Seguimos a las mujeres lentamente de regreso a la ciudad y después nos dirigimos a nuestra posada, separada de la de ellas. En un punto del camino, los guardias Tohan nos alcanzaron y nos acompañaron hasta la misma puerta. Se quedaron fuera, y uno de nuestros hombres Otori montó guardia en el pasadizo de entrada.
—Mañana cabalgaremos hasta Terayama —dijo Shigeru, al tiempo que se preparaba para meterse en la cama—. Tengo que visitar la tumba de Takeshi y presentar mis respetos al abad, que era un viejo amigo de mi padre. He traído regalos desde Hagi.
Habíamos llevado muchos regalos con nosotros, y los caballos de carga los transportaban, junto con nuestro equipaje, las ropas para la boda y la comida para el camino. No me paré a pensar en la caja de madera que íbamos a llevar a Terayama ni en lo que contenía. Me inquietaban otros deseos y otras preocupaciones.
La alcoba estaba tan mal ventilada como yo había imaginado y no lograba conciliar el sueño. Oí el tañido de las campanas del templo a medianoche y después, tras el toque de queda, todos los sonidos se disiparon, con la excepción de los lastimosos gemidos de los moribundos que permanecían colgados en la muralla del castillo.
Finalmente, me levanté. No había pensado en un plan concreto, pues era el insomnio lo que me hacía actuar. Kenji y Shigeru dormían, y el guardia apostado en el pasadizo dormitaba. Tomé la caja hermética en la que Kenji guardaba las cápsulas de veneno y la até a mi ropa interior. Me vestí con ropas de viaje oscuras y, del baúl de madera donde estaban escondidos, saqué varios garrotes finos, algunos garfios, la espada corta y una cuerda. Empleé mucho tiempo en realizar cada uno de mis movimientos, ya que tenía que ejecutarlos en absoluto silencio, pero para la Tribu el tiempo pasa de forma diferente: acelera o retrasa su avance según nosotros deseamos. Yo no tenía prisa, y sabía a ciencia cierta que ni Shigeru ni Kenji se iban a despertar.
El guardia se movió ligeramente cuando pasé junto a él. Fui a las letrinas, me desdoblé y mandé a mi segundo cuerpo de vuelta a la habitación. Esperé entre las sombras hasta que el guardia volvió a cabecear, y entonces me hice invisible, escalé hasta el tejado desde el patio interior y salté a la calle. Oía a los guardias Tohan junto a la cancela de la posada y pensaba que en las calles habría patrullas. Algo en mi cabeza me decía que estaba cometiendo una temeridad, pero no podía evitarlo. En parte, quería poner a prueba las habilidades que Kenji me había enseñado antes de nuestra llegada a Inuyama, pero sobre todo deseaba silenciar los lamentos procedentes del castillo para poder dormir.
Me fui desplazando por las callejuelas, avanzando en zigzag hasta el castillo. En algunas casas se veían luces encendidas tras las celosías de las ventanas, aunque en la mayoría de ellas reinaba la oscuridad. Escuchaba a mi paso retazos de conversaciones: un hombre que consolaba a una mujer llorosa, un niño que balbuceaba como si tuviera fiebre, una canción de cuna o una pelea entre borrachos. Desemboqué en la calle principal que conducía al foso y al castillo. Junto a la calle discurría un canal atestado de carpas —casi todas dormían y sus escamas brillaban bajo la luz de la luna—. De vez en cuando, una de ellas se despertaba y daba un salto repentino, para después volver a zambullirse en el agua. Me preguntaba si las carpas soñaban.
Fui de puerta en puerta, intentando escuchar el ruido de pisadas o el tintineo del acero al chocar. Las patrullas no me preocupaban demasiado, pues las iba a oír antes de que me oyeran a mí y, sobre todo, gracias a mis poderes extraordinarios, podía hacerme invisible o desdoblarme. Rara cuando llegué al final de la calle y vi las aguas del foso bajo la luz de la luna, ya había olvidado mis temores y sólo sentía una profunda satisfacción. Era un Kikuta y estaba haciendo aquello para lo que había nacido. Sólo los miembros de la Tribu pueden experimentar esta sensación.
En la orilla del foso que daba a la ciudad había un grupo de sauces, cuyas ramas cargadas de hojas caían hasta el agua. Deberían haber sido talados por razones de defensa, pero lo más probable era que algún residente del castillo, tal vez la esposa o la madre del señor, estuviera fascinado por su belleza. Las ramas se veían inmóviles bajo la pálida luz de la luna; no corría una gota de aire. Me escondí entre el follaje, agachado, y contemplé la fortaleza durante un buen rato.
Era más grande que los castillos de Tsuwano o Hagi, pero la construcción era similar. Podía divisar el tenue perfil de las cestas que colgaban de los muros blancos del torreón, situado detrás del segundo portón del flanco sur. Tendría que cruzar el foso a nado, escalar la muralla de piedra, pasar por encima del primer portón y atravesar el patio del flanco sur, escalar el segundo portón y el torreón y, finalmente, llegar a las cestas desde lo alto.
Escuché pisadas y me tumbé en el suelo. Un grupo de guardias se acercaba al puente; otra patrulla salía del castillo, e intercambiaron unas palabras.
—¿Algún problema?
—Sólo algunos que no han respetado el toque de queda, como de costumbre.
—¡Qué olor tan apestoso!
—Mañana será peor. Hará más calor.
Uno de los grupos se dirigió a la ciudad; el otro cruzó el puente y subió los escalones que conducían al portón. Escuché el grito que les exigía identificarse y la contestación correspondiente. El portón crujió mientras quitaban las trancas y lo abrían. Oí cómo lo cerraban otra vez de un golpe, y después el sonido de las pisadas se fue extinguiendo.
Desde mi posición bajo los sauces se podía percibir el olor de las aguas estancadas del foso. Aparte de esto, notaba otro hedor aun más repugnante: el de los seres humanos aún vivos que se iban pudriendo poco a poco.
A orillas del agua crecían flores silvestres y también algunos lirios tardíos; las ranas croaban y los grillos cantaban; el cálido aire de la noche me acariciaba la cara, y dos cisnes, increíblemente blancos, pasaron a la deriva siguiendo la estela de la luna.
