Una vez que el clan me había adoptado legalmente, empecé a relacionarme con jóvenes de mi edad que pertenecían a familias de guerreros. Ichiro estaba muy solicitado como preceptor, y dado que me instruía en historia, religión y en los clásicos, aceptó admitir también a otros alumnos en nuestras clases. Entre éstos se encontraba Miyoshi Gemba quien, junto a su hermano mayor, Kahei, iba a convertirse en uno de mis mejores amigos y aliados. Gemba era un año mayor que yo; Kahei pasaba de los 20 y era demasiado mayor para que Ichiro le aleccionase, pero ayudaba a éste a introducir a los más jóvenes en las artes de la guerra.
Por este motivo me reunía yo con los hombres del clan en el enorme pabellón situado frente al castillo, donde luchábamos con los palos y estudiábamos otras artes marciales. Al abrigo del extremo derecho del pabellón había un campo muy extenso donde practicábamos el tiro con arco y la equitación. Mi destreza con el arco seguía siendo deficiente, pero quedaba compensada por el buen manejo que hacía del palo y la espada. Cada mañana, tras dos horas de práctica de caligrafía con Ichiro, cabalgaba con uno o dos hombres a través de las tortuosas calles de la ciudad, y dedicaba cuatro o cinco horas seguidas al entrenamiento.
A la caída de la tarde volvía a recibir las clases de Ichiro, junto a los demás alumnos, y todos nosotros nos esforzábamos por mantener los ojos abiertos mientras el maestro intentaba enseñarnos los principios del Kung Tzu y la historia de las Ocho Islas. Rasó el solsticio de verano, así como el Festival de la Estrella Tejedora, y comenzaron los días de intenso calor. La época de lluvias había terminado, pero el aire seguía siendo húmedo y amenazaban fuertes tormentas. Los campesinos, pesimistas, predecían una estación de tifones peor de lo habitual.
Mis lecciones con Kenji también continuaron, aunque al anochecer. Él nunca se acercaba al pabellón de entrenamiento del clan, y continuamente me advertía que no podía dejar al descubierto mis habilidades heredadas de la Tribu.
—Los guerreros consideran que esos poderes son producto de la brujería —solía decir— y te despreciarían por ello.
Salíamos muchas noches y yo aprendía a moverme de manera invisible por la ciudad dormida. Kenji y yo manteníamos una relación algo paradójica. Durante el día, yo no confiaba en él en absoluto, pues los Otori me habían adoptado y yo les había entregado mi corazón, y no deseaba que Kenji me recordase que era un forastero, incluso un fenómeno extraño. Pero todo cambiaba por la noche: las habilidades de Kenji no tenían parangón. Él quería compartirlas conmigo y yo ansiaba aprenderlas, en parte porque saciaban la oscura necesidad que había nacido en mí, y también porque yo era consciente de lo mucho que me quedaba por aprender para alcanzar el objetivo que el señor Shigeru me había marcado. Aunque todavía no me había hablado de su plan, no se me ocurría otra razón por la que me hubiera rescatado en Mino. Yo era el hijo de un asesino, un miembro de la Tribu que se había convertido en su hijo adoptivo. Me iba a llevar a Inuyama con él. ¿Qué otro propósito podría haber, salvo el de que yo matase a Iida?
La mayor parte de los chicos me aceptaban por ser el hijo del señor Shigeru, lo que me hacía caer en la cuenta de lo mucho que ellos y sus padres le estimaban. Sin embargo, los hijos de Masahiro y Shoichi me hacían la vida imposible, sobre todo el hijo mayor de Masahiro/ Yoshitomi. Llegué a odiarlos con tanta intensidad como odiaba a sus padres, y también los despreciaba por su arrogancia y su terquedad. A menudo luchábamos con los palos. Yo sabía que los dos guardaban intenciones asesinas contra mí, y una vez Yoshitomi habría llegado a matarme si yo no me hubiese desdoblado para distraerle. Nunca me lo perdonó, y a menudo me insultaba sin que nadie más le oyera: «Hechicero. Tramposo». Lo cierto era que yo no temía tanto que él pudiera matarme como que yo le matara en defensa propia o por accidente. Cierto es que esta situación mejoró en gran medida mi habilidad con la espada, pero cuando llegó el momento de nuestra partida sentí un gran alivio, porque la sangre no había llegado a derramarse.
Corrían los días más calurosos del verano y no era un buen momento para viajar, pero teníamos que llegar a Inuyama antes de que comenzara el Festival de los Muertos. No tomamos el camino directo que atravesaba Yamagata, sino que nos dirigimos hacia el sur, hasta el pueblo de Tsuwano. Era el puesto de avanzada del feudo Otori y estaba situado en la carretera que conducía al oeste. Allí nos encontraríamos con la comitiva nupcial y se celebraría la ceremonia de compromiso. Desde Tsuwano cruzaríamos el territorio Tohan, para tomar a continuación el camino de postas en Yamagata.
En nuestro viaje hasta Tsuwano no tuvimos ningún contratiempo y, a pesar del intenso calor, lo pasamos bien. Yo me había liberado de las clases de Ichiro y de las presiones del entrenamiento. Tenía la sensación de estar de vacaciones mientras cabalgaba junto al señor Shigeru y Kenji, y por unos días los tres logramos dejar a un lado nuestros recelos sobre lo que nos aguardaba. La lluvia se resistía a caer, aunque los relámpagos iluminaban las cordilleras durante toda la noche. Las nubes adquirían entonces un tinte azulado y el follaje de los bosques, con la densidad propia del verano, nos rodeaba como si fuera un inmenso océano de color verde.
Llegamos a Tsuwano al mediodía, tras habernos levantado al amanecer para acometer el último trecho del viaje. Yo lamentaba que éste hubiera terminado, pues había llegado el final de la inocente diversión que el trayecto nos había deparado. Jamás hubiera imaginado los acontecimientos que allí iban a tener lugar. En Tsuwano se escuchaba la sinfonía del agua, pues las calles estaban bordeadas de canales en los que se agolpaban orondas carpas de tonos rojo y oro. Estábamos ya cerca de la posada cuando, de repente, por encima de los sonidos del agua y del bullicioso pueblo, oí claramente que una mujer pronunciaba mi nombre. La voz procedía de un edificio alargado de una sola planta, con muros blancos y celosías en las ventanas. Parecía un pabellón de lucha. Yo sabía que en su interior había dos mujeres, aunque no podía verlas, y por un instante me pregunté por qué estaban allí y por qué una de ellas había dicho mi nombre.
Cuando llegamos a la posada escuché a la misma mujer hablar en el patio. Me di cuenta de que era la doncella de la señora Shirakawa, y entonces nos enteramos de que la dama no se encontraba bien. Kenji acudió a verla y regresó con la intención de describirnos con detalle la belleza de la joven, pero la tormenta comenzó y yo temí que los truenos asustaran a los caballos, por lo que corrí hacia los establos sin prestarle más atención. No quería enterarme de la belleza de la señora Shirakawa. Si alguna vez pensaba en ella, era con disgusto, pues sabía el papel que iba a jugar en la trampa tendida al señor Shigeru.
Pasó un rato y Kenji vino a reunirse conmigo en los establos, acompañado por la doncella. Parecía ésta una chica atractiva, campechana y algo alocada; pero antes de que tuviera tiempo de sonreírme —de manera poco respetuosa— y me saludara con un: «¡Primo!», yo me había dado cuenta de que era miembro de la Tribu.
La muchacha tomó mis manos entre las suyas.
—Soy también Kikuta por parte de mi madre, pero soy Muto por parte paterna. Kenji es mi tío.
Nuestras manos tenían la misma forma, los mismos dedos alargados y la misma línea que cruzaba la palma.
—Éste es el único rasgo que he heredado —dijo ella con tristeza—. Todo lo demás corresponde a los Muto.
Al igual que Kenji, ella tenía la facultad de cambiar de apariencia, de forma que uno nunca estaba seguro de reconocerla. Al principio pensé que era muy joven; pero lo cierto era que rondaba los 30 años y tenía dos hijos.
—La señora Kaede se encuentra mejor —le dijo a Kenji—. Tu infusión la hizo dormir y ahora insiste en levantarse.
