10

Caía la tarde de! tercer día desde la llegada de Kaede a Inuyama. Desde que el palanquín la había llevado hasta el castillo, se encontraba por momentos más deprimida. La fortaleza de Inuyama era aún más opresiva y aterradora que la de los Noguchi. Las mujeres que habitaban el castillo se mostraban tristes y melancólicas, pues lloraban la muerte de su señora, la esposa de Iida, que había fallecido a principios del verano. Kaede sólo había visto a su señor brevemente, pero había quedado impresionada por su presencia, Iida Sadamu dominaba la residencia, y todos temían sus cambios de humor y sus arrebatos de ira. Nadie se atrevía a hablar con franqueza. Las mujeres, de voces cansadas y ojos vacíos, dieron la enhorabuena a Kaede y prepararon para ella sus ropas de boda con manos apáticas. Kaede notaba cómo era presa de su funesto destino.

La señora Maruyama, tras su alegría inicial por encontrarse con su hija, se mostraba tensa y preocupada. En varias ocasiones pareció estar decidida a confiar sus temores a Kaede, pero en muy raras ocasiones se encontraban a solas. Kaede pasaba horas enteras intentando recordar todos los acontecimientos del viaje, intentando dar sentido a los misterios que la rodeaban, pero se percataba de que lo ignoraba todo sobre ellos. Nada era lo que parecía, y no podía fiarse de nadie, ni siquiera de Shizuka, a pesar de lo que ésta le había dicho. Kaede se veía obligada, a causa de su familia, a ser fuerte y casarse con el señor Otori. No tenía razón alguna para pensar que el matrimonio no se llevaría a cabo como estaba planeado y, sin embargo, tenía la sensación de que la ceremonia no llegaría a celebrarse. La boda le parecía tan remota como la misma Luna; pero si no se casaba, si otro hombre muriese por su culpa, no tendría más salida que su propia muerte.

Intentaba enfrentarse con valentía a su situación, pero ante ella misma no podía fingir: tenía 15 años, no deseaba morir, quería vivir y estar junto a Takeo.

El sofocante día lentamente iba llegando a su fin, y el sol arrojaba una espectral luz rojiza sobre la ciudad. Kaede estaba cansada e inquieta, y ansiaba liberarse de las capas de ropas que vestía. Deseaba que llegase el frescor propio de la noche y, al mismo tiempo, temía la llegada del siguiente día, y del que venía después.

—Los señores Otori vinieron hoy al castillo, ¿no es cierto? —dijo Kaede, haciendo un esfuerzo para que su voz no delatara la emoción que sentía.

—Sí, el señor Iida los recibió. —Shizuka titubeó. Kaede notó que la doncella la miraba con lástima, hasta que ésta dijo en voz baja—: Señora… —y se interrumpió.

—¿Sí?

Shizuka empezó a hablar animadamente sobre las ropas de boda, en el mismo momento en que dos criadas pasaban por fuera de la habitación. Sus pisadas hacían trinar el suelo de ruiseñor. Cuando el sonido se había apagado, Kaede preguntó:

—¿Qué ibas a decirme?

—¿Recuerdas que una vez te conté que se podía matar a alguien con una aguja? Te voy a enseñar cómo hacerlo; uno nunca sabe cuándo va a necesitarlo.

Shizuka le enseñó lo que parecía una aguja corriente; pero, al tomarla entre sus dedos, Kaede se percató de que era más resistente y pesada, como un arma en miniatura. La criada le enseñó cómo clavarla en el ojo o en el cuello.

—Ahora, escóndela en el dobladillo de tu manga. Ten cuidado, no te vayas a pinchar.

Kaede se estremeció, tan fascinada como horrorizada.

—No sé si sería capaz de usarla.

—Una vez, llevada por la ira, clavaste el cuchillo a un hombre —dijo Shizuka.

—¿Cómo lo sabes?

—Arai me lo contó. Cuando sentimos rabia o miedo, los humanos somos capaces de cualquier cosa. Lleva siempre tu cuchillo contigo. ¡Ojalá tuviéramos espadas!, pero resulta muy difícil esconderlas. En caso de pelea, lo mejor es matar a un hombre lo antes posible y apropiarse de su sable.