Me llené los pulmones de aire y me zambullí en el agua. Avancé a nado muy cerca del fondo del foso y siguiendo la dirección de la corriente, de manera que pudiera emerger bajo las sombras del puente. Las gigantescas rocas de la muralla que se alzaba desde el foso proporcionaban peldaños naturales en los que apoyarme. Mi mayor preocupación era que descubrieran mi oscura presencia sobre la piedra pálida. Sólo podía hacerme invisible durante dos minutos cada vez. El tiempo, que había corrido tan lentamente con anterioridad, iba ahora a toda prisa. Me moví con rapidez y escalé la muralla con la agilidad de un mono. Escuché voces junto al primer portón, por el que los guardias regresaban de su ronda, y me aplasté contra uno de los tubos de desagüe. Me hice invisible y aproveché el ruido de las pisadas para lanzar el garfio por encima del inmenso saliente de la muralla. Oscilando, trepé por la cuerda hasta plantarme en la techumbre de tejas, y entonces me dirigí corriendo hasta el patio del flanco sur. Las cestas en las que estaban suspendidos los moribundos quedaban por encima de mi cabeza. Uno de ellos pedía agua una y otra vez, otro mascullaba lamentos ininteligibles y otro más repetía el nombre del dios secreto con tal rapidez y monotonía que me producía escalofríos. El cuarto hombre permanecía en silencio. El olor a sangre y a excrementos era casi insoportable. Intenté no olerlo ni escuchar los sonidos de agonía. Miré mis manos bajo la luz de la luna, al tiempo que pensaba que tenía que pasar por la garita. Los guardias estaban dentro, charlaban y hacían té. Aproveché el momento en el que el hervidor de agua golpeó contra una cadena de hierro para lanzar los garfios y escalar por el torreón hasta el parapeto del que colgaban las cestas.
Éstas estaban suspendidas con cuerdas y se alzaban a unos 12 metros del suelo. Cada una de ellas tenía el tamaño justo para que cupiera un hombre de rodillas, con la cabeza inclinada hacia delante y los brazos atados a la espalda. Las cuerdas parecían lo bastante fuertes como para soportar mi peso, pero cuando tiré de una desde el parapeto, la cesta se tambaleó y el hombre que estaba dentro soltó un grito de pánico. Su alarido rasgó la tranquilidad de la noche. Me quedé paralizado. El hombre sollozó durante unos instantes y de nuevo susurró: «¡Agua! ¡Agua!». No hubo respuesta; tan sólo los perros contestaron desde la distancia. La Luna había llegado a las montañas y estaba a punto de desaparecer tras ellas; la ciudad seguía durmiendo apaciblemente. Cuando la Luna hubo desaparecido, comprobé la resistencia de la cuerda que llevaba conmigo, saqué las cápsulas de veneno y me las metí en la boca. A continuación, bajé por el muro con la ayuda de la cuerda y apoyando los pies en los salientes de piedra.
Al llegar a la primera cesta, me quité la cinta que llevaba en la frente, todavía mojada por el agua del foso, y logré meter la mano a través de la urdimbre para ponerla en la cara del hombre. Oí cómo chupaba el agua y decía algo incoherente.
—No puedo salvarte —susurré—, pero tengo veneno. Te dará una muerte rápida.
El hombre apretó la cara contra la cesta y abrió la boca para que yo le introdujera la cápsula.
El que estaba al lado no me oía. Su cabeza estaba apoyada contra el lateral de la cesta, pero pude alcanzar su arteria carótida y silenciar sus gemidos sin hacerle daño. Entonces me vi obligado a escalar otra vez hasta el parapeto, porque no me era posible llegar a las otras dos cestas desde mi posición. Los brazos me dolían y desde las alturas veía con temor las losas del patio. Cuando llegué hasta el tercer hombre, el que había estado rezando, vi que estaba alerta y me observaba con ojos oscuros. Murmuré una de las plegarias de los Ocultos y le entregué la cápsula de veneno.
—Está prohibido —me dijo.
—Deja que el pecado recaiga sobre mí —murmuré—. Tú eres inocente. Serás perdonado.
Al tiempo que yo metía el veneno en su boca, marcó con su lengua el signo de los Ocultos sobre la palma de mi mano. Le oí rezar, y después calló para siempre.
No noté el pulso en la garganta del cuarto hombre, y pensé que había muerto; pero, por si acaso, apreté el garrote contra su cuello y así lo mantuve mientras contaba los minutos.
Escuché cantar al primer gallo. Mientras escalaba hasta el parapeto, el profundo silencio de la noche me rodeaba. Temía que la ausencia de gemidos alertara a los guardias y oía los latidos de mi corazón, que resonaban como tambores.
Regresé por el mismo camino por el que había llegado, aunque en esta ocasión no utilicé los garfios, sino que salté al suelo desde las murallas con más rapidez que antes. Otro gallo cantó y un tercero respondió. Pronto la ciudad se despertaría. El sudor me caía a chorros y el agua del foso me helaba la piel. Apenas podía contener la respiración para bucear, y a poca distancia de los sauces emergí de repente espantando a los cisnes. Respiré hondo y me sumergí otra vez en el agua.
Llegué hasta la orilla y me encaminé a los árboles con la intención de detenerme a descansar y recuperar el aliento. El cielo empezaba a iluminarse. Estaba exhausto, notaba cómo mi concentración se desvanecía y apenas podía creer lo que había hecho.
Horrorizado, me di cuenta de que allí había alguien. No era un soldado, sino un paria. Pensé que tal vez fuera un guarnicionero por el olor a cuero que desprendía.
Antes de que yo pudiera recuperar mis fuerzas y hacerme invisible, él me vio, y en su mirada percibí que sabía lo que yo había hecho.
«Ahora tendré que matarle», pensé, lamentando que esta vez no iba a ser una liberación, sino un asesinato. Las manos me olían a sangre y a muerte. Decidí dejarle vivir y me desdoblé. Dejé mi segundo cuerpo bajo uno de los sauces y, al momento, me encontraba al otro lado del camino.
Me detuve a escuchar un instante y oí al hombre hablar a mi imagen antes de que ésta se desvaneciera.
—Señor —dijo, vacilante—, perdonadme. He escuchado el sufrimiento de mi hermano durante tres días. Gracias. Que el dios secreto os acompañe y os bendiga.
Entonces, mi imagen desapareció y el hombre lanzó un grito de asombro:
—¡Un ángel!
Escuché su aliento jadeante y sus sollozos, al tiempo que me desplazaba de puerta a puerta. Abrigaba la esperanza de que las patrullas no le alcanzaran y que él no contase lo que había visto. Confiaba en que fuese uno de los Ocultos, que se llevan sus secretos a la tumba.
El muro que rodeaba la posada era lo bastante bajo como para saltar por encima de él. Regresé a las letrinas y después al aljibe, donde escupí las cápsulas de veneno que me habían sobrado. Me lavé la cara y las manos como si me acabara de levantar. El guardia estaba medio despierto cuando pasé por su lado, y masculló:
—¿Es ya de día?
