4

La hierba de bambú había palidecido y los arces lucían sus mantos dorados. Junko llevó a Kaede viejas ropas de la señora Noguchi, y con sumo cuidado las fue descosiendo y volviéndolas a coser, de manera que las zonas más desvaídas quedasen hacia dentro. A medida que los días se hacían más fríos, Kaede se alegraba de no permanecer en el castillo y de no tener que correr por los patios, subiendo y bajando escaleras, mientras la nieve caía sobre otras capas de nieve helada. Sus tareas eran ahora más tranquilas. Pasaba los días con las mujeres Noguchi, afanada en la costura y en labores de artesanía; escuchaba historias e inventaba poemas, y también aprendía a escribir con la caligrafía de las mujeres. Pero no era feliz en absoluto. La señora Noguchi encontraba defectos en todo lo que Kaede hacía: la rechazaba por el hecho de que fuera zurda; continuamente le recordaba que sus hijas eran más hermosas que ella, y que aborrecía su altura y su esbelta figura, y manifestaba la perturbación que le producía la falta de educación de Kaede en casi todas las materias, sin admitir que ella podría ser la culpable.

En privado, Junko elogiaba la pálida piel de Kaede, sus delicados miembros y su espeso cabello, y ésta, que se miraba en el espejo siempre que podía, llegó a pensar que tal vez fuera hermosa. Ella notaba cómo los hombres la miraban con deseo, incluso en la residencia del señor. Sin embargo, Kaede los temía a todos. Desde que el guardia la asaltó, la sola presencia de un hombre la hacía temblar de miedo. La asustaba la idea del matrimonio, y siempre que llegaba a la casa un invitado, Kaede temía que pudiera ser su futuro esposo. Si tenía que acudir a su presencia con té o con vino, su corazón se aceleraba y le temblaban las manos, hasta el punto que la señora Noguchi resolvió que Kaede era demasiado torpe para atender a los invitados y la confinó en las dependencias de las mujeres.

Cada vez se sentía más aburrida e inquieta. Discutía con las hijas de la señora Noguchi, regañaba a las criadas por nimiedades e incluso se mostraba irritable con Junko.

—La muchacha debe casarse —declaró un día la señora Noguchi.

Para horror de Kaede, se tomaron rápidamente las medidas necesarias para su matrimonio con uno de los lacayos del señor Noguchi. Cuando se intercambiaron los regalos de compromiso matrimonial, Kaede reconoció al hombre, a quien había visto el día de su audiencia con el señor Noguchi. El hombre era viejo —le triplicaba la edad—, había estado casado dos veces y físicamente era repulsivo. Además, era una muestra del poco valor otorgado a Kaede, pues tal matrimonio suponía un insulto para ella y para su familia. Querían deshacerse de su presencia. Lloró durante noches enteras y perdió el apetito por completo.

Quedaba una semana para la ceremonia, cuando una noche llegaron varios mensajeros que despertaron a todos los habitantes de la residencia. La señora Noguchi, enfurecida, mandó llamar a Kaede.

—Eres muy desafortunada, señora Shirakawa. Creo que sufres una maldición. Tu futuro esposo ha muerto.

El hombre, que había estado bebiendo con sus amigos para celebrar el fin de su viudedad, tuvo un ataque repentino y cayó fulminado sobre las copas de vino.

Kaede llegó a marearse por el alivio que la noticia le produjo, pero también sabía que iban a culparla por esta segunda pérdida. Ya habían fallecido dos hombres por su culpa, y empezó a extenderse el rumor de que todo aquel que la deseara estaría cortejando a la muerte.

Kaede abrigaba la esperanza de que ya nadie quisiera desposarla, pero una tarde en la que el tercer mes se acercaba a su fin y los árboles se adornaban con brillantes hojas nuevas, Junko le susurró:

—Un miembro del clan de los Otori ha sido ofrecido como esposo a mi señora.

Estaban bordando, y Kaede perdió el ritmo de las puntadas y se pinchó con la aguja con tanta fuerza que la sangre empezó a brotar, Junko retiró la seda sin perder un instante, antes de que pudiera mancharse.

—¿De quién se trata? —preguntó Kaede, quien se llevó el dedo a la boca y notó el sabor salado de su sangre.

