Permanecí inconsciente sólo unos momentos. Cuando desperté, todo estaba oscuro a mi alrededor, y enseguida supuse que me encontraba dentro del carromato. Había al menos dos personas a mi lado, y noté que una de ellas, por su respiración, era Kenji; la otra, por su perfume, era una de las muchachas. Me estaban sujetando, cada uno de un brazo.
Me sentía terriblemente mareado, como si me hubieran golpeado en la cabeza. El vaivén del carro aún empeoraba mi estado.
—Voy a vomitar —dije, y Kenji me soltó el brazo.
El vómito llegó a mi garganta a medida que me incorporaba, y me di cuenta de que la muchacha también me había soltado el otro brazo. Tan desesperada era mi ansia de escapar, que la náusea desapareció por completo y me lancé —con los brazos cruzados sobre la cabeza— contra la puerta con bisagras del carromato. Pero ésta estaba firmemente cerrada desde fuera. La piel de una de mis manos se rasgó con un clavo. Kenji y la chica me agarraron y me tumbaron sobre el suelo, mientras yo forcejeaba y me retorcía sin parar. Alguien gritó desde fuera. Se trataba de una advertencia áspera y airada.
Kenji me insultó:
—¡Cállate! ¡Estate quieto! Si los Tohan te descubren ahora, te matarán en el acto.
Pero yo había perdido la razón. Cuando era niño, solía llevar a casa animales del bosque: zorrillos, comadrejas o pequeños conejos. Nunca logré domesticarlos, porque lo único que querían, ciega e irracionalmente, era escapar. En ese momento recordé esa furia ciega. A mí nada me importaba, excepto que Shigeru pudiera pensar que yo le había traicionado. Nunca me quedaría con la Tribu. ¡Nunca lograrían retenerme!
—¡Hazle callar! —susurró Kenji a la chica, mientras se esforzaba por mantenerme quieto.
Las manos de la muchacha hicieron que el mundo volviese a llenarse de náuseas y oscuridad.
Cuando, por segunda vez, recobré la consciencia, realmente creí que había muerto y que me encontraba en el otro mundo. No podía ver ni oír; estaba sumido en la oscuridad y el silencio era absoluto. Entonces empecé a percibir sensaciones: el cuerpo me dolía demasiado como para estar muerto, notaba la garganta en carne viva, una mano me daba punzadas y la muñeca de la otra me dolía como si me la hubiera torcido. Intenté incorporarme, pero me habían atado. Las ligaduras eran suaves y estaban algo sueltas, pero con la presión suficiente como para impedir mis movimientos. Giré la cabeza y la sacudí. Una venda me tapaba los ojos; pero lo peor era que no podía oír. Tras unos instantes, me percaté de que me habían taponado los oídos, y sentí alivio por no haber perdido la capacidad de escuchar.
Una mano me tocó la cara y di un respingo. Me quitaron la venda, y entonces pude ver a Kenji arrodillado a mi lado. Junto a él, en el suelo, ardía un candil cuya llama le iluminaba la cara. Pensé fugazmente en lo peligroso que era. En una ocasión, Kenji me había prometido que siempre me protegería, pero ahora lo último que yo deseaba era su protección.
Vi que sus labios se movían.
—No oigo nada —le dije—. Quítame los tapones.
Cuando los retiró, el mundo regresó a mí y estuve en silencio unos instantes hasta situarme en él. Podía oír el río en la distancia, luego seguíamos en Inuyama. La casa en la que nos encontrábamos se encontraba en silencio, pues todos dormían excepto los guardias, a quienes oía murmurar junto a la cancela. Supuse que sería tarde … y en ese instante escuché la campana de medianoche de un templo lejano.
En ese momento debería haber estado dentro del castillo de Iida.
—Lamento que te hiciéramos daño —dijo Kenji—. No debiste oponerte con tanta fuerza.
Yo sentía cómo una amarga furia me invadía de nuevo. Intenté controlarme.
—¿Dónde estoy?
—En una de las casas de la Tribu. Te sacaremos de la capital dentro de un día o dos.
Su voz calmada y pragmática me enfureció aún más.
—La noche de mi adopción le dijiste que no le traicionarías. ¿Te acuerdas?
Kenji suspiró.
—Aquella noche los dos hablamos sobre lealtades encontradas. Shigeru sabe que, en primer lugar, mi obligación es servir a la Tribu, y ya entonces le advertí, como hice más tarde en varias ocasiones, que la Tribu tenía prioridad al reclamarte, y que antes o después lo haría.
—¿Por qué ahora? —pregunté, con amargura—. Podrías haberme dejado una noche más.
—Tal vez yo, personalmente, te hubiera concedido esa oportunidad; pero el incidente de Yamagata hizo que los acontecimientos escaparan a mi control. En todo caso, ahora estarías muerto y no serías de utilidad a nadie.
—Pero primero podría haber acabado con la vida de Iida —mascullé.
—Esa posibilidad fue considerada —dijo Kenji—, y se decidió que no era acorde con los intereses de la Tribu.
—Supongo que la mayoría de vosotros trabaja para Iida…
—Trabajamos para quien mejor nos paga. Nos gusta una sociedad estable. La guerra abierta dificulta nuestras operaciones. El gobierno de Iida es cruel pero sólido, y eso nos conviene.
—O sea, que estuviste engañando a Shigeru todo el tiempo.
—Sin duda, como él mismo me estuvo engañando a mí. —Kenji permaneció callado durante todo un minuto, y después prosiguió—: Shigeru estaba condenado desde el principio. Demasiados señores poderosos querían librarse de él. Ha tenido suerte de sobrevivir tanto tiempo.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
—¡No debe morir! —exclamé.
—Seguro que Iida encuentra algún pretexto para matarle —dijo Kenji, con suavidad—; es demasiado peligroso para poder seguir con vida. No sólo ha ofendido a Iida personalmente (su romance con la señora Maruyama, tu adopción…), sino que las escenas de Yamagata alarmaron a los Tohan profundamente —la llama parpadeó, y Kenji añadió, con calma—: El problema con Shigeru es que la gente le quiere.
—¡No podemos abandonarle! ¡Déjame volver con él!
—No es decisión mía —replicó Kenji—. Y aunque lo fuera, ahora no podría hacerlo, Iida sabe que perteneces a los Ocultos y te entregaría a Ando, como prometió. Sin duda, Shigeru tendría una muerte rápida y honorable, propia de un guerrero; sin embargo, tú serías torturado, y ya sabes cómo.
Yo permanecí en silencio. Me dolía la cabeza, y un insoportable sentimiento de fracaso me envolvía. Me habían dirigido como quien arroja una lanza hacia un blanco. La mano que me sujetaba me había soltado, y yo había caído, inservible, sobre la tierra.
