13

Debido al río y a la lluvia, estaba empapado. El agua me goteaba del cabello y de las pestañas tal y como se escurría de los juncos, las cañas de bambú y las hojas de los sauces. También estaba empapado de sangre, aunque la oscura mancha no se apreciaba en mis ropas negras. La niebla era aún más densa, y Kenji y yo nos desplazábamos en un entorno fantasmagórico, incorpóreo e invisible. Yo me preguntaba si había muerto sin darme cuenta y había regresado a la Tierra como un ángel vengador, y que tal vez, cuando hubiéramos alcanzado nuestro objetivo, me desvanecería y regresaría a ultratumba. En todo momento, el sufrimiento intentaba entonar su terrible cántico en mi interior, pero aún no me era posible escucharlo.

Salimos del foso y escalamos el muro. Yo notaba el peso de lato en mi costado, y era como si acarreara a Shigeru conmigo. Experimentaba la sensación de que su espíritu había penetrado en mí y había quedado marcado en mis huesos. Desde la parte superior de la tapia del jardín escuché los pasos de una patrulla; los soldados hablaban con nerviosismo y comentaban sus sospechas de que algún intruso hubiera accedido al castillo. Y, en ese preciso momento, descubrieron las cuerdas que Yuki había cortado. Se detuvieron en seco, lanzaron exclamaciones de asombro y miraron hacia arriba, hacia las argollas de hierro de las que Shigeru había estado colgado.

Kenji y yo nos adjudicamos dos guardias cada uno, y éstos murieron enseguida, incluso antes de que pudieran bajar la vista. Shigeru tenía razón, pues el sable saltó de mis manos, como por voluntad propia o como si la misma mano de su amo lo hubiera blandido. No existió compasión o debilidad por mi parte que pudieran detenerlo.

La ventana que teníamos sobre nosotros permanecía abierta y la lámpara, todavía encendida, alumbraba con luz tenue. La residencia de Iida parecía tranquila, envuelta en el sueño propio de la hora del Buey. Entramos por la ventana y al hacerlo, chocamos con los cadáveres de los soldados que Yuki había matado previamente, y Kenji dejó escapar un pequeño sonido de aprobación. Yo me dirigí a la puerta situada entre el pasillo y la sala de los guardias, pues sabía que, a lo largo del pasillo se hallaban cuatro estancias de pequeño tamaño. La primera de ellas estaba abierta y conducía a la antecámara en la que Shigeru y yo habíamos esperado y contemplado las pinturas de las grullas; las otras tres estaban escondidas tras las paredes de los aposentos de Iida.

El suelo de ruiseñor recorría todo el perímetro de la residencia y también la cruzaba, separando los aposentos de los hombres de los de las mujeres. En aquel momento, lo tenía delante de mí y brillaba débilmente, en silencio, bajo la luz de la lámpara.

Me agazapé en las sombras, pues desde el extremo del edificio llegaban unas voces: dos hombres —por lo menos— y una mujer. Era Shizuka.

Tras unos instantes, me percaté de que los hombres eran Abe y Ando. No estaba seguro de cuántos guardias los acompañaban; puede que hubiera dos junto a los señores y otros 10 ocultos en los compartimentos secretos. Localicé las voces en la última de las habitaciones: la de Iida. Lo más probable era que los señores le estuvieran esperando allí; pero ¿qué hacía Shizuka con ellos?

La voz de ésta tenía un tono ligero, casi provocativo; las de los hombres sonaban cansadas y denotaban cierta embriaguez.

—Iré a por más vino —oí que decía Shizuka.

—Sí, parece que la noche va a ser larga —replicó Abe.

—La última noche que uno pasa en la Tierra siempre resulta demasiado corta —respondió Shizuka, con un ligero temblor en la voz.

—No hace falta que sea la última noche si haces la jugada adecuada —dijo Abe, con una clara nota de admiración en su voz—. Eres una mujer atractiva y sabes cómo desenvolverte. Yo te protegeré.

—¡Señor Abe! —rió, en voz baja, Shizuka—. ¿Puedo confiar en vos?

—Ve a por más vino y te lo demostraré.

Escuché el trino del suelo cuando Shizuka salió de la habitación, y unas pisadas más pesadas siguieron a las suyas. Ando le dijo:

—Voy a ver bailar a Shigeru otra vez. He esperado un año entero para esto.

Mientras Ando y Shizuka se desplazaban por la residencia, yo corrí por el suelo del exterior y me agaché junto a la puerta de la antecámara. El suelo no había emitido ningún sonido bajo mis pies. Shizuka pasó junto a mí, Kenji imitó el sonido del grillo y, entonces, ella se fundió en la oscuridad. Ando llegó a la antecámara, se dirigió a la sala de los guardias y, furioso, les gritó para que se despertaran. Al instante, Kenji le sujetó férreamente. Yo entré en la sala, me quité la capucha y coloqué la lámpara junto a mi rostro para que Ando me pudiera ver con claridad.

—¿Me ves? —susurré—. ¿Me conoces? Soy el chico de Mino. Esto es por mi gente y por el señor Otori.

La mirada de Ando mostraba tanta incredulidad como furia. Decidí no utilizar a Jato, y le maté con el garrote, mientras Kenji le sujetaba y Shizuka observaba. Entonces, le susurré a ésta:

—¿Dónde está Iida?

—Con Kaede —respondió ella—, en la última habitación de los aposentos de las mujeres. Mantendré entretenido a Abe mientras vas a buscarle, Iida está a solas con ella. Si tenemos problemas por aquí, los solucionaré con la ayuda de Kenji.

Apenas presté atención a sus últimas palabras. Yo había pensado que mantenía la sangre fría, pero en aquel momento estaba helada. Respiré profundamente, dejando que la oscuridad de los Kikuta me envolviese por completo, y salí corriendo por el suelo de ruiseñor.

La lluvia caía mansamente sobre el jardín; las ranas croaban en los estanques y en la ciénaga. Las mujeres dormían profundamente. Yo percibía la fragancia de las flores, de la madera de ciprés del pabellón de los baños y el rancio hedor de las letrinas. Avanzaba sobre el suelo como si no pesara nada, como si fuera un fantasma. Detrás de mí se levantaba la tenebrosa mole del castillo; por delante, fluía el caudal del río. Pronto encontraría a Iida.

En la última habitación de aquel extremo de la residencia ardía la llama de un candil. Las contraventanas de madera estaban abiertas, pero las de papel permanecían cerradas. Bajo el resplandor anaranjado de la llama, se recortaba la silueta de una mujer sentada, inmóvil, con el cabello cayendo a su alrededor.