—Hiciste que trabajara demasiado —dijo Kenji, con una sonrisa—. ¿No te diste cuenta de que hace demasiado calor? —Kenji se volvió hacia mí, y añadió—: Shizuka está enseñando a la señora Shirakawa el manejo de la espada. También puede entrenarte a ti. Tendremos que pasar varios días en este pueblo a causa de la lluvia.
—Tal vez puedas enseñarle un poco de fiereza —le dijo Kenji—: es lo único que le falta.
—Eso es algo difícil de enseñar —respondió Shizuka—. Se tiene o no se tiene.
—Shizuka la tiene —dijo Kenji, mirándome—. ¡Te conviene no apartarte de su lado!
Yo no respondí. Estaba irritado porque Kenji hubiera hablado a Shizuka de mi debilidad tan pronto como ésta me conoció. Seguimos de pie bajo el alero de los establos. La lluvia repiqueteaba sobre los adoquines que teníamos ante nuestros pies y los caballos se mostraban inquietos a nuestras espaldas.
—¿Suele padecer estas fiebres la señora Shirakawa? —preguntó Kenji.
—La verdad es que no. Ésta es la primera vez que lo veo. Pero no es una mujer fuerte; apenas come y duerme mal. Está preocupada por su matrimonio y por su familia. Su madre se está muriendo, y ella no la ha visto desde que tenía siete años.
—Le has tomado cariño —dijo Kenji, con una sonrisa.
—Sí, la verdad, aunque llegué a su lado sólo porque Arai me lo pidió.
—Nunca he visto una muchacha más hermosa —admitió Kenji.
—¡Tío Kenji! ¡Te ha dejado fascinado!
—Debo de estar volviéndome viejo —dijo él—. Me doy cuenta de que su angustia me conmueve. Sea cual fuere el final de la historia, ella siempre llevará las de perder.
Un descomunal trueno retumbó sobre nuestras cabezas. Los caballos se encabritaron violentamente. Y corría apaciguarlos. Shizuka regresó a la posada y Kenji fue en busca de la casa de baños. No volví a verlos hasta el atardecer.
Más tarde, bañado y vestido con ropa formal, ayudé a preparar el primer encuentro del señor Shigeru con su futura esposa. Habíamos traído regalos, y los desembalé. También saqué de las cajas la bandeja lacada que transportábamos con nosotros. Una ceremonia de compromiso debía ser ocasión de felicidad, aunque yo nunca había asistido a ninguna y puede que para la novia fuera un momento de desasosiego. Pero este compromiso matrimonial parecía estar rodeado por fuertes tensiones y malos augurios.
La señora Maruyama nos saludó como si casi no nos conociera, pero sus ojos apenas se apartaban del rostro del señor Shigeru. Me pareció apreciar que había envejecido desde nuestro encuentro en Chigawa. No es que estuviera menos hermosa, sino que el sufrimiento había marcado su semblante con las finas líneas que lo caracterizan. Tanto ella como el señor Shigeru se mostraron distantes, entre ellos y para con todos los demás, en especial con respecto a la señora Shirakawa.
La belleza de la joven nos dejó sin palabras. A pesar del entusiasmo que Kenji había demostrado con anterioridad, a mí me pilló desprevenido. Entonces fue cuando comprendí el sufrimiento de la señora Maruyama. Los celos eran, al menos en parte, la razón de su pesar. ¿Cómo podría hombre alguno rechazar tal belleza? Si Shigeru la aceptaba, nadie podría recriminárselo, pues cumplía su deber para con sus tíos y las demandas de la alianza. Pero el matrimonio despojaría a la señora Maruyama no sólo del hombre que había amado durante años, sino también de su mejor aliado.
Las corrientes ocultas de la sala me hacían sentirme incómodo e incompetente. Yo notaba el dolor que la frialdad de la señora Maruyama causaba a Kaede; veía cómo sus mejillas se sonrojaban y cómo el rubor la hacía aún más hermosa. También oía los latidos de su corazón y su respiración rápida. Ella no nos miraba, sino que mantenía los ojos fijos en el suelo. «¡Qué joven es!», pensé. «¡Y qué asustada está!». Entonces, Kaede levantó los ojos y me miró durante un instante. Me invadió la sensación de encontrarme frente a una persona que se está ahogando en un río: si alargaba el brazo, podía salvarla.
—El asunto es, Shigeru, que tienes que elegir entre la mujer más poderosa y la mujer más bella de los Tres Países —dijo Kenji más tarde, mientras charlábamos tras haber compartido varias garrafas de vino. Ya que la lluvia nos iba a retener en Tsuwano durante varios días, no debíamos acosarnos temprano para levantarnos al amanecer—. Yo tenía que haber nacido señor.
—Ya tienes esposa, aunque nunca estás con ella —replicó Shigeru.
—Mi mujer es buena cocinera, pero tiene una lengua afilada. Es gorda y, además, odia viajar —gruñó Kenji.
Yo permanecí callado, pero me reía por dentro al recordar cómo Kenji se beneficiaba de la ausencia de su esposa en el barrio de las licencias.
Kenji siguió bromeando con el propósito oculto —según me parecía— de hacer hablar a Shigeru, pero el señor le respondía siempre en la misma línea, como si realmente estuviera celebrando su compromiso. Aturdido por el efecto del vino, me fui quedando dormido con el sonido de la lluvia, que caía con fuerza sobre el tejado y bajaba en cascadas por los canalones, inundando a continuación los patios adoquinados. Los canales fluían torrencialmente, a punto de rebosar, y en la distancia podía oír cómo el murmullo del río se transformaba en un rugido según caía por la ladera de la montaña.
Me desperté en mitad de la noche y al instante reparé en que el señor Shigeru no estaba en la alcoba. Agucé el oído y escuché su voz, que hablaba a la señora Maruyama en un tono tan bajo que nadie más que yo podía oír. Un año antes les había escuchado hablar de la misma forma, en la alcoba de otra posada. Por una parte, me sentía consternado por el riesgo que estaban corriendo, pero asombrado, por otra, de la fuerza del amor que ambos avivaban con estos encuentros infrecuentes.
Entonces, pensé: «No se casará con Shirakawa Kaede», pero no acertaba a resolver si este descubrimiento me alegraba o me atemorizaba.
El desasosiego me invadía y permanecí despierto hasta el alba. Era un amanecer húmedo y gris que no daba señal alguna de un cambio en el tiempo. Antes de lo habitual, un tifón había recorrido el oeste del país, dejando a su paso aguaceros, inundaciones, puentes destrozados y caminos intransitables. La humedad lo envolvía todo y el olor a moho flotaba en el aire. A dos de los caballos se les habían inflamado los corvejones y uno de los mozos había recibido una coz en el pecho. Ordené que aplicaran cataplasmas a los caballos y que un boticario atendiese al muchacho. Cuando, ya tarde, estaba desayunando, Kenji vino a recordarme que tenía que entrenar con la espada. No me apetecía en absoluto.
—¿Qué otra cosa piensas hacer en todo el día? —me recriminó—. ¿Estar apoltronado y tomar cuencos de té? Shizuka puede enseñarte muchas cosas. Ya que tenemos que seguir aquí, más vale que aprovechemos el tiempo.
Así que, obedientemente, terminé de comer y seguía mi preceptor bajo la incesante lluvia, hasta el pabellón de lucha. Desde la calle se escuchaban los golpes de los palos al chocar. Dentro del recinto, dos hombres estaban en pleno combate. Tras unos instantes, reparé en que uno de ellos no era un chico, sino que se trataba de Shizuka. Ella tenía más destreza que su contrincante, pero éste, más alto y con más determinación, estaba realizando un ataque bastante bueno.
Al percatarse de nuestra presencia, Shizuka se puso en guardia sin la mínima dificultad. Entonces, su oponente se retiró la careta y yo caí en la cuenta de que era Kaede.
—¡Vaya! —dijo ésta con enfado, al tiempo que se secaba la cara con la manga de su sayo—. Me he distraído con su llegada.
—No debes dejarte distraer por nada, mi señora —dijo Shizuka—. Ésa es tu mayor debilidad: la falta de concentración. No existe nada a tu alrededor, salvo tú misma, tu enemigo y las espadas. —Shizuka se giró para saludarnos—: ¡Buenos días, tío Kenji! ¡Buenos días, primo Takeo!