—No lo sé con precisión, pero el mismísimo señor Iida está a favor del matrimonio y los Tohan se han mostrado deseosos de firmar una alianza con los Otori, ya que así podrían controlar la totalidad del País Medio.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó Kaede a continuación, temerosa de la respuesta.

—Todavía no está claro, señora; pero la edad no es importante en un matrimonio.

Kaede retomó el bordado de grullas blancas y tortugas azules sobre un fondo rosa oscuro. Era un manto de novia.

—¡Ojalá nunca se terminara este manto!

—No estés triste, señora Kaede. Abandonarás esta casa. Los Otori viven en Hagi, junto al mar. Es un matrimonio honorable.

—El matrimonio me asusta —replicó Kaede.

—A todos nos asusta lo desconocido, pero las mujeres llegan a acostumbrarse, ya lo comprobarás. —Junko se rió para sí.

Kaede se acordó de las manos del guardia, de su tuerza y de su deseo, y le invadió una sensación de repugnancia. Sus propias manos, por lo general hábiles y rápidas, aminoraron su velocidad. Junko la reprendió, aunque no sin cierta amabilidad, y durante el resto de la jornada la trató con especial gentileza.

Varios días después, el señor Noguchi requirió la presencia de Kaede. Ésta había oído el ruido de los cascos de los caballos y los gritos de hombres desconocidos que delataban la llegada de invitados aunque, como de costumbre, se había mantenido a distancia. Entró, temblorosa, en la sala de audiencias; pero para su sorpresa e inmensa alegría, vio a su padre sentado en el lugar de honor, al lado del señor Noguchi.

A medida que se inclinaba hasta tocar el suelo con la frente, pudo observar el regocijo que mostraba el semblante de su padre. Kaede se sentía orgullosa de que él pudiera verla ahora en una posición más honorable, y juró que nunca haría nada que le trajese sufrimiento o deshonor.

Cuando el señor Noguchi ordenó a Kaede que se incorporase, ésta miró discretamente a su progenitor. Su cabello, ahora menos abundante, había adquirido un tono gris, y en su rostro se veían más arrugas. Kaede estaba deseosa de recibir noticias sobre su madre y sus hermanas, y abrigaba la esperanza de que le permitieran estar unos momentos a solas con él.

—Señora Shirakawa —comenzó a decir el señor Noguchi—, hemos recibido una oferta de matrimonio para tí, y tu padre ha venido hasta aquí para dar su consentimiento.

Kaede hizo de nuevo una profunda reverencia, y luego murmuró:

—Señor Noguchi.

—Se trata de un alto honor, pues el matrimonio sellará la alianza entre los Tohan y los Otori, y unirá a tres antiguas familias. El mismo señor Iida asistirá a la boda; de hecho, desea que se celebre en Inuyama. Debido a que tu madre no se encuentra bien, una dama pariente de la familia, la señora Maruyama, va a acompañarte hasta Tsuwano. Tu esposo será Otori Shigeru, sobrino de los jefes del clan Otori. Él y sus lacayos os recibirán en Tsuwano. Ya se tomado todas las medidas necesarias. El asunto es de lo más satisfactorio.

La mirada de Kaede se clavó en el rostro de su padre en cuanto oyó que su madre no estaba bien de salud, y apenas prestó atención a las palabras del señor Noguchi. Más tarde se enteró de que éste lo había organizado todo de manera que le supusiese la mínima molestia y el menor gasto posible: algunas ropas de viaje, el manto de novia y, tal vez, una doncella que acompañase a Kaede. Sin duda, el intercambio había sido muy provechoso para el señor Noguchi.

Éste bromeaba sobre el guardia que había asaltado a la muchacha y Kaede se sonrojó, mientras que su padre bajaba la mirada.

«Me alegro de que Noguchi perdiera un hombre a mi costa», pensó Kaede, furiosa. «¡Ojalá pierda cien más!».

Su padre iba a regresar a casa al día siguiente, pues la enfermedad de su esposa le impedía ausentarse por más tiempo. El señor Noguchi, debido al buen humor en el que se encontraba, le instó a que se reuniera a solas con su hija. Kaede guió a su padre hasta la pequeña alcoba que daba al jardín. El aire era cálido y estaba impregnado de los olores propios de la primavera, y una curruca trinaba, posada en una rama del pino. Junko les sirvió el té, y la cortesía y atención que les mostraba alivió en parte el mal humor del padre de Kaede.