Empuñando a Jato, abrí la contraventana corredera y, de un salto, me planté en la habitación.

Kaede, con un sable en la mano, se acababa de poner en pie. Estaba cubierta de sangre, Iida yacía sobre el colchón, boca abajo.

—Lo mejor es matar a un hombre y arrebatarle el sable —dijo Kaede—. Eso me contó Shizuka.

Kaede estaba temblando y tenía las pupilas dilatadas por el estado de conmoción. En la escena había algo casi sobrenatural: la muchacha, tan joven y frágil; el hombre, enorme y poderoso incluso después de muerto; el siseo de la lluvia y la quietud de la noche.

Deposité a Jato sobre la estera. Kaede bajó el sable de Iida y se acercó a mí.

—Takeo —me dijo, como si acabara de despertar de un sueño—. Iida intentó… Yo le maté…

Entonces, se lanzó a mis brazos, y yo la abracé con fuerza hasta que dejó de temblar.

—Estás empapado —murmuró—. ¿No sientes frío?

Hasta entonces no lo había sentido, pero en aquel momento me sentía helado y temblaba casi tanto como Kaede. Iida estaba muerto, pero no le había matado yo. No había podido ejecutar mi venganza, pero me resultaba imposible contradecir al destino, que se había hecho cargo de Sadamu a través de las manos de Kaede. Me sentía desilusionado, pero también aliviado. Además, Kaede estaba en mis brazos, y yo llevaba semanas anhelando ese momento.

Cuando recuerdo lo que sucedió a continuación, sólo puedo alegar que los dos estábamos locos de amor el uno por el otro, como habíamos estado desde que nos conocimos en Tsuwano. Kaede dijo:

—Esperaba morir esta noche.

—Creo que los dos moriremos —repliqué yo.

—Pero estaremos juntos —me susurró al oído—. Nadie nos molestará hasta el alba. Su voz y su tacto hacían que me estremeciera de amor y de pasión hacia ella.

—¿Me deseas? —preguntó.

—Sabes que sí.

Y, todavía abrazados, caímos de rodillas.

—¿No tienes miedo de mí? ¿De lo que les pasa a los hombres por mi causa?

—No. Nunca podrías ser un peligro para mí. ¿Estás tú asustada?

—No —contestó ella, con una nota de asombro en la voz—. Quiero estar contigo antes de morir.

Su boca encontró la mía, y entonces desató su fajín y su túnica se abrió. Yo me quité la ropa mojada y sentí en mi piel la piel que tanto había deseado. Nuestros cuerpos se entregaron con la urgencia y la locura propia de la juventud.

Me habría gustado morir después; pero, como el río, la vida nos arrastraba hacia delante. Parecía que había pasado una eternidad, pero no podían haber sido más de 15 minutos, porque oí cantar al suelo de ruiseñor mientras Shizuka regresaba junto a Abe. En la habitación contigua a la nuestra una mujer hizo un comentario en sueños, seguido por una risa amarga que hizo que el vello de la nuca se me erizase.

—¿Qué hace Ando? —preguntó Abe.

—Se ha quedado dormido —respondió entre risas Shizuka—. No aguanta el vino tan bien como el señor Abe.

Oí el borboteo de la bebida mientras la escanciaban en el cuenco y, a continuación, Abe bebió. Besé a Kaede en los párpados y en el cabello.

—Tengo que volver junto a Kenji —susurré—. No puedo dejar ni a Shizuka ni a él sin protección.

—¿Por qué no nos quitamos la vida ahora mismo, juntos —preguntó ella—, mientras somos felices?

—Kenji ha venido por mi causa —repliqué—. Si puedo salvarle la vida, debo hacerlo.

—Iré contigo.

Kaede se puso en pie con rapidez, se ató el fajín de la túnica y tomó el sable. La llama de la lámpara parpadeaba a punto de extinguirse. De la ciudad llegó el primer canto del gallo.

—No. Quédate aquí mientras voy a buscar a Kenji. Después vendremos a por Tiy escaparemos por el jardín. ¿Sabes nadar?

Kaede negó con la cabeza.

—Nunca aprendí. Pero hay barcas en el foso; tal vez podamos utilizar una de ellas.

Me puse mis ropas mojadas. Al contacto con mi piel, la humedad pegajosa me producía escalofríos. Cuando alcé a Jato, sentí el dolor en la muñeca. Uno de los golpes que había asestado aquella noche debía de haberme lastimado la mano de nuevo. Tenía que cortar la cabeza de Iida, y pedí a Kaede que tirara de sus cabellos para estirarle el pescuezo. Ella obedeció, aunque un poco acobardada.

—Esto es por Shigeru —murmuré, al tiempo que Jato cortaba el cuello de Sadamu de un solo tajo.

Como Iida ya había sangrado copiosamente, no manó mucha sangre. Corté su manto, envolví la cabeza con la tela y comprobé que pesaba tanto como la de Shigeru, que yo había entregado a Yuki. No podía creer que todo había sucedido aquella misma noche. Coloqué la cabeza sobre la estera, abracé a Kaede por última vez y regresé por el mismo camino por el que había llegado.

Kenji permanecía en la sala de los guardias y, desde allí, pude oír las risas de Shizuka y de Abe. Entonces, Kenji me dijo con un susurro:

—La siguiente patrulla de soldados puede llegar en cualquier momento. Van a descubrir los cadáveres.

—El objetivo se ha cumplido —le dije yo—: Iida ha muerto.

—Entonces, vámonos.

—Todavía queda Abe.

—Déjaselo a Shizuka.

—Y tenemos que llevarnos a Kaede.

Kenji me miró en la penumbra.

—¿A la señora Shirakawa? ¿Te has vuelto loco?

Lo cierto era que sí había enloquecido, pero no le respondí. Entonces, deliberadamente, pisé con fuerza el suelo de ruiseñor.

Éste trinó de inmediato, y Abe gritó:

—¿Quién anda ahí?

A continuación, salió corriendo de la estancia, con la túnica sin atar y empuñando el sable. Detrás de él llegaron dos guardias, uno de los cuales portaba una antorcha. Bajo la luz de la llama, Abe me vio y me reconoció. En un primer momento, su expresión denotó asombro; después, desprecio. Se dirigió hacia mí a grandes zancadas, haciendo que el suelo sonara escandalosamente. Shizuka, que estaba detrás de él, dio un salto y cortó el cuello a uno de los guardias; el otro se volvió, atónito, y dejó caer la antorcha al tiempo que blandía su sable.