—Todavía queda una hora —respondí.
—Estás pálido, señor Takeo. ¿Es que no te encuentras bien?
—Sólo son retortijones.
—Esta maldita comida de los Tohan —murmuró, y los dos nos echamos a reír.
—¿Quieres un cuenco de té? —preguntó—. Si quieres, puedo despertar a las criadas.
—Ahora no. Voy a intentar dormir un rato.
Abrí la puerta corredera y entré en la habitación. La oscuridad estaba dejando paso a una luz grisácea. Por la respiración de Kenji, noté que estaba despierto.
—¿De dónde vienes? —preguntó, en voz baja.
—De las letrinas. No me encontraba bien.
—¿Desde medianoche? —replicó, incrédulo.
Yo me estaba quitando la ropa mojada y escondiendo las armas bajo el colchón.
—No desde hace tanto. Estabais dormido.
Él alargó el brazo y me palpó la ropa interior.
—¡Estás empapado! ¿Has estado en el río?
—Ya os lo he dicho: no me encontraba bien. Quizá no pude llegar a tiempo a las letrinas.
Kenji me golpeó en el hombro y Shigeru se despertó.
—¿Qué pasa? —murmuró.
—Takeo ha estado fuera toda la noche. Estaba preocupado por él.
—No podía dormir —dije yo—. Sólo salí un rato, como hacía en Hagi y en Tsuwano.
—Ya sé que salías —me interrumpió Kenji—, pero era territorio Otori. Aquí es mucho más peligroso.
—Bueno, el caso es que ya he vuelto —me metí bajo la manta, me tapé la cabeza con ella, y al instante caí en un sueño tan profundo y plácido como la muerte.
Me desperté con el graznido de los cuervos. Sólo había dormido tres horas, pero me encontraba descansado y en paz. No pensé en lo ocurrido aquella noche; aunque, de hecho, no lo recordaba con nitidez, era como si hubiera actuado en trance. Era uno de esos escasos días del final del verano en los que el cielo adquiere un tono azul pálido, y el aire es suave y cálido en vez de pegajoso. Una criada entró en la habitación con una bandeja de comida y una tetera; después hizo una reverencia hasta el suelo y sirvió el té, y entonces dijo en voz baja:
—El señor Otori te espera en los establos, señor. Quiere que vayas allí lo antes posible, y tu maestro desea que lleves el material de dibujo.
Yo asentí con la cabeza, pues tenía la boca llena de comida.
—Secaré tus ropas —dijo ella.
—Ven a por ellas más tarde —repliqué yo, pues no quería que viese las armas.
Cuando se marchó, me puse en pie de un salto, me vestí y guardé los garfios y el garrote en el doble fondo del baúl, donde Kenji los había escondido. Recogí la bolsa en la que guardaba la caja lacada que contenía el bloque de tinta y los pinceles, los saqué y los envolví en un paño. Me coloqué el sable en el cinto y asumí la personalidad de Takeo, el artista erudito, antes de salir hacia los establos.
Al pasar por la cocina, escuché que una de las criadas susurraba:
—Todos han muerto durante la noche. Dicen que llegó un ángel de la muerte…
Continué mi camino con la mirada baja, al tiempo que adquiría una forma de andar que me daba aspecto de torpe. Las damas ya estaban a lomos de los caballos. Shigeru conversaba con Abe, y yo pude enterarme de que éste iba a viajar con nosotros. Un hombre joven de los Tohan estaba a su lado y sujetaba las riendas de dos caballos. Un mozo sujetaba a Kyu, el corcel de Shigeru, y al mío, Raku.
—¡Venga, muchacho! —exclamó Abe, al verme—. No podemos esperar todo el día mientras remoloneas en la cama.
—Pide disculpas al señor Abe —dijo Shigeru, con un suspiro.
—Lo siento mucho, no tengo excusa —acerté a balbucear, al tiempo que hacía una profunda reverencia a Abe y a las damas e intentaba no mirar a Kaede—. Me quedé estudiando hasta tarde.
Entonces me volví hacia Kenji, y dije con deferencia:
—He traído el material de dibujo, señor.
—Está bien —respondió—. En Terayama verás algunas obras espléndidas. Incluso podrás copiarlas si disponemos de tiempo suficiente.
Shigeru y Abe montaron en sus caballos y el mozo me trajo a Raku, que se alegró de verme, bajó el morro hasta mi hombro y lo frotó contra mí. Fingí que el movimiento me había hecho perder el equilibrio y reculé ligeramente hacia; atrás. Después me acerqué al flanco derecho de Raku y di a entender que no sabía bien cómo subir a lomos del caballo.
—Esperemos que su destreza como artista sea mayor que sus cualidades como jinete —dijo Abe, con socarronería.
—Por desgracia, no es nada fuera de lo corriente.
Pensé que el enfado que denotaba la respuesta de Kenji no era fingido. No respondí a ninguno de los dos hombres y me conformé con examinar el ancho cuello de Abe mientras éste cabalgaba por delante de mí. Imaginaba cómo me sentiría al apretarlo contra el garrote o al clavar cuchillo en su compacta carne.
Estos oscuros pensamientos me mantuvieron ocupado hasta que cruzamos el puente y salimos de los límites de la ciudad. Entonces, la belleza del día me contagió su magia. Tras los destrozos producidos por la tormenta, las heridas de la tierra estaban cicatrizando; las campanillas habían abierto sus brillantes pétalos azules, incluso donde los tallos seguían aplastados contra el barro; los martín pescadores volaban como relámpagos a través del río, y las garzas y garcetas se erguían en las aguas poco profundas; una docena de libélulas aleteaba por encima de nosotros, y las mariposas de tonos anaranjados y amarillos alzaban el vuelo al paso de los caballos.
A lo largo de la llanura del río cabalgamos a través de los arrozales, de un verde intenso. Las lluvias habían aplastado las plantas de arroz, pero éstas ya volvían a enderezarse. Por todas partes las gentes se afanaban en el trabajo, y parecían alegres, a pesar de la destrucción que los rodeaba. Me recordaban a los habitantes de mi aldea: su espíritu indómito ante la desgracia, su fe inquebrantable en que, pasara lo que pasase, la vida era buena y el mundo benévolo. Calculaba yo cuántos años de gobierno Tohan tendrían que transcurrir para que esa creencia fuera totalmente arrancada de sus corazones.
Los arrozales daban paso a huertos dispuestos en bancales y, más adelante, cuando el camino se volvía más empinado, a plantaciones de bambú, que se ceñían a nuestro alrededor con su tenue luz verde y plata. Superado el bambú, llegamos a los bosques de cedros y de pinos, donde el grueso lecho de agujas amortiguaba el sonido de los cascos de los caballos.
