6

Kaede abandonó el castillo de los Noguchi sin pesar alguno y con pocas esperanzas para el futuro, pero como apenas había traspasado las murallas durante los ocho años de su cautiverio y tan sólo contaba con 15 años, no podía evitar sentirse fascinada por todo cuanto veía. Durante los primeros kilómetros, varios grupos de porteadores la habían transportado —al igual que a la señora Maruyama— en palanquín, pero el oscilante movimiento la mareaba, y en la primera parada insistió en bajarse y seguir a pie junto a Shizuka. Era pleno verano y el sol lucía con fuerza. Shizuka le cubrió la cabeza con una pamela y sostuvo una sombrilla para protegerla de los rayos del sol.

—La señora Shirakawa no debe aparecer ante su marido con una piel tan oscura como la mía —dijo la muchacha, entre risas.

Viajaron hasta el mediodía, descansaron en una posada por algún tiempo y después continuaron por espacio de unos kilómetros hasta la caída de la tarde. Para cuando se detuvieron, Kaede se sentía embriagada por la belleza de lo que había contemplado: el brillante color verde de los campos de arroz, tan suaves y tupidos como el pelaje de un animal; los blancos ríos de cursos torrenciales que bordeaban la carretera; las cadenas de montañas que, una tras otra, se elevaban ante sus ojos, ataviadas con sus opulentos mantos verdes de verano, entretejidos con el color púrpura de las azaleas silvestres. Y las gentes de la carretera, de todo tipo y condición: los guerreros con sus corazas, armados con sables y a lomos de briosos corceles; los campesinos, que acarreaban productos que Kaede jamás había visto; las carretas, tiradas por bueyes o por caballos de carga; los mendigos y los vendedores ambulantes.

Ella sabía que no debía mirar a las personas con las que se cruzaban y que éstas tenían que arrojarse al suelo al paso de la comitiva, pero las miraba de reojo con tanta frecuencia como ellas a Kaede.

Iban acompañadas por los lacayos de la señora Maruyama. El jefe, llamado Sugita, trataba a la dama con la familiaridad de un tío anciano, y Kaede simpatizó con él.

—Me gustaba caminar cuando tenía tu edad —dijo la señora Maruyama cuando se disponían a cenar juntas—. Todavía lo prefiero; pero, para ser sincera, me asustan los rayos del sol.

La dama observó el terso cutis de Kaede. Durante todo el día había tratado a la muchacha con amabilidad, pero Kaede no lograba olvidar la primera impresión que sintió al conocer a la señora Maruyama. Le había parecido que no era del agrado de la dama y que, por alguna razón, ésta se sentía ofendida por ella.

—¿Montáis a caballo? —preguntó la muchacha. Durante el trayecto, Kaede había envidiado a los jinetes, tan poderosos y tan libres.

—A veces lo hago —respondió la señora Maruyama—, pero ahora que soy una pobre mujer desvalida que viaja a través del territorio Tohan me permito hacer el trayecto en palanquín.

Kaede la miró con ojos interrogantes.

—Sin embargo, todos dicen que la señora Maruyama es poderosa —murmuró.

—Ante los hombres, tengo que ocultar mi poder —replicó la dama—, pues no dudarían en aplastarme.

—No he cabalgado desde que era niña —admitió con sinceridad Kaede.

—¿Cómo es eso? ¡Todas las hijas de los guerreros tienen que aprender a montar! —exclamó la señora Maruyama—. ¿No te enseñaron los Noguchi?

—Ellos no me enseñaron nada —dijo Kaede, con amargura.

—¿Tampoco el manejo de la espada y el cuchillo? ¿Ni el tiro con arco?

—No sabía que las mujeres aprendieran tales cosas.

—En el oeste sí —hubo un corto silencio. Kaede, por una vez hambrienta, tomó un poco más de arroz.

—¿Te trataron bien los Noguchi? —se interesó la dama.

—Al principio no; todo lo contrario. —Kaede se encontraba dividida entre su habitual discreción ante todo lo que se le preguntaba y un intenso deseo de confiar sus penas a esta dama, que pertenecía a su misma clase y era su igual. Se encontraban a solas en la estancia, con la excepción de Shizuka y la doncella de la señora Maruyama, Sachie, que permanecían sentadas tan inmóviles que Kaede apenas notaba su presencia.

—Después del incidente con el guardia, me trasladaron a la residencia.

