mar, lo que en largos tramos del recorrido lo volvía innavegable.
Para ser llevado por tierra hasta Stanley Pool, el Florida fue desarmado en centenares de piezas, que, clasificadas y empaquetadas, viajaron a hombros de cargadores nativos los 478 kilómetros de la ruta de las caravanas. A Roger Casement se le encomendó la pieza más grande y pesada: el casco de la nave. Lo hizo todo. Desde vigilar la construcción de la enorme carreta donde fue izado hasta reclutar el centenar de cargadores y macheteros que tiraron a través de las cumbres y quebradas de los Montes de Cristal la inmensa carga, ensanchando la trocha a machetazos. Y construyendo terraplenes y defensas, levantando campamentos, curando a los enfermos y accidentados, sofocando los pleitos entre miembros de las diferentes etnias y organizando los turnos de vigilancia, el reparto de comidas y la caza y la pesca cuando los alimentos escaseaban. Fueron tres meses de riesgos y preocupaciones, pero también de entusiasmo y la conciencia de hacer algo que significaba progreso, un combate exitoso contra una naturaleza hostil. Y, Roger lo repetiría muchas veces en los años venideros, sin usar el chicote ni permitir que abusaran de él esos capataces apodados «zanzibarianos» porque procedían de Zanzíbar, capital de la trata, o se comportaban con la crueldad de los traficantes de esclavos.
Cuando, ya en la gran laguna fluvial de Stanley Pool, el Florida fue rearmado y puesto a navegar, Roger viajó en ese barco por el Medio y Alto Congo, asegurando los depósitos y el transporte de las mercancías de la Sanford Exploring Expedition por localidades que, años más tarde, visitaría de nuevo durante su viaje al infierno de 1903: Bolobo, Lukolela, la región de Irebu y, finalmente, la estación del Ecuador rebautizada con el nombre de Coquilhatville.
El incidente con el teniente Francqui, quien, a diferencia de Roger, no tenía repugnancia alguna contra el chicote y lo usaba con liberalidad, ocurrió al retorno de un viaje a la línea ecuatorial, a unos cincuenta kilómetros río arriba de Boma, en una ínfima aldea innominada. El teniente Francqui, al mando de ocho soldados de la Fuerza Pública, todos nativos, había llevado a cabo una expedición punitiva por el eterno problema de los braceros. Siempre hacían falta más de los que había para cargar las mercancías de las expediciones que iban y venían entre Boma-Matadi y Leopoldville-Stanley Pool. Como las tribus se resistían a entregar a su gente para ese servicio agotador, de cuando en cuando la Fuerza Pública y a veces los concesionarios privados llevaban a cabo incursiones contra las aldeas refractarias, en las que, además de llevarse amarrados en hilera a los hombres en condiciones de trabajar, se quemaban algunas cabañas, se decomisaban pieles, marfiles y animales y se daba una buena azotaina a los caciques para que en el futuro cumplieran con los compromisos contraídos.
Cuando Roger Casement y su pequeña compañía de cinco cargadores y un «zanzibariano» entraron al caserío, las tres o cuatro chozas estaban ya en cenizas y los pobladores habían huido. La excepción era ese muchacho, casi un niño, tumbado en el suelo, con las manos y pies atados a unas estacas, sobre cuyas espaldas el teniente Francqui descargaba su frustración a chicotazos. Generalmente, los azotes no los daban los oficiales sino los soldados. Pero el teniente se sentía sin duda agraviado por la fuga de todo el pueblo y quería vengarse. Rojo de ira, sudando a chorros, daba un pequeño bufido a cada chicotazo. No se inmutó al ver aparecer a Roger y su grupo. Se limitó a responder a su saludo con una inclinación de cabeza y sin interrumpir el castigo. El chiquillo debía haber perdido el sentido hacía rato. Su espalda y piernas eran una masa sanguinolenta y Roger recordaba un detalle: cerca del cuerpecillo desnudo desfilaba una columna de hormigas.
—Usted no tiene derecho de hacer eso, teniente Francqui —dijo, en francés—. ¡Ya basta!
El menudo oficial bajó el chicote y se volvió a mirar la larga silueta, de barbas, desarmada, que llevaba en las manos una estaca para tentar el suelo y apartar la hojarasca durante la marcha. Un perrito revoloteaba entre sus piernas. La sorpresa hizo que la cara redonda del teniente, de recortado bigotito y ojitos parpadeantes, pasara de la congestión a la lividez y de nuevo a la congestión.
