9

Nos levantamos de madrugada, y poco después del amanecer estábamos en camino. La claridad del día anterior había desaparecido, y el aire era denso y pegajoso. Durante la noche se habían formado nubes y amenazaban lluvia.

Los Tohan habían prohibido a la población que se congregara en las calles e imponían su ley con el uso de la espada. Descuartizaron a un recolector de estiércol que había osado pararse a fijar la mirada en nuestra comitiva; también golpearon hasta la muerte a una mujer que no se apartó a tiempo de nuestro camino. Estos actos de crueldad con derramamiento de sangre parecían añadir malos presagios a nuestro viaje, ya marcado desde el comienzo por la mala suerte, al tratarse del tercer día del Festival de los Muertos.

Las damas eran transportadas en palanquines, por lo que no vi a Kaede hasta que paramos para el almuerzo. No le dirigí la palabra, pero me quedé impresionado por su aspecto. Estaba tan pálida que su cutis parecía transparente, y círculos oscuros rodeaban sus ojos. El corazón me dio un respingo: cuanto más frágil se volvía Kaede, más desesperadamente la amaba.

Shigeru habló con Shizuka sobre Kaede, preocupado por su palidez. Shizuka le respondió que se mareaba con el vaivén del palanquín, que eso era lo único que le ocurría; pero me lanzó una rápida mirada y yo entendí el mensaje.

Viajábamos en silencio, cada uno de nosotros sumido en sus propios pensamientos. Los hombres se mostraban tensos e irritables; el calor era agobiante. Sólo Shigeru parecía estar a gusto; su conversación era liviana y despreocupada, como si realmente fuese a celebrarse una anhelada boda. Yo sabía que los Tohan le despreciaban por su actitud, pero a mí aquello me parecía una de las mayores muestras de valentía que jamás había presenciado.

Cuanto más nos acercábamos al este, menos daños producidos por la tormenta encontrábamos a nuestro paso. A medida que nos aproximábamos a la capital, los caminos eran cada vez mejores y cada día recorríamos más kilómetros. Durante la tarde del quinto día llegamos a Inuyama.

Iida había convertido aquella ciudad en su capital, tras su victoria en Yaegahara, y a continuación había iniciado la construcción del gigantesco castillo. La fortaleza dominaba la ciudad con sus murallas negras, sus almenas blancas y sus tejados, cuyas esquinas apuntaban hacia el cielo como si fueran inmensos paños que se hubieran sacudido en el aire. Mientras cabalgábamos hacia el castillo, yo examinaba los edificios que lo conformaban, calculaba la altura de los portones y de las murallas, intentaba localizar puntos de apoyo en los muros… «Allí me volveré invisible. Más allá usaré los garfios…».

No había imaginado que la ciudad fuera tan grande, y tampoco esperaba que hubiese tantos centinelas vigilando el fuerte ni que tantos guardias se alojaran a su alrededor.

Abe dirigió su caballo hacia atrás y se colocó a mi lado. Yo me había convertido en el blanco favorito de sus burlas y de su mal humor.

—Mira el castillo, muchacho. Ahí está el poder, y sólo se consigue siendo un guerrero. Hace que tu trabajo con el pincel parezca insignificante, ¿eh?

No me importaba en absoluto lo que Abe pudiera pensar de mí, siempre que no averiguase la verdad.

—Es el edificio más impresionante que he visto en mi vida, señor Abe. Me encantaría poder apreciarlo mejor: su arquitectura, sus obras de arte…

—Seguro que podemos arreglarlo —dijo Abe, dispuesto a ser condescendiente una vez que había regresado, a salvo, a su ciudad.

—El nombre de Sesshu permanece todavía entre nosotros —intervine yo—, mientras que todos los guerreros de su época han sido olvidados.

Abe soltó una carcajada.

—Pero tú no eres Sesshu, ¿no es cierto?

Su desprecio hacía que me bullera la sangre, pero le di la razón con humildad. Abe no sabía nada acerca de mí, y ése era mi único consuelo.

Fuimos escoltados hasta una residencia cercana al foso del castillo; era amplia y hermosa. Las apariencias nos hacían llegar a la conclusión de que Iida estaba a favor del matrimonio de Shigeru y de una alianza con los Otori, y las atenciones y los honores que le prestaban al señor Otori eran intachables. Las damas fueron conducidas al castillo mismo, donde se alojarían con las mujeres en los aposentos privados de Iida. Allí vivía la hija de la señora Maruyama.

No pude ver la cara de Kaede; pero, mientras la trasladaban, ella sacó la mano a través de la cortina del palanquín. Sujetaba el pergamino que yo le había dado, el dibujo del pequeño pájaro de mis montañas, aquel que la hacía pensar en la libertad.

Estaba oscureciendo y empezaba a caer una suave llovizna que difuminaba la silueta del castillo y hacía brillar las tejas y los adoquines. Dos gansos volaron por encima de nosotros moviendo las alas acompasadamente, y a medida que se alejaban, todavía podían oírse sus lastimosos graznidos.