Abe gritaba pidiendo ayuda mientras, enfurecido, se acercaba hacia mí. Blandía su enorme sable en la mano. Intentó acertarme, pero logré esquivar el ataque. Sin embargo, Abe tenía una fuerza asombrosa, y mi brazo estaba debilitado por el dolor. Mi enemigo lanzó otro golpe de espada, y yo me agaché y me hice invisible por un instante. Su brutalidad y su destreza me tenían impresionado.

Kenji estaba a mi lado; pero, en ese momento, los guardias ocultos empezaron a salir de sus escondites. Shizuka se encargó de dos de ellos, y Kenji se desdobló bajo el sable de uno de los guardias y después le acuchilló por la espalda. Pero mi atención estaba concentrada por completo en Abe, quien me iba haciendo retroceder por el suelo de ruiseñor hacia el extremo del edificio. Las mujeres, que se habían despertado, salieron corriendo, y cuando en su huida pasaron a nuestro lado, sus gritos distrajeron a Abe, por lo que tuve un instante para recobrar el aliento. Yo sabía que podría encargarme de los guardias una vez que me hubiera librado de Abe; sin embargo, también sabía que él era mucho más hábil y experimentado que yo.

Mi oponente me estaba arrinconando en la esquina del edificio, donde no había espacio para evadirle. Me hice invisible otra vez; pero no tenía escapatoria, pues estuviera o no visible, su sable podía cortarme en dos.

Entonces, cuando parecía que Abe me tenía atrapado, vaciló, se quedó boquiabierto y miró por encima de mi hombro con una expresión de horror en el rostro.

Yo no seguí su mirada, sino que aproveché ese momento para lanzar a Jato hacia delante, y el sable se me cayó de las manos al asestar el golpe con mi mano derecha. Abe cayó al suelo. Su cráneo mostraba un enorme corte. Esquivé su cadáver y me di la vuelta. Kaede estaba de pie, junto a la puerta de su habitación; la lámpara quedaba a sus espaldas. En una mano sostenía el sable de Iida; en la otra, la cabeza de éste. Juntos, nos fuimos abriendo camino con los sables por el suelo de ruiseñor. Cada vez que asestaba un golpe, la mano se me estremecía de dolor. Si Kaede no hubiera estado allí para proteger mi costado izquierdo, seguro que yo habría muerto entonces.

Ante mis ojos, todo lo que me rodeaba se veía turbio y borroso. Por un momento pensé que la bruma del río había llegado a la residencia, pero entonces oí el chasquido propio del fuego y percibí el olor a humo. Y es que la antorcha que el guardia había dejado caer había prendido las contraventanas de madera.

Estalló un griterío de miedo y de conmoción. Las mujeres y los criados huían de las llamas en dirección al castillo, mientras que los guardias de la fortaleza intentaban llegar a la residencia a través de la estrecha cancela. Favorecidos por el tumulto y el fuego, los cuatro logramos llegar hasta el jardín.

Para entonces, toda la residencia estaba envuelta en llamas. Nadie sabía dónde estaba Iida, o si estaba vivo o muerto, y todos ignoraban quién había perpetrado el ataque a aquel castillo, supuestamente inexpugnable. ¿Era obra de humanos o de demonios? Shigeru había desaparecido. ¿Se lo habían llevado los hombres o los ángeles?

Había dejado de llover, pero la niebla se tornaba más densa a medida que llegaba el alba. Shizuka nos guió a través del jardín hasta la cancela, y bajamos los escalones que conducían al foso. Los guardias que habían estado apostados allí se dirigían hacia la residencia y, confundidos por el alboroto, apenas opusieron resistencia. Abrimos la cancela sin dificultad, desde dentro. Subimos a una de las barcas y soltamos amarras.

La franja de tierra pantanosa que habíamos cruzado con anterioridad unía el foso con el río, mientras que a nuestras espaldas se elevaba la silueta del castillo, iluminada por las llamas. Las cenizas llegaban hasta nosotros y nos caían sobre la cabeza. Las aguas del río estaban revueltas, y las olas balanceaban la barca de madera a medida que la corriente nos empujaba. La pequeña embarcación de recreo era poco más que una batea, y yo temía que volcara a causa de la fuerza de las aguas. De repente, aparecieron ante nosotros los pilares del puente, y por un momento creí que nos íbamos a chocar contra ellos; pero la barca los esquivó y la corriente nos siguió empujando más allá de la ciudad.

Apenas hablamos, pues los cuatro respirábamos con dificultad, agotados por haber estado tan cerca de la muerte. También pesaba sobre nosotros el recuerdo de los hombres que habíamos enviado al otro mundo, aunque nos sentíamos profundamente agradecidos por no haberlos acompañado. Ésos eran, al menos, mis sentimientos.

Me dirigí a la popa de la barca y tomé el remo, pero las aguas corrían con demasiada fuerza como para poder controlar nuestra embarcación y nos obligaban a dirigirnos allí donde la corriente nos empujara. Con la llegada del amanecer, la niebla se volvió blanca, pero no pudimos ver con más claridad que cuando reinaban las sombras. Con la excepción del resplandor producido por las llamas del castillo, todo lo demás había desaparecido.

No obstante, percibí un sonido por encima del rugido de las aguas. Era una especie de zumbido estrepitoso, como si un gigantesco enjambre de insectos estuviera descendiendo sobre la ciudad.

—¿Oyes eso? —le pregunté a Shizuka.

—¿Qué será? —respondió ella, con el ceño fruncido.

—No lo sé.

El Sol lucía ya con fuerza y con sus rayos iba eliminando los restos de neblina. El zumbido y el tamborileo que llegaban desde la orilla aumentaron su intensidad, hasta que, al rato, reconocí de dónde procedían tan peculiares sonidos: eran los cascos de miles de caballos, el cascabeleo de los arneses y el tintineo del acero al chocar. A través de los últimos jirones de niebla nos llegaron destellos de brillantes colores, los de los blasones y los estandartes de los clanes del oeste.

—¡Arai está aquí! —gritó Shizuka.

Existen numerosas crónicas sobre la caída de Inuyama, pero como yo no participé más allá de lo narrado anteriormente, no estimo oportuno describir los hechos en mi relato.

Yo no había esperado sobrevivir a aquella noche; no tenía ni idea de qué iba a hacer a continuación. Había entregado mi vida a la Tribu, eso lo tenía claro; pero todavía tenía obligaciones para con Shigeru. Kaede ignoraba mi pacto con los Kikuta. Si yo fuera el heredero de Otori Shigeru, mi deber sería casarme con ella —eso era lo que yo más deseaba—; sin embargo, si me unía a los Kikuta, la señora Shirakawa sería tan inalcanzable como la mismísima Luna. Lo que había sucedido entre nosotros parecía un sueño y, si pensaba en ello, experimentaba la sensación de que debía sentirme avergonzado por mi actuación. Y entonces, como un cobarde, intentaba apartarlo de mi mente.