—Ríndete, Takeo —dijo Kenji, al tiempo que me miraba a los ojos—. Todo ha terminado.
Yo asentí lentamente. Sería mejor que fingiera estar de acuerdo.
—Tengo mucha sed.
—Haré un poco de té: te ayudará a dormir. ¿Quieres comer algo?
—No. ¿Puedes desatarme?
—Esta noche, no.
Pensé en esta respuesta mientras me dormía y me volvía a despertar, intentando encontrar una posición cómoda en la que estar tumbado con las manos y los pies atados. Llegué a la conclusión de que Kenji creía que yo podría escapar una vez que me liberara de las ataduras, y si mi maestro pensaba que lo lograría, lo más probable es que fuera verdad. Ése era el único consuelo que tenía, aunque no me duró mucho tiempo.
Empezó a llover un poco antes de que amaneciera. Pude oír cómo se llenaban los desagües y cómo goteaban los aleros. Después, los gallos empezaron a cantar y la ciudad se despertó. Escuché a los criados de la casa, que se estaban levantando, y olí el humo cuando se empezaron a encender los fuegos en la cocina. Oí las voces y las pisadas de la servidumbre, y las conté, al tiempo que imaginaba la disposición de la casa, el lugar de la calle en el que se encontraba y lo que había al otro lado. Por los olores y los sonidos, supuse que me hallaba oculto en una bodega, en una de las casas grandes de los mercaderes situadas en las afueras de la ciudad. La habitación en la que me encontraba no tenía ventanas exteriores, era tan estrecha como una anguila y permanecía oscura incluso tras la salida del sol.
La boda se iba a celebrar dos días después. ¿Sobreviviría Shigeru hasta entonces? Si fuera asesinado antes, ¿qué sería de Kaede? Mis pensamientos me atormentaban. ¿Cómo pasaría Shigeru esos dos días? ¿Qué estaba haciendo en ese momento? ¿Estaría pensando en mí? Me angustiaba la idea de que Shigeru pudiera creer que yo había escapado por voluntad propia. ¿Qué pensarían los hombres Otori? Seguro que me despreciarían.
Llamé a Kenji y le dije que tenía que ir a las letrinas, y éste me desató los pies y me condujo hasta allí. La pequeña habitación daba a otra más grande, y después bajamos unas escaleras que conducían al patio trasero. Llegó una criada con un cuenco lleno de agua y me ayudó a lavarme las manos. Yo estaba manchado de sangre por todos lados, más de la que podría haber brotado cuando me herí la mano con el clavo, y era seguro que había acuchillado a alguien. Me pregunté entonces dónde estaría mi cuchillo.
Cuando regresamos a la habitación secreta, Kenji no volvió a atarme los pies.
—¿Qué pasa ahora? —pregunté.
—Intenta dormir un rato más. Hoy no ocurrirá nada.
—¡Dormir! ¡Me parece que nunca volveré a dormir!
Kenji me observó durante unos instantes, y después, de forma concisa, dijo:
—Todo pasará.
Si mis manos hubieran estado libres, le habría matado. Salté hacia él, balanceando las manos atadas para golpearle en el costado. Esto le pilló por sorpresa y ambos caímos, pero Kenji, que estaba debajo de mí, se giró, rápido como una serpiente, y me sujetó contra el suelo. Yo estaba furioso, pero él también. En el pasado le había visto enfadarse conmigo, pero en ese momento la ira le cegaba. Me abofeteó dos veces, y sus golpes fueron tan fuertes que los dientes me temblaron y me mareé.
—¡Ríndete! —gritó—. Haré que te rindas a golpes si es necesario. ¿Es eso lo que quieres?
—¡Sí! —grité yo—. Venga, mátame, porque ésa será la única manera en la que podrás retenerme aquí.
Arqueé la espalda, rodé hacia un lado y logré liberarme de su peso con patadas y mordiscos. Entonces, él me golpeó otra vez; pero yo conseguí apartarme y, lanzándole insultos llevado por la furia, me arrojé otra vez contra él.
Oí pasos rápidos que se acercaban, y las puertas correderas se abrieron. La chica de Yamagata y uno de los hombres del carromato entraron corriendo en la habitación, y entre los tres lograron reducirme; pero yo había enloquecido de rabia y les resultó difícil atarme los pies de nuevo.
Kenji estaba invadido por la cólera. La chica y el hombre nos miraban a uno y a otro.
—Maestro —dijo la muchacha—, déjale con nosotros. Le vigilaremos durante un rato. Necesitas descansar.
Sin duda estaban atónitos por la pérdida de control de Kenji.
Éste y yo habíamos convivido durante meses como preceptor y alumno. Él me había enseñado casi todo lo que sabía, y yo le había obedecido sin discusión y soportado sus regañinas, sus burlas y sus castigos. Había dejado a un lado mis sospechas iniciales y confiaba en él. Por mi parte, todo aquello había terminado, y nunca volvería a ser igual.
Entonces, Kenji se arrodilló frente a mí, me agarró la cabeza y me obligó a mirarle.
—¡Estoy intentando salvarte la vida! —gritó—. ¿Es que no puedes meterte eso en tu cabezota?
Yo le escupí, y me preparé para recibir otro golpe, pero el hombre del carromato le detuvo.
—Vete, maestro —le apremió.
Kenji me soltó y se puso en pie.
—¿Qué tipo de sangre, testaruda y demente, heredaste de tu madre? —preguntó, lleno de rabia. Cuando llegó a la puerta, se dio la vuelta y dijo—: No le quitéis la vista de encima. No le desatéis.
Una vez que Kenji se había ido, sentí deseos de gritar y sollozar como un niño con una rabieta. Las lágrimas de furia y desesperación me pinchaban los párpados, y me tumbé en el colchón, mirando hacia la pared. La chica se marchó y, al poco rato, regresó con agua fría y un paño. Hizo que me incorporara y me limpió la cara. Tenía el labio partido y notaba contusiones en un ojo y en la mejilla. Su gentileza me dio a entender que ella sentía compasión hacia mí, aunque no pronunció palabra.
El hombre joven nos observaba, también en silencio.
Más tarde, la muchacha trajo té y comida. Bebí el té, pero me negué a comer.
—¿Dónde está mi cuchillo? —pregunté.
—Lo tenemos nosotros —respondió la chica.
—¿Te hice daño?
—A mí no, fue a Keiko. La heriste en la mano a ella y también a Aiko, pero los cortes no son graves.
—¡Ojalá os hubiera matado a todos!
—Ya lo sé —replicó la chica—. No se puede negar que luchaste con coraje, pero te enfrentabas a cinco miembros de la Tribu, y no tienes por qué avergonzarte.