—¿Qué va a pasar ahora? —susurró Kaede.

—Me gustaría poder contártelo todo, pero sería demasiado peligroso para ti. Sólo quiero que estés preparada.

Kaede abrió la boca para seguir preguntando, pero Shizuka murmuró:

—Debes guardar silencio. No me preguntes nada más y no le digas nada a nadie. Cuanto menos sepas, más segura estarás.

A Kaede le habían adjudicado una pequeña alcoba situada en un extremo de la residencia, contigua a otra habitación más grande donde se alojaban las mujeres de la corte de Iida, con la señora Maruyama y su hija. Ambas habitaciones daban a un jardín que recorría la fachada este de la residencia, y Kaede podía oír el murmullo del agua y el ligero movimiento de los árboles. Durante la noche, Kaede notó que Shizuka permanecía en vigilia. Incluso, en una ocasión, se incorporó y vio que la criada estaba sentada, con las piernas cruzadas, junto a la ventana abierta. Su silueta apenas era visible bajo el cielo vacío de estrellas. Las lechuzas ulularon durante la noche. Empezó a llover al amanecer, y llegaron desde el río los reclamos de las aves acuáticas.

Kaede se quedó dormida escuchando a éstas; pero, más tarde, los estridentes graznidos de los cuervos la despertaron. Había dejado de llover y hacía calor. Shizuka ya se había vestido y, cuando vio que Kaede estaba despierta, se arrodilló junto a ella y le susurró:

—Señora, tengo que hablar con el señor Otori. ¿Te importa levantarte y escribirle una carta o un poema? Necesito un pretexto para poder visitarle otra vez.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Kaede, alarmada por la preocupación que mostraba el rostro de la muchacha.

—No lo sé. Anoche tenía que haber sucedido algo… que no sucedió. Tengo que ir a averiguar el porqué —y con un tono de voz más elevado, añadió—: Sí, prepararé la tinta, pero mi señora no debe ser tan impaciente pues tiene todo el día para escribir poemas.

—¿Qué puedo escribir? —dijo Kaede, con un hilo de voz—. No sé escribir poesía; nunca me han enseñado.

—No importa. Escribe algo sobre el amor de los esposos, los patos mandarines, las clemátides y el muro…

Kaede habría pensado que Shizuka bromeaba, pero su aspecto denotaba una profunda seriedad.

—¡Ayúdame a vestirme! —exclamó Kaede, con autoridad—. Sí, ya sé que es temprano, pero deja de quejarte de una vez. Debo escribir de inmediato al señor Otori.

Shizuka sonrió con aprobación, al tiempo que contemplaba el pálido rostro de Kaede. Ésta escribió algo, sin apenas saber lo que decía, y elevó la voz al decirle a Shizuka que fuera corriendo hasta la residencia del señor Otori a llevarle su escrito, y ésta, fingiendo desgana, partió. Kaede pudo oír entonces cómo su doncella se quejaba a los guardias y, después, las risas de éstos como respuesta.

Luego llamó a las criadas para que trajeran el té y, una vez que lo hubo bebido, se sentó frente al jardín y lo contempló, mientras intentaba calmar sus temores y acopiar tanta valentía como Shizuka. De vez en cuando, sus dedos buscaban la aguja que escondía en la manga, o el suave mango del cuchillo que guardaba bajo su túnica. Recapacitaba sobre el hecho de que tanto Shizuka como la señora Maruyama la hubieran enseñado a luchar. ¿Qué esperaban que sucediera? Kaede se sentía como un peón en la partida que se estaba jugando a su alrededor, pero al menos habían intentado prepararla y le habían otorgado armas para defenderse.

Shizuka regresó al cabo de una hora y trajo consigo una misiva del señor Otori: un poema escrito con agilidad y pericia. Kaede lo leyó.

—¿Qué significa?

—Sólo es una excusa. Tenía que escribir algo como respuesta.

—¿Se encuentra bien el señor Otori? —preguntó Kaede, con formalidad.

—Sí, desde luego, y te aguarda con todo su corazón.