—¿Qué ha dicho usted? —rugió. Roger lo vio soltar el chicote, llevarse la mano derecha a la cintura y forcejear con la cartuchera donde asomaba la cacha del revólver. En un segundo comprendió que en su rabieta el oficial podía dispararle. Reaccionó con vivacidad. Antes de que consiguiera sacar el arma, lo había sujetado del pescuezo a la vez que de un manotazo le arrebataba el revólver que acababa de empuñar. El teniente Francqui trataba de zafarse de los dedos que lo acogotaban. Tenía los ojos saltados como un sapo.
Los ocho soldados de la Fuerza Pública, que contemplaban el castigo filmando, no se habían movido, pero Roger supuso que, desconcertados con lo que sucedía, tenían las manos sobre sus escopetas y esperaban una orden de su jefe para actuar.
—Me llamo Roger Casement, trabajo para la SEE y usted me conoce muy bien, teniente Francqui, porque alguna vez hemos jugado al póquer en Matadi —dijo, soltándolo, agachándose a coger el revólver y devolviéndoselo con un gesto amable—. La manera como azota a este joven es un delito, sea cual sea la falta que cometió. Como oficial de la Forcé Publique, lo sabe mejor que yo, porque, sin duda, conoce las leyes del Estado Independiente del Congo. Si este muchacho muere por culpa de los chicotazos, cargará en su conciencia con un crimen.
—Cuando vine al Congo tomé la precaución de dejar mi conciencia en mi país —dijo el oficial. Ahora tenía una expresión burlona y parecía preguntarse si Casement era un payaso o un loco. Su histeria se había disipado—. Menos mal que fue usted rápido, estuve a punto de pegarle un balazo. Me hubiera metido en un buen lío diplomático matando a un inglés. De todas maneras, le aconsejo que no interfiera, como acaba de hacerlo, con mis colegas de la Forcé Publique. Tienen mal carácter y con ellos le podría ir peor que conmigo.
Se le había pasado la cólera y ahora parecía deprimido. Ronroneó que alguien había prevenido a éstos de su llegada. Él tendría que regresar ahora a Matadi con las manos vacías. No dijo nada cuando Casement ordenó a su tropa que desamarrara al muchacho, lo echara en una hamaca y, colgada ésta entre dos estacas, partió con él rumbo a Boma. Cuando llegaron allí, dos días después, pese a las heridas y a la sangre perdida, el muchacho seguía vivo. Roger lo dejó en la posta sanitaria. Fue al juzgado a sentar una denuncia contra el teniente Francqui por abuso de autoridad. En las semanas siguientes dos veces lo llamaron a declarar y en los largos y estúpidos interrogatorios del juez comprendió que su denuncia sería archivada sin que el oficial fuera siquiera amonestado.
Cuando finalmente el juez falló, desechando la denuncia por falta de pruebas y porque la víctima se negó a corroborarla, Roger Casement había renunciado a la Sanford Exploring Expedition y estaba trabajando otra vez bajo las órdenes de Henry Morton Stanley —a quien, ahora, los kikongos de la región habían apodado «Bula Matadi» («Rompedor de piedras»)—, en el ferrocarril que se había empezado a construir, paralelo a la ruta de las caravanas, de Boma y Matadi hasta Leopoldville-Stanley Pool. El muchacho maltratado se quedó trabajando con Roger y fue desde entonces su doméstico, ayudante y compañero de viajes por el África. Como nunca supo decir cuál era su nombre, Casement lo bautizó Charlie. Hacía dieciséis años que seguía con él.
La renuncia de Roger Casement a la Sanford Exploring Expedition se debió a un incidente con uno de los directivos de la compañía. No lo lamentó, pues trabajar junto a Stanley en el ferrocarril, aunque exigía un esfuerzo físico enorme, le devolvió la ilusión con que vino al África. Abrir el bosque y dinamitar montañas para plantar los durmientes y los rieles del ferrocarril era el quehacer pionero con que había soñado. Las horas que pasaba a la intemperie, abrasándose bajo el sol o empapado por los aguaceros, dirigiendo a braceros y macheteros, dando órdenes a los «zanzibarianos», vigilando que las cuadrillas hicieran bien su trabajo, apisonando, igualando, reforzando el suelo donde se tenderían los travesaños y desbrozando la tupida enramada, eran horas de concentración y el sentimiento de estar haciendo una obra que beneficiaría por igual a europeos y africanos, colonizadores y colonizados. Herbert Ward le dijo un día: «Cuando te conocí, te creí sólo un aventurero. Ahora ya sé que eres un místico».