Y, sin embargo, lo que sentía era vergüenza, que me iba penetrando por todo mi ser y me teñía de negro hasta los mismos huesos.
El largo día fue pasando, lento y agobiante. La campana del atardecer acababa de tañer en el templo del fondo de la calle, cuando Keiko llegó a la puerta y habló en susurros con mis dos guardianes. Yo oía con toda claridad lo que estaban diciendo; pero, por fuerza de la costumbre, fingí que no les escuchaba. Alguien llamado Kikuta había venido a verme.
Unos minutos después, un hombre delgado y de altura media entró en la habitación seguido por Kenji. Los dos se parecían. Ambos compartían la misma apariencia cambiante que les hacía pasar inadvertidos, aunque la piel del recién llegado era más oscura, más parecida a la mía. Su pelo aún era negro, a pesar de que pasaba de los 40 años.
Permaneció unos instantes de pie junto a la puerta, observándome, y entonces cruzó la habitación, se arrodilló a mi lado y, al igual que había hecho Kenji cuando me conoció, tomó mis manos entre las suyas y las giró para ver las palmas.
—¿Por qué le habéis atado? —preguntó. Su voz también era normal, aunque el acento procedía del norte.
—Intenta escapar, maestro —dijo la chica—. Ahora está más tranquilo, pero antes se comportó de forma salvaje.
—¿Por qué quieres escapar? —me preguntó—. Por fin estás con quienes te corresponde.
—No, eso no es cierto —repliqué—. Antes de saber nada sobre la Tribu, juré fidelidad al señor Otori. He sido adoptado legalmente y pertenezco al clan de los Otori.
—Hmm… Me han dicho que los Otori te llaman Takeo. ¿Cuál es tu nombre verdadero? —preguntó.
Yo no respondí.
—Fue criado entre los Ocultos —dijo Kenji, con calma—, y cuando nació le dieron el nombre de Tomasu.
Kikuta hizo un gesto de desaprobación.
—Mejor será que olvidemos eso —dijo—. Por el momento, Takeo está bien, aunque no es un nombre propio de la Tribu. ¿Sabes quién soy?
—No —dije yo, aunque lo suponía.
—No, maestro —el joven guardián no pudo reprimir el reproche.
Kikuta sonrió.
—¿Es que no le has enseñado buenos modales, Kenji?
—La cortesía es para los que la merecen —intervine yo.
—Pronto sabrás que yo sí la merezco. Soy el jefe de tu familia: Kikuta Kotaro, primo hermano de tu padre.
—No conocí a mi padre, y nunca he utilizado su nombre.
—Pero el sello de los Kikuta lo llevas grabado: la agudeza de oído, las dotes artísticas, los numerosos poderes extraordinarios y las líneas de las palmas de la mano. Ésas son cosas que no puedes negar.
Desde la distancia, llegó un débil sonido, un toque en la puerta principal de la tienda del piso de abajo. Oí que alguien abría la puerta corredera y hablaba con otra persona.
Se trataba de una conversación trivial sobre vinos. Kikuta también giró la cabeza ligeramente, y yo noté algo en él.
—¿Oyes todos los sonidos? —pregunté.
—No tantos como tú, porque con la edad se van perdiendo facultades; pero oigo bastante bien.
—En Terayama, un monje joven dijo: «Como un perro» —mi voz adquirió un tono de amargura—. «Debes de ser muy útil para tus señores», me dijo también. ¿Es por eso por lo que me secuestrasteis, porque os seré de utilidad?
—No se trata de ser útil —dijo Kikuta—. El asunto es que has nacido en la Tribu, y a ella perteneces. Aunque no tuvieras ningún talento, seguirías siendo uno de los nuestros y, aunque tuvieras todos los poderes del mundo, si no hubieras nacido en la Tribu nunca nos pertenecerías ni mostraríamos interés por ti. Pero el caso es que tu padre era Kikuta, y tú también lo eres.
—¿No tengo elección?
Él sonrió otra vez.
—No es algo que se pueda elegir, de la misma forma que no puedes elegir la agudeza de tu oído.
Aquel hombre me estaba tranquilizando de la misma manera que yo empleaba con los caballos: intentando entender mi naturaleza. Hasta ahora yo no había conocido a nadie que supiera lo que se sentía al ser un Kikuta, y notaba que el hombre ejercía cierta atracción sobre mí.
—Supongamos que lo acepto. ¿Qué haréis conmigo?
—Encontraremos un lugar seguro en otro feudo, lejos de los Tohan, para que termines tu entrenamiento.
—No quiero realizar más entrenamiento. ¡Estoy harto de maestros!
—Enviamos a Muto Kenji a Hagi por su larga amistad con Shigeru. Kenji te ha enseñado muchas cosas, pero un Kikuta debe ser enseñado por otro Kikuta.
Yo ya no le prestaba atención.
—¿Amistad? ¡Kenji engañó y traicionó a Shigeru!
Kikuta habló con calma:
—Tienes grandes virtudes, Takeo, y una de ellas es, sin duda, el coraje de tu corazón; pero ahora es tu cabeza lo que tenemos que organizar. Debes aprender a controlar tus emociones.
—¿Para qué? ¿Para poder traicionar a los viejos amigos con la misma facilidad que Muto Kenji?
El breve momento de tranquilidad había pasado. Notaba de nuevo que la furia me invadía y deseaba rendirme ante ella, pues sólo la furia podía borrar mi vergüenza. Los dos jóvenes dieron un paso adelante, dispuestos a sujetarme, pero Kikuta hizo un gesto para que se apartaran. Me tomó las manos atadas y las sostuvo con firmeza.
—Mírame —me ordenó.
A pesar de mi resistencia, mis ojos se encontraron con los suyos. Yo estaba atrapado en el torbellino de mis emociones, y sólo su mirada lograba evitar que éste me arrastrara. Lentamente, mi ira se fue aplacando y fue reemplazada por un profundo cansancio. No lograba combatir el sueño, que me envolvía como las nubes a la montaña. La mirada de Kikuta no se apartó de mí hasta que cerré los ojos y la bruma me apresó.
Cuando desperté, era de día. La luz del sol llegaba a la alcoba secreta a través de la habitación contigua y arrojaba un pálido reflejo anaranjado sobre el lugar en el que yo yacía. No podía creer que fuese por la tarde otra vez. Debía de haber dormido casi un día entero. La chica estaba sentada en el suelo, un poco alejada de mí. Caí en la cuenta de que la puerta acababa de cerrarse y que el sonido me había despertado. Mi otro guardián debía de haber salido.
—¿Cómo te llamas? —pregunté a la muchacha. La garganta aún me dolía, y mi voz sonaba como un graznido.
—Yuki.
—¿Y él?
—Akio.