—Dime la verdad —susurró Kaede. Observó el rostro de Shizuka y vio la duda en su mirada—. El señor Takeo… ¿ha muerto?

—No lo sabemos. —Shizuka suspiró profundamente—. No tengo más remedio que contártelo. Takeo ha desaparecido con Kenji. El señor Otori piensa que la Tribu le ha capturado.

—¿Qué quieres decir? —Kaede notó que el té que había tomado con anterioridad se le revolvía en el estómago y por un momento pensó que iba a vomitar.

—Salgamos a pasear por el jardín mientras todavía hace fresco —dijo Shizuka, con calma.

Kaede se puso en pie y le pareció que iba a desmayarse; las gotas de sudor, frías y pegajosas, se agolpaban en su frente. Shizuka la sujetó por el codo y la guió hasta la veranda. Luego se arrodilló ante ella y le calzó las sandalias.

Mientras caminaban con lentitud por el sendero bordeado de árboles y arbustos, el murmullo del agua del arrollo ahogaba sus voces. Entonces, Shizuka susurró de forma rápida y apremiante, en el oído de Kaede:

—Anoche Iida iba a ser asesinado. Arai se encuentra a menos de 50 kilómetros de distancia con un numeroso ejército. Los monjes guerreros de Terayama están preparados para tomar la ciudad de Yamagata. Los Tohan podrían ser derrotados.

—¿Qué tiene eso que ver con el señor Takeo?

—Él iba a ser el asesino. Él iba a escalar los muros del castillo por la noche. Pero la Tribu le atrapó.

—¿Takeo? ¿El asesino?

Kaede sintió ganas de echarse a reír ante una idea tan disparatada, pero entonces recordó cómo Takeo solía encerrarse en su propio mundo oscuro y cómo intentaba siempre ocultar su destreza. Kaede cayó en la cuenta de que apenas le conocía más allá de las apariencias; pero ella siempre había tenido la sensación de que había algo más bajo la superficie. Respiró profundamente e intentó serenarse.

—¿Qué es la Tribu?

—El padre de Takeo era miembro de la Tribu, y éste heredó poderes extraordinarios.

—Como los tuyos —dijo Kaede, con aspereza— y los de tu tío.

—No, mucho más grandes que los nuestros —replicó Shizuka—. Pero tienes razón: también pertenecemos a la Tribu.

—¿Eres una espía? ¿Una asesina? ¿Es por eso por lo que finges ser mi doncella?

—Pero no finjo ser tu amiga —intervino Shizuka—. Ya te he dicho otras veces que puedes confiar en mí. Ya sabes que fue Arai quien me encargó que te cuidara.

—¿Cómo puedo saber que me dices la verdad, con todas las mentiras que me han contado? —preguntó Kaede, al tiempo que los ojos le ardían.

—Ahora te estoy diciendo la verdad —aseguró Shizuka, entristecida.

Kaede se sintió desfallecer por el impacto que las noticias le habían causado, pero pronto se repuso y se sintió tranquila y lúcida.

—En cuanto a mi matrimonio con el señor Otori, ¿lo organizó él para tener una excusa para venir a Inuyama?

—No fue él. El matrimonio fue la condición que le impusieron para poder adoptar a Takeo. Una vez que aceptó, la boda le proporcionaba una razón por la que traer a Takeo a la fortaleza de los Tohan. —Shizuka hizo una pausa, y después, lentamente, dijo—: Es posible que Iida y los señores de los Otori utilicen la boda como tapadera para la muerte de Shigeru, y éste es, en parte, el motivo por el que yo vine contigo, para protegeros a los dos.

—Mi reputación siempre resulta útil —dijo Kaede, con amargura.

Era consciente del poder que los hombres ejercían sobre ella y cómo lo usaban, sin importarles las consecuencias. De nuevo se mareó.

—Siéntate un rato —dijo Shizuka.