A Roger le gustaba menos pasar del monte a las aldeas a negociar la cesión de cargadores y macheteros para el ferrocarril. La falta de brazos se había vuelto el problema número uno a medida que crecía el Estado Independiente del Congo. Pese a haber firmado los «tratados», los caciques, ahora que comprendían de qué se trataba, eran renuentes a dejar que los pobladores partieran a abrir caminos, construir estaciones y depósitos o a recolectar caucho. Roger consiguió, cuando trabajaba en la Sanford Exploring Expedition que, para vencer esta resistencia y pese a no tener obligación legal, la empresa pagara un pequeño salario, generalmente en especies, a los trabajadores. Otras compañías comenzaron también a hacerlo. Pero ni así era fácil contratarlos. Los caciques alegaban que no podían desprenderse de hombres indispensables para cuidar los sembríos y procurar la caza y la pesca de que se alimentaban. A menudo, ante la cercanía de los reclutadores, los hombres en edad de trabajar se escondían en la maleza. Entonces comenzaron las expediciones punitivas, los reclutamientos forzosos y la práctica de encerrar a las mujeres en las llamadas maisons d’otages (casas de rehenes) para asegurarse que los maridos no escaparan.
Tanto en la expedición de Stanley como en la de Henry Shelton Sanford, Roger fue encargado muchas veces de negociar con las comunidades indígenas la entrega de nativos. Gracias a su facilidad para los idiomas, podía hacerse entender en kikongo y lingala —más tarde también en swahili—, aunque siempre con ayuda de intérpretes. Oírle chapurrear su lengua atenuaba la desconfianza de los nativos. Sus maneras suaves, su paciencia, su actitud respetuosa facilitaban los diálogos, además de los regalos que les llevaba: ropas, cuchillos y otros objetos domésticos, así como las cuentecillas de vidrio que tanto les gustaban. Solía regresar al campamento con un puñado de hombres para el desbroce del monte y las labores de carga. Se hizo fama de «amigo de los negros», algo que algunos de sus compañeros juzgaban con conmiseración, en tanto que a otros, sobre todo a algunos oficiales de la Fuerza Pública, les merecía desprecio.
A Roger esas visitas a las tribus le provocaban un malestar que aumentaría con los años. Al principio lo hacía de buena gana pues satisfacía su curiosidad por conocer algo de las costumbres, lenguas, atuendos, usos, las comidas, los bailes y cantos, las prácticas religiosas de esos pueblos que parecían estancados en el fondo de los siglos, en los que una inocencia primitiva, sana y directa, se mezclaba con costumbres crueles, como sacrificar a los niños gemelos en ciertas tribus, o matar a un número equis de servidores —esclavos, casi siempre— para enterrarlos junto a los jefes, y la práctica del canibalismo entre algunos grupos que, por eso, eran temidos y aborrecidos por las demás comunidades. De aquellas negociaciones salía con un indefinible malestar, la sensación de estar jugando sucio con aquellos hombres de otro tiempo, que, por más que se esforzara, nunca podrían entenderlo cabalmente y, por ello, pese a las precauciones que tomaba para atenuar lo abusivo de esos acuerdos, con la mala conciencia de haber obrado en contra de sus convicciones, de la moral y de ese «principio primero», como llamaba a Dios.
Por eso, a fines de diciembre de 1888, antes de cumplir un año en el Chemin de Fer de Stanley, renunció y se fue a trabajar en la misión bautista de Ngombe Lutte, con los esposos Bentley, la pareja de misioneros que la dirigía. Tomó la decisión bruscamente, después de una conversación que, iniciada a la hora del crepúsculo, terminó con las primeras luces del amanecer, en una casa del barrio de los colonos de Matadi, con un personaje que estaba allí de paso. Theodore Horte era un antiguo oficial de la Marina británica. Había dejado la British Navy para hacerse misionero bautista en el Congo. Los bautistas estaban allí desde que el doctor David Livingstone se lanzó a explorar el continente africano y a predicar el evangelismo. Habían abierto misiones en Palabala, Banza Manteke, Ngombe Lutete y acababan de inaugurar otra, Arlhington, en las cercanías de Stanley Pool. Theodore Horte, visitador de estas misiones, pasaba su tiempo viajando de una a otra, prestando ayuda a los pastores y viendo la manera de abrir nuevos centros. Aquella conversación produjo en Roger Casement una impresión que recordaría el resto de su vida y que, en estos días de convalecencia de sus terceras fiebres palúdicas, a mediados de 1902, hubiera podido reproducir con lujo de detalles.