Según la muchacha me contó, se trataba del hombre al que yo había herido.
—¿Qué me hizo ese hombre?
—¿El maestro Kikuta? Te hizo dormir; algo que los Kikuta saben hacer muy bien.
Me acordé entonces de los perros de Hagi… «Algo que los Kikuta saben hacer muy bien».
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Ya ha empezado la hora del Gallo.
—¿Hay alguna noticia?
—¿Sobre el señor Otori? Ninguna —la chica se acercó a mí, y me susurró—: ¿Quieres que le lleve un mensaje?
Me quedé mirándola fijamente.
—¿Puedes hacerlo?
—He trabajado de criada en la residencia en la que se aloja, como hice en Yamagata —me lanzó una mirada llena de significado—. Puedo intentar hablar con él esta noche o mañana por la mañana.
—Dile que no le abandoné por mi voluntad y pídele que me perdone… —eran demasiadas cosas para ponerlas en palabras, y mi voz se quebró—. ¿Por qué motivo quieres ayudarme?
Ella negó con la cabeza, sonrió y me hizo un gesto para que callara. Akio regresó a la habitación. Una de sus manos estaba vendada, y me trataba con frialdad.
Más tarde me desataron los pies, me llevaron al baño, me desnudaron y me ayudaron a meterme en el agua caliente. Mis movimientos eran los de un inválido, y todos los músculos del cuerpo me dolían.
—Es lo que pasa cuando uno se enfurece —dijo Yuk¡—. No puedes imaginar el daño que tu propia fuerza puede causarte.
—Por eso tienes que aprender a controlarte —añadió Akio—. Si no lo haces, serás un peligro para los demás y pa ti mismo.
Cuando me llevaron de vuelta a la habitación, Akio dijo:
—Con tu desobediencia quebrantaste todos los principios de la Tribu. Que tu dolor te sirva de castigo.
Me di cuenta de que Akio no sólo estaba resentido porque yo le hubiera herido; también yo le desagradaba y le provocaba envidia, aunque a mí no me importaba. La cabeza me dolía terriblemente; pero ya no estaba furioso, sino que sentía una profunda tristeza.
Mis guardianes aceptaron que se había establecido una especie de tregua, y no me ataron de nuevo. Lo cierto es que yo no estaba en condiciones de ir a ninguna parte, pues apenas podía andar y, mucho menos, huir por las ventanas o escalar hasta el tejado. Comí un poco —el primer alimento que probaba en dos días—. Yuki y Akio se retiraron, y fueron reemplazados por Keiko y el otro hombre joven, que se llamaba Yoshinori. Las manos de Keiko también estaban vendadas, y tanto éste como Yoshinori se mostraban hostiles conmigo, al igual que Akio, y no me dirigieron la palabra.
Yo pensaba en Shigeru, y rezaba para que Yuki pudiese llevarle mi mensaje, y entonces me di cuenta de que estaba orando como lo hacían los Ocultos, y que las palabras me llegaban a la boca de forma espontánea. Y es que no en vano había absorbido esas plegarias junto con la leche de mi madre. Como un niño, las susurraba para mis adentros, y posiblemente me reconfortaron, pues al poco rato volví a quedarme profundamente dormido.
El sueño me despejó. Cuando desperté, era ya por la mañana. Mi cuerpo se había recuperado en parte y ya podía moverme sin sentir dolor. Yuki estaba de vuelta y, al notar que me había despertado, envió a Akio a hacer un recado. Yuki aparentaba ser mayor que los otros, y por lo visto tenía cierta autoridad sobre ellos. De inmediato, me contó lo que yo deseaba oír:
—Anoche fui a la casa de huéspedes y conseguí hablar con el señor Otori. Sintió un gran alivio al enterarse de que estás sano y salvo. Su mayor preocupación era que los Tohan te hubieran atrapado y asesinado. Ayer te escribió, con la esperanza de que algún día puedas leer la carta.
—¿La tienes?
Yuki asintió.
—Me dio otra cosa para ti. La escondí en el armario.
Yuki abrió la puerta corredera del armario donde se guardaba la ropa de cama y sacó un bulto alargado, que permanecía escondido debajo de una pila de mantas. Reconocí al instante el paño con el que estaba envuelto: un viejo manto de viaje de Shigeru; quizá el que llevaba puesto el día que me salvó la vida en Mino. Yuki puso el bulto en mis manos y yo lo levanté hasta la altura de los ojos. Dentro de la tela había algo rígido, y al instante supe de qué se trataba. Aparté el manto y saqué a Jato.
Me invadió tal sentimiento de tristeza que pensé que iba a morir. Entonces, las lágrimas me cayeron a borbotones y me resultó imposible frenarlas.
Yuki, con amabilidad, exclamó:
—Van a ir al castillo desarmados para la ceremonia. Shigeru no quiere que su sable se pierda en caso de que él no regrese.
—No regresará —dije yo, al tiempo que las lágrimas caían en torrente.
Yuki me quitó el sable, lo envolvió de nuevo y lo volvió a esconder en el armario.
—¿Por qué lo hiciste? —le pregunté—. Has desobedecido a la Tribu.
—Soy de Yamagata —respondió Yuki—. Estaba allí cuando Takeshi fue asesinado… y yo había crecido junto a la hija de la familia que murió con él. Ya has visto lo que ocurre en Yamagata y cómo quieren todos a Shigeru. Yo soy como ellos y pienso que Kenji, el maestro Muto, se ha portado muy mal con vosotros dos.
En la voz de Yuki se apreciaba una nota de desafío que la hacía parecer una niña furiosa… y desobediente. No quise interrogarla más, y me sentí muy agradecido por lo que había hecho por mí.
—Dame la carta —dije, al cabo de un rato.
Ichiro había enseñado a escribir a Shigeru, por lo que su caligrafía debería parecerse a la mía, pero no era así. Shigeru escribía con trazo firme y fluido: " Takeo, me alegro enormemente de que te encuentres a salvo. No hay nada que perdonar, porque sé que nunca me traicionarías y siempre he sabido que la Tribu intentaría atraparte. Mañana piensa en mí".
A partir de ahí, la carta continuaba:
Takeo:
Por razones que no vienen al caso, no nos fue posible continuar con nuestro arriesgado plan. Lo lamento mucho, pero al menos me he evitado el sufrimiento de enviarte a la muerte. Me dicen que estás con la Tribu y, por tanto, tu destino queda fuera de mi control. No obstante, eres mi hijo adoptivo y mi legítimo heredero, y abrigo la esperanza de que algún día puedas asumir tu herencia como Otori. Si muero a manos de Iida, te pido que vengues mi muerte pero que no la llores, pues pienso que con ella alcanzaré más logros que con mi vida. Ten paciencia. También te pido que cuides de la señora Shirakawa.