Los arbustos habían dado paso a una zona más abierta en el jardín, con vistas de las montañas a través del foso y el río. Al otro lado del arroyo se hallaba un pabellón, ubicado de forma que recogiera la brisa, y se dirigieron hasta allí, cruzando con cuidado las rocas que atravesaban el arroyo. En el suelo había cojines, y se sentaron sobre ellos. El agua que fluía por el riachuelo refrescaba el ambiente, y los martín pescadores y las golondrinas cruzaban el pabellón con repentinos destellos de color. En los remansos más alejados los lotos exhibían sus flores púrpura, y algunos lirios morados, cuyos pétalos tenían un tono similar al de los cojines, aún florecían al borde del agua.

—¿Qué quieres decir con que Takeo ha sido atrapado por la Tribu? —preguntó Kaede, mientras acariciaba nerviosamente el tejido del cojín sobre el que se sentaba.

—La familia a la que pertenece Takeo, llamada Kikuta, pensaba que el intento de asesinato iba a fallar. No querían perderle, y por eso vinieron a impedirlo. Mi tío tuvo que ver en ello.

—¿Y tú?

—No, yo opinaba que el asesinato debía intentarse. Pensaba que Takeo contaba con las posibilidades para lograrlo. Mientra Iida siga con vida, la rebelión contra los Tohan no será posible.

«No puedo creer que esto esté pasando», pensó Kaede. «Estoy atrapada en una traición. Shizuka habla del asesinato de Iida de forma tan liviana, que parece que se tratara de un campesino o un paria. Si alguien nos oyera, nos torturarían hasta la muerte». A pesar de que cada vez apretaba más el calor, Kaede sintió un escalofrío.

—¿Qué van a hacer con Takeo?

—Se convertirá en uno de ellos, y su vida será un secreto para nosotras y para todos los demás.

«Así que no volveré a verle», pensó Kaede.

Escucharon voces que llegaban del sendero, y unos instantes después la señora Maruyama, su hija Mariko y su acompañante, Sachie, cruzaron el arroyo y se sentaron junto a Kaede y Shizuka. La señora Maruyama estaba tan pálida como antes lo había estado Kaede y, de alguna manera imposible de definir, su talante había cambiado y había perdido en parte su rígido autocontrol. Entonces, pidió a Mariko que fuera con Sachie a jugar con la pelota que había traído consigo. Kaede hizo un esfuerzo para hablar con normalidad.

—La señora Mariko es una niña encantadora.

—No es muy hermosa, pero es bondadosa e inteligente —respondió su madre—. Cada día se parece más a su padre. Tal vez sea afortunada, porque incluso la belleza puede ser peligrosa para una mujer. Creo que es mejor que los hombres no la deseen a una —sonrió con amargura, y después se dirigió a Shizuka con un susurro—: Tenemos poco tiempo. Supongo que podemos confiar en la señora Shirakawa.

—No diré nada que pueda delataros —dijo Kaede, en voz baja.

—Shizuka, cuéntame lo que ha pasado.

—La Tribu ha apresado a Takeo. Eso es todo lo que sabe el señor Shigeru.

—Nunca pensé que Kenji pudiera traicionarle. Debe de haber sido un desengaño muy amargo.

—El señor Shigeru dijo que había sido consciente del riesgo que corría, y no culpa a nadie de la situación. Ahora su mayor preocupación es vuestra seguridad. La vuestra y la de la criatura.

En un primer momento, Kaede pensó que se refería a Mariko, la hija de la señora Maruyama, pero notó un ligero rubor en el rostro de la dama, quien frunció los labios y permaneció en silencio.

—¿Qué debemos hacer? ¿Deberíamos intentar la fuga? —la señora Maruyama se retorcía la manga de la túnica con sus pálidos dedos.

—No debéis hacer nada que pudiera levantar las sospechas de Iida.

—¿No piensa huir Shigeru? —preguntó la dama, con un hilo de voz.

—Se lo sugerí, pero asegura que no lo hará. Le vigilan de cerca y, además, considera que sólo sobrevivirá si no muestra temor. Debe actuar como si confiara por completo en los Tohan y en la alianza que han propuesto.

—¿Está decidido a celebrar la boda? —su voz subió de tono.

—Seguirá actuando como si ésa fuese su intención —dijo Shizuka, marcando sus palabras—. También nosotras debemos actuar de la misma forma, si es que queremos salvar su vida.