—Me alegro de que al menos cuentes con la amistad de una persona en esta casa, Kaede —murmuró él.

—¿Qué le ocurre a mi madre? —preguntó ella, con preocupación.

—¡Ojalá pudiera darte buenas noticias! Temo que la estación de las lluvias deteriore aún más su salud; pero se ha animado con la idea de tu matrimonio. Los Otori son una gran familia, y el señor Shigeru, según cuentan, es un hombre cabal. Goza de buena reputación y todos le aprecian y respetan. Es todo lo que podríamos desear para ti… Más de lo que podríamos haber esperado.

—Entonces, yo también me alegro —terció Kaede, que mentía para agradar a su padre.

Él miró los cerezos cargados de flores, fascinado por su belleza.

—Kaede, ese asunto del guardia…

—No fue culpa mía —le interrumpió ella—. El capitán Arai le mató para protegerme. Toda la culpa fue del guardia.

Su padre exhaló un suspiro:

—Dicen que eres un peligro para los hombres, que el señor Otori debería tener cuidado. No podemos permitir que ocurra nada que impida esta boda. ¿Lo entiendes bien, Kaede? Si el matrimonio no se celebra y te culpan por ello, la vida de toda nuestra familia carecería de valor.

Kaede se inclinó con el corazón apenado. Su padre era un extraño para ella.

—Todos estos años has tenido que soportar la carga de mantener la seguridad de nuestra familia. Tu madre y tus hermanas añoran tu presencia, y yo mismo habría actuado de otro modo si pudiera volver a empezar. Tal vez si hubiera tomado parte en la batalla deYaegahara, si no hubiera esperado a ver quién salía victorioso y me hubiera unido a Iida desde el principio… Pero eso ya es agua pasada y no puede remediarse. A su manera, el señor Noguchi ha cumplido con su parte del trato: estás viva y vas a tener una buena boda. Sé que ahora no nos defraudarás.

—Padre —dijo Kaede, inclinándose a la vez que una suave brisa recorría el jardín, y los pétalos blancos y rosas caían al suelo como copos de nieve.

Al día siguiente su padre partió y Kaede contempló cómo se alejaba con sus lacayos. Éstos habían permanecido junto a su familia desde antes de que ella naciera, y Kaede recordaba los nombres de algunos de ellos: Shoji, el mejor amigo de su padre, y el joven Amano, que era sólo unos años mayor que ella. Una vez que hubieron atravesado el portón del castillo —los cascos de los caballos aplastaban a su paso los pétalos que alfombraban los bajos escalones adoquinados—, Kaede corrió a la muralla exterior para verlos desaparecer por la orilla del río. Finalmente, la polvareda se asentó, los perros de la ciudad cesaron de ladrar y no quedó rastro de ellos.

La próxima vez que viera a su padre, Kaede sería una mujer casada que habría regresado formalmente al hogar paterno.

Volvía Kaede a la casa mientras hacía esfuerzos por no llorar, cuando escuchó una voz extraña que la irritó aún más. Alguien estaba conversando con Junko de una manera que Kaede despreciaba: con voz de niña pequeña y risitas nerviosas. Kaede podía imaginar a la dueña: diminuta, con mejillas redondas como las de una muñeca, una forma de andar a pasitos cortos —como los de un pájaro—, y una cabeza que se balanceaba y hacía reverencias sin parar.

Cuando Kaede entró corriendo en su alcoba, junko y la chica se afanaban con sus ropas: hacían los últimos ajustes, doblaban las prendas y daban puntadas de última hora. Sin duda, los Noguchi no querían perder tiempo para librarse de ella. Las cestas de bambú y las cajas de madera de paulonia estaban preparadas para recibir el equipaje. Al contemplarlas, Kaede se disgustó todavía más.

—¿Qué está haciendo aquí esta muchacha? —preguntó, irritada.

La chica se tumbó hasta dar con la frente en el suelo, con ademanes tan exagerados como a Kaede le habría cabido esperar.

—Es Shizuka —respondió Junko—. Va a viajar con la señora hasta Inuyama.

—No la quiero a ella —sentenció Kaede—. Quiero que seas tú quien viaje conmigo.