A nuestro alrededor se extendía el bosque impenetrable. De vez en cuando nos cruzábamos en el camino con peregrinos que realizaban el laborioso viaje hasta la montaña sagrada. Cabalgábamos en fila, por lo que apenas podíamos comunicarnos. Yo sabía que Kenji ardía en deseos de interrogarme sobre la noche anterior, pero no me apetecía hablar —ni siquiera acordarme— de ella.
Después de casi tres horas llegamos a un pequeño grupo de edificios que se apiñaba alrededor de la primera cancela del templo; uno de ellos era una posada para los peregrinos. Los mozos se llevaron a los caballos para darles agua y forraje, y nosotros nos dispusimos a tomar el almuerzo, unos sencillos platos de verduras que los mismos monjes elaboraban.
—Estoy algo cansada —dijo la señora Maruyama, una vez que terminamos de comer—. Señor Abe, ¿tendríais la bondad de permanecer aquí, con la señora Shirakawa y conmigo, mientras descansamos un rato?
Abe no podía negarse, aunque se notaba que no quería que Shigeru se alejase de su vista. Éste me entregó la caja de madera y me pidió que la llevara a la cima de la colina, aunque también recogí mi bolsa, con los pinceles y la tinta. El joven Tohan vino con nosotros. Llevaba el ceño fruncido, como si desconfiase de la expedición, aunque ésta le habría parecido inofensiva hasta a los más desconfiados. Era impensable que Shigeru pasase cerca de Terayama sin visitar la tumba de su hermano, sobre todo un año después de su muerte y en el Festival de los Muertos. Comenzamos a subir los empinados escalones de piedra, pues el templo estaba construido en la ladera de una montaña, junto a un santuario muy antiguo. Los árboles del recinto sagrado debían de tener cuatro o cinco siglos de antigüedad: sus gigantescos troncos se elevaban hasta el baldaquín, y sus raíces nudosas se aferraban al terreno cubierto de musgo como si fueran espíritus del bosque. En la distancia se oían los cánticos de los monjes, el eco del gong y el tañido de las campanas; pero por debajo de estos sonidos yo podía escuchar las voces del bosque: el gimoteo de los macacos, el murmullo de las cascadas, el viento en los cedros y los trinos de los pájaros. El buen estado de ánimo que la belleza del día me había contagiado dio paso a otro sentimiento sensiblemente más profundo: una sensación de sobrecogimiento y expectación, como si un maravilloso secreto estuviese a punto de desvelarse ante mí.
Finalmente, llegamos a la segunda cancela, que conducía a otro puñado de edificios en los que se alojaban los peregrinos y los visitantes. Allí nos pidieron que esperáramos y nos ofrecieron té. Al poco se acercaron dos sacerdotes: uno de ellos era anciano, de escasa altura y aspecto frágil debido a su edad, pero sus ojos brillaban y su expresión denotaba una gran serenidad; el otro era mucho más joven, de semblante severo y constitución robusta.
—Sois muy bienvenido, señor Otori —dijo el anciano, mientras el rostro del joven Tohan se ensombrecía aún más—. Con inmensa lástima, enterramos al señor Takeshi. Es evidente que habréis venido a visitar su tumba.
—Quédate aquí con Muto Kenji —dijo Shigeru al soldado.
Shigeru y yo seguimos al anciano sacerdote hasta el cementerio, donde las tumbas estaban dispuestas en filas detrás de los árboles gigantescos. Alguien estaba quemando madera, y el humo flotaba suavemente por entre los troncos dando un tinte azulado a los rayos del sol.
Los tres nos arrodillamos en silencio. Tras unos momentos, el sacerdote joven llegó con velas e incienso y se los entregó a Shigeru, quien los colocó delante de la lápida. Una suave fragancia nos envolvía. Las velas ardían de forma constante, ya que no soplaba el viento, pero las llamas apenas podían verse debido al resplandor del sol. Shigeru sacó dos objetos de la manga de su túnica —una piedra negra, como las que podían encontrarse en la costa de Hagi, y un caballo hecho de paja, como los que suelen utilizar los niños en sus juegos— y los colocó sobre la tumba.
Recordé las lágrimas que Shigeru había derramado la primera noche que le conocí. Ante la tumba de su hermano comprendí su dolor, pero ninguno de nosotros lloró.
Pasados unos minutos, el sacerdote se levantó, tocó a Shigeru en el hombro y le seguimos hasta el edificio principal de aquel remoto templo de las montañas. Estaba construido con madera de cedro y de ciprés, y con el paso del tiempo había adquirido una tonalidad gris y plata. No parecía muy grande, pero la nave central, de proporciones perfectas, transmitía una sensación de amplitud y de tranquilidad, y dirigía la vista del visitante hacia el interior, donde la estatua dorada del Iluminado parecía flotar entre las llamas de las velas como si estuviera en el paraíso.
Nos quitamos las sandalias y subimos los escalones que conducían hasta la nave. De nuevo, el sacerdote joven trajo incienso, y lo colocamos a los pies dorados de la estatua. Arrodillado a nuestro lado, el sacerdote empezó a entonar un cántico dedicado a los muertos.
El interior del templo estaba oscuro y las llamas de las velas me deslumbraban. Sin embargo, pude oír distintas respiraciones más allá del altar, y cuando mi vista se adaptó a la oscuridad, vi las siluetas de los monjes que, sentados, meditaban en silencio. Me di cuenta de que la nave era mucho más grande de lo que yo había imaginado al principio, y descubrí que había muchos sacerdotes, posiblemente cientos de ellos.
Aunque me había criado entre los Ocultos, mi madre me había llevado a los templos y santuarios de nuestra comarca, y yo había aprendido algunas cosas sobre las enseñanzas del Iluminado. Entonces pensé, como había hecho muchas veces, que todos mostramos el mismo aspecto al rezar y emitimos los mismos sonidos. La paz de aquel lugar traspasaba mi alma. ¿Qué hacía yo allí, un asesino cuyo corazón estaba doblegado por el ansia de venganza?
Cuando terminó la ceremonia, regresamos junto a Kenji, quien se había enfrascado en una discusión sobre las artes y la religión con el hombre de los Tohan.
—Tenemos un regalo para el señor abad —dijo Shigeru, mientras tomaba en sus manos la caja que yo había dejado al cuidado de Kenji.
Los ojos del sacerdote se iluminaron con un fugaz destello.
—Os llevaré hasta él.
—Los jóvenes desearían poder contemplar las pinturas —añadió Shigeru.
—Makoto se las mostrará. Seguidme, por favor, señor Otori.