Devolvimos el saludo e hicimos una reverencia más respetuosa a Kaede. Siguió un breve silencio. Yo me sentía incómodo, pues nunca en mi vida había visto a una mujer en un pabellón de lucha, y jamás había visto a ninguna vistiendo ropa de combate. La presencia de ambas mujeres me ponía nervioso. Tenía la impresión de que había algo impropio en su actitud. Yo no debería estar allí, junto a la prometida del señor Shigeru.
—Volveremos en otro momento —dije—, cuando hayáis terminado.
—No, quiero que luches contra Shizuka —atajó Kenji—. La señora Shirakawa no puede volver sola a la posada. Le vendrá bien observar el combate.
—A la señora le convendría luchar contra un hombre —replicó Shizuka—. Cuando llegue el momento de la batalla, no podrá elegir a sus contrincantes.
Miré de reojo a Kaede y noté cómo sus pupilas se agrandaban ligeramente, pero ella permaneció en silencio.
—Bueno, supongo que incluso la señora podría derrotar a Takeo —dijo Kenji, con amargura.
Lo más probable es que le doliera la cabeza por la resaca. Tampoco yo me encontraba bien, la verdad.
Kaede estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas, como si fuera un hombre. Desató las cintas que sujetaban su cabello y éste cayó como una cascada hasta el suelo. Yo hice un esfuerzo por no mirarla.
Shizuka me entregó un palo y se colocó en la posición inicial.
Entrenamos durante un rato sin entregarnos demasiado a la lucha. Nunca me había enfrentado en combate contra una mujer y temía poner excesivo empeño por si la hería. Entonces, para mi sorpresa, cuando yo hice una finta hacia un lado, ella ya se encontraba allí, y con un golpe hacia arriba me arrancó el palo de las manos. De haber estado luchando contra el hijo de Masahiro, sin duda ya estaría muerto.
—Primo mío —dijo Shizuka, con reprobación—, no me insultes, por favor.
Después de este comentario, intenté concentrarme en mayor medida, pero Shizuka era muy hábil y sorprendentemente fuerte. Hasta el segundo asalto no logré tener ventaja y, a partir de entonces, sólo lo logré siguiendo sus indicaciones. Al terminar el cuarto asalto, se rindió diciendo:
—Ya he estado toda la mañana luchando con la señora Kaede. Tú estás fresco, primo, y, además, tu edad es la mitad de la mía.
—¡Algo más de la mitad! —respondí, jadeante. El sudor me empapaba todo el cuerpo; tomé una toalla que sujetaba Kenji y me sequé la cara y los brazos.
Kaede preguntó:
—¿Por qué llamas «primo» al señor Takeo?
—No te lo vas a creer: somos parientes por parte de mi madre —replicó Shizuka—. El señor Takeo no es un Otor¡de nacimiento; ha sido adoptado.
Kaede nos miró a los tres con seriedad.
—Tenéis un cierto parecido, aunque no es fácil averiguar en qué consiste exactamente. Hay algo misterioso en vosotros, como si no fuerais lo que aparentáis.
—En este mundo que vivimos, señora, tal misterio es muestra de sabiduría —replicó Kenji, a mi entender de forma algo pedante.
Yo imaginé que Kenji no deseaba que Kaede conociera la verdadera naturaleza de nuestra relación, que los tres pertenecíamos a la Tribu. A mí tampoco me interesaba que lo averiguase. Prefería que me considerara uno de los Otori.
Shizuka tomó las cintas y recogió el cabello de Kaede.
—Ahora debes practicar con Takeo, señora.
—No —atajé yo al instante—. Tengo que irme. Tengo que atender a los caballos. Es posible que el señor Otori me necesite…
Kaede se puso en pie. Yo era consciente de que ella temblaba ligeramente, y percibía con toda nitidez el olor de su perfume, una fragancia de flores que se mezclaba con su sudor.
—Sólo un asalto —terció Kenji—. Será poco tiempo.
Cuando Shizuka se dispuso a colocar la careta a Kaede, ésta le hizo un gesto para que se alejara.
—Si voy a enfrentarme a hombres, debo hacerlo sin la careta —dijo la joven.
Con desgana, recogí el palo. La lluvia arreciaba aun con más fuerza y la sala estaba oscura; la poca luz que llegaba tenía un tinte verdoso. Parecía como si estuviéramos en un mundo aparte, aislados de la vida real, como si fuésemos víctimas de un hechizo.
El asalto comenzó de la forma habitual: uno intentaba desestabilizar al otro; pero yo temía golpearle en la cara y sus ojos nunca se apartaban de los míos. Los dos nos mostrábamos indecisos mientras nos embarcábamos en algo totalmente desconocido para nosotros, en algo cuyas reglas ignorábamos. Entonces, apenas sin darnos cuenta, el combate se transformó en una especie de danza: paso, golpe, quite, paso. La respiración de Kaede se volvía más jadeante y la mía le hacía eco, hasta que ambos empezamos a respirar al unísono. Sus ojos se mostraban más brillantes y su rostro más resplandeciente, los golpes se volvían más fuertes y el ritmo de nuestros pasos más salvaje. Yo me imponía durante un tiempo, y después lo hacía ella; pero ninguno llegábamos a tener la ventaja. Tal vez ninguno la deseábamos.
Finalmente, casi por error, esquivé su guardia y, para evitar que el palo le golpease la cara, lo dejé caer al suelo.
Inmediatamente, Kaede bajó su palo, y dijo:
—Me rindo.
—Mi señora ha luchado bien —dijo Shizuka—, pero Takeo podía haberse esforzado un poco más.
Yo me puse en pie y miré fijamente a Kaede, boquiabierto como un idiota y pensé: «Si no la abrazo ahora mismo, moriré».
Kenji me pasó una toalla y me dio un fuerte empujón en el pecho.
—Takeo… —empezó a decir.
—¿Qué? —dije yo, como un estúpido.
—¡No compliques las cosas!
Entonces, Shizuka exclamó, de forma tan brusca que parecía una advertencia de peligro:
—¡Señora Kaede!
—¿Qué? —dijo ésta, con sus ojos todavía fijos en mi cara.
—Creo que por hoy ha sido más que suficiente —dijo Shizuka—. Volvamos a tu habitación.
Kaede me sonrió y bajó la guardia por un instante.
—Señor Takeo —dijo.
—Señora Shirakawa.
Le hice una reverencia e intenté mostrarme ceremonioso, pero me fue imposible contenerme y le devolví la sonrisa.
—¡Sí que la hemos armado buena! —murmuró Kenji.
—¿Qué esperabas? ¡Están en la edad! —replicó Shizuka—. Ya se les pasará.
Al tiempo que Shizuka guiaba a Kaede hacia la salida del pabellón y llamaba a los criados, que esperaban fuera, para que trajeran los paraguas, me di cuenta del significado de la conversación. Tenían razón en una cosa, pero en otra estaban equivocados: Kaede y yo habíamos ardido de deseo el uno por el otro, más que de deseo, de amor; pero nunca se nos pasaría.
Durante una semana, las lluvias torrenciales nos mantuvieron acorralados en el pueblo de montaña. Kaede y yo no volvimos a entrenar juntos, y ¡ojalá nunca lo hubiéramos hecho! Había sido un momento de locura que yo no había deseado, y me atormentaban las consecuencias. Durante todo el día aguzaba el oído para escucharla. Oía su voz, sus pasos y —por la noche, cuando sólo nos separaba una fina pared— su respiración. Sabía que dormía con inquietud y que se despertaba con frecuencia. Pasábamos tiempo juntos, pues no había más remedio, porque la posada era pequeña, viajábamos en el mismo grupo y teníamos que acompañar al señor Shigeru y a la señora Maruyama. Sin embargo, no podíamos hablar. Creo que los dos estábamos igualmente aterrorizados ante la posibilidad de dejar nuestros sentimientos al descubierto. Apenas nos atrevíamos a mirarnos, pero cuando alguna vez nuestras miradas se encontraban, la pasión saltaba de nuevo entre nosotros.
