La nieve se derritió, y en la casa y en el jardín comenzó a sonar de nuevo el arrullo del agua. Yo llevaba seis meses viviendo en Hagi y había aprendido a leer, a escribir y a dibujar; pero también había aprendido a matar de muchas formas diferentes, aunque por entonces no había puesto en práctica ninguna de ellas. Notaba que podía escuchar las intenciones que los hombres guardaban en sus corazones, y había aprendido otras habilidades útiles, aunque no fue Kenji quien me las enseñó, sino que las descubrí yo mismo. Podía estar en dos lugares al mismo tiempo y hacerme invisible, y también era capaz de silenciar a los perros con una mirada que los hacía caer de inmediato en un profundo sueño. Este último truco lo aprendí solo, y no se lo conté a Kenji, porque él solía aplicar la maldad a todas sus enseñanzas.
Yo utilizaba estas habilidades siempre que me cansaba de estar encerrado en casa, de la constante rutina del estudio y el entrenamiento, de la obediencia a mis dos severos preceptores. Me resultaba facilísimo distraer a los guardias, hacer que los perros se durmieran y franquear la cancela sigilosamente sin que nadie me viera. Incluso Ichiro y Kenji, en más de una ocasión, tuvieron el convencimiento de que yo me encontraba en algún tranquilo rincón de la casa practicando con el pincel y la tinta, cuando en realidad estaba con Fumio. Juntos explorábamos los callejones de los alrededores del puerto, nadábamos en el río, escuchábamos a los marineros y a los pescadores, e inhalábamos la embriagadora mezcla de aire salado, cuerdas de cáñamo y marisco en todas sus formas: crudo, ahumado, asado a la parrilla o cocinado en pequeños pasteles o en suculentos guisos que hacían que nuestros estómagos gruñeran de hambre. Llegué a conocer los distintos dialectos, el del oeste, el de las islas e, incluso, el del continente, y escuchaba conversaciones sin que nadie sospechara que yo pudiera acertar a oír. De este modo, aprendí las formas de vida de la gente, sus temores y sus anhelos.
A veces salía solo y cruzaba el río a nado o bien por la presa. Exploraba las tierras de la orilla más lejana y me adentraba en las montañas, donde los campesinos tenían sus campos secretos escondidos entre los árboles y que, por no ser conocidos, tampoco estaban sometidos al pago de impuestos. Veía cómo las nuevas hojas verdes brotaban en los arbustos y escuchaba cómo los huertos de castaños cobraban vida con el zumbido de los insectos que buscaban el polen de sus flores doradas. Escuchaba asimismo a los campesinos, que también zumbaban como insectos y se quejaban sin cesar de los señores de los Otori y de los impuestos, siempre en aumento, que les imponían.
Una y otra vez salía a relucir el nombre del señor Shigeru. Me enteré de la amargura que sentía más de la mitad de la población porque fueran sus tíos, y no él, los señores del castillo. Estos comentarios se entendían como traición, y sólo se hacían por la noche o en las profundidades del bosque, de forma que nadie pudiera oírlos. Yo los escuchaba, pero los mantenía en secreto.
La primavera estalló en el paisaje; el aire era cálido, y la tierra entera cobró vida. Yo sentía una inquietud que no lograba explicar. Buscaba algo, pero no tenía idea de qué podía tratarse. Kenji me llevó al barrio de las licencias de la ciudad, y allí me acostaba con las chicas. Nunca le dije que ya había visitado los mismos lugares con Fumio y que sólo había encontrado un alivio efímero a mi desasosiego. Aquellas chicas me provocaban tanto deseo como lástima. Me recordaban a las muchachas con las que yo había crecido en Mino. Con toda probabilidad procedían de familias similares y habían sido vendidas para prostituirse a causa de la pobreza de sus padres. Algunas de ellas eran casi unas niñas, y yo les miraba fijamente a la cara buscando los rasgos de mis hermanas. A menudo me avergonzaba de mi actitud, pero no dejé de visitar esos lugares.
Llegaron las fiestas de la primavera. Los templos y las calles se abarrotaron de gente, y los tambores sonaban durante toda la noche. Los rostros y los brazos de los tamborileros brillaban de sudor a la luz de las linternas, pero estaban tan poseídos que no apreciaban el agotamiento. Yo no podía resistirme a la fiebre de las celebraciones, al éxtasis delirante de las masas. Una noche salí con Fumio y seguimos a la estatua del dios, que era transportada con esfuerzo por una multitud de hombres entusiasmados. Acababa de despedirme de él, cuando me empujaron y casi choqué contra un hombre. Éste se volvió hacia mí y yo le reconocí: era el viajero que se había alojado en nuestra casa y había intentado alertarnos sobre la persecución de Iida. Era feo y achaparrado, de expresión astuta, la clase de vendedor ambulante que a veces pasaba por Mino. Antes de que pudiera alejarme, noté un destello de reconocimiento en sus ojos y también aprecié la compasión de su mirada.
El hombre gritó para hacerse oír por encima de la vociferante multitud:
—¡Tomasu!
Negué con la cabeza, sin que mi cara o mis ojos transmitieran sentimiento alguno; pero él insistió. Intentó empujarme hasta un callejón, lejos de la muchedumbre.
—Tomasu, eres tú, ¿verdad? Eres el muchacho de Mino.
—Estás confundido —respondí—. No conozco a nadie que se llame Tomasu.
—¡Todos creían que estabas muerto!
—No sé de qué me hablas —me reí, como si fuera una broma divertida, e intenté regresar junto a la multitud.
El hombre me agarró el brazo para detenerme, y cuando iba a abrir la boca para hablar, ya sabía yo lo que iba a decirme.
—Tu madre ha muerto. La mataron. Los mataron a todos. ¡Eres el único superviviente! ¿Cómo lograste escapar? —acercó su cara a la mía y pude oler su aliento, su sudor.
—¡Estás borracho, viejo idiota! —repliqué—. Mi madre está viva y reside en Hofu —me lo quité de encima de un empujón e hice el gesto de sacar mi cuchillo—. Y yo soy miembro del clan de los Otori —ya no me reía, sino que me mostraba furioso.
El hombre retrocedió.
—Perdonadme, señor. He cometido un error. Ahora me doy cuenta de que no sois quien yo creía —estaba un poco borracho; pero, evidentemente, el miedo le estaba espabilando.