El hombre Tohan pareció sorprendido al ver que Shigeru desaparecía tras el altar con el anciano sacerdote e hizo un intento de ir tras ellos, pero Makoto le interrumpió el paso sin necesidad de ponerle la mano encima ni amenazarle.
—¡Por aquí, joven!
Con paso decidido, nos condujo a los tres hasta el exterior del templo y a lo largo de una pasarela que conducía a otra nave más pequeña.
—El gran artista Sesshu vivió en este templo durante 10 años —nos contó—. Él trazó el diseño de los jardines y pintó los paisajes, los animales y los pájaros de los alrededores. Estos biombos de madera son obra suya.
—He aquí un gran artista —dijo Kenji, con su tono de preceptor pedante.
—Sí, maestro —respondí yo.
No tuve que fingir humildad, pues estaba de verdad impresionado por la obra que teníamos ante los ojos. Las grullas blancas y el caballo negro parecían haber sido atrapados y paralizados por la destreza consumada del pintor. Se tenía la sensación de que en cualquier momento el hechizo podía romperse, que el caballo se iba a encabritar y que las grullas, al detectar nuestra presencia, remontarían el vuelo en dirección al cielo. El artista había conseguido lo que todos desearíamos: capturar el tiempo y hacer que permanezca inmóvil.
El biombo que quedaba más cerca de la puerta no mostraba imagen alguna, y lo miré con detenimiento, pensando que tal vez los colores se habían desvaído. Entonces, Makoto dijo:
—Había pájaros pintados en el biombo, pero la leyenda cuenta que parecían tan reales que un día echaron a volar.
—Uno cae en la cuenta de todo lo que le queda por aprender —me dijo Kenji.
A mí me parecía que se estaba excediendo en su papel, pero el hombre Tohan le dirigió una mirada de despreció y, tras echar un rápido vistazo a las pinturas, salió al exterior y se sentó a la sombra de un árbol.
Yo saqué el bloque de tinta, y Makoto me trajo un poco de agua. Preparé la tinta y desplegué un rollo de papel. Quería seguir el rastro de la mano del maestro con la esperanza de que pudiera transferir a mi pincel, a través del abismo de tiempo que nos separaba, todo aquello que él había contemplado.
Fuera, el calor de la tarde aumentaba y el canto de los grillos se tornaba más intenso. Los árboles arrojaban enormes círculos de sombra. Dentro de la nave, el ambiente era más fresco y oscuro, y el tiempo corría más despacio. Yo podía oír la respiración del hombre Tohan, que al rato se quedó dormido.
—El diseño de los jardines es también obra de Sesshu —dijo Makoto. Acto seguido, se sentó junto a Kenji sobre la estera, de espaldas a mí, y ambos contemplaron las rocas y los árboles del exterior.
Desde la distancia llegaba el murmullo de una casca da y yo escuchaba el arrullo de dos palomas. De vez en cuando, Kenji hacía un comentario o una pregunta sobre el jardín, y Makoto le respondía. Poco a poco, su conversación se fue desvaneciendo, hasta que finalmente también se adormecieron. Una vez que me habían dejado tranquilo con el pincel y el rollo de papel frente a aquellas pinturas incomparables, percibí que me asaltaba la misma concentración que había sentido la noche anterior, y sentí que me encontraba en un estado casi de trance. Me entristecía un poco el hecho de que las habilidades de la Tribu se parecieran tanto a las relativas al arte, y me invadió un fuerte deseo de quedarme en ese templo durante 10 años, como el gran Sesshu, y dibujar y pintar todos los días hasta que mis pinturas cobrasen vida y echasen a volar. Hice copias del caballo y de las grullas —que no me satisficieron en absoluto—, y después pinté el pequeño pájaro de mi montaña tal y como lo había visto alzar el vuelo a mi llegada, con un destello blanco en sus alas.
Estaba totalmente absorto en mi trabajo. Desde lejos, llegaba la voz de Shigeru, quien hablaba con un sacerdote anciano. Yo no tenía intención de escuchar, pues suponía que buscaba asesoramiento espiritual sobre un asunto privado, pero las palabras llegaron a mis oídos contra mi voluntad, y lentamente me di cuenta de que su conversación trataba sobre algo muy diferente: nuevos impuestos abusivos, restricciones en cuanto a la libertad, el deseo de Iida de destruir los templos, varios millares de monjes en monasterios remotos entrenados como guerreros y con el deseo de expulsar a los Tohan y devolver las tierras a los Otori.
Sonreí con tristeza. Mi concepto de templo como un lugar de paz, un santuario contra la guerra, había cambiado de repente. Los sacerdotes y los monjes eran tan beligerantes como nosotros y guardaban en su interior las mismas ansias de venganza.
Hice otra copia del caballo, que me gustó más que la anterior, pues había captado en parte su indomable poder. Notaba que el espíritu de Sesshu me había alcanzado a través del tiempo y tal vez me había recordado que, cuando las ilusiones quedan destrozadas ante la realidad, el talento da rienda suelta a su libertad.
Entonces escuché otro sonido distante que aceleró los latidos de mi corazón: la voz de Kaede. Las mujeres ascendían, junto a Abe, los escalones que conducían hasta la segunda cancela.
Llamé a Kenji en voz baja:
—Se acercan los demás.
Makoto se puso en pie con rapidez y se alejó en silencio. Unos momentos más tarde, el sacerdote anciano y Shigeru entraron en la nave, donde yo daba los últimos toques a la copia del caballo.
—¡Ah! Sesshu te ha hablado —exclamó el anciano, sonriendo.
Entregué el dibujo a Shigeru. Éste estaba sentado, mirándolo, cuando las damas y Abe llegaron a nuestro lado. El hombre Tohan se despertó y fingió que no se había dormido. La conversación giró en torno a las pinturas y los jardines, pero la señora Maruyama seguía prestando especial atención a Abe. Le pedía su opinión y le halagaba, hasta que incluso él llegó a interesarse por la charla.
Kaede observó el boceto del pájaro.
—¿Puedo quedármelo? —preguntó.
—Si te agrada, señora Shirakawa —respondí—. Me temo que no es muy bueno.
—Sí, me gusta mucho —dijo ella, en voz baja—. Me hace pensar en la libertad.
La tinta se había secado con rapidez a causa del calor. Enrollé el papel y se lo entregué a Kaede. Al hacerlo, mis dedos chocaron con los suyos por primera vez. Ninguno de nosotros volvió a hablar. El calor parecía más intenso y los grillos más insistentes. Me invadió la fatiga. Me sentía mareado por la falta de sueño y la emoción, y mis dedos habían perdido su firmeza y temblaban mientras yo recogía el material de dibujo.