—Señora, no me es posible abandonar la casa. La señora Noguchi nunca lo permitiría.

—Pues pídele que me proporcione otra doncella.

Shizuka, que seguía con la cabeza sobre el suelo, emitió un sonido que recordaba a un sollozo. Kaede, convencida de que el llanto era simulado, no se alteró.

—Estás pesarosa, señora. La noticia de tu matrimonio, la partida de tu padre… —Junko intentó aplacar la ira de Kaede—. Es una buena chica, muy hermosa e inteligente. Levanta, Shizuka, deja que la señora Shirakawa te vea.

La chica se levantó sin mirar a Kaede. Las lágrimas brotaban de sus ojos entornados y gimoteó una o dos veces.

—Señora, por favor, no me rechaces. Haré lo que me pidas, lo juro. Nunca encontrarás a nadie que te cuide tan bien como yo. Te llevaré en mis brazos bajo la lluvia, dejaré que te calientes los pies sobre mí cuando haga frío —sus lágrimas se secaron y Shizuka sonrió otra vez—. No me habías contado lo hermosa que es la señora Shirakawa —le espetó a Junko—. ¡No me extraña que los hombres mueran por ella!

—¡No digas eso! —chilló Kaede, mientras se dirigía furiosa hacia la puerta. Una a una, dos jardineros quitaban las hojas caídas sobre el musgo—. Estoy harta de que todos me lo recuerden.

—Siempre lo dirán —intervino Junko—. Ahora ya es parte de la vida de la señora.

—¡Ojalá los hombres muriesen por mi causa! —comentó Shizuka, entre risas—, pero sólo se enamoran de mí y después me olvidan con tanta facilidad como a mí me ocurre con ellos.

Kaede no volvió la cabeza. La chica se desplazó arrastrando las rodillas hasta las cajas y empezó a doblar las prendas otra vez, al tiempo que cantaba suavemente. Su voz sonaba clara y sincera mientras entonaba una antigua balada sobre la pequeña aldea encerrada en un pinar, la chica, el joven… Kaede recordó la canción de cuando era niña, y la melodía le trajo a la mente el hecho de que su niñez había concluido, que iba a casarse con un extraño, que nunca conocería el amor. Tal vez los habitantes de las aldeas pudieran enamorarse, pero las personas de su posición social ni siquiera contemplaban tal idea.

Kaede cruzó a zancadas la habitación, se arrodilló junto a Shizuka y le arrebató el vestido bruscamente.

—Si de todas formas vas a hacerlo, ¡hazlo bien!

—Sí, señora. —Shizuka se echó de nuevo al suelo, aplastando la ropa que tenía a su alrededor—. Gracias, señora, nunca te arrepentirás —se incorporó otra vez, y murmuró—: Dicen que el señor Arai está muy interesado en la señora Shirakawa y comentan el aprecio que siente por el honor de la señora.

—¿Conoces a Arai? —preguntó con brusquedad Kaede.

—Somos de la misma ciudad, señora, de Kumamoto.

Junko sonreía abiertamente.

—Puedo despedirte con tranquilidad, señora, a sabiendas de que tienes a Shizuka para velar por ti.

Así fue cómo Shizuka, que irritaba y divertía a Kaede en igual medida, llegó a formar parte de su vida. A la muchacha le encantaban los chismes, extendía toda clase de rumores sin mostrar la más mínima inquietud y continuamente desaparecía en las cocinas, los establos o el castillo, para después regresar con innumerables historias que relatar. Shizuka gozaba de la simpatía de todos y no tenía miedo a los hombres. Por lo que Kaede podía apreciar, eran ellos los que la temían, impresionados por sus burlas y su afilada lengua. A primera vista, parecía descuidada, pero atendía a Kaede con meticulosidad: le daba masajes para aliviar el dolor de cabeza, suavizaba su piel con ungüentos fabricados a base de hierbas y de cera de abejas, y depilaba sus cejas para darles una forma más gentil. Paulatinamente, Kaede fue dependiendo de ella, y más tarde le otorgó su confianza. Lo cierto es que Shizuka la hacía reír, y por primera vez puso a Kaede en contacto con el mundo de puercas afuera, del que ésta había permanecido aislada.