Primero fuimos a la residencia de los Muto, donde yo había estado escondido, y allí nos cambiamos de ropa y comimos algo. Shizuka dejó a Kaede al cuidado de las mujeres de la casa y se marchó de inmediato a ver a Arai.

Yo no deseaba hablar con Kenji ni con nadie más, pues quería partir hacia Terayama, enterrar a Shigeru y colocar la cabeza de Iida sobre su tumba. Era consciente de que debía actuar con rapidez, antes de que los Kikuta pudieran tomar el control absoluto de mi vida.

Al regresar al castillo aquella noche, había desobedecido al jefe de la familia. Aunque Iida no había muerto a mis manos, todos creerían que yo le había matado, en contra de los expresos deseos de la Tribu. Yo no podía negar que le había dado muerte sin perjudicar gravemente a Kaede. Sin embargo, no tenía intención de seguir desobedeciendo eternamente. Sólo necesitaba un poco de tiempo.

Debido a la confusión que reinaba en la casa, pude escabullirme con facilidad, y me encaminé hacia la casa de huéspedes en la que me había alojado con Shigeru. Los dueños habían huido con la llegada del ejército de Arai y se habían llevado la mayoría de sus posesiones. Sin embargo, gran parte de nuestras pertenencias estaban aún en las habitaciones; entre ellas, los dibujos que yo había hecho en Terayama y el estuche de caligrafía de Shigeru, con el que me había escrito su carta de despedida. Apenado, observé aquellos objetos. El clamor del sufrimiento alzaba su voz cada vez más en mi interior y exigía mi atención. Yo notaba la presencia de Shigeru en la habitación, y podía verle sentado junto a la ventana abierta, mientras llegaba la noche y yo no regresaba. No me llevé muchas cosas, salvo algunas ropas y algo de dinero, y entonces fui a los establos a recoger a Raku, mi caballo. Kyu, el corcel negro de Shigeru, había desaparecido, al igual que la mayor parte de los caballos de los Otori. Sin embargo, Raku seguía allí, inquieto y nervioso por el olor del fuego que ya invadía la ciudad. El animal sintió alivio al verme, y yo lo ensillé, até la cesta con la cabeza de Iida al arzón delantero y me alejé cabalgando de la ciudad, uniéndome a las multitudes que abarrotaban la carretera en su huida de los ejércitos que se aproximaban.

Viajaba con rapidez y por las noches dormía poco. El tiempo había aclarado y el aire era fresco, como un anticipo del otoño. Cada día, la silueta de las montañas se perfilaba con claridad en un brillante cielo azul; algunos árboles ya mostraban hojas doradas; la lespedeza y el arruzuz empezaban a florecer. Probablemente, el paisaje era hermoso, pero yo era incapaz de apreciar su belleza. Sabía que tenía que reflexionar sobre mi futuro, pero no podía soportar el recuerdo de lo que había hecho. Me encontraba en un estado de sufrimiento y no tenía fuerzas para seguir adelante. Sólo quería volver hacia atrás, regresar a la casa de Hagi, al momento en el que Shigeru estaba vivo, antes de que partiéramos hacia Inuyama.

En la tarde del cuarto día de viaje, cuando acababa de pasar por Kushimoto, la carretera empezó a llenarse de viajeros que venían en dirección contraria a la mía. Entonces, llamé a un campesino que caminaba junto a un caballo de carga.

—¿Qué ocurre más adelante?

—¡Monjes! ¡Guerreros! —gritó el hombre—. Han conquistado Yamagata. Los Tohan están huyendo. ¡Dicen que el señor Iida ha muerto!

Sonreí, y me pregunté cuál sería la reacción del campesino si viera el aterrador equipaje que llevaba colgado de mi silla de montar. Vestía ropas de viaje, carentes de identificación, y nadie sabía quién era, del mismo modo que yo ignoraba que para entonces mi nombre ya se había hecho famoso.

Al cabo de poco tiempo, pude oír el sonido de hombres que luchaban en el camino, y conduje a Raku hacia el bosque, pues no quería perder a mi caballo ni enzarzarme en escaramuzas con los Tohan que se batían en retirada. Éstos se movían con rapidez, con la intención de llegar a Inuyama antes de que los monjes pudieran alcanzarlos; pero yo tenía la sensación de que serían retenidos en el puerto de montaña de Kushimoto y tendrían que oponer resistencia a las tropas que allí encontrarían.

Los soldados Tohan rezagados avanzaron por la carretera durante el resto del día, mientras que yo me dirigía hacia el norte a través del bosque e intentaba esquivarlos siempre que me era posible, aunque en dos ocasiones me vi obligado a utilizar a lato para defenderme a mí mismo y a mi caballo. La muñeca todavía me molestaba, y al llegar la caída de la tarde empezó a invadirme el nerviosismo. No temía por mi seguridad, sino que me asustaba el hecho de que mi misión no pudiese ser cumplida. Pensé que no debía dormir, pues sería demasiado peligroso. La Luna brillaba, y cabalgué toda la noche bajo su luz. Raku avanzaba con paso uniforme, con una oreja hacia delante y la otra hacia atrás.

Llegó el alba y en la distancia vi la cadena de montañas que rodeaban a Terayama. Estaría allí antes de que el día llegase a su fin. A los pies de la carretera divisé una charca y me detuve para que Raku pudiera beber. Había salido el sol, y el calor me había provocado sueño. Até el caballo a un árbol y, con la silla de montar por almohada, me tumbé y me quedé dormido al instante.

Me desperté cuando la tierra empezó a temblar debajo de mí, pero seguí tumbado unos momentos, mirando los rayos de luz que caían sobre la charca. Escuchaba el goteo del agua y el estruendo de los cascos de cientos de caballos que se aproximaban por la carretera. Me puse en pie con la intención de adentrar a Raku en el bosque para esconderlo, pero cuando miré hacia arriba vi que aquel ejército no pertenecía a los Tohan. Los hombres llevaban corazas y portaban armas, pero los estandartes eran de los Otori y del templo de Terayama. Los soldados que no llevaban yelmos mostraban las cabezas afeitadas y, en la primera línea, reconocí al joven que nos había enseñado las pinturas.

—¡Makoto! —grité, a la vez que subía a toda prisa hacia la carretera.

Makoto se dio la vuelta, y su rostro se iluminó con una mezcla de alegría y de asombro.