—Demos un paseo por el jardín —dijo el señor Shigeru, antes de conducir a las damas hacia el exterior. Yo noté que el sacerdote me miraba.
—Vuelve a nosotros —dijo— cuando todo haya terminado. Siempre habrá un sitio para Tien este templo.
Pensé en los tiempos de confusión, en los cambios que el lugar sagrado había presenciado y en las batallas que se habían librado en sus alrededores. El templo transmitía una profunda tranquilidad: los árboles habían permanecido inalterados durante siglos, el Iluminado se sentaba entre las velas con su serena sonrisa… y, sin embargo, incluso en este apacible lugar se hacían planes para la guerra. No podría retirarme para pintar y diseñar jardines hasta que Iida estuviese muerto.
—¿Terminará alguna vez? —repliqué.
—Todo lo que tiene principio tiene final —sentenció el sacerdote.
Me incliné delante de él hasta tocar el suelo, y el anciano juntó las palmas de las manos y me bendijo.
Makoto me acompañó hasta el jardín. Me miraba con curiosidad.
—¿Cuánto puedes oír? —se atrevió finalmente a preguntarme.
Yo miré a mi alrededor. Los hombres Tohan estaban con Shigeru en lo alto de la escalinata.
—¿Puedes oír tú lo que están diciendo? —pregunté.
Makoto calculó el espacio que nos separaba de ellos.
—Sólo si gritan.
—Yo oigo cada palabra que pronuncian. Puedo oír las conversaciones en la casa de comidas de más abajo y puedo decirte cuántas personas están reunidas allí.
Caí en la cuenta de que debía de ser una multitud.
Makoto empezó a reírse, con una mezcla de asombro y admiración.
—¿Como si fueras un perro?
—Sí, como un perro —respondí.
—Debes de ser muy útil a tus señores.
Sus palabras se quedaron grabadas en mi mente. Era útil a mis señores: al señor Shigeru, a Kenji, a la Tribu. Había nacido con oscuras aptitudes que no había deseado y, sin embargo, no podía evitar perfeccionarlas y ponerlas a prueba sin cesar. Ellas me habían traído a la situación en la que me encontraba, y si no las hubiera tenido ya habría muerto. Mis habilidades extraordinarias me sumergían cada día más en ese mundo de mentiras, de secretos y venganza. Me pregunté si Makoto entendería mis pensamientos y deseé poder compartirlos con él. Noté que instintivamente el monje me agradaba, más que eso, me otorgaba confianza. Pero las sombras se estaban alargando. La hora del Gallo estaba cerca y teníamos que regresar a Yamagata antes del anochecer. No había tiempo para hablar.
Cuando bajamos los escalones había, efectivamente, una multitud congregada en los alrededores de la posada.
—¿Han venido por el festival? —pregunté a Makoto.
—En parte sí —dijo él. A continuación, continuó hablando en voz baja, de manera que nadie más pudiera oírle—, pero el motivo principal es la presencia del señor Otori en el templo. No han olvidado cómo eran las cosas en Yamagata en el pasado. Nosotros tampoco. ¡Hasta la vista! —me dijo, mientras subía a lomos de Raku—. Nos volveremos a encontrar.
Tanto en el sendero de la montaña como en el camino que conducía a la ciudad, nos encontrábamos siempre con la misma escena: las gentes salían a nuestro encuentro y todos querían ver a Shigeru con sus propios ojos. Había algo inquietante en la situación, pues la gente, en silencio, caía de rodillas al suelo a nuestro paso, y después se levantaba y se nos quedaba mirando fijamente a nuestras espaldas, con semblante sombrío y ojos ardientes.
Los hombres Tohan estaban furiosos, pero nada podían hacer. Cabalgaban a bastante distancia por delante de mí, aunque yo escuchaba sus conversaciones con tanta claridad como si me escanciaran sus palabras en los oídos.
—¿Qué hizo Shigeru en el templo? —preguntó Abe.
—Rezó y habló con el sacerdote. Nos enseñaron las pinturas de Sesshu y el muchacho estuvo pintando.
—¡Qué me importa lo que hiciera el muchacho! ¿Se quedó Shigeru a solas con el sacerdote?
—Sólo unos minutos —mintió el hombre más joven.
El caballo de Abe dio un respingo hacia delante; lo más probable es que el jinete hubiera tirado de las riendas con cólera.
—No está tramando nada —dijo el joven, dándose aires—. No ocurre nada extraño. Viaja para casarse. No sé por qué te preocupas tanto. Los tres son inofensivos; estúpidos, incluso cobardes, pero inofensivos.
—El estúpido eres tú por creer eso —gruñó Abe—. Shigeru es mucho más peligroso de lo que aparenta. Para empezar, no es cobarde: tiene paciencia. Y nadie más en los Tres Países es capaz de producir este efecto en las gentes.
Cabalgaron en silencio durante un rato, y después Abe murmuró:
—Una sola muestra de traición, y ya es nuestro.
Las palabras llegaron flotando hasta mí a través del apacible atardecer de verano. Llegamos al río a la caída de la tarde y, entre los juncos, las luciérnagas iluminaban el crepúsculo azul; en las orillas ya resplandecían las hogueras para la segunda noche del festival. La noche anterior había estado marcada por la tristeza y la calma, pero en ésta el ambiente era más descontrolado, y propiciaba la agitación y la violencia. Las calles estaban atestadas y un inmenso gentío bordeaba la orilla del foso. La gente permanecía en pie, mirando fijamente el primer portón del castillo.
Mientras pasamos cabalgando, vimos cuatro cabezas expuestas por encima del portón; las cestas ya habían sido retiradas de la muralla.
—Murieron con rapidez —me dijo Shigeru—. Tuvieron suerte.
Yo no respondí. Observé a la señora Maruyama, que miró de reojo las cabezas degolladas y después apartó la vista. Su rostro se mostraba pálido aunque sereno. Me pregunté qué estaría pensando e imaginé que tal vez rezaba.
La muchedumbre se desplazaba en tropel y rugía con la intensidad de una bestia en el matadero, horrorizada ante el hedor de sangre y muerte.
—No te retrases —me dijo Kenji—. Voy a dar una vuelta para enterarme de lo que cuenta la gente. Te veré en la posada a mi regreso. No te muevas de allí.
Kenji llamó a uno de los mozos, se bajó del caballo, le entregó las riendas al chico y se perdió entre la multitud.
Cuando giramos para tomar el camino que conducía al castillo, el mismo que yo había recorrido la noche anterior, un contingente de hombres Tohan cabalgó hasta nosotros blandiendo las espadas.