En el acto se agolparon en mi mente varios pensamientos. El más acuciante me decía que tenía que matar a ese hombre, a ese inofensivo mercachifle que había intentado alertar a mi familia. Tenía claro cómo debía hacerlo: le llevaría al fondo del callejón, le haría perder el equilibrio y le clavaría el cuchillo en la arteria del cuello, con el corte hacia arriba; después le dejaría caer al suelo donde, tumbado como un borracho, se desangraría hasta morir. Incluso aunque me vieran, nadie se atrevería a capturarme.
La ruidosa multitud pasaba a nuestro lado y el cuchillo permanecía en mi mano. El hombre se tiró al suelo y suplicó con frases incoherentes que no le quitase la vida.
«No puedo matarle», pensé yo. «No es necesario. Él está convencido de que no soy Tomasu, y aunque tuviese dudas, nunca se atrevería a contárselas a nadie. No en vano, pertenece a los Ocultos».
Retrocedí hasta mezclarme con la multitud y dejé que ésta me arrastrara hasta las puertas del templo. Después me escabullí hacia el sendero que discurría a lo largo de la orilla del río. Estaba oscuro y desierto, pero yo seguía oyendo el griterío de la ferviente muchedumbre, los cánticos de los sacerdotes y el monótono tañido de la campana del templo. Las aguas del río chocaban contra los juncos, las barcas y los muelles. Me acordé de la primera noche que había pasado en casa del señor Shigeru: «Al igual que el río siempre está a la puerta, así está siempre el mundo de puertas afuera. Y es en ese mundo donde estamos obligados a vivir».
Los perros, adormilados y dóciles, me siguieron con la mirada mientras traspasaba la cancela, pero los guardias no se percataron de mi presencia. Algunas veces, en estas ocasiones, entraba yo sigilosamente en la garita y les daba un buen susto, pero aquella noche yo no estaba para bromas. Pensaba con amargura en lo lentos y poco observadores que eran, y en lo fácilmente que otro miembro de la Tribu podría acceder a la casa, al igual que hiciera el asesino. Después me invadió un sentimiento de repugnancia hacia este mundo de sigilo, de hipocresía e intriga, para el que yo había sido entrenado. Deseaba volver a ser Tomasu y bajar corriendo la ladera de la montaña hasta la casa de mi madre.
Los ojos me ardían. El jardín estallaba con los olores y los sonidos de la primavera, y los capullos tempranos brillaban con frágil palidez bajo la luz de la luna. Su extremada pureza me traspasaba el corazón. ¿Cómo era posible que el mundo fuera tan hermoso y tan cruel al mismo tiempo?
Las linternas de la veranda ardían, parpadeantes, bajo la cálida brisa. Kenji, sentado entre las sombras, me llamó.
—El señor Shigeru ha reprendido a Ichiro por no haberse dado cuenta de tu ausencia. Yo le dije: «Puedes domar a un zorro, pero nunca lo convertirás en un perro faldero».
—Kenji observó mi rostro iluminado por la luz. —¿Qué ha pasado?
—Mi madre ha muerto.
«Sólo los niños lloran la muerte. Los hombres y las mujeres se sobreponen a ella». En mi interior, Tomasu, el niño, estaba llorando; pero los ojos de Takeo no tenían una sola lágrima.
Kenji se acercó más a mí, y susurró:
—¿Quién te lo ha dicho?
—Alguien que conocí en Mino estaba en el templo.
—¿Te reconoció?
—Él creía que sí; pero antes de que le convenciese de que no era Tomasu me habló de la muerte de mi madre.
—Lo siento —dijo Kenji, con desgana—. Supongo que le matarías.
Yo no respondí, no era necesario. Kenji sabía la respuesta de antemano. Desesperado, me golpeó la espalda como solía hacer Ichiro cuando me descuidaba en mi caligrafía.
—¡Eres un estúpido, Takeo!
—No estaba armado, estaba indefenso. Conocía a mi familia.
—Justo lo que me temía: dejas que la compasión frene tu mano. ¿Es que no sabes que todo hombre al que perdones la vida te odiará para siempre? Lo único que hiciste fue convencerle de que sí eres Tomasu.
—¿Por qué habría él de morir por culpa de mi destino? ¿Qué beneficio traería su muerte? ¡Ninguno!
—Lo que me preocupa es la catástrofe que su vida y su lengua puedan acarrear —replicó Kenji, antes de entrar en la casa para contarle lo sucedido al señor Shigeru.
Yo había perdido prestigio entre los habitantes de la casa y me prohibieron recorrer la ciudad sin compañía. Kenji me vigilaba de cerca y me resultaba casi imposible escapar de él; pero yo no cejaba en mi empeño. Como de costumbre, cuando me topaba con un obstáculo, hacía todo lo posible para sortearlo. Kenji se enfurecía por mi desobediencia, pero mis habilidades eran cada vez más extraordinarias y me otorgaban mayor confianza.
El señor Shigeru me habló de la muerte de mi madre después de que Kenji le hubiera contado mi fracaso como asesino.
—Lloraste por ella la noche en la que nos conocimos; ahora no puedes dar señal alguna de tristeza. Nunca se sabe quién está observando.
Así que la tristeza permaneció oculta en mi corazón. Por la noche repetía en silencio las plegarias de los Ocultos por las almas de mi madre y de mis hermanas, pero no rezaba las oraciones de perdón que ella me había enseñado. No tenía intención de amar a mis enemigos; por el contrario, el sufrimiento alimentaba mis ansias de venganza.
Esa noche fue también la última que vi a Fumio. Para cuando logré burlar a Kenji y llegar al puerto, los barcos de los Terada habían desaparecido. Unos pescadores me contaron que la familia había partido una noche, empujada finalmente hacia el exilio a causa de los elevados impuestos y la injusta normativa. Se rumoreaba que habían huido a Oshima, de donde los Terada procedían, y que lo más seguro es que hubieran decidido dedicarse a la piratería, tomando esa isla como base.
Por esta época, antes de las deseadas lluvias, el señor Shigeru tomó un gran interés en lo concerniente a la construcción, y puso en marcha su proyecto para levantar un pabellón de té en uno de los extremos del jardín. Fui con él a elegir la madera, los troncos de cedro que soportarían el suelo y el techo, y las tablas de ciprés para las paredes. El olor a serrín me traía recuerdos de las montañas, y los carpinteros se asemejaban a los hombres de mi aldea: eran de apariencia taciturna, pero estallaban en repentinos ataques de risa cuando alguno contaba uno de sus chistes indescifrables. Sin darme cuenta, empecé a hablar como lo hacía de niño y utilicé palabras de la aldea que no había pronunciado durante meses. Incluso a veces, mi forma de hablar les hacía sonreír.