—¿Señor Otori? ¿Realmente eres tú? Temíamos que también hubieses fallecido. Nos dirigimos a vengar la muerte del señor Shigeru.

—Yo voy camino de Terayama —le dije—. Voy a llevarle a Shigeru la cabeza de Iida, tal y como él me pidió.

Sus ojos se dilataron por la sorpresa.

—¿Ha muerto Iida?

—Sí, y Arai ha conquistado Inuyama. En Kushimoto podréis alcanzar a los Tohan.

—¿Quieres cabalgar con nosotros?

Me quedé mirándole fijamente. Sus palabras no tenían sentido para mí, pues mi tarea estaba a punto de concluir. Tenía que cumplir mi último deber hacia Shigeru y, después, desaparecería en el mundo secreto de la Tribu. Pero lo cierto era que Makoto no podía saber en modo alguno las decisiones que yo había tomado.

—¿Te encuentras bien? —preguntó—. ¿Estás herido?

Negué con un gesto.

—Tengo que colocar la cabeza de Iida sobre la tumba de Shigeru.

Los ojos de Makoto adquirieron un brillo especial.

—¡Enséñanosla!

Fui a buscar la cesta y la abrí; el olor se había acentuado y las moscas se arremolinaban sobre la sangre; el cutis, que recordaba a la cera, tenía un tinte grisáceo; los ojos, inexpresivos, se mostraban sanguinolentos.

Makoto agarró la cabeza por la cabellera, se subió a una roca que había junto al camino y la levantó para que los monjes, que se habían congregado a su alrededor, la contemplaran.

—¡Mirad lo que ha hecho el señor Otori! —gritó, y los monjes respondieron lanzando vítores.

Una oleada de emoción atrapó a la multitud, que repetía mi nombre una y otra vez, al tiempo que todos se iban arrodillando en el suelo delante de mí —primero, uno a uno; después, todos a la vez—, hasta tocar el suelo con la frente.

Kenji tenía razón. La gente quería a Shigeru: los monjes, los campesinos, la mayor parte del clan Otori… Yo había vengado su muerte y, por eso, el amor que sentían por él recaía ahora en mí.

Tal cariño me pesaba como una losa. No deseaba que me adularan, pues no lo merecía, y mi situación no me permitía corresponder a sus muestras de afecto. Me despedí de los monjes, les deseé éxito y continué cabalgando, después de meter la cabeza en la cesta.

Los monjes no querían que viajase solo, y Makoto me acompañó. Éste me contó que Yuki había llegado a Terayama con la cabeza de Shigeru y que en el templo estaban preparando la ceremonia del entierro. Yuki debía de haber viajado noche y día sin descanso, y me acordé de ella con inmensa gratitud.

Llegamos al santuario hacia la caída de la tarde. Dirigidos por el sacerdote anciano, los monjes que no se habían unido al ejército entonaban cánticos dedicados a Shigeru. En el lugar donde estaba enterrada la cabeza, había una lápida. Me arrodillé ante la tumba y coloqué la cabeza de su enemigo delante de Shigeru. Bajo la luz etérea de la media luna, las rocas del jardín de Sesshu parecían hombres en actitud de oración. El sonido de la cascada se apreciaba mejor que durante las horas del día, y bajo el murmullo del agua yo oía suspirar a los cedros, mecidos por la brisa nocturna. Los grillos cantaban y las ranas croaban en los remansos que se formaban bajo la cascada. Escuché un movimiento de alas y vi cómo un tímido autillo atravesaba el cementerio. Pronto emigraría de nuevo: el verano estaba a punto de llegar a su fin.

Era un hermoso lugar, en el que el espíritu de Shigeru encontraría reposo. Me quedé mucho tiempo junto a la tumba; las lágrimas, silenciosas, caían sin cesar por mi rostro. Shigeru me había dicho que sólo los niños lloran. «Los hombres se sobreponen a la muerte», solía decir. Me parecía inconcebible que yo pudiera ser el hombre que ocupara su lugar, y la convicción de que yo no había debido ayudarle a morir me perseguía. Le había decapitado con su propio sable. Yo no era su heredero: era su asesino.

Recordaba con nostalgia la casa de Hagi —el murmullo del río y del ambiente—, y deseaba que la casa entonara su sinfonía a mis hijos, pues quería que ellos crecieran bajo su apacible protección. Empecé a soñar despierto e imaginé a Kaede preparando el té en el pabellón que Shigeru había construido, y a nuestros hijos intentando cruzar el suelo de ruiseñor sin que sonaran los trinos. Al atardecer, contemplaríamos cómo la garza llegaba al jardín y se posaba, paciente, en el arroyo.

Desde el fondo del jardín del templo llegaba el sonido de una flauta, y las fluidas notas de la música me traspasaban el corazón. Entonces, experimenté la sensación de que nunca lograría recuperarme de mi sufrimiento.

Pasaban los días y yo no era capaz de abandonar el templo. Era consciente de que tenía que tomar una decisión y marcharme, pero cada día iba posponiendo ese momento. El anciano sacerdote y Makoto estaban preocupados por mí, pero me dejaban tranquilo; sólo se encargaban de recordarme que tenía que comer, bañarme y dormir.

Todos los días llegaba gente a rezar ante la tumba de Shigeru, y el goteo continuo de soldados, monjes, granjeros y campesinos pronto se convirtió en una oleada que desfilaba, respetuosa, ante la losa sepulcral. Los peregrinos se arrodillaban ante la tumba con los rostros empapados por las lágrimas. Shigeru había tenido razón: era más poderoso —y más querido— tras su muerte que durante su vida.

—Se convertirá en un dios —predijo el anciano sacerdote— y se unirá al resto de las divinidades en el santuario. Noche tras noche, yo soñaba con Shigeru, tal como le había visto por última vez: manchado de barro y de sangre, y cuando despertaba, con el corazón encogido por el horror, escuchaba el sonido de la flauta. Pero mientras yacía despierto, sin poder conciliar el sueño, deseaba oír su melodía, pues la música me hacía sufrir, pero me consolaba al mismo tiempo.

La Luna palideció y las noches eran más oscuras. Los monjes, que paulatinamente iban regresando al templo, nos contaron la victoria de Kushimoto. La vida en el recinto sagrado empezó a volver a la normalidad y los antiguos rituales sobre las cabezas de los muertos tocaron a su fin. Entonces llegaron noticias de Arai, que se había convertido en el señor de la mayor parte del territorio de los Tres Países. Al parecer, Arai se dirigía a Terayama a presentar sus respetos ante la tumba de Shigeru.