El deseo me había conferido un aspecto pálido y demacrado que empeoraba por la falta de sueño, ya que había retomado mi vieja costumbre. Como en Hagi, salía por las noches a explorar el pueblo. Shigeru no sabía de mis andanzas porque, cuando yo abandonaba la posada, él estaba con la señora Maruyama. En cuanto a Kenji, o no se percataba o fingía no hacerlo. Tenía yo la sensación de que me estaba volviendo tan incorpóreo como un fantasma. Durante el día dibujaba y estudiaba; por la noche, salía en búsqueda de las vidas de otras gentes y me movía por la pequeña ciudad como una sombra. Con frecuencia, me asaltaba el pensamiento de que nunca tendría una vida propia, sino que siempre pertenecería al clan de los Otori o a la Tribu.
Veía cómo los mercaderes, preocupados, calculaban las pérdidas que los daños producidos por el agua les iban a acarrear; observaba a los hombres del pueblo, que bebían y apostaban en los bares, y se dejaban engatusar por las prostitutas; contemplaba a los padres y madres mientras dormían, con sus hijos acomodados entre ellos; escalaba muros y ascendía por los tubos de desagüe, y caminaba sobre los tejados y por encima de los cercados. Una vez crucé el foso a nado, escalé las murallas y el portón del castillo y observé a los guardias tan de cerca que podía notar su olor. Me quedé asombrado de que no me viesen ni me oyesen. Oía hablar a los lugareños, despiertos o en sueños, y escuchaba sus protestas, sus maldiciones y sus plegarias.
Regresé a la posada antes del amanecer calado hasta los huesos, Me quité la ropa mojada y, desnudo y tembloroso, me tapé con las mantas. Mientras me adormecía, todo se despertaba a mi alrededor. Primero cantaron los gallos y después los cuervos empezaron a graznar; los criados se levantaron y acudieron a recoger agua; los zuecos resonaban sobre los puentes de madera, y Raku y los demás caballos relinchaban en los establos. Yo deseaba que llegase el momento en el que oiría la voz de Kaede.
La lluvia cayó a raudales durante tres días y después empezó a remitir. Muchas personas se acercaban hasta la posada para hablar con Shigeru, y yo escuchaba las cuidadosas conversaciones e intentaba discernir quién era leal a mi señor y quién estaría dispuesto a traicionarle.
Fuimos al castillo a ofrecer regalos al señor Kitano. Allí vi a la luz del día las murallas y el portón que había escalado por la noche. El señor nos recibió con cortesía y expresó sus condolencias por la muerte de Takeshi. Daba la impresión de que se sentía culpable, porque retomó el asunto en varias ocasiones. El señor Kitano rondaba la edad de los tíos del señor Otori, y sus hijos habían nacido al tiempo que éste. Sin embargo, no estaban presentes en la reunión. Nos dijeron que uno de ellos estaba de viaje y que el otro no se encontraba bien. Kitano se disculpó por su ausencia, pero yo sabía que nos había mentido.
—Cuando eran niños, vivían en Hagi —me dijo más tarde Shigeru—. Juntos nos entrenábamos y estudiábamos. Venían con mucha frecuencia a la casa de mis padres, y para Takeshi y para mí eran como hermanos —permaneció en silencio unos instantes y continuó—: Hace mucho tiempo de aquello… Los tiempos cambian y todos debemos cambiar con ellos.
Pero yo no me resignaba tan fácilmente. Notaba, con amargura, que cuanto más nos acercábamos a territorio Tohan, tanto más aislaban al señor Shigeru.
Era media tarde, nos habíamos bañado y esperábamos la hora de la cena. Kenji se había ido a la casa pública de baños donde se había encaprichado de una chica, según nos contó. La sala daba a un pequeño jardín, la intensa lluvia había dado paso a un ligero chaparrón y las puertas correderas estaban abiertas de par en par. Se notaba un intenso olor a tierra mojada.
—Mañana aclarará —dijo Shigeru— y podremos seguir cabalgando. Pero no nos será posible llegar a Inuyama antes del festival. Creo que nos veremos obligados a hospedarnos en Yamagata —sonrió con tristeza y continuó—: Podré conmemorar la muerte de mi hermano en el lugar donde sucedió. Pero nadie debe advertir mis sentimientos. Tengo que fingir que he descartado cualquier intención de venganza.
—¿Por qué tenemos que adentrarnos en territorio Tohan? —pregunté—. Todavía podemos regresar. Si mi adopción es lo que os obliga a contraer matrimonio, puedo irme con Kenji. Es eso es lo que él quiere.
—¡De ninguna manera! —replicó—. He dado mi palabra en este acuerdo. Me he lanzado al río y ahora tengo que ir donde la corriente me lleve. Prefiero que Iida me mate a que me desprecie —entonces, miró a su alrededor y aguzó el oído—. ¿Estamos completamente solos? ¿Oyes a alguien?
Yo percibía los sonidos habituales de la posada: las suaves pisadas de las criadas que transportaban comida o agua, el cuchillo del cocinero y el agua hirviendo… En el pasadizo y en el patio, los guardias conversaban en voz baja; pero el único aliento que yo percibía era el nuestro.
—Estamos solos.
—Acércate más. Una vez que nos encontremos entre los Tohan no tendremos ocasión de hablar. Hay muchas cosas que debo decirte antes de… —me sonrió, esta vez con una auténtica sonrisa— …antes de lo que suceda en Inuyama. He estado pensando en enviarte lejos de mi lado y Kenji está de acuerdo, pues sería bueno para tu seguridad. Yo tengo que ir a Inuyama pase lo que pase. Sin embargo, voy a pedirte un servicio casi imposible para ti, algo que va más allá de tus obligaciones para conmigo. Considero que eres tú quien ha de tomar la decisión de aceptarlo o no. Antes de que hayamos llegado a territorio Tohan, una vez que hayas escuchado lo que tengo que decir, si deseas irte con Kenji y unirte a la Tribu, tienes plena libertad para hacerlo.
Un débil sonido que procedía del pasadizo me impedió contestar.
—Alguien se acerca a la puerta.
Los dos permanecimos en silencio.
Momentos más tarde, las criadas entraron con bandejas de comida. Cuando se marcharon, empezamos a comer. La comida era escasa a causa de las lluvias —pescado en escabeche, arroz y pepinillos en vinagre—, pero ninguno de nosotros llegamos a terminarla.
—Quizá te preguntes por qué odio tanto a Iida —dijo Shigeru—. Por su crueldad y su hipocresía, nunca me ha agradado. Después de la batalla de Yaegahara y de la muerte de mi padre, cuando mis tíos asumieron el liderazgo del clan, fueron muchos los que consideraron que yo debía quitarme la vida. Eso habría sido una acción honorable y, para ellos, una solución acertada a mi irritante presencia. Pero a medida que los Tohan se instalaban en el territorio que hasta entonces había pertenecido a los Otori, y yo observaba el efecto devastador que su autoridad tenía sobre las gentes sencillas, decidí que permanecer vivo y buscar venganza era una respuesta más válida. Creo que la satisfacción del pueblo es lo que demuestra la validez de un Gobierno. Si el gobernante es justo, la tierra recibe las bendiciones del Cielo. En las tierras de los Tohan, la gente muere de hambre, está ahogada por las deudas y sometida al acoso de los oficiales de Iida. Los Ocultos son torturados y asesinados: los crucifican, los cuelgan boca abajo sobre fosos de desperdicios o bien en cestas para que los cuervos los picoteen. Los campesinos se ven obligados a poner en peligro a sus hijos recién nacidos y a vender a sus hijas, porque no tienen con qué alimentarlos —tomó un trozo de pescado y lo comió con desgana. Su rostro permanecía impasible.
«Iida se ha convertido en el gobernante más poderoso de los Tres Países. El poder trae consigo su propia legitimidad, y la mayor parte de la gente considera que un señor tiene derecho a actuar como le plazca dentro de su clan y de su propio país. Era lo que a mí también me habían enseñado desde la infancia. Pero Iida amenazó mi tierra, la tierra de mi padre, y yo no pensaba ver cómo le era entregada sin oponer resistencia».