El señor Shigeru sentía curiosidad por todas las fases de la construcción, desde la tala de los árboles en el bosque hasta la preparación de las tablas o los diferentes métodos de colocar los suelos. Visitábamos con frecuencia el almacén de madera acompañados por el maestro carpintero, Shiro, quien parecía estar labrado con el mismo material que tanto amaba. Se diría que era hermano del cedro y del ciprés. Shiro hablaba del carácter y el espíritu de las diferentes clases de madera y de lo que cada parte del bosque aporta a las casas.
—Cada clase de madera tiene su propio sonido —decía—, y cada casa tiene su propia canción.
Hasta entonces había creído que nadie más que yo sabía que las casas cantaban. Llevaba meses escuchando la canción de la casa del señor Shigeru. Durante el invierno había escuchado cómo la melodía se amortiguaba; había oído cómo crujían las vigas y las paredes cuando la casa se encogía a causa del peso de la nieve y el hielo, o cuando se dilataba con el deshielo. Ya era primavera, y la canción del agua sonaba otra vez.
Shiro me observaba como si leyera mis pensamientos.
—He oído que el señor Iida ha ordenado instalar un suelo que suena como el canto de un ruiseñor —comentó—; pero, ¿quién necesita que el suelo cante como un pájaro, si ya tiene su propia canción?
—¿Cuál es el propósito de esa clase de suelo? —preguntó el señor Shigeru, con simulada dejadez.
—Iida teme ser asesinado, y el suelo es otra medida de seguridad, pues nadie puede cruzarlo sin que empiece a trinar.
—¿Cómo se fabrica?
El anciano tomó una pieza de un suelo a medio hacer y explicó cómo se colocan las viguetas para que las tablas rechinen.
—Me han dicho que en la capital utilizan estos suelos. Aquí, la mayor parte de la gente quiere suelos silenciosos. Si les haces uno que suene, te piden que lo repitas. Pero Iida no podía dormir por las noches, porque temía que alguien le asaltase por sorpresa… ¡y ahora tampoco duerme, temeroso de que el suelo se ponga a cantar! —concluyó Shiro, con una risa ahogada.
—¿Podrías construir tú un suelo como ése? —preguntó el señor Shigeru.
Shiro miró hacia mí y me sonrió.
—Si soy capaz de fabricar un suelo tan silencioso que ni siquiera Takeo pueda oírlo, no me será difícil hacer uno que cante.
—Takeo te ayudará —anunció el señor Shigeru—. Quiero que aprenda todos los pasos de su construcción.
No me atreví entonces a preguntar por qué. Tenía una ligera idea, pero prefería no pasarla a palabras. Después, la conversación se centró en el pabellón de té.
Mientras Shiro daba órdenes para su construcción, se dedicó a montar un suelo de ruiseñor de pequeñas proporciones, un entarimado que reemplazaba la veranda que rodeaba la casa. Yo observaba la colocación de cada una de las tablas, de cada vigueta y cada estaquilla.
Chiyo se quejaba de que el ruido le producía dolor de cabeza y afirmaba que en lugar del sonido de un pájaro, parecía el de un ratón. Pero finalmente todos nos acostumbramos al nuevo sonido, que se incorporó a la melodía cotidiana.
El suelo proporcionaba a Kenji un incesante regocijo, pues pensaba, divertido, que me impediría abandonar la casa. El señor Shigeru no llegó a explicarme por qué me había obligado a aprender cómo estaba construido, aunque imagino que sospechaba el desafío que a mí me suponía. Yo escuchaba su sonido durante todo el día; sabía con exactitud quién andaba sobre él y distinguía las pisadas; podía predecir la siguiente nota de la canción. También practicaba para conseguir caminar sobre el suelo sin despertar a los pájaros. Resultaba difícil. —Shiro había hecho un buen trabajo—, pero no imposible. Yo había observado todas las fases de su construcción, y sabía que no había nada mágico en él. Llegar a dominarlo era tan sólo cuestión de tiempo. Con la paciencia casi obsesiva que ya identificaba como una característica de la Tribu, lo atravesaba una y otra vez procurando que no sonara.
Comenzaron las lluvias. Una noche, el aire era tan húmedo y sofocante que no lograba conciliar el sueño. Me acerqué a beber al aljibe y después me detuve junto a la puerta para contemplar el suelo que se extendía ante mis pies. Entonces supe que lograría cruzarlo sin despertar a nadie.
Mis movimientos fueron rápidos, y mis pies sabían cómo y dónde debían pisar. Los pájaros permanecieron en silencio. Me invadió la sensación de profundo placer, que no de euforia, que conlleva la adquisición de las habilidades de la Tribu, y al momento oí el sonido de una respiración. Giré en redondo y vi que el señor Shigeru me estaba observando.
—Me habéis oído —dije yo, decepcionado.
—No, estaba despierto. Hazlo otra vez.
Durante un instante, me quedé agazapado en la misma posición y me concentré a la manera de la Tribu, desentendiéndome de todo lo que me rodeaba, excepto de los ruidos de la noche. Entonces crucé corriendo el suelo de ruiseñor. Los pájaros siguieron durmiendo.
Yo pensaba en Iida, que estaría despierto en Inuyama, atento al canto de los pájaros. Me vino la imagen de mí mismo cruzando el suelo en dirección a él, sin hacer ningún ruido, sin que nadie detectara mi presencia. Tal vez el señor Shigeru estuviera pensando lo mismo que yo, pero no hizo mención alguna. Todo lo que dijo fue:
—Shiro me ha decepcionado. Creía que este suelo se te iba a resistir.
Ninguno de nosotros dijo: «¿Se resistirá el suelo de Iida?»; pero la pregunta quedó flotando entre nosotros, en el pesado aire de esa noche del sexto mes.
El pabellón de té ya estaba acabado, y a menudo tomábamos allí el té de la tarde, que me traía recuerdos de la primera vez que probé la valiosa infusión de color verde que la señora Maruyama había preparado. Tenía la sensación de que el señor Shigeru había mandado construir el pabellón pensando en ella, aunque nunca lo mencionó. En la puerta, crecía una camelia de dos troncos, y tal vez fuese este símbolo del amor marital lo que provocó que todos empezaran a hablar sobre las bondades del matrimonio. Ichiro, en particular, insistía al señor Shigeru para que buscase una nueva esposa.