Abe regresó más tarde a la casa de huéspedes con regalos de boda y efusivos mensajes de bienvenida de parte del señor Iida. Le recordé su promesa de enseñarme el castillo. Insistí una y otra vez, y aguanté sus bromas hasta que accedió a organizar la visita para el día siguiente.

Kenji y yo fuimos al castillo con Abe por la mañana, y yo escuchaba y dibujaba obedientemente mientras Abe nos guiaba por su interior. Cuando se aburrió, uno de los lacayos continuó con nosotros. Mi mano dibujaba árboles, jardines y perspectivas diferentes, mientras que mi cerebro absorbía el trazado del castillo, la distancia entre el portón principal y la segunda puerta de acceso (llamada puerta del Diamante), la distancia entre esta segunda puerta y el patio interior, y la que discurría entre el patio y la residencia. El río fluía a lo largo del flanco este, y todo el edificio estaba rodeado por el foso. Mientras dibujaba, también escuchaba los sonidos y ubicaba la situación de los guardias —tanto los que había a la vista como los que estaban ocultos—, y calculaba cuántos eran.

El castillo estaba abarrotado de gente: guerreros y soldados de a pie; herreros, armeros y flecheros; caballerizos, cocineros, criadas y otros sirvientes de todo tipo. Me pregunté dónde irían por las noches y si alguna vez el castillo quedaba en silencio.

El lacayo era más hablador que Abe. Le gustaba alardear sobre Iida y se mostraba ingenuamente impresionado por mis dibujos. Hice un rápido boceto de su figura y le entregué el pergamino, y como en esos días se hacían pocos retratos, el lacayo lo sostuvo como si fuera un talismán. Después de aquello, nos enseñó más lugares de los que debía, incluso las cámaras ocultas en las que siempre había guardias apostados, las falsas ventanas de las torres de vigilancia y la ruta que las patrullas seguían por la noche.

Kenji hablaba muy poco, tan sólo opinaba sobre mis dibujos y corregía un toque de pincel de vez en cuando. Yo me preguntaba si tenía la intención de acompañarme cuando por la noche me adentrara en el castillo. A ratos pensaba que no podría hacer nada sin él, y otras veces sentía que quería llevar a cabo el plan sin ayuda.

Al fin llegamos al torreón principal, y el lacayo nos condujo al interior. Nos presentó al capitán de la guardia y nos permitió subir los escalones que llevaban al piso más alto. Los gigantescos pilares que sujetaban la torre principal tenían al menos 20 metros de altura. Con sus gigantescos baldaquines y las densas y oscuras sombras que proyectaban, me recordaban la imagen de los árboles del bosque. Las vigas en forma de cruz conservaban los nudos con los que habían crecido, como si desearan poder escapar y convertirse de nuevo en árboles vivos. Yo era capaz de notar el poder del castillo como si fuera un ser animado que se cernía a mi alrededor.

Desde la plataforma superior, bajo la mirada curiosa de los centinelas, divisamos el panorama de la ciudad. Al norte se elevaban las montañas que yo había cruzado con Shigeru, y detrás de ellas, la llanura de Yaegahara. Hacia el sureste quedaba Mino, mi aldea natal. Una ligera neblina flotaba en el aire y no corría nada de viento. A pesar de los gruesos muros de piedra y de la madera oscura, el calor era inaguantable, y las caras de los guardias brillaban de sudor, pues las armaduras les resultaban pesadas e incómodas.

Las ventanas de la parte sur del torreón principal daban a un segundo torreón de menos altura que Iida había convertido en su residencia. Estaba construido sobre un gigantesco muro de fortificación que partía casi directamente desde el foso, más allá del cual, en el flanco este, se veía una franja de tierra pantanosa de unos 20 metros de ancho y, a continuación, un río que, de caudal profundo y torrencial, había aumentado con las tormentas. Por encima del muro de fortificación había una hilera de ventanas pequeñas, pero las puertas de acceso a la residencia se encontraban en el flanco oeste. Atractivos tejados inclinados cubrían los porches, que daban a un pequeño jardín rodeado por los muros del segundo patio. Desde el nivel del suelo, aquello habría quedado oculto a la vista, pero desde la altura yo podía divisarlo a vista de pájaro.

En el lado contrario, el patio del flanco noroeste albergaba las cocinas y otras dependencias. Mis ojos se desplazaban de un lado del palacio de Iida al otro: el lado oeste era bonito y elegante, mientras que el flanco este ofrecía un aspecto austero, de brutalidad y poder, y la brutalidad aumentaba a causa de las argollas de hierro colocadas en el muro debajo de las ventanas. Según nos contaron los guardias, estas argollas se utilizaban para colgar a los enemigos de Iida. Y es que el sufrimiento en las víctimas le hacía regocijarse en su esplendor y su poder en mayor medida.

Mientras descendíamos por las escaleras, pudimos oír cómo los guardias se burlaban de nosotros, con las bromas que los Tohan solían hacer sobre los Otori: que preferían llevarse chicos a la cama en lugar de muchachas; que les gustaba más una buena comida que una buena pelea; que su afición a bañarse en los manantiales de agua caliente, en los que orinaban, los había debilitado seriamente… Sus estruendosas carcajadas flotaban a nuestras espaldas. Avergonzado, nuestro acompañante masculló una disculpa.