Nadie imaginaba, oyéndolo hablar, que Theodore Horte había sido un oficial de carrera y que, como marino, había participado en importantes operaciones militares de la British Navy. No hablaba de su pasado ni de su vida privada. Era un cincuentón de aspecto distinguido y maneras educadas. Aquella noche tranquila de Matadi, sin lluvia ni nubes, con un cielo tachonado de estrellas que se reflejaban en las aguas del río y un rumor pausado del viento cálido que les alborotaba los cabellos, Casement y Horte, tumbados en dos hamacas contiguas, iniciaron una conversación de sobremesa que, creyó Roger al principio, duraría sólo los minutos que llevan al sueño después de una cena y sería uno de esos intercambios convencionales y olvidables. Sin embargo, a poco de entablada la charla, algo hizo latir su corazón con más fuerza que de costumbre. Se sintió arrullado por la delicadeza y calidez de la voz del pastor Horte, inducido a hablar de temas que nunca compartía con sus compañeros de trabajo —salvo, alguna vez, con Herbert Ward— y menos con sus jefes. Preocupaciones, angustias, dudas, que ocultaba como si se tratara de asuntos ominosos. ¿Tenía sentido todo aquello? ¿La aventura europea del Africa era acaso lo que se decía, lo que se escribía, lo que se creía? ¿Traía la civilización, el progreso, la modernidad mediante el libre comercio y la evangelización? ¿Podía llamarse civilizadores a esas bestias de la Forcé Publique que robaban todo lo que podían en las expediciones punitivas? ¿Cuántos, entre los colonizadores —comerciantes, soldados, funcionarios, aventureros—, tenían un mínimo respeto por los nativos y los consideraban hermanos, o, por lo menos, humanos? ¿Cinco por ciento? ¿Uno de cada cien? La verdad, la verdad, en los años que llevaba aquí sólo había encontrado un número para el cual sobraban los dedos de las manos de europeos que no trataran a los negros como animales sin alma, a los que se podía engañar, explotar, azotar, incluso matar, sin el menor remordimiento.
Theodore Horte escuchó en silencio la explosión de amargura del joven Casement. Cuando habló, no parecía sorprendido por lo que le había oído decir. Al contrario, reconoció que a él también, desde hacía años, lo asaltaban dudas tremendas. Sin embargo, por lo menos en la teoría, aquello de la «civilización» tenía mucho de cierto. ¿No eran atroces las condiciones de vida de los nativos? ¿Sus niveles de higiene, sus supersticiones, su ignorancia de las más básicas nociones de salud, no hacían que murieran como moscas? ¿No era trágica su vida de mera supervivencia? Europa tenía mucho que aportarles para que salieran del primitivismo. Para que cesaran ciertos usos bárbaros, el sacrificio de niños y enfermos, por ejemplo, en tantas comunidades, las guerras en las que se entremataban, la esclavitud y el canibalismo que todavía se practicaban en algunos lugares. ¿Y, además, no era bueno para ellos conocer al verdadero Dios, que reemplazaran los ídolos que adoraban por el Dios cristiano, el Dios de la piedad, del amor y de la justicia? Cierto, aquí se había volcado mucha mala gente, tal vez lo peor de Europa. ¿No tenía eso remedio? Era imprescindible que vinieran las buenas cosas del Viejo Continente. No la codicia de los mercaderes de alma sucia, sino la ciencia, las leyes, la educación, los derechos innatos del ser humano, la ética cristiana. Era tarde para dar marcha atrás ¿no es cierto? Resultaba ocioso preguntarse si la colonización era buena o mala, si, librados a su suerte, a los congoleses les habría ido mejor que sin los europeos. Cuando las cosas no tenían marcha atrás, no valía la pena perder el tiempo preguntándose si hubiera sido preferible que no ocurrieran. Mejor tratar de enrumbarlas por el buen camino. Siempre era posible enderezar lo que andaba torcido. ¿No era ésta la mejor enseñanza de Cristo?