—La muerte de vuestra madre y la de Takeshi os han servido de excusa durante un tiempo, pero ya hace más de 10 años que enviudasteis y no habéis tenido descendencia. ¡Lo nunca visto!
Los criados murmuraban sobre el asunto, olvidando que yo podía oír con claridad todo lo que decían desde cualquier rincón de la casa. La opinión generalizada se acercaba, de hecho, a la realidad, aunque ellos no parecían convencidos, y llegaron a la conclusión de que el señor Shigeru estaba enamorado de una mujer inadecuada o inalcanzable. Lo más probable era que ambos se hubieran jurado fidelidad —las chicas suspiraban—, ya que, para decepción de la servidumbre, el señor Shigeru nunca había invitado a una mujer a la casa para que compartiera su lecho. Las mujeres de mayor edad, más realistas, señalaban que estas cosas pueden ocurrir en los poemas, pero que no tenían cabida en la vida cotidiana de la casta de los guerreros.
—¡A lo mejor prefiere a los chicos! —irrumpió Haruka, la más atrevida de las criadas, con un despliegue de risitas nerviosas—. ¿Y si le preguntamos a Takeo?
Ante este comentario, Chiyo sentenció que una cosa era preferir a los muchachos y otra muy diferente el matrimonio, y que no tenían nada que ver una con la otra.
El señor Shigeru esquivaba todas las preguntas acerca de su matrimonio, y argumentaba que estaba más preocupado por el proceso de mi adopción. No habíamos tenido noticias del clan desde hacía varios meses, sólo sabíamos que el asunto todavía estaba siendo considerado. Lo cierto era que los Otori tenían otras preocupaciones más apremiantes. Iida había comenzado su campaña estival en el este, y un feudo tras otro se habían unido a los Tohan o habían sido conquistados y aniquilados. En breve, Iida dirigiría de nuevo su atención al País Medio. El clan de los Otori se había acostumbrado a la paz. Los tíos del señor Shigeru no deseaban enfrentarse a Iida y lanzar al feudo a otra guerra sangrienta; sin embargo, la mayoría de los miembros de los Otori detestaba la sola idea del sometimiento a los Tohan.
Por la ciudad de Hagi corrían todo tipo de rumores y la tensión se mascaba en el ambiente. Kenji se mostraba inquieto; me observaba sin cesar, y su supervisión constante me irritaba.
—Cada vez llegan más espías de los Tohan a la ciudad —dijo Kenji—. Tarde o temprano alguno reconocerá a Takeo. Déjame que le aleje de aquí.
—Cuando haya sido adoptado y esté bajo la protección del clan, Iida no se atreverá a tocarle —respondió el señor Shigeru.
—Creo que subestimas a Iida. Él se atreve a todo.
—Tal vez en el este, pero no en el País Medio.
A menudo discutían sobre este tema, y Kenji presionaba al señor para que le permitiese llevarme con él, y el señor Shigeru esquivaba sus peticiones y se negaba a tomar en serio sus amenazas de peligro. Insistía en que una vez que me hubiera adoptado, me encontraría más seguro en Hagi que en cualquier otro lugar.
Los temores de Kenji lograron instalarse en mí. Siempre me mantenía en guardia, siempre alerta, siempre al acecho. Sólo encontraba descanso cuando me concentraba en aprender nuevas habilidades. El perfeccionamiento de mis destrezas llegó a obsesionarme.
Por fin, el mensaje llegó a finales del séptimo mes: el señor Shigeru debía llevarme al castillo al día siguiente. Allí, sus tíos me recibirían y tomarían una decisión. Chiyo me bañó, me lavó el cabello y lo recortó; también me vistió con ropas nuevas, aunque de colores apagados. Ichiro me repetía una y otra vez las normas del protocolo y la cortesía, el lenguaje que debía utilizar, lo profundas que debían ser mis reverencias.
—No nos defraudes —me susurró cuando partíamos—. Después de todo lo que el señor Shigeru ha hecho por ti, no puedes defraudarle.
Kenji no iría con nosotros, pero dijo que nos seguiría hasta el portón del castillo.
—Mantén los oídos bien atentos —me dijo, como si yo pudiera hacer otra cosa.
Yo iba a lomos de Raku, el caballo gris perla con la cola y las crines de color negro. El señor Shigeru cabalgaba por delante de mí sobre su caballo negro, Kyu, junto a cinco o seis lacayos. A medida que nos acercábamos al castillo, el pánico me invadía. ¿Cómo se me ocurría fingir que era un señor, o un guerrero? Al primer vistazo, los señores de los Otori se darían cuenta de quién era yo en realidad: el hijo de una campesina y de un asesino. Pero lo peor era que al cabalgar por la calle abarrotada me sentía al descubierto e imaginaba que todos me miraban.
Raku notó mi pánico y se puso tenso. Un movimiento repentino entre la muchedumbre le hizo recular ligeramente. Apenas sin darme cuenta, respiré con más lentitud y relajé mis músculos, y Raku se tranquilizó de inmediato. Sin embargo, al ir hacia atrás se había girado hacia un lado, y mientras yo tiraba de su cabeza para retomar la posición, acerté a divisar a un hombre entre la multitud. Sólo vi su cara durante un instante, pero le reconocí de inmediato. Observé la manga vacía de su costado derecho. Yo había dibujado su rostro para el señor Shigeru y para Kenji: era el hombre que me había perseguido por la montaña, al que Jato había cortado de cuajo su brazo derecho.
No parecía que me observara y yo ignoraba si me había reconocido. Seguí cabalgando. Creo que no di la menor señal de que había reparado en su presencia, aunque el episodio duró menos de un minuto.
Sorprendentemente, me sentía más tranquilo. «Esto es real», pensé. «No es un juego. Tal vez esté fingiendo ser alguien que no soy, pero si fracaso encontraré la muerte. Soy un Kikuta. Pertenezco a la Tribu. Puedo enfrentarme a cualquiera».