—¿Y antes…?

—Vivía en el castillo, con las criadas.

—¡Qué vergüenza! —respondió la señora Maruyama.

Ahora era su voz la que denotaba amargura. ¿Cómo se han atrevido? Y pensar que eres una Shirakawa… —bajó la vista, y dijo—: Temo por mi hija. Iida la tiene en calidad de rehén.

—Cuando era niña no estaba mal —terció Kaede—. Los criados se apiadaban de mí. Pero cuando llegaba la primavera y yo ya no era una niña, pero tampoco una mujer, nadie me protegía. Tuvo que morir un hombre…

Para su propia sorpresa, la voz de Kaede se quebró. Una repentina emoción empañó sus ojos de lágrimas. El doloroso recuerdo le volvió a la mente: las manos de aquel hombre, el cuchillo, la sangre, la muerte del guardia…

—Perdonadme —susurró.

La señora Maruyama extendió el brazo y, salvando la distancia que las separaba, tomó la mano de Kaede.

—Pobre niña —dijo, mientras le acariciaba los dedos—. Pobres niñas todas, pobres hijas nuestras. ¡Ojalá pudiera yo dejar en libertad a cada una de ellas!

Kaede sentía un deseo irresistible de estallar en sollozos y se esforzaba por recuperar el control.

—Después de que me trasladaran a la residencia, me otorgaron una doncella. Primero a junko, y después a Shizuka. En la residencia se vivía mucho mejor. Iban a casarme con un hombre mayor; pero él murió, y yo me alegré. Entonces empezó a extenderse el rumor de que todo aquel que me conociera o que me deseara encontraría la muerte.

Kaede escuchó cómo la dama respiraba hondo. Por unos momentos, permanecieron en silencio.

—Yo no quiero causar la muerte de ningún hombre —dijo Kaede en voz baja—, pero el matrimonio me asusta. No quiero que el señor Otori muera por mi culpa.

La señora Maruyama contestó con un hilo de voz:

—No debes decir eso, ni siquiera pensarlo.

Kaede la miró. El rostro de la dama, pálido bajo la luz de la lámpara, pareció transformarse al envolverle un repentino desasosiego.

—Estoy muy cansada —continuó la dama—. Te pido disculpas por interrumpir la conversación. A fin de cuentas, todavía nos quedan muchas jornadas de viaje.

En ese momento, la señora Maruyama llamó a Sachie, y ésta retiró las bandejas de la cena y preparó las camas. Shizuka acompañó a Kaede a las letrinas y le lavó las manos a continuación.

—¿Qué dije que pudiera ofender a la señora? —susurró Kaede—. No acierto a comprenderla: se muestra afectuosa conmigo, y al minuto me clava la mirada como si yo fuera a envenenarla.

—Son imaginaciones tuyas —dijo Shizuka, como sin darle importancia—. La señora Maruyama te aprecia mucho. Además, después de su hija, eres su pariente femenina más cercana.

—¿Ah, sí? —replicó Kaede. Cuando Shizuka asintió con énfasis, Kaede preguntó—: ¿Es eso tan importante?

—Si algo les sucediese, serías tú, señora, quien heredaría Maruyama. Nadie te ha hablado de este asunto porque los Tohan confían en apoderarse del dominio. Ésa es una de las razones por las que Iida insistió para que los Noguchi te tomaran como rehén —al no responder Kaede, Shizuka prosiguió—: ¡Mi señora es más ilustre de lo que pensaba!

—¡No te burles de mí! Me siento perdida en este mundo. Tengo la impresión de que mi ignorancia es absoluta.

Cuando Kaede se fue a la cama, los pensamientos se agolpaban en su mente. Durante la noche se percató de que la señora Maruyama también estaba inquieta. A la mañana siguiente, el hermoso rostro de la dama se veía cansado y denotaba cierta reserva. No obstante, trataba a Kaede con amabilidad y, en el momento de partir, ordenó que proporcionaran a la joven un caballo manso de color castaño. Sugita la ayudó a montar y durante el inicio del viaje uno de los hombres fue cabalgando delante de ella para guiarla. Kaede recordaba los ponis en los que había montado de niña, y su destreza como amazona empezó a resurgir paulatinamente. Shizuka no permitía que Kaede cabalgase durante todo el día, pues argumentaba que sus músculos se iban a resentir y que le resultaría demasiado cansado, pero a Kaede le encantaba avanzar a lomos del caballo y deseaba con todas sus fuerzas volver a montarlo. El ritmo del trote del animal calmaba a la muchacha y la ayudaba a organizar sus pensamientos. Lo que más consternación le producía era su falta de formación y su ignorancia sobre el mundo en el que se estaba adentrando. Era un peón del enorme tablero de ajedrez sobre el que los señores de la guerra jugaban su partida, pero Kaede deseaba ser algo más: quería entender las jugadas y ser partícipe de ellas.