Yo le aseguré que no nos sentíamos ofendidos y me detuve unos momentos junto al portal de acceso al segundo patio, ostensiblemente fascinado por la belleza de las enredaderas de campanillas que cubrían los muros de piedra de las cocinas. Podía oír los sonidos habituales: el siseo del agua hirviendo, el sonido metálico de los cuchillos, el constante golpeteo de alguien que hacía pasteles de arroz, los gritos de los cocineros y el agudo parloteo de las criadas; pero por debajo de esta algarabía, procedente de otra dirección, desde más allá del muro del jardín, llegaba otro sonido a mis oídos. Tras unos instantes, conseguí reconocer su procedencia: eran las pisadas que iban y venían a través del suelo de ruiseñor.

—¿Oís ese extraño ruido? —pregunté a Kenji, con inocencia.

—¿Qué puede ser? —terció éste, con el ceño fruncido.

Nuestro acompañante soltó una carcajada.

—Es el suelo de ruiseñor.

—¿El suelo de ruiseñor? —preguntamos Kenji y yo al mismo tiempo.

—Es un suelo que canta. Nada puede atravesarlo, ni siquiera un gato, sin que empiece a piar como un pájaro.

—Suena a cosa de magia —dije yo.

—Tal vez lo sea —respondió el hombre, que se reía ante mi incredulidad—. Sea magia o no, su señoría duerme mejor por las noches porque el suelo le protege.

—¡Qué invento tan asombroso! Me encantaría verlo —dije.

El hombre, que aún sonreía, nos condujo gustosamente, rodeando el muro, hasta la cancela del jardín, que estaba abierta. Ésta no era grande, pero tenía un enorme saliente, y los escalones de acceso eran muy empinados, con el objeto de que la entrada pudiera ser defendida por un solo hombre. A través de la cancela, observamos el edificio que había al fondo y, como las contraventanas de madera estaban abiertas, pudimos ver el amplísimo y pulido suelo que rodeaba todo el perímetro del edificio.

Una procesión de criadas con bandejas de comida —ya era casi mediodía— se quitó las sandalias y pisó el suelo. Al escuchar los trinos, el corazón me dio un vuelco y me acordé de cómo había corrido a través del suelo de ruiseñor que rodeaba la casa de Hagi sin hacer ruido alguno. Pero éste tenía cuatro veces el tamaño de aquél, y los sonidos que emitía eran infinitamente más complejos. No tendría ocasión de practicar, sólo dispondría de una oportunidad para intentar cruzarlo sin ser descubierto.

Permanecí en el mismo lugar tanto tiempo como me fue posible, mientras me volcaba en alabanzas hacia el suelo de ruiseñor, intentando discernir cada uno de los sonidos. De vez en cuando, recordaba que Kaede estaba en el interior de la casa, y me esforzaba en vano en escuchar su voz.

Finalmente, Kenji dijo:

—¡Venga, vamos! Tengo el estómago vacío. El señor Takeo podrá ver el suelo otra vez mañana, cuando acompañe al señor Otori.

—¿Vendremos al castillo mañana?

—El señor Otori visitará al señor Iida a media tarde —respondió Kenji—. Por descontado, el señor Takeo le acompañará.

—¡Qué emocionante! —exclamé yo, aunque mi corazón me pesaba como una losa ante el acontecimiento.

Cuando regresamos a nuestra residencia, el señor Shigeru estaba contemplando las ropas de boda. Se hallaban extendidas sobre la estera y se veían majestuosas. Los colores eran brillantes y estaban bordadas con los símbolos de la buena suerte y la longevidad: flores de ciruelo, grullas blancas y tortugas marinas.

—Me las han enviado mis tíos —dijo Shigeru—. ¿Qué opinas de su elegancia, Takeo?

—Es extrema —repliqué, asqueado por la hipocresía de sus parientes.

—¿En tu opinión, cuál de los mantos debería ponerme? —recogió el manto con las flores de ciruelo, y el hombre que había traído las ropas le ayudó a ponérselo.

—Ése está bastante bien —intervino Kenji—. Ahora, comamos.

El señor Shigeru, sin embargo, se entretuvo unos instantes y pasó la mano por el lujoso tejido, a la vez que admiraba la delicada complejidad de los bordados. No habló, pero yo creí advertir cierta expresión en su rostro, tal vez de pesar porque la ceremonia no fuera a celebrarse, o quizá, pienso ahora cuando lo recuerdo, por el presentimiento de su propio destino.

—Vestiré éste —dijo, mientras se quitaba el manto y se lo entregaba al hombre.

—Os sienta realmente bien —murmuró éste—, aunque pocos hombres son tan apuestos como el señor Otori.

Shigeru sonrió con amabilidad, pero no respondió a sus palabras ni tampoco habló gran cosa durante la comida. Los tres permanecimos en silencio, pues estábamos demasiado tensos para hablar de asuntos triviales. Por otro lado, todos éramos conscientes de que podíamos estar rodeados de espías.