A medida que cruzábamos el foso, divisé a Kenji entre la muchedumbre, un anciano con un manto desvaído. Entonces, el portón principal se abrió para nosotros y lo cruzamos a caballo hasta llegar al primer patio de armas. Allí desmontamos. Los lacayos se quedaron junto a los corceles, y el señor Shigeru y yo fuimos recibidos por un hombre entrado en años, el mayordomo, quien nos guió hasta la residencia.
Ésta era un edificio tan imponente como elegante, construido en el flanco del castillo que daba al mar y protegido por una muralla de menor altura. Estaba rodeado por un foso que llegaba hasta la muralla que lo separaba del mar, y dentro del foso se veía un enorme jardín hermosamente trazado. Tras el castillo, se elevaba una colina de bosques muy frondosos, por encima de la cual despuntaba el tejado curvado de un templo.
El sol acababa de salir y las piedras ya desprendían calor. Yo notaba cómo la frente y las axilas se me empapaban de sudor, y oía cómo el mar susurraba a las rocas sobre las que se erguía la muralla. «¡Ojalá pudiera zambullirme en él!», pensé.
Nos quitamos las sandalias y unas criadas nos lavaron los pies con agua fría. El mayordomo nos condujo al interior de la casa. Parecía que el recorrido no iba a terminar nunca, pues cruzamos una estancia detrás de otra, todas ellas muy lujosas y costosamente decoradas. Finalmente, llegamos a una antesala donde el mayordomo nos pidió que aguardáramos unos momentos. Nos sentamos en el suelo y esperamos durante lo que nos pareció al menos una hora. Al principio yo me sentía indignado, por aquel insulto hacia el señor Shigeru y por el extravagante lujo de la residencia que, con plena seguridad, procedía de los impuestos cobrados a los campesinos. Deseaba contarle al señor Shigeru que había visto en Hagi al hombre del señor Iida, pero no me atrevía a hablar. Él parecía fascinado por las pinturas de las puertas, en las que se veía una garza gris posada en las verdes aguas de un río. El ave miraba hacia una montaña de tonos rosa y oro.
Después recordé el consejo de Kenji y pasé el resto del tiempo escuchando los sonidos de la residencia, que no cantaba la canción del río, como la casa del señor Shigeru, sino que tenía un timbre más profundo y más grave, apuntalado por el continuo oleaje del mar. Conté la cantidad de pisadas diferentes que podía distinguir, y llegué a la conclusión de que en la vivienda habitaban 53 personas. Oí a tres niños que jugaban en el jardín, y también a las damas, que hablaban sobre una travesía en barco que confiaban en poder realizar si el buen tiempo se mantenía.
Entonces, desde el interior de la casa, me llegó el sonido de dos hombres que hablaban en voz baja. Oí que mencionaban el nombre del señor Shigeru y me di cuenta de que se trataba de sus tíos. Discutían asuntos que no querían que nadie más conociera.
—Lo importante es que Shigeru dé su aprobación al matrimonio —dijo uno de ellos.
Me pareció que su voz era la de más edad, la que denotaba más fortaleza y obcecación. Fruncí el entrecejo y me pregunté qué quería decir. ¿Acaso no habíamos venido para hablar sobre mi adopción?
—Él siempre se ha resistido a casarse de nuevo —dijo el otro, posiblemente más joven, con cierto respeto—, y casarse para sellar una alianza con los Tohan, cuando Shigeru siempre se ha opuesto a ella… Puede que le incite a la rebelión.
—Vivimos tiempos muy peligrosos —terció el hombre mayor—. Ayer llegaron noticias sobre la situación en el oeste. Parece que los Seishuu se están preparando para enfrentarse a Iida. Arai, el señor de Kumamoto, considera que los Noguchi le han ofendido, y está reuniendo un ejército para luchar contra ellos y contra los Tohan antes de que llegue el invierno.
—¿Tiene Shigeru contacto con él? Podría tratarse de la oportunidad que necesita…
—No hace falta que lo menciones —cortó su hermano—. Soy plenamente consciente de la popularidad de Shigeru dentro del clan. Si se asocia con Arai, juntos podrían derrotar a Iida.
—A menos que…, por decirlo de alguna manera, desarmáramos a Shigeru.
—El matrimonio sería una buena respuesta. Llevaría a Shigeru hasta Inuyama, donde durante un tiempo estaría bajo la atenta mirada de Iida. Además, la dama en cuestión, Shirakawa Kaede, cuenta con una reputación ciertamente útil.
—¿A qué te refieres?
—Ya han muerto dos hombres por su causa. Sería una lástima que Shigeru fuera el tercero, pero nosotros no tendríamos la culpa.
El hombre más joven se rió en voz baja, de una forma que me provocaba ganas de matarle. Suspiré hondo, intentando aplacar mi furia.
—¿Y si se sigue negando a casarse? —preguntó.
—Será la condición que le pondremos para esa adopción con la que se ha encaprichado. No creo que pueda hacernos ningún daño.
—He intentado averiguar la procedencia del muchacho —dijo el hombre más joven. En su voz se apreciaba el tono pedante de un experto en archivos—. No he encontrado la forma de relacionarle con la madre de Shigeru. En los árboles genealógicos no hay rastro de él.
—Lo más seguro es que sea hijo ilegítimo —respondió el hombre mayor—. He oído que se parece a Takeshi.
—Sí, su apariencia hace que sea difícil negar su sangre Otori, pero no vamos a adoptar a todos nuestros hijos ilegítimos…
—En condiciones normales ni siquiera contemplaríamos la posibilidad; pero en este preciso momento…
—Estoy de acuerdo.
Oí cómo el suelo crujió ligeramente cuando se pusieron en pie.
—Una última cosa —dijo el hermano mayor—. Me aseguraste que Shintaro no fallaría. ¿Qué pasó?
—He intentado averiguarlo. Por lo visto, ese muchacho le oyó y despertó a Shigeru. Shintaro tomó el veneno.
—¿El chico le oyó? ¿Es que también procede de la Tribu?
—Es posible. Un tal Muto Kenji apareció el año pasado en casa de Shigeru. La versión oficial es que se trata de una especie de preceptor, pero a mi entender no le está dando la instrucción habitual —el hermano más joven se rió otra vez.
Un escalofrío de miedo me recorrió el cuerpo, pero también sentí desprecio por ellos. Les habían hablado de la agudeza de mi oído y no cayeron en la cuenta de que también podía oírles a ellos en su propia casa.