Cuando, al amanecer, Roger Casement le preguntó si era posible para un laico como él, que no había sido nunca muy religioso, trabajar en alguna de las misiones que la Iglesia bautista tenía por la región del Bajo y Medio Congo, Theodore Horte lanzó una risita:
—Debe ser una de esas celadas de Dios —exclamó—. Los esposos Bentley, de la misión de Ngombe Lutete, necesitan un ayudante laico que les eche una mano con la contabilidad. Y, ahora, usted me pregunta eso. ¿No será algo más que una mera coincidencia? ¿Una de esas trampas que nos tiende Dios a veces para recordarnos que está siempre allí y que nunca debemos desesperar?
El trabajo de Roger, de enero a marzo de 1889, en la misión de Ngombe Lutete, aunque corto fue intenso y le permitió salir de la incertidumbre en que vivía desde hacía algún tiempo. Ganaba sólo diez libras mensuales y con ellas tenía que pagar su sustento, pero viendo trabajar a Mr. William Holman Bentley y a su esposa, de la mañana a la noche, con tanto ánimo y convicción, y compartiendo junto a ellos la vida en esa misión que, a la vez que centro religioso, era dispensario, sitio de vacunación, escuela, tienda de mercancías y lugar de esparcimiento, asesoría y consejo, la aventura colonial le pareció menos cruda, más razonable y hasta civilizadora. Alentó este sentimiento ver cómo en torno a esa pareja había surgido una pequeña comunidad africana de convertidos a la Iglesia reformada, que, tanto en su atuendo como en las canciones del coro que a diario ensayaba para los servicios del domingo, así como en las clases de alfabetización y de doctrina cristiana, parecía ir dejando atrás la vida de la tribu y comenzando una vida moderna y cristiana.
Su trabajo no se limitaba a llevar los libros de ingresos y gastos de la misión. Esto le tomaba poco tiempo. Hacía de todo, desde sacar la hojarasca y desyerbar el pequeño descampado en torno a la misión —era una lucha diaria contra la vegetación empeñada en recobrar el claro que le habían arrebatado—, hasta salir a cazar un leopardo que se estaba comiendo a las aves del corral. Se ocupaba del transporte por trocha o por el río en una pequeña embarcación, llevando y trayendo enfermos, utensilios, trabajadores, y vigilaba el funcionamiento de la tienda de la misión, en la que los nativos de los alrededores podían vender y adquirir mercancías. Se hacían sobre todo trueques, pero también circulaban los francos belgas y las libras esterlinas. Los esposos Bentley se burlaban de su ineptitud para los negocios y de su vocación manirrota, pues a Roger todos los precios le parecían altos y quería bajarlos, aunque con ello privara a la misión del pequeño margen de ganancia que le permitía completar su magro presupuesto.
Pese al afecto que llegó a sentir por los Bentley y la buena conciencia que le daba trabajar a su lado, Roger supo desde el principio que su estancia en la misión de Ngombe Lutete sería transitoria. El trabajo era digno y altruista, pero sólo tenía sentido acompañado de esa fe que animaba a Theodore Horte y los Bentley y de la que él carecía, aunque mimara sus gestos y manifestaciones, asistiendo a las lecturas comentadas de la Biblia, a las clases de doctrina y al oficio dominical. No era un ateo, ni un agnóstico, sino algo más incierto, un indiferente que no negaba la existencia de Dios —el «principio primero»— pero incapaz de sentirse cómodo en el seno de una iglesia, solidario y hermanado con otros fieles, parte de un denominador común. Trató de explicárselo en aquella larga conversación de Matadi a Theodore Horte y se sintió torpe y confuso. El ex marino lo tranquilizó: «Lo entiendo perfectamente, Roger. Dios tiene sus procedimientos. Desasosiega, inquieta, nos empuja a buscar. Hasta que un día todo se ilumina y ahí está Él. Le ocurrirá, ya verá».
En esos tres meses, al menos, no le ocurrió. Ahora, en 1902, trece años después de aquello, seguía en la incertidumbre religiosa. Le habían pasado las fiebres, había perdido mucho peso y, aunque a ratos se mareaba por la debilidad, había retomado sus tareas de cónsul en Boma. Fue a visitar al gobernador general y demás autoridades.
Retornó a los partidos de ajedrez y de bridge. La estación de las lluvias estaba en pleno apogeo y duraría muchos meses.
A fines de marzo de 1889, al terminar su contrato con el reverendo William Holman Bentley y luego de cinco años de ausencia, regresó por primera vez a Inglaterra.