Ese día ocurrieron dos sucesos que aumentaron el desasosiego de Kaede. Por la tarde, cuando se habían detenido a descansar en un cruce de caminos —a una hora desacostumbrada—, llegó hasta la comitiva un reducido grupo de jinetes que venía del suroeste. Daba la sensación de que el encuentro había sido concertado. Shizuka corrió hacia los hombres para saludarlos tal y como solía hacer, ansiosa por enterarse de dónde venían y qué chismorrees podían traer consigo. Kaede, que observaba con desgana, notó que la criada hablaba con uno de los hombres y que éste se inclinaba desde la silla de montar para decirle algo. Entonces, ella asintió con mucha seriedad y después le dio al caballo una palmada en el flanco. El animal brincó hacia delante y resonaron las carcajadas de los hombres, seguidas por la aguda risa de Shizuka. Pero en ese instante Kaede, desconcertada, se dio cuenta de que se había producido un cambio en su doncella, que mostraba una desconocida energía.

Durante el resto de la jornada Shizuka actuó como de costumbre: hablaba de lo hermoso que era el paisaje, recogía ramos de flores silvestres e intercambiaba saludos con todo aquel con el que se cruzaban. Pero esa noche, cuando habían llegado a la posada, Kaede entró en la alcoba y vio cómo Shizuka hablaba de manera vehemente a la señora Maruyama, no como lo haría un sirviente, sino de rodillas, junto a ella, como si fuera su igual.

De inmediato, cambiaron de conversación y empezaron a hablar del tiempo y de los preparativos para el día siguiente, pero Kaede se sintió traicionada. Shizuka le había dicho: «Las personas de mi posición nunca conocen a damas como ella», pero quedaba claro que mantenían una relación que Kaede ignoraba por completo. Kaede sintió desconfianza y también celos. Estaba muy unida a Shizuka y no quería compartirla con nadie.

El calor se intensificaba y el viaje se tornaba más incómodo. Uno de los días la tierra tembló varias veces, lo que hizo que Kaede se sintiera más inquieta. No dormía bien, atormentada tanto por sus sospechas como por las pulgas y otros insectos nocturnos. Estaba ansiosa porque el viaje llegase a su fin aunque, al mismo tiempo, temía la llegada. Todos los días tomaba la decisión de interrogar a Shizuka, pero cada noche algo se lo impedía. La señora Maruyama seguía tratando a Kaede con amabilidad, pero la joven no confiaba en ella, y respondía a sus preguntas de forma cautelosa y reservada. Entonces se arrepentía de su infantilismo y su descortesía. Volvió a perder el apetito.

Una noche, cuando Kaede iba a entrar en la bañera, Shizuka la regañó:

—Estás en los huesos, mi señora. ¡Tienes que comer! ¿Qué pensará tu esposo?

—Deja de hablar de mi esposo —cortó Kaede—. No me importa lo que pueda pensar. ¡Ojalá me repudie y me deje en paz! —y de nuevo se avergonzaba por el infantilismo de sus palabras.

Por fin llegaron al pueblo de Tsuwano, después de cabalgar a través del estrecho puerto de montaña a la caída de la tarde, cuando el ocaso cernía sus sombras sobre las cordilleras. La brisa recorría los arrozales dispuestos en terrazas como una ola en el mar, los lotos elevaban sus inmensas hojas del color del jade, y en los campos las flores silvestres estallaban en una fiesta de color. Los últimos rayos de luz aportaban un tinte rosa y oro a las blancas paredes del pueblo.

—¡Aquí sí que se respira un ambiente de felicidad! —exclamó Kaede, de repente.

La señora Maruyama, que cabalgaba delante de ella, se giró.

—Ya no estamos en territorio Tohan. Aquí empieza el feudo de los Otori —dijo—, y en este lugar esperaremos la llegada del señor Shigeru.

A la mañana siguiente, Shizuka llevó a Kaede ropas extrañas, diferentes a las que ésta solía vestir.