El ligero temblor que producían sus pisadas se alejó de la habitación interior, donde habían mantenido su conversación, y llegó hasta la sala que quedaba tras las puertas pintadas. Unos momentos más tarde, el mayordomo regresó, abrió las puertas correderas con gentileza y nos indicó que entráramos en la sala de audiencias. Los dos señores estaban sentados uno junto al otro, en sillas bajas. Varios hombres se arrodillaban a lo largo de ambos lados de la estancia. El señor Shigeru hizo una reverencia hasta tocar el suelo y yo hice lo propio, no sin antes mirar fugazmente a los dos hermanos, contra los que sentía un resentimiento sin límites.
El más mayor, el señor Otori Shoichi, era alto pero no muy fornido; su rostro era delgado y demacrado; llevaba barba y bigote recortados, y sus cabellos ya peinaban canas. El hermano más joven, Masahiro, era más bajo y grueso, se mantenía muy tieso, como suelen hacer los hombres de poca altura; no llevaba barba, y su rostro, de tono cetrino, estaba moteado por varios lunares; su cabello, aún negro, era escaso. Los rasgos distintivos de los Otori —pómulos prominentes y nariz aguileña— quedaban estropeados por los defectos de su carácter, y tales rasgos otorgaban a los dos hermanos una apariencia tan débil como cruel.
—Señor Shigeru, sobrino mío, que seas bienvenido —dijo Shoichi, con gentileza.
El señor Shigeru se incorporó, pero yo permanecí con la frente en el suelo.
—Te hemos tenido presente en nuestros pensamientos —dijo Masahiro—. Hemos estado muy preocupados por ti. El fallecimiento de tu hermano al poco tiempo de la muerte de tu madre, tu enfermedad… Has tenido que soportar una pesada carga.
Las palabras tenían un tono amable, pero yo sabía que era pura hipocresía.
—Os doy las gracias por vuestra preocupación —replicó Shigeru—, pero debéis permitirme que os corrija en una cosa: mi hermano no falleció. Fue asesinado.
Lo dijo sin mostrar ninguna emoción, como si tan sólo quisiera dejar claro un hecho. Nadie en la sala reaccionó, y sus palabras fueron seguidas por un prolongado silencio.
El señor Shoichi lo rompió, al preguntar con fingida alegría:
—¿Y éste es el joven que tienes bajo tu custodia? Él también es bienvenido. ¿Cómo se llama?
—Le llamamos Takeo —respondió Shigeru.
—Tengo entendido que tiene un oído muy fino. —Masahiro se inclinó ligeramente hacia delante.
—Nada fuera de lo corriente —dijo Shigeru—. Todos oímos bien en nuestra juventud.
—Incorpórate, joven —me dijo Masahiro. Cuando lo hice, él estudió mi cara por unos momentos, y después preguntó—: ¿Quién hay en el jardín?
Yo fruncí el ceño, como si la idea no se me hubiera ocurrido.
—Dos niños y un perro —me arriesgué a decir—. ¿Tal vez un jardinero junto a la muralla?
—¿Y cuántas personas calculas que viven en esta casa?
Me encogí de hombros ligeramente, aunque después consideré que el gesto era inadecuado y lo convertí en una reverencia.
—¿Más de 45? Perdonadme, señor Otori, no dispongo de gran talento.
—¿Cuántas son, hermano? —preguntó el señor Shoichi
—Creo que 53.
—Impresionante —dijo el hermano más mayor, aunque yo percibí su suspiro de alivio.
Me incliné otra vez hasta el suelo y permanecí en esa posición, en la que me encontraba más seguro.
—Shigeru, hemos retrasado el asunto de la adopción durante tanto tiempo a causa de nuestra incertidumbre sobre tu estado mental. Parece que el sufrimiento te ha hecho muy inestable.
—No existe incertidumbre en mi mente —replicó Shigeru—. No tengo hijos y, ahora que Takeshi ha muerto, carezco de heredero. Tengo un compromiso con este muchacho y él lo tiene conmigo. Ambos debemos cumplirlo. Takeo ha sido aceptado por los habitantes de mi casa, que hora es su hogar. Solicito que esta situación se legalice y que el muchacho pase a formar parte del clan de los Otori.
—¿Qué opina el chico?
—Habla, Takeo —me apremió el señor Shigeru.
Yo me incorporé, esforzándome por superar la profunda emoción que me embargaba. Me acordé del caballo asustado, tal y como en ese momento me sentía yo.
—Debo mi vida al señor Otori. Él no me debe nada. El honor que me otorga es demasiado elevado para mí; pero si es su voluntad y la de sus señorías, lo aceptaré con todo mi corazón y serviré fielmente al clan de los Otori durante toda mi vida.
—Entonces, que así sea —dijo el señor Shoichi.
—Los documentos están preparados —añadió Masahiro—. Los firmaremos de inmediato.
—Mis tíos son muy gentiles y bondadosos —dijo Shigeru—. Os doy las gracias.
—Hay otro asunto, Shigeru, para el que necesitamos tu colaboración.
Yo me había lanzado al suelo de nuevo. El corazón me palpitaba con fuerza. Quería advertirle de alguna manera, pero me era imposible hablar.
—Estás al tanto de nuestras negociaciones con los Tohan. Creemos que la alianza es preferible a la guerra. Conocenos tu opinión. Todavía adoleces de la temeridad propia de la juventud…
—Con casi ya 30 años, no puedo considerarme joven —de nuevo, Shigeru hizo esta afirmación con toda calma, como si no pudiera haber discusión alguna sobre el particular—, y no deseo hacer estallar una guerra sin motivo. No es que yo rechace la alianza como tal. Lo que desapruebo es el talante y el comportamiento de los Tohan en la actualidad.
Sus tíos no respondieron a este comentario, pero el ambiente de la sala se enfrió un ápice. Shigeru no continuó. Había dejado claro su punto de vista; demasiado claro para el gusto de sus tíos. El señor Masahiro hizo una seña al mayordomo, quien dio unas palmadas e, instantes después, apareció el té. Lo traía una criada que podría haber sido invisible. Los tres señores Otori lo bebieron. A mí no se me ofreció.
—La alianza va a seguir vigente —dijo el señor Shoichi—. El señor Iida ha propuesto que sea sellada por medio de un matrimonio entre clanes. Su aliado más cercano, el señor Noguchi, tiene una pupila. Se llama Shirakawa Kaede.