«Durante muchos años esta intención ha permanecido en mi mente. Adopté una personalidad que tan sólo me pertenece en parte. Me llaman Shigueru El Granjero, porque me entregué a la tarea de mejorar el estado de mis tierras y hablaba sin cesar de las estaciones, las cosechas y los sistemas de regadío. Estos temas me interesan, pero también me proporcionaron una excusa para viajar por todo el feudo y enterarme de muchas cosas que, de otra forma, nunca habría sabido».
«Evité adentrarme en territorio Tohan, con la excepción de las visitas anuales a Terayama, donde mi padre y muchos de mis antepasados están enterrados. Tras la batalla de Yaegahara, el templo fue cedido a los Tohan, a! igual que la ciudad de Yamagata. Entonces, la crueldad de los Tohan me afectó personalmente y mi paciencia empezó a agotarse».
«El año pasado, justo después del Festival de la Estrella Tejedora, mi madre cayó enferma a causa de unas fiebres especialmente virulentas y murió en menos de una semana. Otros tres miembros de la casa fallecieron, entre ellos la doncella de mi madre. Yo también enfermé. Durante cuatro semanas rondé la muerte. Deliraba y no era consciente de nada de lo que sucedía. Nadie pensaba que me iba a recuperar, y cuando lo hice deseé haber muerto, porque me enteré de que mi hermano había sido asesinado durante la primera semana de mi enfermedad».
«Era pleno verano y ya le habían enterrado. Nadie supo decirme qué había sucedido, pues al parecer no había testigos, Takeshi había tomado una nueva amante recientemente, pero la chica también había desaparecido. Lo único que supimos era que un mercader de Tsuwano había reconocido el cadáver de mi hermano en las calles deYamagata y había organizado su entierro en Terayama. Desesperado escribí a Muto Kenji, a quien conocía desde Yaegahara, pensando que tal vez la Tribu pudiera tener más información. Dos semanas más tarde, llegó a mi casa un hombre al anochecer. Traía una carta con el sello de Kenji. Podría haber pasado por un encargado de las caballerizas o por un soldado de a pie. Me confió que se llamaba Kuroda, y yo reconocí su nombre como de la Tribu».
«La chica de la que Takeshi se había enamorado era cantante, y juntos se habían desplazado hasta Tsuwano para el Festival de la Estrella. Yo ya lo sabía, porque en cuanto mi madre cayó enferma envié recado a mi hermano para que regresara a Hagi. Mi intención era que hubiera permanecidos en Tsuwano; pero, por lo visto, la chica quería continuar hasta Yamagata, donde tenía parientes, y Takeshi viajó con ella. Kuroda me contó que en una posada se hicieron comentarios ofensivos hacia los Otori y hacia mí mismo, y entonces estalló una pelea. Takeshi era un espadachín excelente, y mató a dos hombres e hirió a varios más, que huyeron. Él regresó al hogar de los parientes de la chica. Un grupo de hombres Tohan llegó en mitad de la noche y prendió fuego a la casa. Todas las personas que en ella se hallaban murieron abrasadas o fueron acuchilladas cuando intentaban huir de las llamas».
Yo cerré los ojos por un instante, imaginando los gritos desgarradores.
—Sí, lo mismo que en Mino —dijo Shigeru, con amargura—. Los Tohan afirmaban que la familia pertenecía a los Ocultos, aunque al parecer no era cierto. Mi hermano vestía ropas de viaje y nadie conocía su identidad, por lo que su cadáver permaneció en la calle durante dos días —exhaló un profundo suspiro—. Su muerte debería haberse considerado como una afrenta. Los clanes han librado batallas por hechos menos importantes. Como mínimo, Iida debería haber presentado sus disculpas, castigado a sus hombres y ofrecido un desagravio. Sin embargo, Kuroda me contó que cuando Iida se enteró de la noticia, sus palabras fueron: «Otro menos de esos Otori advenedizos por el que preocuparse. Lástima que no fuese su hermano». Parece ser que incluso los hombres que habían llevado a cabo la matanza se quedaron atónitos. Cuando prendieron fuego a la casa no habían identificado a Takeshi y, al enterarse de quien era, esperaban su sentencia de muerte.
"Pero Iida no tomó ninguna medida, ni tampoco mis tíos. Yo les conté en privado lo que Kuroda me había relatado, pero no quisieron creerme. Me recordaron que Takeshi siempre se había comportado con temeridad, las peleas en las que se había involucrado y los riesgos que había corrido. Me prohibieron hablar sobre el asunto en público, a la vez que aseguraban que yo todavía no estaba recuperado de mi enfermedad. Dijeron que debería hacer un viaje hacia las montañas del este, buscar cura en los manantiales de agua caliente y rezar en los santuarios. Yo decidí partir, pero con un propósito totalmente distinto del que ellos me sugerían.
—Fuisteis a Mino en mi busca —susurré yo.
Él tardó en responderme. En el jardín reinaba la oscuridad, aunque del cielo llegaba un débil destello. Las nubes empezaban a alejarse, y entre ellas la Luna aparecía y se ocultaba otra vez. Por primera vez pude divisar la negra silueta de las montañas y de los pinos con el cielo nocturno como fondo.
—Dile a los sirvientes que enciendan las linternas —dijo Shigeru.
Salí de la habitación para llamar a las criadas. Éstas vinieron y se llevaron las bandejas, trajeron té y encendieron las linternas que descansaban en los soportes. Cuando se marcharon, bebimos el té en silencio. Los cuencos tenían un barniz azul oscuro. Shigeru observó el suyo con detenimiento y después lo puso boca abajo para ver el nombre del alfarero.
—Esta cerámica no me gusta tanto como la de Hagi, de tonos suaves —dijo—, pero también es muy hermosa.
—¿Puedo haceros una pregunta? —dije yo, aunque enseguida me callé, pues dudaba si quería saber la respuesta.
—Habla —me insistió.
—Habéis hecho que todos crean que me encontrasteis por casualidad, pero yo pienso que sabíais dónde encontrarme. Me estabais buscando.
Él asintió con la cabeza.
—Sí, sabía quién eras en cuanto te vi en el sendero. Había viajado hasta Mino con el expreso propósito de encontrarte.
—¿Debido a que mi padre era un asesino de la Tribu?
—Ése era el motivo principal, pero no el único.
Yo tenía la sensación de que en la habitación no había suficiente aire para respirar. No importaba qué otras razones hubiera podido tener el señor Shigeru para ir a buscarme: tenía que concentrar mi atención en el motivo principal.
—Pero ¿cómo sabíais…? Yo lo desconocía y… la Tribu también.
El señor Shigeru dijo, con un hilo de voz:
—Desde la batalla de Yaegahara he tenido tiempo de enterarme de muchas cosas. Entonces yo era sólo un chiquillo, el típico hijo de guerrero. Todos mis conocimientos se limitaban al manejo de la espada y al honor de mi familia. Allí conocí a Muto Kenji y, en los meses siguientes, él me abrió los ojos al hacerme apreciar el poder que subyace bajo el gobierno de la casta de los guerreros. Descubrí parte de las redes de la Tribu y observé cómo controlaban a los señores de la guerra y a los clanes. Kenji y yo nos hicimos amigos, y a través de él conocí a muchos otros miembros de la Tribu. Me interesaban. Probablemente, llegué a saber más acerca de ellos que cualquier otra persona ajena. Pero nunca he contado lo que aprendí. Ichiro sabe algo, y ahora tú también.
Me acordé del pico de la garza clavándose en el agua.
—Kenji se equivocó la primera noche que vino a Hagi. Yo sabía muy bien a quién había traído a mi casa. Sin embargo, ignoraba que tus habilidades fueran tan extraordinarias —me sonrió, y su sonrisa franca le transformó el semblante—. Y eso fue una recompensa inesperada.
Yo creía haber perdido el habla otra vez. Sabía que teníamos que abordar el tema referente al propósito de Shigeru cuando fue a buscarme y me salvó la vida, pero no era capaz de hablar tan claramente sobre tales cosas. Noté cómo mi lado oscuro, el que procedía de la Tribu, me envolvía. No dije nada; sólo esperé.
Shigeru dijo:
—Yo sabía que no iba a encontrar descanso mientras los asesinos de mi hermano siguieran con vida, y consideraba que Iida era responsable de los actos de sus hombres. Mientras tanto, las circunstancias cambiaron. La enemistad de Arai con los Noguchi dio paso a que los Seishuu mostrasen de nuevo su interés por una alianza con los Otori para enfrentarse a Iida. Todo parecía conducir a la misma conclusión: había llegado el momento de asesinarle.