Algún vínculo de una vida anterior ha debido de dictar la fortaleza de nuestros sentimientos. Me alegro de haberte encontrado en Mino. Te envío un abrazo. Tu padre adoptivo,
Shigeru
La carta llevaba su sello.
—Los hombres Otori creen que el maestro Muto y tú habéis sido asesinados —dijo Yuki—. Nadie cree que te marcharas por tu propia voluntad. Supongo que te alegrará saberlo.
Me acordé de todos ellos: de los hombres que se habían burlado de mí y a la vez me habían mimado; que me habían enseñado y me habían soportado; que se habían sentido orgullosos de mí y todavía me apreciaban. Aquellos hombres se dirigían a una muerte segura, pero yo los envidiaba, pues ellos morirían junto a Shigeru, mientras que yo estaba condenado a vivir a partir del terrible día de su muerte.
Cada uno de los sonidos que llegaban de fuera me sobresaltaba. En una ocasión, al poco del mediodía, me pareció oír a lo lejos el choque de los sables y los gritos de los hombres, pero nadie vino a darme razón de lo que sucedía. Sobre la ciudad se cernió un extraño y angustioso silencio.
Mi único consuelo era la idea de que Jato se encontraba oculto a muy poca distancia de mí, y muchas veces sentía la tentación de agarrar el sable y huir de la casa con su ayuda. Pero, en su último mensaje, Shigeru me pedía que tuviera paciencia. La furia había dado paso al sufrimiento, pero en aquel momento, mientras mis lágrimas se secaban, el sufrimiento dio paso a la determinación. No pensaba desperdiciar mi vida, a menos que me llevase a Iida conmigo.
En torno a la hora del Mono, escuché una voz que llegaba desde la tienda del piso de abajo y mi corazón dio un brinco, pues sabía que se trataba de nuevas noticias. Keiko y Yoshinori estaban conmigo; pero, pasados unos 10 minutos, Yuki llegó y les pidió que se marcharan.
Yuki se arrodilló a mi lado y me puso una mano en el brazo.
—Muto Shizuka ha enviado un mensaje desde el castillo. Los maestros van a venir a hablar contigo.
—¿Está muerto?
—Peor que eso: le han capturado. Ellos te lo contarán.
—¿Va a causarse su propia muerte?
—Iida le ha acusado de haber dado cobijo a uno de los Ocultos e incluso de que es uno de ellos. Ando tiene una afrenta personal contra Shigeru y exige su castigo. El señor Otori ha sido despojado de los privilegios de la casta de los guerreros y va a ser tratado como un vulgar criminal.
—Iida no se atreverá —dije yo.
—Ya lo ha hecho.
Oí pisadas que se aproximaban desde la habitación contigua, a la vez que la inmensidad del ultraje me llenaba de energía. Di un salto hasta el armario, saqué el sable y, de inmediato, lo desenvainé. Noté su presión en las palmas de las manos y lo blandí en el aire, por encima de mi cabeza. En ese momento, Kenji y Kikuta entraron en la habitación y se quedaron inmóviles al ver que yo sostenía a Iato. Kikuta introdujo una mano bajo su manto para sacar un cuchillo, pero Kenji no se movió.
—No voy a atacaros —dije—, aunque lo merecéis. Pero me mataré…
Kenji hizo un gesto de desesperación con los ojos, y Kikuta dijo con suavidad:
—Espero que no tengamos que llegar a tal eso —y después, tras unos instantes, continuó, con cierta impaciencia—: Siéntate, Takeo. Ya has dejado claras tus intenciones.
Nos sentamos en el suelo, y yo coloqué el sable sobre la estera, a mi lado.
—Veo que Jato te ha encontrado —dijo Kenji—. Debí haberlo imaginado.
—Lo traje yo, maestro —dijo Yuki.
—No, el sable te utilizó; es su forma de pasar de mano en mano. Lo sé bien, porque a mí me utilizó para encontrar a Shigeru después de la batalla de Yaegahara.
—¿Dónde está Shizuka? —pregunté yo.
—Sigue en el castillo. No ha venido hasta aquí. Incluso cuando mandó su mensaje corrió un grave riesgo, pero quería que supiéramos lo que ha pasado y nos pregunta cuáles son ahora nuestros planes.
—Dime qué cuenta.
—Ayer, la señora Maruyama intentó huir del castillo con su hija y su doncella —la voz de Kikuta no denotaba ninguna emoción—. La dama sobornó a uno de los barqueros para que las llevara por el río; pero alguien los traicionó y la barca fue interceptada. Las tres mujeres se arrojaron al agua, y la dama y su hija se ahogaron; pero la criada, Sachie, fue rescatada. Más le hubiera valido haberse ahogado también, porque la torturaron hasta que desveló el romance de la señora Maruyama con Shigeru, la alianza con Arai y la conexión de la dama con los Ocultos.
—Iida y los suyos siguieron actuando como si la boda fuera a celebrarse hasta el último momento, cuando Shigeru ya estaba en el castillo —relató Kenji—. Entonces, los hombres Otori fueron descuartizados y su señor fue acusado de traición. —Kenji hizo una breve pausa, y después continuó—: Ahora está colgado en el muro del castillo.
—¿Crucificado? —dije, con un hilo de voz.
—Colgado por los brazos.
Cerré los ojos por un instante e imaginé el dolor, la dislocación de los hombros, el lento ahogamiento y la terrible humillación.
—¿Es la muerte de un guerrero, rápida y honorable? —exclamé yo, acusando a Kenji.
Éste no respondió. La expresión de su cara, normalmente cambiante, permanecía inmóvil, y su pálida piel, blanca.
Alargué la mano, la puse sobre jato, y entonces le dije a Kikuta:
—Tengo una proposición para la Tribu. Tengo entendido que trabajáis para quien mejor os paga. Pagaré vuestros servicios para conmigo con algo que, al parecer, valoráis: mi vida y mi obediencia. Dejadme ir esta noche a bajar a Shigeru de los muros del castillo. A cambio, abandonaré el nombre de los Otori y me uniré a la Tribu. Pero si no accedéis, terminaré con mi vida aquí mismo, nunca saldré de esta habitación.
Los dos maestros intercambiaron una mirada. Kenji asintió de forma casi imperceptible, y Kikuta dijo:
—Debo admitir que la situación ha cambiado, y da la impresión de que hemos llegado a un callejón sin salida —desde la calle llegó una agitación repentina: la gente corría y gritaba. Ambos escuchamos de idéntica forma, al estilo de los Kikuta. Los sonidos se desvanecieron, y él continuó—: Acepto tu propuesta. Tienes mi permiso para ir esta noche al castillo.