Shigeru sujetaba en una mano la taza de té y admiraba su belleza. La colocó con sumo cuidado sobre la estera y siguió sentado sin mover un músculo.
—Es nuestro deseo que la señora Shirakawa se convierta en tu esposa —dijo el señor Masahiro.
—Perdóname, tío mío, pero no deseo casarme otra vez. El matrimonio no entra en mis planes.
—Por fortuna, cuentas con parientes que hacen planes para tí. Este matrimonio es muy deseado por el señor Iida. Tanto es así, que la alianza depende de esta boda.
El señor Shigeru hizo una reverencia. En la sala reinó de nuevo un prolongado silencio. Yo oía las pisadas que llegaban desde lejos, el paso lento y deliberado de dos personas. Una de ellas transportaba algo. La puerta corredera situada a nuestras espaldas se abrió, y un hombre pasó junto a mí y se hincó de rodillas. Tras él venía un criado que traía un escritorio de laca, con tinta, pincel y lacre bermellón para los sellos.
—¡Ah! Los documentos de la adopción —dijo el señor Shoichi, con afabilidad—. Acercadlos aquí.
El secretario avanzó arrastrando las rodillas y colocó el escritorio frente a los señores. Después, leyó en voz alta los términos del acuerdo. El lenguaje era ampuloso, pero el contenido quedaba claro: se me otorgaba el derecho de llevar el apellido Otori y de recibir todos los privilegios como hijo de la casa. En el caso de que nacieran otros hijos de un matrimonio subsiguiente, mis derechos serían iguales a los de ellos, aunque no mayores. A cambio, yo me comprometía a actuar como hijo del señor Shigeru, a aceptar su autoridad y a jurar fidelidad al clan de los Otori. Si él moría sin otro heredero legítimo, yo heredaría sus posesiones.
Los señores levantaron los sellos.
—La ceremonia se celebrará en el noveno mes —dijo Masahiro—, cuando haya concluido el Festival de los Muertos. El señor Iida desea que tenga lugar en Inuyama. Los Noguchi van a enviar a la señora Shirakawa a Tsuwano. Allí la conocerás y después la acompañarás hasta la capital.
Ante mis ojos, los sellos parecían flotar en el aire, suspendidos por un poder sobrenatural. Todavía estaba yo a tiempo de hablar, de rechazar mi adopción bajo esos términos, de advertir al señor Shigeru sobre la trampa que le habían tendido; pero permanecí en silencio. Los acontecimientos habían trascendido todo control humano. Nos encontrábamos en las manos del destino.
—¿Procedemos a estampar los documentos, Shigeru? —preguntó Masahiro, con infinita cortesía.
El señor Shigeru no mostró el menor atisbo de duda.
—Os lo ruego —dijo—. Acepto el matrimonio, y me alegro de poder satisfacer vuestros deseos.
De modo que los documentos fueron sellados, y yo me convertí en miembro del clan de los Otori y en hijo adoptivo del señor Shigeru. Pero cuando los sellos del clan estamparon los documentos, ambos sabíamos que también quedaba sellado el destino de mi señor.
Para cuando regresamos a la casa, la noticia de mi adopción había llegado con antelación y todo estaba preparado para la fiesta. Tanto el señor Shigeru como yo teníamos motivos suficientes para no mostrarnos entusiastas, pero él dejó a un lado los recelos que pudiera sentir hacia su nuevo matrimonio y se mostró genuinamente complacido, al igual que el resto de los habitantes de la casa. Yo me percaté de que con el paso de los meses me había convertido en uno más de la familia. Me abrazaban, me acariciaban y me colmaban de atenciones. También me agasajaron con arroz rojo y con el té de la buena suerte de Chiyo —elaborado con ciruelas saladas y algas marinas—, hasta que los músculos de la cara me dolieron de tanto sonreír y las lágrimas de dolor que no había derramado se convirtieron en lágrimas de alegría que cuajaban mis ojos.
El señor Shigeru merecía más que nunca mi amor y mi lealtad. La traición de sus tíos hacia él me había indignado y me aterrorizaba la conspiración que habían urdido en su contra. También me preocupaba la cuestión del hombre con un solo brazo. Durante toda la velada noté cómo los ojos de Kenji estaban clavados en mí. Yo sabía que estaba deseando que le relatara lo que había oído, al igual que yo ardia en deseos de contarles al señor Shigeru y a él la información que había recabado. Pero para cuando se habían preparado las camas y los criados se habían retirado, ya era pasada la medianoche y yo me resistía a empañar el ambiente de alegría con las malas noticias. Si por mí hubiera sido, me habría ido a dormir sin mencionarlas, pero Kenji, el único que se encontraba totalmente sobrio, me detuvo cuando me dirigía a extinguir la llama de la lámpara, y me dijo:
—Antes tienes que contarnos lo que viste y oíste en la residencia de los Otori.
—Esperemos hasta mañana —dije yo.
Entonces vi cómo la sombra que envolvía la mirada del señor Shigeru se hacía más profunda y me embargó un sentimiento de inmensa tristeza que me hizo recobrar la sobriedad al instante. Shigeru dijo:
—Me temo que ha llegado el momento de conocer las malas noticias.
—¿Por qué reculó el caballo? —preguntó Kenji.
—Por mi nerviosismo. Pero cuando se echó hacia un lado, vi al hombre con un solo brazo.
—Ando. Yo también le vi. No sabía que tu también habías reparado en él. No diste muestra de ello.
—¿Reconoció a Takeo? —interrumpió el señor Shigeru.
—Os miró a los dos detenidamente durante unos momentos y después fingió que no despertabais su interés. Pero el solo hecho de que se encuentre en Hagi da a entender que se ha enterado de algo —me miró y continuó—. ¡Tu mercachifle ha debido irse de la lengua!
—Me alegro de que la adopción haya sido legalizada —terció el señor Shigeru—. Sin duda, esto te ofrecerá cierta protección.
Yo sabía que no tenía más remedio que contarle la conversación que había escuchado, pero me resultaba muy difícil mencionar siquiera la vileza de sus tíos.
—Disculpadme, señor Otori —comencé a decir—. Hoy he escuchado una conversación privada que estaban manteniedo vuestros tíos.
—Mientras estabas calculando, acertada o desacertadamente, el número de habitantes de la residencia, supongo —replicó entonces él, con sequedad—. ¿Debatían sobre mi matrimonio?
—¿Quién va a casarse? —preguntó Kenji.