Al oír estas palabras, empezó a arder dentro de mí una lenta emoción. Me acordé del momento en el que, en mi aldea, decidí que no estaba dispuesto a morir, sino que buscaría la venganza.
También vino a mi mente aquella noche en Hagi, en la que, bajo la luz de la luna, descubrí que contaba con las habilidades y la voluntad suficientes para matar a Iida. Entonces empecé a sentir un profundo orgullo por el hecho de que el señor Shigeru me hubiese elegido a mí para llevar a cabo su plan. Todos los hilos que tejían mi existencia parecían conducirme hasta ese propósito.
—Mi vida es vuestra —dije—. Haré lo que me pidáis.
—Lo que te pido es muy peligroso, casi imposible. Si decides no hacerlo, puedes partir mañana con Kenji. Todas las deudas entre nosotros han sido saldadas. Nadie tetendrá en menor estima.
—Por favor, no me insultéis —dije yo, y él se rió.
Escuché pisadas en el patio y el sonido de una voz en la veranda.
—Kenji está de vuelta.
Momentos después, entró en la habitación seguido por una criada que traía más té recién hecho. Kenji nos miró mientras la chica llenaba los cuencos y, cuando ésta se; fue, dijo:
—Parecéis dos conspiradores. ¿Qué estáis tramando?
—Nuestra visita a Inuyama —respondió Shigeru—. Le he contado a Takeo mis intenciones. Va a acompañarme por su propia voluntad.
La expresión de Kenji cambió, y murmuró:
—Te acompañará para encontrar la muerte.
—Quizá no —dije yo, con tono distendido—. No quiero parecer presuntuoso, pero si existe alguien capaz de llegar hasta el señor Iida, ése soy yo.
—Sólo eres un niño —dijo mi preceptor, con un bufido—. Ya se lo he dicho al señor Shigeru. Él conoce todas mis objeciones contra este plan temerario. Ahora, escúchame bien: ¿crees realmente que lograrás matar a Iida? Los intentos de asesinato a los que ha sobrevivido superan el número de chicas con las que yo he compartido lecho. ¡Ni siquiera has matado a nadie todavía! Además, lo más probable es que te reconozcan en la capital o a lo largo del trayecto. Estoy convencido de que tu vendedor ambulante ha hablado sobre Ti. Ando no se presentó en Hagi por casualidad… Fue allí a comprobar si los rumores sobre ti eran ciertos, y te vio junto a Shigeru. Sospecho que Iida ya sabe quién eres y dónde estás. Lo más probable es que te arresten en cuanto llegues a territorio Tohan.
—Si está conmigo, no podrán arrestarle. Soy un Otori que llega a sellar una alianza amistosa —interrumpió el señor—. En todo caso, le he dicho a Takeo que es libre para irse contigo. Se queda conmigo por decisión propia.
Me pareció detectar una nota de orgullo en su voz.
Entonces, yo le dije a Kenji:
—No pienso abandonar al señor Shigeru. Tengo que ir a Inuyama. Además, tengo mis propias cuentas que ajustar.
Kenji suspiró profundamente.
—Entonces, no tengo más remedio que acompañaros.
—Las nubes se han despejado. Podemos continuar el viaje mañana —dijo Shigeru.
—Hay una cosa que tengo que decirte, Shigeru. Me sorprendió enormemente que hubieras logrado mantener en secreto durante tanto tiempo tu romance con la señora Maruyama. En la casa de baños oí algo, una broma, que me lleva a pensar que el secreto ha sido desvelado.
—¿Qué escuchaste?
—Uno de los hombres, a quien una muchacha frotaba la espalda, comentó a ésta que el señor Otori estaba en el pueblo acompañado por su futura esposa, y la chica respondió: «Su actual esposa también le acompaña». Muchos de los presentes se echaron a reír, como si hubieran entendido el significado de sus palabras, y empezaron a hablar de la señora Maruyama y de la pasión que Iida siente por ella. Por descontado, todavía nos encontramos en territorio Otori. Esos hombres te admiran, Shigeru, y les agrada ese rumor, pues aumenta la reputación de los Otori, mientras que para los Tohan es como un cuchillo clavado en el costado. Razón de más para que hablen de ello hasta que llegue a oídos de Iida.
Bajo la luz de la linterna, el semblante de Shigeru mostraba una expresión curiosa en la que me pareció apreciar una mezcla de orgullo y de pesar.
—Puede que Iida me mate —dijo—, pero nada puede cambiar el hecho de que ella me haya preferido a mí.
—Estás enamorado de la muerte, como todos los de tu clase —dijo Kenji, con una cólera que nunca antes había escuchado en su voz.
—No temo a la muerte —le interrumpió Shigeru—, pero tampoco estoy enamorado de ella. Al contrario, creo haber demostrado lo mucho que aprecio la vida; pero es mejor morir que vivir humillado, y ése es el punto al que he llegado.
Yo oía pisadas que se aproximaban. Giré la cabeza y los dos hombres se callaron. Sonó un ligero golpe en la puerta corredera y, a continuación, alguien la abrió. Sachie estaba arrodillada en el umbral. Shigeru se levantó de inmediato y se dirigió hacia ella. Sachie le susurró algo y después se marchó silenciosamente. Shigeru se volvió hacia nosotros, y nos dijo:
—La señora Maruyama quiere discutir conmigo los preparativos para el viaje de mañana. Pasaré un rato en su habitación.
Kenji no respondió, sino que se limitó a inclinar la cabeza ligeramente.
—Tal vez sea la última vez que estemos juntos —dijo Shigeru suavemente, antes de salir al pasillo y cerrar la puerta tras él.
—Debería haber llegado a ti antes que él, Takeo —dijo Kenji, con un gruñido—. De haber sido así, ahora no serías un señor y las ataduras de la lealtad no te habrían ligado a Shigeru. Pertenecerías sólo a la Tribu y no habrías dudado en partir conmigo esta misma noche.
—Si el señor Otori no me hubiese encontrado antes ¡yo estaría muerto! —respondí con furia—. ¿Dónde estaba la Tribu cuando los Tohan asesinaban a mi gente y quemaban mi casa? Él me salvó la vida entonces; por eso ahora no puedo abandonarle. Nunca lo haré. ¡No me lo vuelvas a pedir!
Los ojos de Kenji se ensombrecieron.
—Señor Takeo —dijo con sarcasmo.
Las criadas entraron a preparar las camas y no volvimos a hablar.
A la mañana siguiente, los caminos que partían de Tsuwano estaban atestados. Muchos viajeros aprovechaban la mejoría del tiempo para continuar su viaje. El cielo había adquirido un tinte azul intenso y los rayos de sol secaban la humedad de la tierra. El puente de piedra que cruzaba el río no había sufrido daños con las lluvias, pero las aguas corrían con fuerza, arrastrando a su paso ramas de árboles, planchas de madera, animales muertos y —posiblemente— otros cadáveres. Por un momento recordé la primera vez que había cruzado el puente en Hagi. Entonces había visto una garza muerta que flotaba en el agua, con sus alas grises y blancas empapadas, su elegancia de antaño arrugada y echada a perder. La imagen me daba escalofríos. Era un augurio terrible.
Los caballos estaban descansados e iniciaron la marcha con energía. Tal vez Shigeru compartiera mis temores, pero no dio muestra alguna de ello. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos, brillantes. Parecía derrochar energía y ganas de vivir. Al mirarle, el temor me atenazaba el pecho, pues sentía que su vida y su futuro se encontraban en mis manos de asesino. Me miré las manos, que descansaban sobre el pálido cuello gris de Raku y sus negras crines, y me pregunté si me traicionarían.
Vi a Kaede tan sólo un instante, cuando subía al palanquín apostado a la puerta de la posada. Ella no me miró. La señora Maruyama se dio por enterada de nuestra presencia con una ligera reverencia, pero no nos dirigió la palabra. Su rostro estaba pálido y círculos oscuros le rodeaban los ojos, pero se mostraba serena.