—Iida me ha enviado mensajes en los que me presiona para que me case con él —explicó la señora Maruyama—. Siempre le he rechazado a causa de Shigeru —la dama, perturbada, miró fijamente el rostro de Shizuka.

—Señora —dijo ésta—, no habléis de eso. Tened paciencia, sed valiente. Todo lo que podemos hacer es esperar. Debemos fingir que no ha sucedido nada extraordinario y prepararnos para la boda de la señora Kaede.

—Utilizarán el matrimonio como pretexto para matarle —dijo la señora Maruyama—. Kaede es muy bella… y también mortífera.

—¡No quiero causar la muerte de ningún hombre! —exclamó Kaede—. Y menos aún la del señor Otori —sus ojos se cuajaron de lágrimas, y apartó la mirada.

—¡Qué pena que no puedas casarte con el señor Iida y acabar con su vida! —exclamó a su vez la señora Maruyama.

Kaede dio un respingo, como si hubiese recibido una bofetada.

—Perdóname —susurró la señora Maruyama—. No sé lo que digo. Apenas he dormido, y el miedo me hace perder la razón. El miedo por él, por mi hija, por mí misma y por nuestro bebé. No mereces mi descortesía. Espero que puedas perdonarme —la dama tomó la mano de Kaede y la presionó ligeramente—. Si mi hija y yo morimos, tú serás mi heredera. Te confío mis tierras y mis gentes… Cuida bien de ellos —alejó la mirada, contemplando el jardín más allá del río, y en sus ojos brillaban las lágrimas—. Si es la única forma de salvar su vida, tiene que casarse contigo, aunque le matarán de todas formas.

En el extremo del jardín podían verse unos escalones en una apertura del muro de fortificación, junto a la escalinata, estaban amarradas dos barcas de recreo. Y al pie de las escaleras había una cancela que, según supuso Kaede, sería cerrada por las noches, aunque entonces estaba abierta. A través de ella se divisaban el foso y el río. Junto al muro se sentaban dos guardias en actitud ociosa, aturdidos por el bochorno.

—Un paseo en barca nos libraría hoy del calor —dijo la señora Maruyama—. Es posible que podamos sobornara los barqueros…

—No os lo recomiendo, señora —dijo Shizuka, apremiante—. Si intentáis escapar, levantaréis las sospechas de Iida. Lo mejor que podemos hacer es aplacarle mientras Arai se acerca.

—Arai no entrará en Inuyama mientras Iida siga con vida —dijo la señora Maruyama—; no va a arriesgarse a un asedio. Siempre hemos considerado que este castillo es inexpugnable; sólo puede caer desde dentro —de nuevo apartó la vista del agua y miró el torreón—. Nos atrapa —continuó—; nos agarra con fuerza, pero tengo que huir.

—No actuéis precipitadamente —suplicó Shizuka.

Mariko regresó, quejándose de que hacía demasiado calor para jugar; Sachie venía tras ella.

—Llevaré a la niña dentro —dijo la señora Maruyama—. De todas formas, tiene que asistir a sus clases… —su voz se desvaneció al tiempo que sus ojos volvían a llenarse de lágrimas—. Mi pobre hija —dijo la dama—; mis pobres hijos —la señora Maruyama puso las manos sobre su vientre.

—Vamos, mi señora —dijo Sachie—; debéis tumbaros a descansar.

Lágrimas de compasión cuajaron los ojos de Kaede. Las piedras del torreón y de las murallas que la rodeaban parecían ejercer presión sobre ella. El cricrí de los grillos era tan intenso que llegaba a aturdir la mente; daba la sensación de que el calor emanaba del mismo suelo. Kaede pensó que la señora Maruyama tenía razón; todos ellos estaban atrapados y no tenían forma de escapar.

—¿Quieres que regresemos a la casa? —le preguntó Shizuka.

—Prefiero quedarme un rato más.

A Kaede se le ocurrió que había otro asunto sobre el que tenían que hablar.

—Shizuka, tú tienes la libertad para moverte de un lado a otro; los guardias confían en Ti.

Shizuka asintió con la cabeza.