—Parece ser que he aceptado un contrato por el que me comprometo a casarme para sellar la alianza con los Tohan —respondió Shigeru—. La dama en cuestión es una pupila del señor Noguchi. Se llama Shirakawa.
Kenji elevó las cejas, pero permaneció en silencio. Shigeru continuó:
—Mis tíos dejaron claro que la adopción de Takeo dependía de ese matrimonio —su mirada se perdió en la oscuridad, y añadió en voz baja—: Me encuentro atrapado entre dos compromisos. No puedo cumplir los dos, pero tampoco puedo romperlos.
—Creo que Takeo debería contarnos la conversación de los señores de los Otori —murmuró Kenji.
Me resultaba más fácil dirigirme a él.
—El matrimonio es una trampa. Quieren enviar al señor Otori lejos de Hagi, donde su popularidad y la oposición a la alianza con los Tohan pueden dividir a los miembros del clan. Alguien llamado Arai está desafiando a Iida en el oeste. Si los Otori se uniesen a él, Iida podría ser vencido… —me volví hacia el señor Shigeru—. ¿Tiene mi señor conocimiento de esto?
—Estoy en contacto con Arai —respondió—. Sigue.
—Dicen que la señora Shirakawa lleva a los hombres a la muerte. Vuestros tíos están planeando…
—¿Asesinarme? —su voz no denotaba emoción alguna.
—No debería informaros sobre algo tan vergonzoso —murmuré, mientras la cara me ardía—. Ellos fueron quienes pagaron a Shintaro.
En el exterior, las cigarras cantaban. Yo sentía cómo el sudor se formaba en mi frente. El ambiente estaba cargado y no corría una gota de aire. La noche era oscura, sin luna ni estrellas. Las turbias aguas del río desprendían un olor rancio, añejo, tan añejo como la traición.
—Sé que no me cuento entre sus favoritos —dijo Shigeru—, ¡pero enviar a Shintaro para asesinarme! Deben de considerarme realmente peligroso —me dio unas palmadas en el hombro—. Tengo mucho que agradecer a Takeo. Me alegro de que venga conmigo a Inuyama.
—¡Bromeas! ¡No puedes llevar a Takeo hasta allí!
—Por lo visto, no tengo más remedio que ir, y si él está conmigo me sentiré más seguro. En todo caso, ahora es mi hijo y tiene el deber de acompañarme.
—¡Ni se os ocurra dejarme aquí! —añadí yo.
—¿Así que tienes la intención de casarte con Shirakawa Kaede? —preguntó Kenji.
—¿La conoces, Kenji?
—He oído hablar de ella… ¿Y quién no? Acaba de cumplir los 15 años y, según dicen, es muy hermosa.
—En ese caso, siento no poder casarme con ella —dijo Shigeru con voz ligera, casi bromeando—; pero no nos vendrá mal que todos piensen que sí voy a hacerlo, al menos por el momento. La idea de la ceremonia desviará la atención de Iida y nos proporcionará algunas semanas más.
—¿Qué te impide casarte de nuevo? —preguntó Kenji—. Acabas de mencionar los dos compromisos entre los que estás atrapado, y dado que aceptaste el matrimonio para que la adopción te fuera concedida, entiendo que Takeo es el primero de ellos. No estás casado en secreto, ¿verdad?
—Como si lo estuviera —admitió Shigeru, tras una pausa—. Existe otra persona.
—¿Me dirás de quién se trata?
—He guardado el secreto durante tanto tiempo que no sé si seré capaz de desvelarlo ahora —replicó Shigeru—. Takeo puede decírtelo, si es que lo sabe.
Kenji se volvió hacia mí. Yo tragué saliva y susurré:
—¿La señora Maruyama?
Shigeru sonrió.
—¿Cuándo te enteraste?
—La noche que nos encontramos con la dama en la posada de Chigawa.
Por primera vez desde que le conocí, Kenji se mostró alarmado.
—¿La mujer que apasiona a Iida, con la que quiere casarse? ¿Desde cuándo?
—No vas a creerme —respondió Shigeru.
—¿Un año? ¿Tal vez dos?
—Desde que tenía 20 años.
—¡Diez años! —Kenji parecía tan impresionado por no haberse enterado antes como por el hecho en sí—. He aquí otra razón más para que odies a Iida —movió la cabeza, asombrado.
—Es más que amor —dijo Shigeru, bajando la voz—. También somos aliados. Ella y Arai, juntos, controlan a los Seishuu y el suroeste. Si los Otori nos unimos a ellos, podremos derrotar a Iida —hizo una pausa y continuó—: Si los Tohan toman posesión del dominio Otori, seremos testigos de la misma crueldad y persecución que sufrieron los habitantes de Mino, la aldea de Takeo. No puedo permanecer impasible mientras Iida impone su voluntad sobre mi pueblo, arrasa mis tierras y quema mis aldeas. Mis tíos, y el mismo Iida, saben que nunca me sometería a esta situación, y es por eso que quieren quitarme de en medio, Iida me ha invitado a su guarida, donde con plena seguridad se propone ordenar mi asesinato. Pero yo tengo la intención de sacar ventaja de esta circunstancia, pues es la mejor manera de lograr acceder a Inuyama.
Kenji le miró fijamente, con el ceño fruncido. Yo contemplaba la amplia sonrisa de Shigeru bajo la luz de la llama. Había en él algo irresistible; su valor encendía mi corazón. Entendía que la gente le quisiese tanto.
—Éstos son asuntos que no conciernen a la Tribu —dijo Kenji finalmente.
—He sido franco contigo. Confío en que mi secreto no salga de aquí. La hija de la señora Maruyama es rehén de Iida. Por otra parte, más que tu discreción, necesito tu ayuda.
—Nunca te traicionaría, Shigeru, pero hay ocasiones, como tú mismo has dicho, en las que nos encontramos con lealtades divididas. Sabes muy bien que soy miembro de la Tribu. Takeo es un Kikuta. Antes o después, los Kikuta le reclamarán, y yo no podré hacer nada por evitarlo.
—Takeo tendrá que tomar su propia decisión cuando llegue el momento —dijo Shigeru.
—He jurado fidelidad al clan de los Otori —dije yo—. Nunca os abandonaré, y haré cualquier cosa que me pidáis.
Yo ya me imaginaba en Inuyama, donde el señor Sadamu acechaba detrás de su suelo de ruiseñor.