Yo me sentía somnoliento pero inquieto, y el calor de la tarde pesaba sobre mí. Aunque las puertas correderas que daban al jardín estaban abiertas de par en par, no entraba una gota de aire en las habitaciones. Me adormilé mientras intentaba acordarme de los trinos del suelo de ruiseñor, y los sonidos del jardín —el zumbido de los insectos, el murmullo de la cascada— me envolvieron. Al despertarme, creí por un momento que me encontraba de vuelta en la casa de Hagi.

Con la caída de la tarde, empezó a llover otra vez y el ambiente se refrescó algo. Kenji y Shigeru estaban absortos en una partida de Go, en la que Kenji jugaba con las piezas negras. Debí de quedarme dormido, porque un toque en la puerta me despertó, y oí que una de las criadas le decía a Kenji que había llegado un mensajero en su busca.

Kenji asintió, hizo su jugada y se levantó para salir de la habitación. Shigeru le observó mientras se alejaba y después se quedó mirando fijamente el tablero, como si sólo estuviera concentrado en los problemas del juego. Yo también me puse en pie y contemplé la disposición de las piezas. Les había visto jugar muchas veces, y Shigeru siempre demostraba ser el mejor rival, pero en esta ocasión las piezas blancas estaban claramente amenazadas.

Fui al aljibe y me mojé la cara y las manos. Entonces, ya que en el interior me sentía atrapado y me asfixiaba, crucé el patio hasta llegar a la puerta principal de la casa de huéspedes, y salí a la calle.

Kenji estaba justo enfrente y hablaba con un hombre joven vestido con las ropas para correr propias de un mensajero. Pero antes de que pudiera captar lo que estaban diciendo, Kenji reparó en mí, dio una palmadita en el hombro del joven y le despidió. Acto seguido, cruzó la calle hacia donde yo estaba fingiendo ser mi inofensivo y anciano preceptor, pero no me miró a los ojos. Justo antes de que me viera, yo había notado que el verdadero Kenji se había revelado ante mí, tal y como había sido antes: el hombre que se escondía bajo todos los disfraces, tan despiadado como Jato.

Shigeru y Kenji reanudaron su partida de Go y siguieron jugando hasta bien entrada la noche. Yo no podía soportar la lenta aniquilación de las piezas blancas, pero tampoco lograba conciliar el sueño, pues no dejaba de pensar lo que me esperaba, y también me preocupaban las sospechas que albergaba sobre Kenji. A la mañana siguiente, éste salió temprano y, mientras estaba ausente, Shizuka llegó con los regalos de boda de parte de la señora Maruyama. Escondídos entre el envoltorio había dos pequeños pergaminos. Uno de ellos era una carta, que Shizuka entregó al señor Shigeru.

Él la leyó con un rostro preocupado que mostraba signos de cansancio. No nos habló de su contenido, sino que la guardó en la ancha manga de su túnica. Después, tomó el otro pergamino y, tras mirarlo por encima, me lo entregó.

Las palabras que contenía eran enigmáticas; pero, tras unos instantes, comprendí su significado: se trataba de una descripción del interior de la residencia en la que se indicaba con claridad el lugar donde dormía Iida.

—Mejor será quemar estos pergaminos, señor Otori —susurró Shizuka.

—Los quemaré. ¿Qué otras noticias traes?

—¿Puedo acercarme? —preguntó Shizuka, antes de ponerse a hablarle al oído, en voz tan baja que sólo Shigeru y yo pudimos oír sus palabras.

—Arai se está imponiendo por todo el suroeste. Ha derrotado a los Noguchi y se encuentra cerca de Inuyama.

—¿Lo sabe Iida?

—Si aún no lo sabe, pronto lo averiguará. Tiene más espías que nosotros.

—¿Y Terayama? ¿Tienes noticias de allí?

—Creen que Yamagata se rendirá una vez que Iida… Shigeru levantó la mano, pero Shizuka ya había dejado de hablar.

—Esta noche, entonces —anunció Shigeru, de forma concisa.

—Señor Otori. —Shizuka hizo una reverencia.

—¿Está bien la señora Shirakawa? —preguntó Shigeru con voz normal, al tiempo que se apartaba de Shizuka.

—¡Ojalá estuviera mejor! —respondió Shizuka, con voz apagada—. No come ni duerme bien.

Mi corazón había dejado de latir por un momento cuando Shigeru había dicho que sería aquella noche; pero después se había acelerado y bombeaba sangre a las venas. Observé una vez más la descripción que tenía en las manos y la memoricé. Al pensar en Kaede, en su pálido rostro, en sus frágiles muñecas y en la negra masa de su cabello, mi corazón volvió a fallar. Entonces, me levanté y me dirigí hacia la puerta para intentar ocultar mi emoción.

—Lamento profundamente el daño que estoy haciendo a la señora Shirakawa —dijo Shigeru.

—Ella teme haceros daño a vos —replicó Shizuka, antes de añadir en voz baja—, aunque también teme otras cosas. Ahora debo regresar junto a mi señora. Me inquieta dejarla sola.

—¿A qué te refieres? —exclamé yo, y los dos se quedaron mirándome.