—Tienes que empezar a aprender el manejo de la espada, mi señora —anunció, a la vez que mostraba a Kaede cómo ponerse la ropa. Después la miró con aprobación—. Si no fuera por el cabello, la señora podría pasar por un muchacho —dijo Shizuka, mientras apartaba la tupida melena del rostro de Kaede y la recogía hacia atrás con unas cintas de cuero.

Kaede pasó las manos por las ropas. Estaban hechas de áspero cáñamo teñido de color oscuro y le quedaban muy amplias. Nunca se había puesto nada parecido. Ocultaban su figura y la hacían sentirse libre.

—¿Quién ha ordenado que me entrene?

—La señora Maruyama. Pasarán varios días, tal vez una semana, hasta que lleguen los Otori. La señora quiere que estés ocupada, que no tengas tiempo para inquietarte.

—Es muy amable de su parte —respondió Kaede—. ¿Quién va a enseñarme?

Shizuka soltó una risita y no contestó. Llevó a Kaede al otro lado de la calle, frente a la posada, hasta un edificio alargado de una sola planta y con suelo de madera. Allí le quitó las sandalias y le calzó unas zapatillas que le separaban los dedos de los pies. Entonces entregó a Kaede una careta para que se protegiera la cara y tomó dos largos palos de madera que estaban colgados de la pared.

—¿Has luchado con palos como éstos alguna vez?

—Cuando era pequeña —respondió Kaede—. Me enseñaron al poco tiempo de que aprendiera a caminar.

—Entonces lo recordarás.

Shizuka entregó uno de los palos a Kaede y, al tiempo que sujetaba el otro con firmeza entre sus manos, ejecutó varios movimientos con tanta fluidez que el palo se movía por el aire con más rapidez de la que la vista podía apreciar.

—¡Pero no sé hacerlo así! —admitió Kaede, atónita. Nunca habría esperado que Shizuka pudiera tan siquiera levantar un palo, y mucho menos manejarlo con tanta destreza y energía.

Shizuka se rió otra vez, y su apariencia de hábil guerrera se convirtió de nuevo en la de una doncella algo alocada.

—La señora Kaede enseguida recordará el manejo del palo. ¡Empecemos!

Kaede sintió frío, a pesar de la calurosa mañana de verano.

—¿Serás tú mi maestra?

—Mi habilidad no es grande y lo más probable es que sepas tanto como yo. No creo que pueda enseñarte nada nuevo, mi señora.

Aunque Kaede fue recordando los distintos movimientos y contaba con cierta habilidad natural y con la ventaja que su altura le otorgaba, la destreza de Shizuka superaba con mucho a la suya. Al final de la mañana Kaede se sentía agotada y sudorosa, aunque también emocionada. Shizuka, quien como doncella se volcaba en atenciones para con Kaede, era implacable como maestra. Cada golpe tenía que ser ejecutado a la perfección. Una y otra vez, cuando Kaede consideraba que por fin podía seguir el ritmo, Shizuka se detenía y le indicaba con cortesía que estaba apoyando el pie equivocado o que había bajado la guardia y se habría expuesto a la muerte súbita si estuvieran luchando con la espada. Finalmente, indicó con un gesto que la sesión había terminado, colocó los palos en las perchas de la pared, recogió las caretas y secó la cara de Kaede con una toalla.

—Ha ido bien —dijo—. La señora es muy hábil. Pronto recuperaremos los años perdidos.

La actividad física, el asombroso descubrimiento de la destreza de Shizuka, el calor de la mañana, las extrañas ropas… Todo provocó que Kaede perdiera el control sobre sí misma. Agarró una toalla y enterró la cara en ella, al tiempo que los sollozos la hacían temblar violentamente.

—Mi señora —murmuró Shizuka—, no llores, no hay nada que temer.

—¿Quién eres en realidad? —gritó Kaede—. ¿Por qué te haces pasar por lo que no eres? ¡Me dijiste que no conocías a la señora Maruyama!

—¡Ojalá pudiera explicarte todo! Pero todavía no es posible. Únicamente diré que estoy aquí para proteger a mi señora. Arai me envió con ese propósito.

—¿También conoces a Arai? Sólo me dijiste que sois de la misma ciudad.