—Tengo algunos de los poderes propios de la Tribu a ese respecto.

—Tú eres la única que podría escapar de todas las mujeres que nos encontramos aquí. —Kaede titubeó, al no saber bien cómo poner en palabras lo que tenía que decir. Finalmente dijo con brusquedad—: si quieres marcharte, puedes hacerlo; no quiero que te arriesgues por mi culpa —entonces Kaede se mordió el labio y apartó rápidamente la mirada, porque no sabía cómo iba a sobrevivir sin Shizuka, de la que había llegado a depender por completo.

—La mejor forma de estar a salvo es que nadie intente escapar —susurró Shizuka—; además, ni se me ocurriría hacer tal cosa; nunca te abandonaré, a no ser que tú me lo ordenaras. Ahora nuestras vidas están ligadas —y añadió, como para sí—: No sólo los hombres tienen honor.

—El señor Arai te envió a mi lado —dijo Kaede— y tú me dices que eres de la Tribu, la cual ha ejercido su poder sobre el señor Takeo. ¿Eres realmente libre para tomar tus propias decisiones? ¿Puedes elegir la vía del honor?

—Para ser alguien a quien no se le ha dado instrucción, la señora Shirakawa es muy sabia —dijo Shizuka con una sonrisa, y por un instante Kaede notó un cierto alivio en su corazón.

Kaede permaneció junto al agua durante la mayor parte del día y apenas comió. Las damas de la casa vinieron a acompañarle durante unas horas y hablaron de la belleza del jardín y de los preparativos para la boda. Una de ellas había estado en Hagi, y describió la ciudad con admiración; le contó a Kaede algunas leyendas del clan de los Otori y, en susurros, también le habló de las antiguas desavenencias del clan con los Tohan. Todas las damas expresaron su alegría porque la boda de Kaede pusiera fin a esta rivalidad y le comentaron lo encantado que estaba el señor Iida con la alianza.

Kaede no sabía qué responder y, consciente de la traición que subyacía bajo los planes de boda, se refugió en la timidez; sonrió sin cesar, hasta que le dolieron los músculos de la cara, aunque apenas pronunció palabra.

Apartó la mirada, y vio cómo el señor Iida en persona cruzaba el jardín, en dirección al pabellón, acompañado por tres o cuatro lacayos.

Las damas callaron de inmediato, y Kaede le dijo a Shizuka:

—Creo que me retiraré a mi habitación. Tengo dolor de cabeza.

—Sí, mi señora. Te peinaré el cabello y te daré un masaje en las sienes —dijo Shizuka.

Era cierto que el peso del pelo le resultaba insoportable a Kaede. Bajo sus ropas, notaba el cuerpo pegajoso e irritado, y ansiaba el frescor que traería la noche.

Según se alejaban del pabellón, el señor Abe se separó del grupo de hombres y se encaminó hacia ellas. Shizuka, inmediatamente, cayó de rodillas, y Kaede le hizo una reverencia, aunque no tan respetuosa.

—Señora Shirakawa —dijo Abe—, el señor Iida desea hablarte.

Kaede intentó disimular su desgana y regresó al pabellón, donde Iida se había acomodado en los cojines. Las mujeres se habían retirado y contemplaban el río. Kaede se arrodilló en el suelo de madera y bajó la cabeza hasta tocar el suelo, consciente de que los profundos ojos de Iida, como estanques de hierro fundido, la miraban de arriba abajo.

—Incorpórate —dijo, de forma concisa. Su voz era áspera, y las palabras de cortesía no encajaban bien con su lengua. Kaede notó la mirada de sus hombres sobre ella, el denso silencio que ya le resultaba familiar, la mezcla de lascivia y admiración.

—Shigeru es un hombre afortunado —dijo Iida.

Los hombres se rieron, al tiempo que Kaede percibía en sus risas tanta amenaza como malicia. La muchacha pensaba que Iida le hablaría sobre la ceremonia de la boda o sobre su padre, quien había enviado mensajes diciendo que no le era posible asistir debido a la enfermedad de su esposa. Pero sus palabras le sorprendieron:

—Tengo entendido que conoces a Arai.