Shizuka titubeó.

—A menudo habla de la muerte —dijo finalmente.

Yo deseaba enviar algún mensaje a Kaede; quería llegar corriendo al castillo, sacarla de allí y llevarla a algún lugar en el que se encontrara a salvo. Lo malo era que tal lugar no existía y nunca iba a existir hasta que todo aquello terminara…

También sentía deseos de preguntarle a Shizuka acerca de Kenji: qué tramaba, cuáles eran los planes de la Tribu… Pero entonces llegaron las criadas con el almuerzo y ya no hubo oportunidad de hablar en privado antes de que Shizuka se marchara.

Mientras comíamos, Shigeru y yo comentamos los preparativos para la visita de aquella tarde al castillo. Después, Shigeru se dedicó a escribir cartas, mientras yo estudiaba los dibujos del castillo que había hecho por la mañana. Notaba que Shigeru me miraba de vez en cuando, como si hubiera muchas cosas que quisiera decirme, pero no me habló. Permanecí sentado en el suelo contemplando el jardín. Inhalaba el aire lentamente, dejando que la respiración llegara hasta el oscuro ser que vivía dentro de mí, y después lo soltaba para que llegase a cada músculo, tendón y nervio de mi cuerpo. Mi oído parecía más agudo que nunca. Podía oír todos los sonidos de la ciudad, su cacofonía de vida humana y animal, sus expresiones de júbilo, deseo, dolor y sufrimiento. Ansiaba liberarme de todos los ruidos y disfrutar del silencio; anhelaba la llegada de la noche.

Kenji regresó y no nos dijo dónde había estado, sino que nos observó en silencio mientras nos vestíamos con mantos de gala que mostraban el blasón de los Otori en la espalda. Kenji habló una vez para decir que tal vez fuera mejor que yo no acudiera al castillo, pero Shigeru señaló que llamaría más la atención si no lo hacía. No añadió que era necesario que yo viera el castillo una vez más. Yo también era consciente de que tenía que ver a Iida otra vez, pues la única imagen que tenía de él era la terrorífica figura que había visto en Mino un año antes, con la coraza negra, el yelmo con cornamenta y el sable que estuvo a punto de acabar con mi vida. Esa imagen se había vuelto tan inmensa y poderosa en mi mente que, al verle en carne y hueso, sin la coraza, me quedé impresionado.

Cabalgamos hasta el castillo con los 20 hombres Otori, y éstos se quedaron esperando en el primer patio, junto a los caballos, mientras Shigeru y yo nos alejamos con Abe.

Mientras nos quitábamos las sandalias sobre el suelo de ruiseñor contuve el aliento y escuché los trinos que llegaban desde mis pies. La residencia de Iida estaba espléndidamente decorada según el estilo moderno. Las pinturas eran tan exquisitas que casi me distrajeron de mi oscuro propósito. Éstas carecían de la mesura y serenidad de las obras de Sesshu, en Terayama. En contraposición a ellas, eran doradas y llamativas, repletas de poder y vitalidad. En la antecámara, donde esperamos durante más de media hora, las puertas y biombos estaban decorados con grullas sobre sauces nevados. Shigeru alabó las pinturas y, ante la jocosa mirada de Abe, él y yo hicimos comentarios en voz baja sobre los paisajes y el artista.

—A mí me parecen mucho mejores que las de Sesshu —dijo Abe—. Son más ambiciosas. Los colores son más ricos y brillantes.

Shigeru murmuró una frase en la que no mostraba ni acuerdo ni desacuerdo y yo permanecí en silencio. Unos momentos más tarde, entró un hombre de cierta edad, hizo una reverencia hasta tocar el suelo y se dirigió a Abe:

—El señor Iida está preparado para recibir adecuadamente a sus invitados.

Nos pusimos en pie y salimos de nuevo al suelo de ruiseñor, y entonces seguimos a Abe hasta la Gran Sala. El señor Shigeru se arrodilló a la entrada y yo le imité. Abe nos hizo un gesto para que entráramos. Obedecimos, volvimos a arrodillarnos e hicimos una reverencia hasta tocar el suelo. Logré ver por un instante a Iida Sadamu sentado al fondo de la sala, en lo alto de una plataforma, con el vuelo de su manto de tonos crema y oro extendido a su alrededor, un abanico rojo y dorado en la mano derecha, y un bonete negro en la cabeza. Era más pequeño de lo que yo recordaba, pero no menos imponente. Aparentaba 8 o 10 años más que Shigeru y era más bajo que él; sus rasgos eran ordinarios, a excepción de los ojos, bien perfilados, que denotaban su feroz inteligencia; no era apuesto, pero tenía una presencia enérgica y seductora. Mi antiguo miedo me asaltó de nuevo. En la sala había unos 20 lacayos, todos postrados en el suelo. Sólo Iida y el pequeño paje situado a su derecha estaban incorporados. Reinó un prolongado silencio. Se acercaba la hora del Mono. Todas las puertas estaban cerradas y el calor era agobiante. Por debajo de los mantos perfumados salía el olor rancio del sudor de los hombres. De reojo, pude ver las ranuras que delataban armarios ocultos, y desde su interior me llegaba el sonido de la respiración de los soldados que se escondían dentro de ellos, y los ligeros crujidos que producían al cambiar de posición. Tenía la boca seca.