Aquella noche, cuando oí el sonido de la flauta, fui en busca del músico que la tocaba. Como yo había supuesto, era Makoto, y me emocioné profundamente al darme cuenta de que había estado velando por mí, acompañándome en mi sufrimiento.

Makoto estaba sentado junto al estanque, donde a menudo solía dar de comer a las carpas doradas. Concluyó la melodía y colocó la flauta en el suelo.

—Cuando Arai llegue al templo, tendrás que tomar una decisión —me dijo—. ¿Qué has pensado hacer?

Me senté a su lado. Caía el rocío y las piedras estaban húmedas.

—¿Qué debería hacer?

—Eres el heredero de Shigeru, tienes que tomar el testigo de su herencia. —Makoto hizo una pausa y, al cabo de un rato, prosiguió—: Pero no es fácil, ya lo sé. Hay algo más que te reclama.

—No es que me reclame: exige mi presencia. Tengo una obligación… Nadie podría entenderla…

—Ponme a prueba —replicó Makoto.

—Ya sabes que tengo un oído muy agudo. Una vez lo comparaste con el de un perro.

—No debería haber dicho tal cosa, porque te molestó. Perdóname.

—No, tenías razón. También dijiste que sería muy útil para mis señores. Pues bien, sí que soy útil para mis señores, aunque ellos no son los Otori.

—¿La Tribu?

—¿Has oído hablar de ellos?

—Sólo un poco —respondió Makoto—. Nuestro abad los mencionó.

Hubo un momento en el que creí que Makoto iba a seguir hablando. Parecía estar esperando a que yo le formulara una pregunta, pero yo ignoraba qué debía preguntar. Estaba absorto en mis propios pensamientos y necesitaba expresarlos.

—Mi padre era miembro de la Tribu y mis poderes extraordinarios los heredé de él. La Tribu me ha reclamado porque considera que está en su derecho. Hicimos un trato: me permitirían rescatar el cuerpo del señor Shigeru si, a cambio, yo me unía a ellos.

—¿Qué derecho tienen a pedirte tal cosa, cuando eres el heredero legítimo de Shigeru? —preguntó Makoto, totalmente indignado.

—Me matarán si intento escapar —respondí yo—. Creen que tienen ese derecho. Hicimos un trato, y por eso yo también pienso que tienen razón. Ahora mi vida les pertenece.

—Estoy convencido de que accediste al acuerdo bajo coacción —sentenció Makoto—. Seguro que nadie espera que lo cumplas. Eres Otori Takeo. No te das cuenta de lo famoso que eres, de la importancia de tu nombre.

—Yo le maté —dije. Para mi vergüenza, las lágrimas comenzaron a brotar de nuevo—. Nunca me lo perdonaré. No puedo tomar su nombre, porque le he quitado la vida. Le maté con mis propias manos.

—Le ofreciste una muerte honorable —murmuró Makoto, al tiempo que tomaba mis manos entre las suyas—. Cumpliste con todas las obligaciones que un hijo tiene para con su padre. Por todas partes te alaban y te admiran por ello. Además, tú mataste a Iida y te has convertido en una legenda.

—No he cumplido con todas mis obligaciones —respondí—. Los tíos de Shigeru tramaron la muerte de éste junto con Iida, y han quedado sin castigo. Además, Shigeru me encargó que cuidase de la señora Shirakawa, quien ha sufrido terriblemente sin tener culpa alguna.

—No me parece que eso sea una carga muy pesada —dijo Makoto, mirándome divertido. Yo me sonrojé—. Vi cómo vuestras manos se rozaron —dijo él. Tras una pausa, continuó—: Soy capaz de interpretar todos tus sentimientos.

—Quiero cumplir los deseos de Shigeru, pero al mismo tiempo siento que no soy digno. En todo caso, estoy atrapado por el juramento que hice a la Tribu.

—Si tú quisieras, el pacto podría romperse.

Tal vez Makoto tuviese razón. Por otro lado, quizá la Tribu no me permitiese seguir con vida. Además, no podía negar que había algo en la Tribu que me atraía. Continuamente recordaba cómo Kikuta entendía mi naturaleza y cómo esa naturaleza había respondido a los oscuros poderes de la Tribu. Yo era consciente de las contradicciones que guardaba en mi interior. Deseaba contarle mis secretos a Makoto, pero entonces tendría que revelarle todo, y no me era posible decir que era miembro de los Ocultos a un monje que veneraba al Iluminado. Yo pensaba que había quebrantado el mandamiento de los Ocultos, pues había matado muchas veces. Mientras hablábamos en susurros en la penumbra del jardín —el silencio sólo era alterado por la súbita zambullida de algún pez o el ulular distante de las lechuzas—, la amistad que nos unía se iba haciendo más profunda. Makoto me abrazó, y me dijo:

—Sea cual sea tu decisión, tienes que liberarte de tu congoja. Shigeru habría estado orgulloso de Ti. Ahora tú también debes perdonarte y sentirte orgulloso.

Sus cariñosas palabras y su abrazo hicieron que las lágrimas me asaltaran de nuevo. Entre sus brazos, noté que mi cuerpo volvía a cobrar vida. Makoto me había apartado del abismo y me había devuelto las ganas de vivir. Más tarde, me quedé profundamente dormido, y esta vez no soñé.

Arai llegó al templo con algunos lacayos y unos 20 soldados, pues había dejado el grueso de su ejército en el este, con la misión de mantener la paz. Tenía la intención de seguir cabalgando y establecer las fronteras antes de que llegase el invierno. La paciencia nunca había estado entre las virtudes de Arai, y en aquel momento su inquietud era patente. Era más joven que Shigeru —rondaba los 26 años— y se encontraba en su mejor momento. Era un hombre corpulento, con un carácter irascible y una voluntad de hierro. Yo no deseaba tenerle como enemigo, y él había dejado claro que quería que yo fuese su aliado y le apoyase en su enfrentamiento contra los señores de los Otori. Además, él había decidido que tenía que casarme con Kaede.

Arai la había traído consigo pues, según dictaba la costumbre, ella debía visitar la tumba de Shigeru. Arai consideraba que ella y yo teníamos que permanecer en el templo mientras se llevasen a cabo los preparativos para nuestra boda. Shizuka, que había viajado como acompañante de Kaede, buscó una oportunidad para hablar a solas conmigo.

—Sabía que te encontraría aquí —me dijo—. Los Kikuta estaban furiosos, pero mi tío los ha persuadido para que te dejen un poco más de tiempo. Sin embargo, el tiempo se está agotando.

—Estoy preparado para irme con ellos —repliqué yo.

—Vendrán a buscarte esta noche.