El viaje fue lento y laborioso. Tras su barrera de montañas, Tsuwano se había protegido de lo peor de la tormenta; pero, a medida que descendíamos hacia el valle, los enormes daños producidos por el agua quedaron expuestos ante nuestros ojos. Numerosas casas y muchos puentes habían sido arrastrados por la corriente, y encontrábamos árboles arrancados y campos inundados. Los habitantes de la aldea nos observaban con resentimiento o con abierta hostilidad, mientras cabalgábamos entre los destrozos. Su animosidad se hizo más patente cuando requisamos su forraje para alimentar a nuestros caballos y sus barcas para cruzar los ríos rebosantes. Llevábamos días de retraso y teníamos que continuar a toda costa.
Tardamos tres días en llegar a la frontera del feudo, el doble de lo que habíamos calculado. Allí nos esperaba, para escoltarnos, uno de los lacayos principales de Iida llamado Abe, con un grupo de 30 hombres Tohan, que excedía en número al destacamento de 20 hombres Otori que el señor Shigeru llevaba con él. Sugita y los demás hombres Maruyama habían regresado a su dominio después de nuestro encuentro en Tsuwano.
Abe y sus hombres llevaban una semana esperando nuestra llegada, y se mostraban irritados e impacientes. No querían pasar en Yamagata el tiempo que el Festival de los Muertos requería. No existía simpatía entre los dos clanes y el ambiente era muy tenso. Los Tohan eran arrogantes y jactanciosos. Su actitud tenía como intención que nosotros, los Otori, nos sintiéramos inferiores, que nos consideráramos como sometidos, no como iguales. La sangre me bullía en las venas a causa del señor Shigeru, pero él aparentaba no estar alterado y hacía gala de su cortesía habitual. Únicamente, se mostraba menos alegre.
Yo permanecía tan silencioso como cuando había perdido el habla. Aguzaba el oído para captar retazos de conversaciones que, como las briznas de paja, seguían la dirección del viento. Pero en el territorio Tohan las gentes eran taciturnas y reservadas, pues sabían que había espías por todas partes y que hasta los muros podían oír. Incluso cuando los hombres Tohan se emborrachaban por las noches, lo hacían de forma silenciosa, muy distinta al alegre alboroto de los Otori.
Desde el día de la matanza de Mino no había estado tan cerca de la triple hoja de roble. Mantenía la mirada baja en un intento por ocultar mi cara, pues temía que me reconociera alguno de los hombres que habían quemado mi aldea y asesinado a mi familia. Yo me hacía pasar por un artista y a menudo sacaba tinta y pinceles. Entonces, me alejaba de mi verdadera personalidad y me mostraba como una persona sensible, gentil y tímida que apenas hablaba y en la que apenas nadie reparaba. La única persona a la que dirigía la palabra era a mi preceptor. Kenji se había vuelto tan discreto y apocado como yo mismo, aunque de vez en cuando hablábamos en susurros sobre la caligrafía o sobre el estilo de pintura del continente. Los hombres Tohan nos despreciaban y hacían caso omiso de nosotros.
Nuestra estancia en Tsuwano se convirtió para mí en el recuerdo de un sueño. ¿Había sido realidad la lucha con Kaede? ¿Era cierto que el amor nos había atrapado y abrasado con su llama? Apenas pude verla en los días siguientes, pues las damas se alojaban en posadas separadas de las nuestras y también tomaban sus comidas aparte. No era difícil actuar como si ella no existiera, pero cuando escuchaba su voz el corazón me latía con fuerza y por la noche no lograba apartar su imagen de mis ojos. ¿Me habría embrujado?
La primera noche, Abe me ignoró; pero la segunda, después de la cena —cuando el vino le había puesto beligerante—, me miró fijamente durante un largo rato y después le comentó a Shigeru:
—Este muchacho… supongo que se trata de algún pariente.
—Es el hijo de un primo lejano de mi madre —dijo Shigeru—. El segundo de muchos hermanos que ahora están huérfanos. Mi madre siempre había querido adoptarlo, y tras su muerte decidí cumplir con su intención.
—Y te encontraste con un llorica —dijo Abe, con una carcajada.
—La triste verdad es que sí —convino Shigeru—, pero tiene algunas habilidades útiles. Es rápido en el cálculo y en la caligrafía; también tiene ciertas dotes de artista…
Su tono era paciente y denotaba desilusión, como si yo fuera una carga para él; pero sabía que cada uno de los comentarios tenía el propósito de perfilar el personaje que yo representaba. Mientras tanto, yo permanecía sentado, con la mirada baja y en silencio. Abe se sirvió más vino y bebió, al tiempo que me miraba por encima del borde del cuenco. Sus ojos eran pequeños y estaban hundidos en un rostro de rasgos toscos y picado por la viruela.
—¡Eso no vale gran cosa en los tiempos que corren!
—Pero ahora que nuestros dos clanes se acercan a una alianza, seguro que podemos esperar tiempos de paz —dijo Shigeru, con calma—. Puede que se produzca un renacimiento de las artes.
—Tal vez estemos en paz con los Otori, que se someterán sin oponer resistencia; pero ahora son los Seishuu los que están causando problemas, alentados por ese traidor, por Arai.
—¿Arai? —preguntó el señor Shigeru.
—Era vasallo de Noguchi, y procede de Kumamoto. Sus tierras lindan con las de la familia de tu futura esposa. Lleva un año reclutando hombres para el combate. Tendremos que aplastarle antes de que llegue el invierno. —Abe bebió más vino, y una sonrisa maliciosa le asomó a la cara. Su boca se mostraba aún más cruel—. Arai mató al hombre que al parecer intentó violar a la señora Shirakawa, y después se ofendió, cuando el señor Noguchi le envió al exilio —giró la cabeza hacia mí. Estaba borracho—. Apuesto a que nunca has matado a un hombre, muchacho.
—No, señor Abe —respondí, y él se rió.
Yo intuía que buscaba pelea, y no quería provocarle.
—¿Y tú, anciano? —se volvió hacia Kenji quien, gracias a su papel de maestro insignificante, había estado bebiendo vino con deleite. Parecía algo borracho, pero lo cierto es que estaba mucho más sobrio que Abe.
—Aunque los sabios nos dicen que el noble puede y debe vengar la muerte —dijo Kenji, con voz aguda y pedante—, nunca me he visto obligado a cometer una acción tan extrema. Por otra parte, el Iluminado enseña a sus seguidores que se abstengan de acabar con la vida de cualquier ser sensible, razón por la cual yo sólo me alimento de productos vegetales —bebió con gusto y rellenó el cuenco—. Por fortuna, el vino de arroz pertenece a esa categoría.
—¿Cómo puedes traer estos acompañantes? ¿Es que no tienes guerreros en Hagi? —se burló Abe.
—Me dirijo a casarme —respondió con suavidad Shigeru—. ¿Debería prepararme para la batalla?
—Un hombre siempre tiene que estar preparado para la batalla —replicó Abe—; sobre todo si su novia tiene la reputación de la tuya. ¿Supongo que sabes a qué me refiero? —Abe negó con su enorme cabeza—. Debe de ser como comer pescado en mal estado: un bocado puede matarte. ¿No te preocupa?
—¿Debería preocuparme? —Shigeru se sirvió más vino y bebió.
—Bueno, admito que es un bocado exquisito. ¡A lo mejor merece la pena!
—La señora Shirakawa no será un peligro para mí —dijo Shigeru, antes de dirigir la conversación para que Abe terminara hablando de las hazañas que había llevado a cabo en las campañas de Iida, en el este.
Mientras yo oía cómo se vanagloriaba, intentaba discernir cuáles eran sus debilidades. Ya había decidido que iba a matarle.
Al día siguiente llegamos a Yamagata. La ciudad había sufrido cuantiosos daños a causa de la tormenta, aparte de muchos muertos y una inmensa cantidad de cosechas perdidas. Casi tan grande como Hagi, Yamagata había sido la segunda ciudad en importancia del feudo Otori, hasta que fue entregada a los Tohan. El castillo había sido reconstruido y adjudicado a uno de los vasallos de Iida, pero la mayoría de los ciudadanos seguían considerándose Otori y la presencia del señor Shigeru era un motivo más de intranquilidad. Abe había abrigado la esperanza de llegar a Inuyama antes de que comenzara el Festival de los Muertos, y le irritaba estar atrapado en Yamagata. Hasta que terminase el festival, se consideraba que los viajes traían mala suerte, con la excepción de los desplazamientos a los templos y santuarios. Yo sabía que Shigeru sentía una profunda tristeza al pisar por vez primera el lugar donde había muerto su hermano.