Al fin, el señor Iida habló:

—Bienvenido, señor Otori. Ésta es una ocasión feliz: un matrimonio y una alianza.

Su voz era áspera e indiferente, y las expresiones propias de la etiqueta sonaban incongruentes en su boca.

Shigeru levantó la cabeza y se sentó pausadamente; respondió con igual cortesía, y transmitió los saludos que sus tíos y todo el clan Otori enviaban.

—Me alegra poder ofrecer mis servicios a dos grandes linajes.

Era un sutil recordatorio de que ambos tenían el mismo rango por cuna y por sangre.

Iida mostró una falsa sonrisa, y respondió:

—Sí, debe existir paz entre nosotros. Nunca debe repetirse lo que sucedió en Yaegahara.

Shigeru inclinó la cabeza.

—Lo pasado, pasado está.

Yo estaba todavía tumbado en el suelo, pero podía ver el perfil de la cara de Shigeru. Su mirada era limpia y cordial, y su expresión alegre y confiada. Nadie habría sospechado que no era lo que aparentaba: un joven novio agradecido por el privilegio que se le otorgaba, Iida y Shigeru conversaron durante un rato e intercambiaron algunos comentarios corteses. Después trajeron el té y les sirvieron a los dos.

—Tengo entendido que el muchacho es vuestro hijo adoptivo —dijo Iida, mientras escanciaban el té en su cuenco—. Puede beber con nosotros.

Entonces, me vi obligado a incorporarme, aunque hubiese preferido no hacerlo. Me incliné otra vez ante Iida y me arrastré de rodillas hacia delante, haciendo un esfuerzo para que no me temblaran los dedos al tomar el cuenco entre las manos. Notaba que Iida me miraba, pero no me atreví a mirarle a los ojos, por lo que no podía averiguar si había reconocido en mí al muchacho que había quemado el flanco de su caballo y había provocado que él mismo cayera al suelo, en Mino.

Examiné el cuenco; el vidriado era gris oscuro, con destellos de color rojo. Nunca hasta entonces había visto nada parecido.

—Es un primo lejano de mi difunta madre —explicaba el señor Shigeru—. Ella quería que fuera adoptado por nuestra familia, y tras su muerte cumplí sus deseos.

—¿Su nombre? —los ojos de Iida no se apartaban de mi rostro mientras bebía el té ruidosamente.

—Ha adoptado el nombre de los Otori —replicó Shigeru—. Le llamamos Takeo.

Shigeru no mencionó que me había llamado así en recuerdo de su hermano, pero el nombre de Takeshi flotaba en el aire, como si su espíritu hubiera invadido la sala.

Iida gruñó. A pesar del calor, el ambiente se volvió más frío y se mascaba el peligro. Yo sabía que Shigeru se daba cuenta, pues su cuerpo estaba tenso, aunque su cara todavía mostraba una sonrisa. Bajo la conversación liviana subyacían los años de odio mutuo, que se había ido acumulando por el legado de Yaegahara, la envidia de Iida, el sufrimiento de Shigeru y las ansias de venganza de éste.

Intenté adoptar la personalidad de Takeo, el artista erudito, torpe e introvertido que miraba, confuso, al suelo.

—¿Cuánto tiempo ha estado a vuestro lado?

—Alrededor de un año —respondió Shigeru.

—Existe un cierto parecido familiar —dijo Iida—. Ando, ¿estás de acuerdo?

Iida se había dirigido a uno de los lacayos que estaban de rodillas a un lado de la sala. El hombre levantó la cabeza y me miró. Nuestros ojos se encontraron y le identifiqué de inmediato. Reconocí la cara alargada, como de lobo, con la frente amplia y pálida, y los ojos hundidos.

Desde el lugar que yo ocupaba no podía ver su costado derecho, pero ya sabía que le faltaba el brazo, cercenado por Jato, el sable de Otori Shigeru.

—Un gran parecido —admitió Ando—. Es lo que pensé la primera vez que vi al joven señor… —hizo una pausa, y después añadió—: En Hagi.

Hice una humilde reverencia.

—Perdonadme, señor Ando; no creo haber tenido el placer de conoceros.

—No, no nos conocimos —acordó éste—. Únicamente te vi con el señor Otori y pensé que te parecías mucho… a la familia.

—No en vano es pariente nuestro —comentó Shigeru, que no parecía perturbado en absoluto por este cruce de comentarios taimados.

No había duda: Iida y Ando sabían con exactitud quién era yo, y por tanto sabían que Shigeru me había rescatado. En ese momento pensé que iban a ordenar que nos arrestaran de inmediato, o que los guardias nos matasen allí mismo, entre los utensilios del té. Shigeru hizo un ligero movimiento y me di cuenta de que estaba preparado para ponerse en pie de un salto, con el sable en la mano, de haber sido necesario; pero él no quería acabar a la ligera con tantos meses de preparativos. La tensión en la sala iba en aumento y el silencio se tornaba más denso.