—¡Señor Abe! —gritó uno de ellos—. Tenemos que despejar las calles porque se están produciendo disturbios en el pueblo. Llevad a vuestros invitados a la posada y apostad guardias en las puertas.
—¿Qué ha provocado la revuelta? —preguntó Abe.
—Todos los criminales murieron anoche. Un hombre asegura que un ángel vino a darles muerte.
—La presencia del señor Otori empeora la situación —dijo Abe con amargura, al tiempo que nos metía prisa para llegar a la posada—. Mañana seguiremos el viaje.
—El festival no ha terminado —señaló Shigeru—. El viaje en el tercer día nos traerá mala suerte.
—¡Qué le vamos a hacer! La alternativa podría ser peor. —Abe había desenvainado su espada y la blandía en el aire mientras amenazaba al gentío—: ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! —gritaba.
Asustado por el alboroto, Raku corrió hacia delante, y me encontré cabalgando junto a Kaede. Nuestros caballos movían las cabezas y se miraban entre sí, como encontrando valor con la presencia del otro. Después, trotaron al unísono hasta el final de la calle.
Con la vista hacia delante y con una voz tan baja que entre el griterío sólo yo podía oír, Kaede dijo:
—¡Ojalá pudiéramos estar a solas! Hay muchas cosas que me gustaría saber sobre Ti; ni siquiera sé quién eres en realidad. ¿Por qué finges ser menos de lo que eres? ¿Por qué ocultas tu destreza?
Si por mí hubiera sido, habría pasado el resto de mi vida cabalgando junto a ella, pero el camino era demasiado corto y yo no me atrevía a responder a sus preguntas. Tiré de las riendas y me adelanté, como si no quisiera prestarle atención; pero sus palabras habían provocado que el corazón me latiera con más fuerza. Eso era lo que yo más deseaba: estar a solas con Kaede, revelar mi oculta personalidad, contarle todos mis secretos y mentiras…, y yacer con ella, con su piel junto a mi piel. ¿Sería eso posible alguna vez? Sólo si Iida moría.
Cuando llegamos a la posada, fui a inspeccionar el cuidado de los caballos. Los hombres Otori, que habían permanecido allí durante nuestra expedición al templo, me saludaron con alivio, pues habían estado preocupados por nuestra seguridad.
—El pueblo está iniciando una rebelión —dijo uno de ellos—. Un falso movimiento, y estallará la lucha en las calles.
—¿Qué habéis oído? —les pregunté.
—Rumores sobre esos Ocultos que los bastardos estaban torturando. Dicen que alguien llegó hasta ellos y los mató. ¡Increíble! Y, por lo visto, un hombre anda contando que vio a un ángel.
—Saben que el señor Otori está aquí —añadió otro de los hombres—, y los aldeanos se siguen considerando Otori. Supongo que están hartos de los Tohan.
—Podríamos conquistar este pueblo si tuviéramos cien hombres —masculló el primero.
—No digáis eso ni siquiera entre vosotros ni ante mí —les advertí—. No contamos con cien hombres. Estamos a merced de los Tohan. Se supone que vamos a sellar una alianza, y ésa es la imagen que debemos dar. La vida del señor Shigeru depende de ello.
Siguieron refunfuñando mientras quitaban las sillas de montar a los caballos y los daban de comer. Yo notaba el fuego que empezaba a consumirlos, el deseo de borrar antiguas afrentas y ajustar viejas cuentas.
—Si alguno de vosotros blande la espada contra un Tohan, ¡le mataré!
No se quedaron muy impresionados. Sabían más de mí que Abe y sus hombres, pero para ellos yo seguía siendo el joven Takeo algo estudioso, aficionado a la pintura, al que no se le daba mal el manejo de la espada y del palo, pero que era demasiado amable, demasiado blando. La idea de que yo pudiera matarlos los hacía sonreír.
Me asustaba su desasosiego. Si estallaba la lucha, los Tohan acusarían al señor Shigeru de traición, y era vital que no sucediera nada que nos impidiera llegar a Inuyama.
Cuando salí de los establos, la cabeza me estallaba de dolor. Tenía la sensación de no haber dormido durante semanas. Me dirigí al pabellón de los baños. Allí estaba la chica que me había traído té por la mañana y que había dicho que me secaría la ropa. Ella me frotó la espalda y me dio un masaje en las sienes, y sin duda habría seguido si yo no hubiera estado tan cansado y mis pensamientos no hubieran estado dedicados a Kaede. La chica me dejó en remojo en el agua caliente y, a la vez que se iba, me susurró:
—Hiciste un buen trabajo.
Yo estaba adormilado, pero sus palabras me hicieron dar un respingo.
—¿Qué trabajo? —pregunté.
Pero la muchacha ya se había marchado. Inquieto, salí de la bañera y regresé a la habitación; el dolor de cabeza todavía atenazaba mi frente.
Kenji había vuelto, y oí cómo Shigeru y él hablaban en voz baja. Cuando entré, interrumpieron la conversación y se quedaron mirándome fijamente.
Kenji dijo:
—¿Cómo?
Yo agucé el oído. La posada estaba en silencio y los Tohan seguían en las calles. Susurré:
—Dos con veneno, uno con el garrote, otro con mis manos.
Él negó con la cabeza.
—Es difícil de creer. ¿Dentro del recinto del castillo? ¿Sin ninguna ayuda?
—No lo recuerdo bien —dije yo—. Pensé que os enfadaríais conmigo.
—Y estoy enfadado… —replicó—. Más que enfadado, furioso. Ha sido lo más estúpido que podías haber hecho. Lo normal habría sido que tuviéramos que enterrarte esta noche.
Me preparé para recibir uno de sus golpes; sin embargo, me dio un abrazo.
—Te debo de estar tomando cariño —dijo Kenji—. No quiero perderte.
—Nunca habría imaginado que fuera posible —dijo Shigeru, que no podía parar de sonreír—. A fin de cuentas, ¡puede que nuestro plan salga bien!
—En las calles la gente dice que ha debido de ser obra de Shintaro —terció Kenji—, aunque nadie sabe quién le pagó o por qué.
—Shintaro está muerto —dije yo.
—Sí, pero hay muchos que no lo saben. En todo caso, la opinión generalizada es que este asesino es una especie de espíritu celestial.
—Un hombre me vio, el hermano de uno de los muertos. Vio mi segundo cuerpo y, cuando éste se desvaneció, creyó que era un ángel.
—Por lo que he podido averiguar, ese hombre no tiene ni idea de quién eres. Estaba oscuro y no te pudo ver bien. Realmente creyó que eras un ángel.