—Es cierto, pero hay algo más. Arai tiene una profunda consideración por mi señora y se siente en deuda contigo. Cuando el señor Noguchi le envió al exilio, se indignó, se sintió ultrajado por la desconfianza de Noguchi y por la forma en la que éste te trató. Cuando se enteró de que te enviaban a Inuyama para casarte, tomó las medidas necesarias para que yo te acompañara.

—¿Por qué? ¿Estaré allí en peligro?

—Inuyama es un lugar peligroso, y ahora más que nunca, ya que los Tres Países están al borde de la guerra. Una vez que se selle la alianza con los Otori a través del matrimonio de mi señora, Iida se enfrentará en combate a los Seishuu, en el oeste.

En la sala desnuda, los haces de luz iluminaban las motas de polvo que Kaede y Shizuka levantaban a su paso. Desde más allá de las ventanas con celosías llegaba el sonido del agua que fluía por los canales, el griterío de los vendedores ambulantes y la risa de los niños. Kaede pensaba en lo sencillo y sincero que ese mundo parecía, tan alejado de los oscuros secretos que subyacían en el suyo.

—Sólo soy un peón del tablero —dijo, con amargura—. Me sacrificarás con la misma rapidez con que lo harían los Tohan.

—No es cierto, Arai y yo somos tus sirvientes, mi señora. Él ha jurado protegerte y yo obedezco sus órdenes. —Shizuka sonrió, y la pasión iluminó su rostro.

«Son amantes», pensó Kaede, y de nuevo sintió celos por tener que compartir a Shizuka. Deseaba preguntar: «¿Y qué me dices sobre la señora Maruyama? ¿Qué papel juega en este asunto? ¿Y el hombre con el que voy a casarme?», pero el miedo a las respuestas la hizo permanecer en absoluto silencio.

—Hace demasiado calor para seguir practicando hoy —dijo Shizuka, quien tomó la toalla que sujetaba Kaede y le secó los ojos—. Mañana te enseñaré el manejo del cuchillo —a medida que se levantaban, Shizuka añadió—: No me trates de forma diferente. Soy tu doncella, nada más.

—Debo pedirte disculpas por las veces que te he tratado mal —dijo Kaede, con torpeza.

—¡Nunca lo hiciste! —se rió Shizuka—. En todo caso, has sido demasiado indulgente. Puede que los Noguchi no te enseñaran nada útil, pero al menos tampoco has aprendido su crueldad.

—Aprendí a bordar —dijo Kaede—, pero no se puede matar a nadie con una aguja.

—Sí se puede —dijo Shizuka, como quien no quiere la cosa—, algún día te lo demostraré.

Por espacio de una semana esperaron en el pueblo a que llegasen los Otori. Los días eran cada vez más bochornosos, las nubes de tormenta cubrían las cimas de las montañas y los rayos parpadeaban en la distancia, aunque seguía sin llover. Kaede practicaba a diario el uso de la espada y el cuchillo. Comenzaba al alba, antes de que el calor empezase a apretar, y entrenaba durante tres horas sin descanso, mientras el sudor le corría por la cara y por todo el cuerpo.

Finalmente, una mañana que habían terminado de entrenar y se estaban lavando la cara con agua fría, oyeron, por encima del sonido habitual de la calle, el ruido de cascos de caballos y ladridos de perros. Shizuka llamó por señas a Kaede para que se acercase a la ventana.

—¡Mirad! ¡Ya están aquí! Los Otori han llegado.

Kaede miró fijamente a través de la celosía. El grupo de jinetes se acercaba al trote. La mayor parte de ellos llevaba yelmo y coraza, pero a un lado cabalgaba un muchacho no mucho mayor que ella. Se fijó en la curva de su pómulo, en el brillo sedoso de su cabello.

—¿Es ése el señor Shigeru?

—No. —Shizuka se rió—. El señor Shigeru cabalga al frente. Ese joven es su pupilo, el señor Takeo.

Shizuka recalcó la palabra señor con un tono irónico que Kaede recordaría más tarde, pero que en ese momento apenas notó, porque el muchacho, como si hubiese oído mencionar su nombre, giró la cabeza y miró en su dirección.

Los ojos del joven denotaban profundas emociones, su boca era sensible y en sus rasgos se apreciaba tanta energía como tristeza. Algo se encendió en Kaede, una especie de curiosidad mezclada con deseo, un sentimiento que no lograba reconocer.