Los labios de Iida se curvaron en una sonrisa. El placer que la situación le provocaba era patente. Todavía no iba a atacar, ya que prefería jugar a nuestra costa un rato más. No había lugar alguno al que pudiésemos escapar, pues nos habíamos adentrado en pleno territorio Tohan, bajo vigilancia constante y con sólo 20 de nuestros hombres. Sin duda, Iida planeaba eliminarnos a los dos, pero primero iba a saborear el deleite que le proporcionaba el hecho de tener a su merced a su viejo enemigo.

A continuación, Iida sacó el tema de la boda, y bajo la cortesía de sus palabras pudo percibirse su desprecio y su envidia hacia Shigeru.

—La señora Shirakawa ha sido pupila del señor Noguchi, mi más antiguo aliado y amigo.

Iida no mencionó que Noguchi había sido derrotado por Arai. Puede que no le hubiera llegado la noticia o, tal vez, creía que nosotros la ignorábamos.

—El señor Iida me otorga un gran honor —replicó Shigeru.

—Había llegado el momento de hacer las paces con los Otori. —Iida hizo una pausa, y después añadió—: Es una joven muy hermosa, aunque cuenta con una reputación desafortunada. Espero que esto no os alarme.

Un murmullo jocoso recorrió la sala. Los lacayos no llegaron a reírse abiertamente, tan sólo sonrieron con picardía.

—Opino que la reputación de la señora Shirakawa es injustificada —respondió Shigeru, con voz calmada—. Además, mientras me encuentre en Inuyama como invitado del señor Iida, no me alarmaré en absoluto.

La sonrisa desapareció del rostro de Iida, quien pasó a fruncir el ceño. Imaginé que los celos le atormentaban. La etiqueta y su propia dignidad deberían haberle impedido pronunciar las palabras que dijo a continuación, pero no fue así:

—Existen rumores sobre vos —dijo, con aspereza.

Shigeru elevó las cejas, aunque no respondió.

—Una relación duradera, un matrimonio secreto… —Iida empezó a elevar el tono de voz.

—El señor Iida me deja atónito —le cortó con frialdad Shigeru—. No soy joven. Es lógico que haya conocido a muchas mujeres.

Iida retomó el control de sí mismo y farfulló una respuesta, pero los ojos le brillaban de odio. Fuimos despedidos con forzada cortesía. De hecho, las últimas palabras de Iida fueron:

—Nos veremos dentro de tres días en la ceremonia del matrimonio.

Cuando nos reunimos con nuestros hombres, éstos estaban tensos y malhumorados a causa de las burlas y las amenazas de los Tohan que habían tenido que soportar. Shigeru y yo permanecimos en silencio mientras cabalgábamos por el camino escalonado y atravesábamos el primer portón. Yo miraba con avidez a mi alrededor, memorizando todo lo referente al trazado del castillo, al tiempo que el odio y la ira hacia Iida me atenazaban el corazón. Le mataría… por sus acciones del pasado, por su insolencia con el señor Otori y, porque si no le arrancaba la vida aquella noche, él nos mataría a los dos.

El Sol se mostraba en el oeste como una esfera acuosa. Llegamos por fin a la residencia para invitados, donde Kenji nos aguardaba. En la alcoba se apreciaba un ligero olor a humo: Kenji había quemado los mensajes de la señora Maruyama durante nuestra ausencia. Nos examinó detenidamente.

—¿Reconocieron a Takeo? —preguntó.

Shigeru se estaba quitando el manto de gala.

—Necesito un baño —dijo, antes de sonreír, como si quisiera librarse del férreo autocontrol que había estado ejerciendo—. Takeo, ¿podemos hablar?

Desde las cocinas llegaban los sonidos de los criados que preparaban la cena. De vez en cuando, se oían pisadas que cruzaban el pasillo, pero el jardín estaba vacío. Podía oír a los guardias que estaban apostados en el portón principal, y escuché cómo una chica se acercaba a ellos con cuencos de arroz y de sopa.

—Sí, pero en voz baja —respondí.

—Debemos hablar de inmediato. Acércate, Kenji. Sí, le han reconocido, Iida tiene muchas sospechas, y también recelos. Puede atacar en cualquier momento.

Kenji dijo:

—Me llevaré ahora mismo a Takeo. Puedo esconderlo en la ciudad.

—¡No! —exclamé yo—. Esta noche iré al castillo.

—Será nuestra única oportunidad —susurró Shigeru—. Tenemos que ser los primeros en atacar.

Kenji nos observó y suspiró profundamente.

—Entonces, iré contigo.

—Has sido un buen amigo —dijo Shigeru, con calma—; pero no tienes por qué arriesgar tu vida.

—No lo hago por Ti, Shigeru. Es para vigilar a Takeo —replicó Kenji, antes de volverse hacia mí—. Más vale que veas otra vez las murallas y el foso antes del toque de queda. Te acompañaré. Trae tu material de dibujo. Sobre el agua, veremos reflejado un interesante juego de luces.