—¿Lo sabe la señora Shirakawa?

—He intentado avisarla, al igual que he intentado alertar a Arai —dijo Shizuka, con un toque de frustración en su voz.

Y es que Arai tenía planes diferentes:

—Eres el heredero legítimo de Shigeru —me dijo, mientras nos sentábamos en la sala de invitados del templo, una vez que ya había presentado sus respetos ante la tumba de Shigeru—. Lo más adecuado es que te cases con la señora Shirakawa. De ese modo, nos aseguraremos que Maruyama pase a su propiedad, y después, la próxima primavera, nos haremos cargo de los Otori. Necesito un aliado en Hagi.

—Arai me miraba fijamente a la cara. —No me importa reconocerlo, tu reputación me resultará útil.

—El señor Arai es demasiado generoso —respondí—. Sin embargo, existen otros motivos que tal vez me impidan cumplir vuestros deseos.

—No seas estúpido —me cortó él—. Mis deseos y los tuyos encajan a la perfección.

La mente se me había quedado en blanco, mis pensamientos habían remontado el vuelo como los pájaros de Sesshu. Yo sabía que Shizuka nos escuchaba desde el otro lado de la puerta. Arai había sido el aliado de Shigeru; él había protegido a Kaede y, además, había conquistado la mayor parte del territorio de los Tres Países. Si debía otorgar mi alianza a alguien, ése era Arai. Pensé que no debía desaparecer sin darle una explicación.

—Todo lo que hice fue con la ayuda de la Tribu —dije yo, pausadamente.

Un ligero temblor de furia le cruzó el rostro, pero no pronunció ni una palabra.

—Hicimos un pacto y, para cumplir mi parte, me veo obligado a abandonar el nombre de Otori y marchar con ellos.

—¿Quiénes forman la Tribu? —estalló Arai—. Por todas partes me encuentro con ellos. Son como ratas en un granero. ¡Incluso los más cercanos a mí…!

—No podríamos haber derrotado a Iida sin su ayuda —repliqué.

Arai negó con su enorme cabeza y exhaló un suspiro.

—No quiero escuchar más tonterías. Fuiste adoptado por Shigeru, eres un Otori y te casarás con la señora Shirakawa. Eso es lo que te ordeno.

—Señor Arai —hice una inclinación hasta tocar el suelo con la frente. Era plenamente consciente de que no podía obedecerle.

Después de visitar la tumba de Shigeru, Kaede regresó a la casa de huéspedes donde se alojaban las mujeres y no tuve ocasión de hablar con ella. Anhelaba verla, pero tambien temía ese momento, pues me asustaba el poder que ella ejercía sobre mí y el que yo tenía sobre ella. Temía hacerle daño o, peor aún, no me atrevía a herirla. Aquella noche no lograba dormir, por lo que salí al jardín y me senté deseando el silencio, pero siempre a la escucha. Yo sabía que me iría con los Kikuta cuando vinieran a buscarme esa noche, pero no lograba quitarme la imagen de Kaede de la mente. La recordaba junto al cadáver de Iida, y sentía el tacto de su piel y su fragilidad cuando la hice mía. La idea de que no iba a estar junto a Kaede nunca más me atenazaba el corazón.

Entonces, pude oír las suaves pisadas de una mujer. Shizuka puso su mano —muy parecida a la mía— sobre mi hombro, y murmuró:

—La señora Shirakawa desea verte.

—No debo verla —dije yo.

—Llegarán antes del amanecer —replicó Shizuka—. Le he contado a Kaede que nunca te dejarán libre. Lo cierto es que, a causa de tu desobediencia en Inuyama, el maestro ha decidido que si no partes con ellos esta noche, morirás. Kaede quiere despedirse de Ti.

Seguí a Shizuka. Kaede estaba sentada en el extremo de la veranda, y la pálida luz de la luna iluminaba débilmente su silueta. Pensé que reconocería su perfil en cualquier lugar: la forma de su cabeza, sus hombros y el movimiento tan peculiar con el que se dio la vuelta para mirarme.

La luz de la luna brillaba en sus ojos haciéndolos parecer negros remansos de agua de las montañas, cuando la nieve cubre la tierra y el mundo se vuelve blanco y gris. Caí de rodillas ante ella. La madera plateada olía al bosque y al santuario, a savia y a incienso.

—Shizuka me ha dicho que tienes que abandonarme, que no podemos casarnos —exclamó Kaede, en voz baja y desconcertada.

—La Tribu no me permitiría llevar esa clase de vida. No soy, y nunca podré ser, un señor del clan de los Otori.

—Pero Arai te protegerá; ésa es su intención. No hay nada que pueda ponerse en nuestro camino.

—Hice un trato con el jefe de mi familia —dije yo—. Desde ahora, mi vida le pertenece.

En ese momento, en el silencio de la noche, pensé en mi padre. Él había intentado escapar del destino que le marcaba su sangre y había sido asesinado por ello. Yo creía que mi tristeza había tocado fondo, pero este recuerdo la hizo aún más profunda.

Kaede dijo:

—En los ocho años que pasé cautiva nunca pedí nada a nadie, Iida Sadamu me ordenó que me quitara la vida, y yo no le supliqué que lo reconsiderara. Iba a violarme, y no imploré clemencia. Pero ahora te voy a pedir algo: no me abandones. Te ruego que te cases conmigo. Nunca volveré a pedir nada a nadie.

Kaede se arrojó al suelo delante de mí, y yo pude oír el sedoso murmullo de su manto al rozar el entarimado. También podía oler su perfume, pues su cabello estaba tan cerca de mí que me acariciaba las manos.

—Tengo miedo —susurró—. Temo lo que pueda sucederme. Sólo me encuentro a salvo a tu lado.

La despedida resultaba más dolorosa de lo que yo había imaginado. Ambos sabíamos que si pudiéramos yacer juntos, con su piel contra mi piel, el dolor cesaría al instante.

—La Tribu me matará —dije yo, finalmente.

—¡Hay cosas peores que la muerte! Si te matan, yo me quitaré la vida para seguirte. —Kaede tomó mis manos entre las suyas y se inclinó hacia mí. Sus ojos ardían, sus manos estaban secas y calientes, y sus huesos parecían tan débiles como los de un pájaro. Yo notaba cómo la sangre corría a borbotones bajo su piel—. Si no podemos vivir juntos, debemos morir a la vez.

Su voz sonaba apremiante y emocionada. El aire de la noche se enfrió de repente. En las canciones y en los romances, los amantes morían por amor. Recordé las palabras que Kenji le dijo a Shigeru: «Estás enamorado de la muerte, como todos los de tu clase». Kaede también pertenecía a la casta de los guerreros, pero yo no. Yo no quería morir; ni siquiera había cumplido los 18 años.