Los hombres siguieron cabalgando. Cuando el muchacho desapareció de la vista, Kaede tuvo la sensación de que había perdido una parte de sí misma. De regreso a la posada, siguió a Shizuka como una sonámbula. Para cuando llegaron, estaba temblando como si tuviera fiebre. Shizuka, que había interpretado mal lo que a Kaede le sucedía, intentó tranquilizarla.

—El señor Otori es un hombre bueno, mi señora, no debes tener miedo. Nadie te hará daño.

Kaede no respondió, no se atrevía a abrir la boca, pues lo único que deseaba pronunciar era su nombre: Takeo.

Shizuka intentó que Kaede comiera —primero sopa, para entrar en calor; después, tallarines fríos para refrescarse—, pero ésta no podía probar bocado. Shizuka hizo que se tumbara. Bajo la colcha, Kaede temblaba. Sus ojos estaban brillantes; su piel, seca, y su cuerpo reaccionaba de forma tan imprevisible como el de una serpiente. En las montañas retumbaban los truenos y el aire se inundó de humedad.

Alarmada, Shizuka mandó llamar a la señora Maruyama. Cuando la dama entró en la alcoba, la seguía un hombre de cierta edad.

—¡Mi tío! —exclamó Shizuka, con un grito de alegría.

—¿Qué ha pasado? —preguntó la señora Maruyama, que se arrodilló junto a Kaede y le puso la mano en la frente—. Está ardiendo. Debe de haberse enfriado.

—Estábamos entrenando —explicó Shizuka—, cuando vimos llegar al señor Otori y, al parecer, la atacó un brote de fiebre repentino.

—¿Puedes darle algo, Kenji? —preguntó la señora Maruyama.

—La asusta el matrimonio —dijo entonces Shizuka, con un susurro.

—Puedo curar una fiebre, pero eso no lo puedo sanar —dijo el anciano—. Voy a encargar que hagan una infusión con hierbas. El brebaje la ayudará a calmarse.

Kaede permaneció tumbada con los ojos cerrados y sin mover un músculo. Oía con claridad sus palabras, pero éstas parecían llegar desde otro mundo, un mundo del que Kaede había salido en el momento en que sus ojos habían visto los de Takeo. Se levantó para beber la infusión, mientras Shizuka le sujetaba la cabeza como si fuese una niña; después se quedó dormida. Se despertó con el ruido de los truenos que venía del valle. Por fin había llegado la tormenta y la lluvia arreciaba, repiqueteando sobre las tejas y empapando los adoquines. Kaede había tenido un vivido sueño, pero en el momento en que abrió los ojos, éste se desvaneció, y la muchacha cayó en la cuenta de que era amor lo que sentía. Sintió perplejidad, seguida de alegría y, después, de consternación. Primero pensaba que moriría al ver a Takeo; más tarde, que moriría si no le veía. Se recriminó a sí misma cómo podía haberse enamorado del pupilo del hombre con el que iba a casarse. Y fue entonces cuando resolvió que no podía casarse con el señor Otori. No se casaría con nadie que no fuese Takeo. Se rió de su propia estupidez. ¡Como si la gente se casara por amor! «El desastre me ha alcanzado», pensó por un momento, para cambiar de opinión inmediatamente. «¿Cómo puede considerarse mi amor como un desastre?».

Cuando Shizuka regresó, Kaede insistió en que ya se había recuperado. Lo cierto era que la fiebre había remitido y había sido reemplazada por una energía que hacía que sus ojos brillaran y su cutis se mostrara radiante.

—¡Estás más hermosa que nunca! —exclamó Shizuka, al tiempo que bañaba a Kaede y la vestía con las ropas que habían sido preparadas para el primer encuentro con su futuro esposo.

La señora Maruyama saludó a Kaede con preocupación, se interesó por su salud y se alivió al comprobar que ya se había recuperado. Kaede notó el nerviosismo de la dama mientras la seguía en dirección a la mejor sala de la posada, que había sido preparada para el señor Otori.

Cuando los criados abrieron las puertas correderas, los hombres estaban hablando, pero se callaron en cuanto vieron a Kaede. Ella hizo una reverencia hasta el suelo, consciente de las miradas de todos ellos y sin atreverse a levantar la vista. Notaba cómo el corazón se le aceleraba.

—La señora Shirakawa Kaede —dijo la señora Maruyama. Su voz denotaba frialdad, y Kaede se preguntó de nuevo qué habría hecho ella para ofender tanto a la dama.