Recogí mis cosas y nos dispusimos a salir, pero en la puerta, justo antes de poner el pie en el jardín, Kenji me dejó sorprendido: se volvió de nuevo hacia Shigeru y le hizo una profunda reverencia.

—Señor Otori —dijo.

Yo pensé que estaba de broma. Sólo más tarde me di cuenta de que aquello era un adiós. Yo no me despedí; tan sólo hice la inclinación de costumbre, que Shigeru respondió con un gesto. La luz del atardecer que llegaba desde el jardín le iluminaba por la espalda, y no pude verle la cara.

Las nubes se habían hecho más densas y el ambiente estaba húmedo, aunque no llovía. Con la caída de la tarde hacía menos calor, pero el bochorno persistía. Las calles estaban atestadas de gente que aprovechaba el periodo de tiempo que transcurría entre el ocaso y el toque de queda. Se chocaban constantemente contra mí, lo que me hacía sentirme tenso y nervioso, y ver espías y asesinos por todas partes. El encuentro con Iida me había alterado y una vez más había vuelto a ser Tomasu, el chico aterrorizado que había huido de las ruinas de Mino. ¿Sería capaz de escalar los muros del castillo de Inuyama y asesinar al poderoso señor que acababa de ver, quien sabía que yo era uno de los Ocultos, el único superviviente de mi aldea que escapó de sus manos? Aunque yo pretendiera ser el señor Otori Takeo o un Kikuta de la Tribu, en realidad no era ninguno de los dos. Era uno de los Ocultos; es decir, uno de los perseguidos.

Caminamos en dirección oeste, siguiendo la muralla del castillo. Mientras oscurecía, yo me alegraba de que no brillaran la Luna ni las estrellas. Desde el portón del castillo, llegaba el resplandor de las antorchas, y las tiendas estaban iluminadas con velas y candiles. Se percibía un olor a sésamo y a soja, a vino de arroz y a pescado asado. A pesar de las circunstancias, sentía hambre. Pensé en detenerme a comer algo, pero Kenji sugirió que avanzásemos un poco más. La calle estaba cada vez más oscura y nos cruzábamos con menos gente. Oí el ruido de un vehículo con ruedas sobre los adoquines, y después el sonido de una flauta. Había algo escalofriante en la música, y el vello se me erizó.

—Regresemos —dije.

En ese momento, un pequeño grupo de gente salió del callejón que teníamos enfrente. Al principio pensé que se trataba de artistas callejeros. Un anciano transportaba un carromato adornado con guirnaldas y dibujos, y una muchacha tocaba la flauta; pero al vernos la dejó caer. Dos hombres jóvenes que salieron de las sombras sujetaban peonzas: una de ellas giraba y la otra volaba en el aire. Bajo la tenue luz, parecían objetos mágicos poseídos por espíritus. Me detuve. Kenji se colocó justo detrás de mí. Otra muchacha se acercó a nosotros, y dijo:

—Acérquese, señor.

Reconocí su voz, pero tardé unos instantes en situarla.

Entonces, salté hacia atrás, esquivando a Kenji, me desdoblé y dejé mi segundo cuerpo junto al carromato. Era la chica de la posada de Yamagata, la chica de la que Kenji había dicho: «Es de los nuestros».

Para mi sorpresa, uno de los hombres jóvenes me siguió sin hacer caso de mi segundo yo. Me hice invisible, pero él averiguó dónde me encontraba. Entonces me di cuenta: eran de la Tribu y habían venido a reclamarme. Kenji ya lo había dicho, y sabía de antemano que lo harían aquella noche. Me arrojé al suelo y empecé a rodar hasta que me coloqué bajo el carromato, pero mi preceptor estaba al otro lado. Intenté morderle una mano, pero con la otra me sujetó la mandíbula. Entonces, le propiné una patada, relajé los músculos e intenté escapar de sus manos, pero no lo logré. No en vano era él quien me había enseñado todos esos trucos.

—Estate quieto, Takeo —susurró—. Deja de forcejear, nadie va a hacerte daño.

—Está bien —dije yo, quedándome inmóvil.

En el momento que me soltó, yo me separé de él y saqué el cuchillo de la funda. Pero para entonces los cinco estaban dispuestos a luchar duramente. Uno de los hombres se lanzó al ataque y me hizo retroceder hasta el carromato. Yo le asesté una puñalada y noté que había dado en el blanco. Después hice un corte a una de las muchachas. La otra chica se había hecho invisible, y saltó como un mono desde el techo del carromato, cayendo sobre mí y rodeándome el cuello con las piernas, con una mano sobre la boca y otra agarrada al cuello. Yo sabía lo que pretendía, y me contorsioné con violencia hasta que perdí el equilibrio. El hombre al que había acuchillado me tomó por la muñeca y me la retorció hasta que solté el arma. La chica y yo caímos al suelo, mientras sus manos todavía me sujetaban la garganta.

Justo antes de quedar inconsciente, vi a Shigeru con claridad. Esperaba en la habitación a que regresáramos. Intenté gritar, furioso por la inmensidad de la traición, pero me habían tapado la boca. Ni siquiera mis oídos percibían sonido alguno.