—Pero ¿por qué lo hiciste, Takeo? —preguntó Shigeru—. ¿Por qué correr ese riesgo en este preciso momento?
De nuevo, apenas podía recordar.
—No lo sé, no podía dormir…
—Es esa blandura que tiene —dijo Kenji—. Le empuja a actuar por compasión incluso cuando mata.
—En la posada hay una chica… —dije yo—, y sabe algo. Recogió mis ropas mojadas esta mañana y hace un rato me ha dicho…
—Es de los nuestros —me interrumpió Kenji. Y tan pronto como lo dijo, yo me di cuenta de que había notado algo en ella que me recordaba a la Tribu—. Como es lógico, la Tribu lo sospechó enseguida. Saben que Shintaro ha muerto y que tú estás aquí con el señor Shigeru. Ninguno de ellos cree que pudieras hacerlo sin que nadie se diese cuenta, pero también son conscientes de que nadie más que tú podría haberlo llevado a cabo.
—¿Será posible mantener el secreto? —preguntó entonces Shigeru.
—Nadie va a delatar a Takeo ante los Tohan, si es a eso a lo que te refieres. Además, creo que ellos no sospechan nada. Tus dotes de interpretación están mejorando —me dijo—, e incluso yo me creí hoy que sólo eras un petimetre inofensivo.
Shigeru sonrió otra vez. Kenji continuó, y su voz denotaba una fingida ligereza:
—Lo más importante, Shigeru, es que conozco tus planes. Sé que Takeo ha accedido a llevarlos a cabo; pero, después de este episodio, no creo que la Tribu le permita seguir contigo por mucho más tiempo. Estoy seguro de que ahora le reclamarán.
—Sólo necesitamos una semana más —murmuró Shigeru.
Yo sentí cómo la oscuridad subía como tinta por mis venas. Levanté los ojos y miré a Shigeru a la cara —algo a lo que por entonces no solía atreverme—, y nos sonreímos, tan unidos el uno al otro como cuando acordamos llevar a cabo el asesinato.
Desde las calles llegaron gritos esporádicos, seguidos por el sonido apagado de hombres corriendo, el martilleo de cascos de caballos y el crepitar de las antorchas. Los alaridos fueron subiendo de tono hasta convertirse en sollozos y chillidos. Los Tohan estaban despejando las calles e imponiendo el toque de queda. Un rato después, los ruidos desaparecieron y regresó la tranquilidad a la cálida noche de verano. La Luna había salido y bañaba el pueblo con su luz. Oí que llegaban caballos al patio de la posada y la voz de Abe. Instantes después, llamaron suavemente a la puerta de nuestra habitación y las criadas entraron con bandejas de comida. Una de ellas era la chica con la que yo había hablado con anterioridad. Ésta se quedó para servirnos después de que las otras criadas se hubieran retirado, y le dijo a Kenji en voz baja:
—El señor Abe ha regresado, señor. Esta noche habrá más guardias de lo normal a la puerta de las habitaciones. Los hombres del señor Otori van a ser reemplazados por hombres Tohan.
—No les va a gustar —dije yo, recordando la inquietud que habían mostrado.
—Todo parece una provocación —murmuró Shigeru—. ¿Sospechan de nosotros?
—El señor Abe está enfadado y alarmado por el grado de violencia de la gente del pueblo —respondió la chica—. Dice que es para protegeros.
—Por favor, pide al señor Abe que tenga la bondad de venir a verme.
La muchacha hizo una reverencia y se marchó. Comimos, la mayor parte del tiempo en silencio, y hacia el final de la cena Shigeru empezó a hablar de Sesshu y sus pinturas. Tomó el pergamino en el que estaba dibujado el caballo y lo desenrolló.
—Es muy bonito —dijo—. Es una copia fiel, aunque has puesto algo de tí mismo. Podrías llegar a ser un buen artista…
Shigeru no continuó, pero yo estaba pensando lo mismo: «…en un mundo diferente, en una vida diferente, en un país que no estuviera gobernado por la guerra».
—El jardín es precioso —comentó Kenji—. Aunque es pequeño, me parece incluso más exquisito que otros jardines diseñados por Sesshu.
—Estoy de acuerdo —dijo Shigeru—. También hay que tener en cuenta que el paisaje de Terayama es verdaderamente incomparable.
Yo oía que los pesados pasos de Abe se aproximaban, y en el momento en que la puerta corredera se abrió, yo estaba diciendo con voz humilde:
—¿Podéis explicarme la disposición de las piedras, señor?
—Señor Abe —dijo Shigeru—. Pasa, por favor. —Shigeru llamó a la muchacha—: Trae té recién hecho, y vino.
Abe hizo una reverencia con cierta desgana y se acomodó en los cojines.
—No me quedaré mucho tiempo, pues no he cenado todavía y tenemos que estar en camino al amanecer.
—Estábamos hablando de Sesshu —dijo Shigeru.
Trajeron el vino y Shigeru le sirvió un cuenco a Abe.
—Un gran artista —corroboró Abe, bebiendo con ansia—. Es una pena que en estos tiempos turbulentos los artistas sean menos importantes que los guerreros —me miró entonces con tal desprecio que yo me di cuenta de que mi disfraz no había sido descubierto—. El pueblo está tranquilo ahora, pero la situación sigue siendo preocupante. Creo que mis hombres te ofrecerán mayor protección.
—Soy un guerrero —dijo Shigeru—, y por eso prefiero tener a mis propios hombres a mi alrededor.
Durante el silencio que vino a continuación, aprecié claramente la diferencia entre ellos. Abe era tan sólo un noble advenedizo; Shigeru era el heredero de un antiguo clan. A pesar de su desagrado, Abe tenía que obedecerle, y empujó el labio inferior ligeramente hacia fuera.
—Si ése es el deseo del señor Otori… —concedió, finalmente.
—Lo es. —Shigeru mostró una leve sonrisa y se sirvió más vino.
Cuando Abe se había marchado, el señor dijo:
—Takeo, vigila a los guardias esta noche. Procura que les quede claro que si provocan algún disturbio, no dudaré en entregarlos a Abe para que sean castigados. Temo que haya una revuelta prematura ahora que nuestro objetivo está tan cerca.
Aquél era un objetivo al que yo me aferraba con resolución. No volví a pensar en el comentario de Kenji —que la Tribu me iba a reclamar—, y me concentré únicamente en Iida Sadamu, en su residencia de Inuyama. Llegaría hasta él a través del suelo de ruiseñor y le mataría. Incluso el recuerdo de Kaede servía para intensificar mi determinación. No hacía falta ser Ichiro para darse cuenta de que si Iida moría antes de la boda de Kaede, ella quedaría libre para casarse conmigo.