Mi silencio fue respuesta suficiente. Sus ojos examinaron mi cara.

—Nunca querré a nadie más que a Ti—dijo Kaede.

Lo cierto era que apenas nos habíamos mirado a los ojos con anterioridad. Nuestras miradas siempre habían sido encubiertas. En ese momento, cuando estábamos a punto de separarnos, nos miramos fijamente, sin modestia ni vergüenza. Yo notaba su dolor y su desesperación, y deseaba aliviar su sufrimiento; pero no podía hacer lo que ella me pedía. Mientras sujetaba sus manos y la miraba a lo más profundo de sus ojos, surgió una energía extraña y su mirada se intensificó, como si se estuviera ahogando. Entonces, Kaede suspiró y cerró los ojos. Su cuerpo comenzó a oscilar, y Shizuka dio un salto desde las sombras y la tomó entre sus brazos, al tiempo que caía. Entre Shizuka y yo la tumbamos en el suelo con cuidado. Kaede había caído en un profundo sueño, como me había ocurrido a mí ante los ojos de Kikuta en la habitación secreta.

Temblé, pues de repente me había quedado helado.

—No deberías haber hecho eso —susurró Shizuka.

Yo sabía que mi prima tenía razón.

—No tenía intención de hacerlo —repliqué—. Nunca antes había dormido a una persona, sólo a los perros.

Shizuka me dio un golpe en el brazo.

—Vete con los Kikuta. Vete y aprende a controlar tus poderes. Quizá junto a ellos puedas madurar.

—¿Se pondrá bien Kaede?

—Yo no entiendo de las cosas de los Kikuta —respondió Shizuka.

—Yo dormí todo un día.

—Lo más probable es que quien te provocara el sueño supiera lo que se traía entre manos —argumentó Shizuka, enfadada.

Desde el lejano sendero de la montaña me llegaba el sonido de alguien que se aproximaba: dos hombres caminaban sigilosamente, pero su sigilo no era suficiente para mí.

—Ya vienen —dije.

Shizuka se arrodilló junto a Kaede y la tomó en brazos sin dificultad.

—Adiós, primo mío —dijo ella, mientras el enfado perduraba en su voz.

—Shizuka —comencé a decir, cuando ya se dirigía hacia la habitación. Ella se detuvo un momento, pero no se volvió hacia mí—. Mi caballo, Raku… ¿Podrías entregárselo a la señora Shirakawa? No tengo otra cosa que ofrecerle.

Shizuka asintió y se alejó hacia las sombras, hasta desaparecer de mi vista. Oí cómo abría la puerta corredera, sus pisadas sobre la estera y el ligero chasquido del suelo cuando tumbó a Kaede.

Regresé a mi habitación y recogí mis pertenencias, que eran muy pocas: la carta de Shigeru, mi cuchillo y Jato. Entonces, me encaminé hacia el templo, donde Makoto meditaba de rodillas. Le puse la mano en el hombro, y él se puso en pie y salió al jardín conmigo.

—Me voy —susurré—. No se lo digas a nadie antes del alba.

—Podrías quedarte aquí.

—No es posible.

—Entonces, regresa cuando puedas. Podemos esconderte. Hay muchos lugares secretos en las montañas donde nadie podría encontrarte.

—Quizá lo necesite algún día —respondí—. Quiero que guardes mi sable.

Makoto tomó a Jato en sus manos.

—Ahora estoy seguro de que volverás.

Makoto alargó la mano, trazó con sus dedos el perfil de mis labios, y me acarició los pómulos y la nuca.

Yo estaba mareado por la falta de sueño, por la pena y por el deseo. Anhelaba tumbarme y que alguien me consolara; pero oí que las pisadas ya cruzaban la grava.

—¿Quién está ahí? —Makoto se dio la vuelta blandiendo el sable—. ¿Despierto a los monjes?

—¡No! Son los hombres con los que tengo que partir. El señor Arai no debe enterarse.

Mi antiguo preceptor, Kenji, y el maestro Kikuta me esperaban bajo la luz de la luna. Vestían ropas de viaje, poco notorias y bastante modestas, y podrían haber pasado por dos hermanos, tal vez hombres de letras o mercaderes fracasados. Había que conocerlos muy bien —como era mi caso— para percibir su postura, siempre alerta; las marcadas líneas de sus músculos, que denotaban su gran fortaleza física; los oídos y los ojos, a los que nada escapaba, y su inteligencia suprema, que hacía que señores de la guerra como Iida y Arai pareciesen torpes y brutales.

Me arrojé al suelo frente al maestro Kikuta y toqué el polvo con la frente.

—Ponte de pie, Takeo —me dijo.

Para mi sorpresa, Kikuta y Kenji me abrazaron. Makoto me tomó las manos.

—Hasta la vista. Sé que nos volveremos a encontrar.

Nuestras vidas están ligadas.

—Enséñame la tumba de Shigeru —me dijo Kikuta con amabilidad, de la forma que yo recordaba. Él entendía mi verdadera naturaleza.

«Si no fuera por Kikuta, Shigeru no estaría bajo la lápida», me dije yo, pero sin expresar mis pensamientos. Envuelto por la paz de la noche, empecé a aceptar que el destino de Shigeru había sido alcanzar la muerte como lo hizo, de la misma forma que, en aquel momento, su destino era convertirse, para mucha gente, en un dios o en un héroe. Llegarían peregrinos hasta el santuario para rezar por él, para buscar su ayuda, durante cientos de años, y lo seguirían haciendo mientras Terayama existiese. Permanecimos de pie, con la cabeza inclinada, frente a la flamante lápida. ¿Quién sabe los pensamientos que Kenji y Kikuta guardaban en sus corazones? Yo pedí perdón a Shigeru, le di las gracias otra vez por salvarme la vida en Mino y me despedí. Creí oír su voz y pude ver su peculiar sonrisa.

El viento mecía los cedros centenarios y los insectos nocturnos continuaban con su insistente zumbido. «Siempre será así», pensé yo. Verano tras verano, invierno tras invierno, la Luna se hundiría por el oeste y devolvería la noche a las estrellas, y éstas, al cabo de una hora o dos, se rendirían ante el resplandor del Sol. Y éste, a su vez, pasaría por encima de las montañas, arrastrando a su paso las sombras de los cedros, hasta descender de nuevo tras la silueta de las cordilleras.

De esta forma, el mundo seguía su marcha, y la humanidad vivía en él de la mejor manera posible, entre la luz y las sombras.