—Yo iré con él —dijo Yuki— y prepararé todo lo que pueda necesitar.
—Si el maestro Muto está de acuerdo…
—Estoy de acuerdo —dijo Kenji—. Yo también iré.
—No hace falta que vengas —repliqué yo.
—Da igual; iré de todas formas.
—¿Sabemos dónde está Arai? —pregunté.
Y Kenji dijo:
—Aunque cabalgase toda la noche, no podría llegara Inuyama antes del amanecer.
—Pero ¿está en camino?
—Shizuka cree que no se acercará al castillo. Su única esperanza es provocar que Iida se enfrente con él en la frontera.
—¿Y Terayama?
—Allí se levantarán cuando se enteren de este ultraje —dijo Yuki—, y lo mismo ocurrirá también en la ciudad de Yamagata.
—Ninguna revuelta podrá triunfar mientras Iida siga con vida y, en todo caso, esos asuntos no son de nuestra incumbencia —intervino Kikuta, con un arranque de furia—. Puedes bajar el cuerpo de Shigeru, pero nuestro acuerdo no contempla nada más.
Yo no contesté. «Mientras Iida siga con vida…».
Llovía de nuevo; el suave sonido de las gotas envolvía la ciudad; el agua limpiaba las tejas y los adoquines, y refrescaba el aire rancio.
—¿Qué ha sido de la señora Shirakawa? —pregunté.
—Shizuka dice que está conmocionada pero tranquila. Al parecer, no sospechan de ella, a excepción de la culpa que acarrea su desafortunada reputación. La gente dice que sufre una maldición, pero no es sospechosa de haber tomado parte en la conspiración. Sachie, la criada, estaba más débil de lo que los Tohan habían calculado, y por lo visto murió bajo tortura antes de que pudiera incriminar a Shizuka.
—¿Reveló Sachie algo acerca de mí?
Kenji suspiró.
—No sabía nada, salvo que pertencías a los Ocultos y que Shigeru te había rescatado, lo que no era novedad para Iida. Él y Ando creen que Shigeru te adoptó con el único propósito de insultarlos, y que tú huiste cuando te reconocieron. No sospechan que eres de la Tribu, y desconocen tus poderes extraordinarios.
Ésa era una ventaja; otra ventaja era el tiempo atmosférico y la oscuridad de la noche —la lluvia había perdido fuerza y dado paso a la llovizna, y a una niebla tan densa que ocultaba por completo la Luna y las estrellas—; la tercera ventaja era el cambio que yo había experimentado: algo en mi interior, antes a medio acabar, había tomado forma. Mi ataque de ira —seguido por el profundo sueño en el que Kikuta me había sumido— había calcinado la escoria de mi naturaleza, y sólo había quedado el núcleo, un núcleo de acero. Reconocí en mí mismo la verdadera personalidad de Kenji, como si Jato hubiera cobrado vida.
Entre los tres preparamos los útiles y la ropa para la noche. Después, pasé una hora haciendo ejercicio. Todavía notaba los músculos rígidos, aunque menos doloridos. La muñeca derecha era lo que más me molestaba, y ya antes, al blandir a Jato, había notado que el dolor me llegaba hasta el codo. Finalmente, Yuki me la sujetó con una muñequera de cuero.
Cuando la hora del Perro tocaba a su fin, comimos frugalmente y después permanecimos sentados en silencio, con el propósito de aminorar el ritmo de la respiración y de la sangre. También retiramos las luces de la habitación para mejorar nuestra capacidad de ver en la oscuridad. El toque de queda se había impuesto antes que de costumbre. Los guardias a caballo habían patrullado la ciudad y los habitantes ya estaban en sus hogares, por lo que las calles estaban tranquilas. La casa en la que nos encontrábamos producía los sonidos propios del atardecer: las criadas lavaban los platos, alguien daba de comer a los perros y los guardias se preparaban para la ronda nocturna. Oía las pisadas de las criadas, que se dirigían a preparar las camas, y el chasquido del abaco que llegaba desde la sala de estar, como si alguien estuviera contando las ganancias del día. La melodía fue aminorando gradualmente hasta quedar reducida a unas cuantas notas constantes: la profunda respiración de los que dormían y algunos ronquidos esporádicos. Incluso, en una ocasión, escuché el grito de un hombre en un momento de pasión. Estos sonidos mundanos me conmovieron, y me acordé de mi padre, de su ansia por vivir una vida normal… ¿Habría gritado él de esa manera el día que yo fui concebido?
Al cabo de un rato, Kenji le pidió a Yuki que nos dejara solos unos minutos, y vino a sentarse a mi lado, para decirme en voz baja:
—¿Qué sabes de esa acusación de que Shigeru está vinculado a los Ocultos?
—El señor Shigeru nunca los mencionó en mi presencia. Lo único que hizo fue cambiarme el nombre de Tomasu y advertirme que no debía rezar.
—Existen rumores de que Shigeru no ha negado ese vínculo, de que se negó a profanar las imágenes —la voz de Kenji sonaba confundida, casi irritada.
—La primera vez que vi a la señora Maruyama, ésta me hizo el signo de los Ocultos en la palma de la mano —dije yo, lentamente.
—Shigeru me ocultó muchas cosas —dijo Kenji—. ¡Y yo que pensaba que le conocía bien!
—¿Se ha enterado él de la desgraciada muerte de la señora Maruyama?
—Parece ser que, con un enorme placer, Iida se lo ha contado.
Reflexioné sobre esto unos instantes. Yo sabía que Shigeru nunca habría negado las creencias que la señora Maruyama tenía tan arraigadas. Compartiera o no sus credos, él nunca cedería a las provocaciones de Iida. Y ahora Shigeru estaba manteniendo la promesa que le había hecho a la señora Maruyama en Chigawa: no se casaría con ninguna otra mujer, y tampoco viviría en un mundo en el que ella no existiera.
—Nunca imaginé que Iida le trataría de esta manera —confesó Kenji.
Me daba la sensación de que intentaba excusarse, pero la traición era demasiado grave para que yo le perdonara. Me alegraba de que Kenji fuera conmigo al castillo, pues sus poderes podían resultarme útiles, pero después de esa noche no quería volver a verle nunca más.
—Vayamos a bajarle del muro —dije yo.
Me incorporé, llamé a Yuki, y ésta volvió a la habitación y los tres nos vestimos con el oscuro atuendo de la Tribu, que nos cubría la cara y las manos de forma que no asomaba ni un centímetro de piel. Tomamos los garrotes, las cuerdas y los garfios; después, cuchillos cortos y otros largos, y, finalmente, las cápsulas de veneno que nos proporcionarían una muerte rápida.