—Cada vez que veo a uno de los Tohan, me pregunto si será uno de ellos —me confió aquella noche—, e imagino que ellos se preguntan por qué no han sido castigados y me desprecian porque les he permitido seguir vivos. ¡Ojalá pudiera matarlos a todos!
Nunca antes le había oído expresarse de forma tan impaciente.
—Entonces nunca podríamos llegar a Iida —repliqué—. En ese momento, cada uno de los insultos de los Tohan será vengado.
—Tus estudios te están haciendo muy sabio, Takeo —dijo él, con voz más ligera—. Te han dado sabiduría y autocontrol.
Al día siguiente, el señor Shigeru fue con Abe al castillo para ser recibido por el señor de la ciudad. Regresó más triste y alterado que nunca.
—Los Tohan quieren aplacar el malestar de la población culpando a los Ocultos de los desastres producidos por la tormenta —me dijo con brevedad—. Unos cuantos infelices mercaderes y campesinos fueron denunciados y arrestados, y algunos murieron bajo tortura. Cuatro de ellos han sido colgados en la muralla del castillo. Llevan allí tres días.
—¿Viven todavía? —susurré, al tiempo que un escalofrío me recorría el cuerpo.
—Pueden aguantar una semana o más —dijo Shigeru—. Mientras tanto, los cuervos les arrancan la carne.
Una vez que me enteré de que estaban allí, no pude evitar escucharlos. A veces eran débiles gemidos y otras veces gritos endebles, acompañados durante el día del continuo graznido y aleteo de los cuervos. Los escuché durante toda esa noche y a lo largo del día siguiente, y entonces llegó la primera noche del Festival de los Muertos.
Los Tohan imponían el toque de queda en sus ciudades, pero el festival seguía tradiciones más antiguas y el toque de queda se aplazaba hasta la medianoche. A la caída de la tarde, abandonamos la posada y nos unimos a las multitudes que se dirigían primero a los templos y, después, al río. Todas las linternas de piedra que bordeaban las vías de entrada a los santuarios estaban encendidas, y se colocaron velas sobre las tumbas. Las llamas parpadeantes arrojaban extrañas sombras que daban un aspecto de calavera a los rostros de la gente. La multitud se movía de forma acompasada y en silencio, como si los mismos muertos hubiesen emergido de las profundidades de la tierra. No era difícil perderse entre la muchedumbre, y pudimos escapar de nuestros atentos guardias con facilidad.
Era una noche cálida y tranquila. Fui con Shigeru hasta la orilla del río, y pusimos velas encendidas en unas pequeñas barcas que soltamos a la deriva y que iban cargadas de ofrendas para los muertos. Las campanas del templo tañían y los cánticos llegaban a través de las lentas aguas de color pardo. Contemplamos cómo las luces se alejaban flotando por la corriente, con la esperanza de que los muertos hubieran sido consolados y dejaran a los vivos en paz.
Pero no había paz en mi corazón. Yo pensaba en mi madre, en mi padrastro y en mis hermanas, y también en mi padre muerto, y en las gentes de Mino. Sin duda, el señor Shigeru recordaba a su padre y a su hermano. Parecía que los fantasmas de nuestros muertos no iban a abandonarnos hasta que fuesen vengados. A nuestro alrededor, la gente lanzaba al agua sus barcas entre llantos y lamentos, y yo me estremecía, con inútil sufrimiento, porque el mundo fuera tal como era. La doctrina de los Ocultos me vino a la mente, pero entonces recordé que todos los que me la habían enseñado estaban muertos.
Las llamas de las velas, que llevaban mucho tiempo ardiendo, fueron empequeñeciéndose hasta parecer luciérnagas y luego pequeñas chispas. Finalmente, tomaron el aspecto de las luces espectrales que uno ve cuando lleva mucho tiempo contemplando el fuego. La Luna llena tenía el tinte anaranjado del fin del verano. Yo temía regresar a la posada, a la alcoba poco ventilada en la que daría vueltas toda la noche mientras escuchaba cómo los Ocultos morían colgados en la muralla del castillo.
A lo largo de la orilla del río se habían encendido hogueras y la gente comenzó a bailar la seductora danza que da la bienvenida a los muertos y a la vez los deja partir, para consuelo de los vivos. Tocaban los tambores y sonaba la música. Me animé un poco y me puse en pie para observar a los bailarines. Entre las sombras de los sauces, vi a Kaede.
Estaba de pie, junto a la señora Maruyama, Sachie y Shizuka. Shigeru se levantó y se dirigió lentamente hacia ellas. La señora Maruyama se acercó hasta él, y se saludaron con palabras solemnes e intercambiaron condolencias por los muertos y comentarios acerca del viaje. Entonces se dieron la vuelta con toda naturalidad, y codo con codo contemplaron la danza. Yo podía escuchar su deseo por debajo del tono formal de su conversación, y también lo percibía en su actitud, lo que me hacía temer por ellos. Aunque sabían fingir —llevaban años haciéndolo—, se estaban adentrando en un desesperado final de partida, y yo temía que dejaran a un lado toda prudencia antes de proceder a la jugada final.
Kaede se había quedado con Shizuka junto a la orilla del río. Tuve la sensación de llegar a ella en contra de mi voluntad, como si los espíritus me hubieran recogido y trasladado hasta su lado. Me las arreglé para saludarla de manera cortés pero retraída, con la intención de que si Abe me observara tan sólo pensara que yo sentía un inocente amor pueril hacia la prometida de Shigeru. Dije algo sobre el calor de la noche, aunque Kaede temblaba como si hiciera frío. Permanecimos en silencio durante unos momentos, y después ella preguntó en voz baja:
—¿Quiénes son tus muertos, Takeo?
—Mi padre, mi madre… —tras una pausa, continué—: Hay tantos a los que recordar…
—Mi madre se está muriendo —dijo Kaede—. Yo esperaba volverla a ver, pero nos hemos retrasado mucho en el viaje y temo no llegar a tiempo. Me enviaron como rehén a los siete años… Llevo más de la mitad de mi vida sin ver a mi madre o a mis hermanas.
—¿Y tu padre?
—También es un extraño para mí.
—¿Estará en tu…? —para mi sorpresa, mi garganta se secó y no pude pronunciar la palabra.
—¿Mi boda? —dijo ella, con amargura—. No, él no estará presente —sus ojos se clavaron en el río iluminado por las llamas. Entonces, miró a los bailarines y después a la multitud que los observaba—. Están enamorados —dijo como para sí—. Por eso ella me odia.
Yo sabía que no debía estar allí, que no debía hablar con Kaede, pero me era imposible alejarme de su lado. Intenté mantener mi disfraz gentil, apocado y cortés.
—Muchos matrimonios se celebran por motivos de deber y para sellar alianzas, pero eso no significa que los novios sean infelices. El señor Shigeru es un buen hombre.
—Estoy harta de oír siempre lo mismo. Ya sé que es un buen hombre. Lo único que digo es que nunca me amará —yo notaba que ella me miraba—. Pero sé —continuó— que el amor no es para los de nuestra clase —ahora era yo el que temblaba. Levanté la cabeza y mis ojos se encontraron con los suyos—. Entonces, ¿por qué estoy enamorada? —susurró.
No me atreví a hablar. Las palabras que quería pronunciar se ahogaban en mi boca, donde yo notaba su dulzura y su poder. De nuevo pensé que moriría si no lograba hacerla mía.
Los tambores retumbaban y las hogueras brillaban con fuerza. La voz de Shizuka llegó desde la oscuridad:
—Se está haciendo tarde, señora Shirakawa.
—Ya voy —dijo Kaede—. Buenas noches, señor Takeo.
Sólo me permití una cosa: pronunciar su nombre como ella había pronunciado el mío.
—Señora Kaede.
En el momento en que se volvió para irse, vi cómo su cara se encendía más reluciente que las llamas, más brillante que la Luna reflejada en el agua.