—Le conocí cuando estuvo al servicio del señor Noguchi —respondió Kaede, con prudencia.

—Por tu culpa, Noguchi le envió al exilio —dijo Iida—. Al hacerlo, cometió un grave error, y lo ha pagado con creces. Parece ser que ahora voy a tener que enfrentarme a Arai en mi propia puerta —exhaló un profundo suspiro—. Tu matrimonio con el señor Otori llega en un momento muy oportuno.

Kaede pensó: «Soy una chica ignorante, criada por los Noguchi. Soy fiel y estúpida. No sé nada de las intrigas entre clanes».

Entonces, puso expresión de muñeca y voz infantil:

—Sólo quiero hacer lo que mi padre y el señor Iida deseen que haga.

—¿Oíste algo en vuestro viaje sobre los movimientos de Arai? ¿Te habló de ellos Shigeru en algún momento?

—No he sabido nada del señor Arai desde que abandonó al señor Noguchi —respondió Kaede.

—Y sin embargo cuentan que Arai era tu defensor.

Kaede, que mantenía la mirada baja, no se atrevió a mirarle a través de sus pestañas.

—No puedo ser considerada responsable de los sentimientos que los hombres tengan hacia mí, señor.

Sus ojos se encontraron por unos instantes. La mirada de Iida era penetrante y depredadora. Kaede notó que también él la deseaba, tentado y seducido por la idea de que la relación con ella traía consigo la muerte.

A ella, el asco le atenazó la garganta. Pensaba en la aguja, escondida en la manga de su túnica, e imaginaba cómo la clavaría en la carne de Iida.

—No —acordó él—, y tampoco podría culpar a hombre alguno por admirar tu belleza —giró la cabeza, y le dijo a Abe—: Tenías razón, es exquisita —parecía que estuviera hablando de una obra de arte—. ¿Te dirigías a la casa? No quiero detenerte. Tengo entendido que tu salud es algo delicada.

—Señor Iida.

Kaede hizo una reverencia hasta tocar el suelo otra vez y, de rodillas, se desplazó hacia atrás, hasta el borde del pabellón. Shizuka la ayudó a ponerse en pie, y se alejaron del lugar.

Ninguna de ellas habló hasta que llegaron a la habitación. Entonces, Kaede susurró:

—Lo sabe todo.

—No —respondió Shizuka, mientras tomaba el peine y empezaba a pasarlo por el cabello de Kaede—. No está seguro, no tiene pruebas. Lo hiciste bien, señora.

Los dedos de Shizuka masajearon el cuero cabelludo y las sienes de Kaede, y la tensión empezó a reducirse. Kaede se echó hacia atrás y se apoyó sobre Shizuka.

—Me gustaría ir a Hagi. ¿Vendrás conmigo?

—Si eso llega a suceder, no me necesitarás —replicó Shizuka, con una sonrisa.

—Siempre te necesitaré —dijo Kaede, con una nota de melancolía en la voz—. Quizá sería feliz con el señor Otori si no hubiese conocido a Takeo, si él no me…

—¡Calla! ¡No digas eso! —Shizuka suspiró, mientras sus dedos seguían trabajando.

—Podríamos haber tenido hijos —continuó Kaede, con voz lenta y soñadora—. Ahora ya no va a ocurrir nada de eso. Sin embargo, tengo que fingir que va a ser así.

—Estamos al borde de una guerra —murmuró Shizuka—. Ni siquiera sabemos lo que va a suceder dentro de unos días, ¡y mucho menos lo que nos traerá el futuro!

—¿Dónde estará ahora el señor Takeo? ¿Tienes idea?

—Si sigue en la capital, se encontrará en una de las casas secretas de la Tribu; pero es posible que le hayan sacado del feudo.

—¿Volveré a verle alguna vez? —preguntó Kaede.

Pero no esperaba una respuesta ni Shizuka habría sabido dársela. Los dedos de ésta seguían presionando su cabeza. Más allá de las puertas abiertas, el jardín centelleaba bajo los tenues rayos del sol, y el canto de los grillos era más estridente que nunca.

Lentamente, el día se fue marchitando y las sombras empezaron a alargarse.