Cuando me disponía a recoger a Jato del suelo, Kenji dijo:
—Déjalo aquí. No se puede escalar con un sable largo.
Pero yo no le hice el menor caso. Sabía para qué iba a necesitarlo.
La casa en la que yo había estado escondido estaba situada en el extremo oeste de la ciudad, entre las viviendas de los mercaderes de la orilla sur del río. La zona estaba formada por numerosas callejuelas y pasadizos, por lo que no resultaba difícil moverse sin ser descubierto. Al final de la calle, pasamos por el templo, donde todavía ardían las velas, mientras los sacerdotes se preparaban para los rituales de la medianoche. Un gato descansaba junto a la linterna de piedra, y cuando pasamos a su lado, no hizo el menor movimiento.
Según nos acercábamos al río, pude oír el tintineo del acero y el ruido de las pisadas. Kenji se hizo invisible junto a una cancela, y Yuki y yo saltamos silenciosamente sobre la techumbre del muro y nos tumbamos sobre las tejas.
La patrulla estaba formada por un hombre a caballo y seis soldados de a pie, dos de los cuales llevaban antorchas encendidas. Avanzaban por la carretera que bordeaba el río. Con las antorchas, iluminaban cada uno de los callejones, y se asomaban para comprobar que estaba vacío. Hacían mucho ruido, por lo que no me preocuparon en absoluto.
Las tejas sobre las que yo apoyaba la cara estaban húmedas y resbaladizas; la ligera llovizna seguía cayendo y amortiguaba los sonidos.
La lluvia estaría mojando el rostro de Shigeru…
Salté al suelo desde el muro y nos dirigimos al río.
Junto al callejón, fluía un pequeño canal que, detrás de la carretera, daba paso a un desagüe. Siguiendo a Yuki, nos metimos en él y lo atravesamos gateando, al tiempo que asustábamos a los peces. Al rato, fuimos a dar al lugar en el que el río desembocaba, donde el agua enmascaraba nuestras pisadas. La oscura mole del castillo se elevaba, amenazante, por encima de nuestras cabezas, y la niebla estaba tan baja que apenas se distinguía la silueta de las torres más altas. Entre nosotros y la fortaleza se hallaban, primero, el río; después, el foso.
—¿Dónde está? —le susurré a Kenji.
—En el flanco este, debajo del palacio de Iida, donde vimos las argollas de hierro.
La bilis me subió a la garganta. Intenté contenerme, y dije:
—¿Guardias?
—En la galería situada justo encima de él, estacionarios; en el patio de abajo, patrullas.
Como ya había hecho en Yamagata, me senté y contemplé el castillo durante un largo rato. Ninguno de nosotros habló. Yo sentía que mi oscura persona Kikuta me invadía por momentos, y desembocaba en mis venas y en mis músculos de la misma forma en la que yo iba a desembocar en el castillo, al que forzaría a que me entregara a aquél de quien se había apropiado.
Extraje a jato de mi fajín y lo coloqué sobre la orilla, oculto entre la larga hierba. «Espera aquí», dije en silencio. " Te traeré a tu amo".
Nos metimos en el río y lo cruzamos buceando hasta la otra orilla. La primera patrulla se encontraba en los jardines posteriores al foso, y nos tumbamos entre las cañas hasta que se alejó. Entonces, cubrimos corriendo la estrecha franja de tierra pantanosa y cruzamos el foso a nado. El primer muro de fortificación se elevaba directamente desde el foso, y en lo alto tenía una pequeña tapia con techumbre que rodeaba todo el jardín situado frente a la residencia, así como una pequeña franja de tierra a la que daba la parte de atrás de la casa. Kenji se dejó caer en el suelo para observar a las patrullas, mientras que Yuki y yo avanzamos a gatas por la techumbre de tejas en dirección a la esquina sureste. En dos ocasiones escuchamos el sonido del grillo con el que Kenji nos advertía, y nos hicimos invisibles sobre la techumbre, mientras las patrullas pasaban por debajo de nosotros.
Me arrodillé y miré hacia arriba. Por encima de mí estaba la hilera de ventanas del pasillo de la parte posterior de la residencia. Todas estaban cerradas y cruzadas con barras, excepto una, la más cercana a las argollas de hierro de las que Shigeru estaba colgado con una cuerda alrededor de cada muñeca. La cabeza le caía hacia delante, sobre el pecho, y por un momento pensé que estaba muerto, pero entonces vi que sus pies se apoyaban contra el muro para aliviar el peso que sostenían sus brazos. Entonces oí el lento quejido de su respiración: estaba vivo.
Sonó el suelo de ruiseñor, y de nuevo me aplasté contra las tejas. Oí que alguien se asomaba a la ventana de arriba, y después Shigeru gritó de dolor, porque el guardia tiró de la cuerda y sus pies resbalaron de la pared.
—Baila, Shigeru, ¡es el día de tu boda! —se burlaba el guardia.
La ira me quemaba lentamente, y Yuki me puso una mano sobre el brazo; pero yo no tenía intención de estallar. En ese momento mi furia era desapasionada y, por tanto, más poderosa.
Esperamos allí un largo rato. No pasaron más patrullas a nuestros pies. ¿Habría logrado Kenji silenciarlas a todas? La lámpara de la ventana parpadeaba y humeaba, y alguien se asomaba cada 10 minutos aproximadamente. Cada vez que Shigeru encontraba un lugar en el que apoyar los pies, uno de los guardias venía y sacudía la cuerda; pero los gritos de dolor eran cada vez más débiles, y él tardaba en recuperarse cada vez más.
La ventana permanecía abierta y, entonces, le susurré a Yuki:
—Tenemos que escalar hasta arriba. Tú ve matando a los guardias cuando se acerquen a la ventana, y yo lanzaré mi cuerda y ataré a Shigeru. Cuando oigas el bramido del ciervo, corta las cuerdas de las muñecas y yo le bajaré.
—Nos veremos en el canal —murmuró ella.
Inmediatamente, tras la siguiente visita de los torturadores, nos dejamos caer al suelo, cruzamos la estrecha franja de tierra y empezamos a escalar la pared de la residencia. Yuki entró por la ventana, mientras que yo, colgado del alféizar, agarré la cuerda que llevaba en la cintura y la lancé hacia una de las argollas de hierro.
Los ruiseñores cantaron. Apoyado contra la pared, me hice invisible. Oí que alguien se asomaba a la ventana, y entonces escuché un ligero jadeo, el golpe de pies que daban patadas intentando inútilmente liberarse del garrote y, después, el silencio.
Yuki susurró:
—¡Ahora!