—Señora Kaede, te presento al señor Otori Shigeru —continuó la señora Maruyama, con voz tan débil que apenas podía oírse.

Kaede se incorporó.

—Señor Otori —murmuró, mientras elevaba los ojos hasta el rostro del hombre con el que iba a casarse.

—Señora Shirakawa —respondió él, con cortesía—. Nos han contado que os encontrabais indispuesta. ¿Os habéis recuperado?

—Gracias, me encuentro bien.

Kaede pensó que el señor Otori tenía un rostro agradable y que su mirada era bondadosa. «Es digno de su reputación», pensó, «pero ¿cómo puedo casarme con él?». Notó que sus mejillas enrojecían.

—Esas hierbas son infalibles —dijo el hombre sentado a la derecha del señor Otori. Kaede reconoció la voz del anciano que había encargado la infusión, el hombre al que Shizuka había llamado «tío»—. La señora Shirakawa tiene reputación de ser muy hermosa, pero tal reputación no le hace justicia.

La señora Maruyama dijo:

—No seas tan cumplido, Kenji. Si una muchacha no es hermosa a los 15 años, nunca lo será.

Kaede se sonrojó aún más.

—Os hemos traído regalos —dijo el señor Otori—. Palidecen ante vuestra belleza, pero os ruego que los aceptéis como muestra de mi más profunda consideración y de la devoción del clan de los Otori. ¡Takeo!

Kaede notaba que el señor le hablaba con indiferencia, incluso con frialdad, e imaginó que siempre la trataría de la misma forma.

El chico se levantó y llevó hasta Kaede una bandeja lacada. Sobre ella había paquetes envueltos en seda de color rosa pálido, estampado con el blasón de los Otori. Arrodillado frente a Kaede, Takeo le entregó la bandeja. Ella dio las gracias con una reverencia.

—Te presento al pupilo e hijo adoptivo del señor Otori —dijo la señora Maruyama—, el señor Otori Takeo.

Kaede no se atrevió a mirarle a la cara, tan sólo se permitió observar sus manos. Tenían dedos largos y flexibles, y estaban hermosamente moldeadas. El tono dorado de la piel recordaba al color de la miel, quizá al del té, y las uñas tenían un ligero tinte malva. Kaede percibía la quietud que él transmitía, como si siempre estuviera escuchando, en alerta permanente.

—Señor Takeo —susurró.

Takeo no era todavía un hombre, como aquellos a los que Kaede temía y odiaba. Era de su misma edad, y su cabello y su piel tenían la misma textura propia de la juventud. La intensa curiosidad que antes había sentido regresó. Deseaba conocerlo todo acerca de él. ¿Por qué le había adoptado el señor Otori? ¿Quién era en realidad? ¿Qué había sucedido para que mostrase una tristeza tan profunda? ¿Y por qué sentía Kaede que él podía oír los pensamientos de su corazón?

—Señora Shirakawa —la voz de Takeo era grave, con un ligero acento del este.

Kaede tuvo que mirarle. Levantó los ojos, y sus miradas se encontraron. Él la observó fijamente, como aturdido, y Kaede notó que algo surgió entre ellos, como si alguien hubiera tocado el espacio que los separaba.

La lluvia había cesado un rato antes, pero de nuevo empezó a caer con tanta fuerza que ahogaba sus voces. El viento también comenzó a soplar, haciendo bailar las llamas de las lámparas que, a su vez, proyectaban sombras en las paredes.

«Desearía quedarme aquí para siempre», pensó Kaede.

La señora Maruyama dijo con voz cortante:

—Te conoce, pero no os han presentado. Éste es Mulo Kenji, viejo amigo del señor Otori y preceptor de Takeo. Él ayudará a Shizuka en tu instrucción.

—Señor —dijo Kaede, mirando a Kenji por debajo de sus pestañas. Él la miraba con franca admiración y movía la cabeza como con incredulidad.

«Parece un anciano agradable», pensó Kaede. «Aunque, pensándolo bien, ¡no es tan viejo!». La cara de Kenji parecía cambiar frente a los ojos de Kaede.

La muchacha notó que el suelo temblaba ligeramente debajo de ella. Nadie habló, pero desde fuera alguien lanzó un grito de sorpresa. De nuevo, el viento y la lluvia. Un escalofrío estremeció su cuerpo. No debía mostrar sus sentimientos. Nada era lo que parecía.