Empecé a bajar por la pared en dirección a Shigeru; la cuerda se iba soltando según avanzaba. Casi le había alcanzado, cuando oí el sonido del grillo. Me hice invisible de nuevo, rezando porque la niebla ocultara la cuerda oscilante. Escuché cómo la patrulla pasaba por debajo de mí. Acto seguido, llegó un sonido del foso, un chapoteo repentino, que distrajo la atención de los soldados, y uno de los hombres se acercó al borde del muro y sujetó su antorcha por encima del agua. La luz se mostraba opaca entre la espesa niebla.
—Sólo era una rata de agua —gritó el guardia.
Los integrantes de la patrulla desaparecieron, y yo pude oír cómo sus pisadas se apagaban.
Entonces, el tiempo empezó a correr a toda velocidad. Sabía que pronto aparecería otro guardia por encima de mí. ¿Cuánto tiempo podría seguir Yuki matándolos uno a uno? Las paredes eran resbaladizas y, aún más, la cuerda. Me deslicé el último metro hasta ponerme justo a la altura de Shiseru.
Este tenía los ojos cerrados, pero oyó —tal vez sintió— mi presencia y abrió los ojos, susurró mi nombre sin mostrar sorpresa y curvó los labios en lo que parecía el fantasma de su peculiar sonrisa. Aquello me partió el corazón.
—Esto os hará daño; pero no hagáis ruido —le dije.
Cerró los ojos otra vez y apoyó los pies contra la pared.
Le até a mí lo más firmemente que pude y solté un bramido como el de un ciervo. Yuki cortó entonces las cuerdas que sujetaban a Shigeru y, sin poderlo evitar, éste dio un grito cuando sus brazos quedaron libres. El peso de Shigeru me desplazó en la resbaladiza superficie de la pared y ambos caímos al vacío, mientras yo rezaba para que la cuerda no se rompiera. A continuación, ésta dio una terrible sacudida y quedamos colgando a poco más de un metro del suelo.
Kenji salió de la oscuridad, y entre los dos desatamos a Shigeru y lo llevamos hasta la tapia. Entonces, Kenji lanzó los garfios y nos las arreglamos para subir a Shigeru hasta la techumbre de la tapia; después volvimos a atarle la cuerda alrededor y Kenji le fue bajando. Mientras tanto, yo descendía junto a Shigeru, intentando facilitar la tarea.
No podíamos detenernos al pie del muro, sino que tuvimos que cruzar el foso a nado, al tiempo que arrastrábamos a Shigeru, a quien habíamos cubierto la cabeza con una capucha negra. Si no hubiera habido niebla, nos habrían descubierto de inmediato, pues teníamos que trasladarle por la superficie del agua. Después le llevamos a través de la franja de tierra pantanosa hasta alcanzar la orilla del río. Para entonces, estaba casi inconsciente y el dolor se le hacía insoportable. Sus labios estaban despellejados, pues se los había mordido para no gritar; se había dislocado los dos hombros, como era de esperar, y escupía sangre a causa de alguna herida interna.
Llovía con más fuerza. Un ciervo, verdadero esta vez, bramó al vernos, y se alejó saltando; sin embargo, del castillo no llegaba sonido alguno. Llevamos a Shigeru hasta el río y le transportamos con cuidado hasta la otra orilla. La lluvia era una bendición, porque amortiguaba los sonidos y nos permitía pasar inadvertidos. Cuando miré hacia el castillo, no vi señal alguna deYuki. Alcanzamos la orilla y tumbamos a Shigeru sobre la larga hierba propia del verano. Kenji se arrodilló junto a él, le quitó la capucha y le secó la cara.
—Perdóname, Shigeru —dijo.
Éste sonrió, pero no pronunció palabra. Haciendo acopio de sus fuerzas, susurró mi nombre.
—Estoy aquí.
—¿Has traído a jato?
—Sí, señor Shigeru.
—Úsalo ahora. Lleva mi cabeza a Terayama y entiérrame junto a Takeshi —hizo una pausa, al tiempo que un nuevo espasmo de dolor le recorría el cuerpo.
Entonces, murmuró unas palabras: las oraciones que los Ocultos pronuncian en el momento de la muerte; después, mencionó el nombre del Iluminado. Yo también recé para no fallarle en ese momento, pues estaba más apesadumbrado que cuando, con lato en sus manos, él me había salvado la vida.
Levanté el sable —noté entonces el dolor en la muñeca— y pedí el perdón de Shigeru. El sable dio un pequeño salto y, en un último acto de servicio a su señor, le envió al otro mundo.
El silencio de la noche era absoluto y daba la sensación de que los borbotones de sangre hacían un ruido escandaloso. Tomamos la cabeza, la lavamos en el río y la envolvimos en la capucha. Ni Kenji ni yo fuimos capaces de derramar una lágrima de dolor o arrepentimiento.
Oímos un movimiento bajo el agua y, segundos más tarde, Yuki salió a la superficie como si fuera una nutria. Con su habilidad para ver en la oscuridad, se dio cuenta al instante de la situación, se arrodilló junto al cadáver y rezó unos momentos. Levanté la cabeza —sorprendido por lo que pesaba— y la puse en sus manos.
—Llévala a Terayama —le dije—. Allí me encontraré contigo.
Ella asintió, y pude ver el ligero destello de sus dientes al sonreír.
—Debemos irnos ya —susurró Kenji—. Ha sido un buen trabajo, pero ha terminado.
—Primero debemos arrojar su cuerpo al río —dije yo.
No podía soportar la idea de dejar el cadáver en la orilla. Recogí varias piedras de la desembocadura del canal y las até al trapo que Shigeru llevaba puesto por todo atuendo. Kenji y Yuki me ayudaron a llevarle hasta el agua.
Llegué hasta la parte más profunda del río, le solté y me quedé mirando cómo se hundía. La sangre subió a la superficie y su color oscuro contrastaba con la blanca niebla. De inmediato, el agua arrastró su cuerpo. Me acordé de la casa de Hagi, donde el río estaba siempre a la puerta, y de la garza que llegaba al jardín cada atardecer. Ahora Otori Shigeru estaba muerto. Las lagrimas me brotaban de los ojos, y el río también se las llevó.
El trabajo de aquella noche no había terminado para mí. Regresé nadando a la orilla y recogí a Jato. Apenas quedaba sangre en la hoja del sable. Lo limpié cuidadosamente y lo metí en la vaina. Yo sabía que Kenji tenía razón al decir que me estorbaría al escalar, pero ahora el sable sin duda me resultaba necesario. No dije nada a Kenji, y me despedí de Yuki diciendo:
—Nos vemos en Terayama.
Entonces, sin convicción, Kenji murmuró:
—Takeo.
Seguro que sabía que nada podría pararme. Dio un rápido abrazo a Yuki —sólo entonces me di cuenta de que era su hija— y después me siguió cuando me encaminé, de nuevo, hacia el río.