Por medio de Shizuka, Kaede se enteró de las difíciles relaciones entre los clanes, los profundos rencores que la batalla de Yaegahara había provocado, las alianzas que Iida estaba intentando sellar con los Otori y los Seishuu, y el constante ir y venir de hombres que competían por elevar su posición y se preparaban de nuevo para el combate. También oyó hablar por vez primera de los Ocultos, de la persecución a la que Iida los había sometido y de las presiones de éste para que sus aliados actuaran de igual forma.

Kaede ignoraba la existencia de los Ocultos y al principio creyó que eran una invención de Shizuka. Sin embargo, una tarde en que la muchacha se mostraba inusualmente taciturna, le contó en susurros que varios hombres y mujeres habían sido apresados en una pequeña aldea y los habían traído en jaulas hasta la casa de los Noguchi. Iban a ser colgados de las murallas del castillo hasta que muriesen de hambre y de sed, y los cuervos los picotearían mientras siguieran vivos.

—¿Por qué? ¿Qué crimen han cometido? —preguntó Kaede.

—Afirman que existe un dios secreto que todo lo ve y a quien no pueden ofender o negar. Antes preferirían la muerte.

Kaede sintió un escalofrío.

—¿Por qué los odia tanto el señor Iida?

Aunque estaban solas en la habitación, Shizuka volvió la cabeza.

—Dicen que el dios secreto castigará a Iida en la otra vida.

—Pero Iida es el señor más poderoso de los Tres Países y puede actuar como le plazca. No tienen derecho a juzgarle.

A Kaede, la idea de que las acciones de un señor fuesen juzgadas por los sencillos habitantes de una aldea le parecía ridícula.

—Los Ocultos creen que su dios considera a todos los humanos por igual. A los ojos de su dios no existen los señores, sólo aquellos que creen en él y los que no.

Kaede frunció el ceño. No le resultaba extraño que Iida quisiera eliminarlos. Iba a seguir preguntando sobre los Ocultos, cuando Shizuka cambió de tema:

—Se espera que la señora Maruyama llegue a la casa en cualquier momento. Después iniciaremos el viaje.

—Me alegrará abandonar este lugar de muerte —terció Kaede.

—La muerte está en todas partes. —Shizuka tomó el peine y lo pasó por el cabello de Kaede con movimientos largos y uniformes—. La señora Maruyama es pariente tuya. ¿La conociste cuando eras niña?

—No recuerdo si llegué a conocerla. Me han dicho que es prima de mi madre, pero no sé casi nada sobre ella. ¿La conoces tú?

—Sólo la he visto —contestó Shizuka, riéndose—. Las personas de mi posición nunca llegan a conocer a una dama como el la.

—Cuéntame lo que sepas sobre la señora Maruyama —le pidió Kaede.

—Como sabes, es la propietaria de un extenso dominio en el suroeste. Su esposo y su hijo han muerto, y su hija, que sería la heredera, reside en Inuyama en calidad de rehén. Es de todos conocido que la señora no se lleva bien con los Tohan, a pesar de que su esposo era miembro de ese clan. La hijastra de la señora está casada con el primo de Iida. Tras la muerte de su esposo, corrió el rumor de que éste había sido asesinado por su propia familia. En un primer momento, Iida ofreció a su hermano como esposo de la señora Maruyama, pero ella le rechazó. Ahora se dice que el mismísimo Iida quiere casarse con ella.

—¿Cómo puede ser, si Iida está casado y tiene un hijo? —interrumpió Kaede.

—Ninguno de los otros hijos de la señora Iida ha vivido más allá de la niñez, y ella misma ha caído enferma. Podría morir en cualquier momento.

«En otras palabras, su esposo podría matarla», pensó Kaede, pero no se atrevió a expresar sus pensamientos.

—En cualquier caso —continuó Shizuka—, la señora Maruyama nunca se casará con él, o al menos eso dicen, y tampoco permitirá que lo haga su hija.

—¿Toma ella las decisiones sobre el hombre con el que piensa casarse? Debe de ser una mujer poderosa.

—Maruyama es el último de los grandes dominios que se heredan de madres a hijas —explicó Shizuka—, y esto hace que la señora disponga de más poder que otras mujeres. Además, ella cuenta con otros poderes que parecen mágicos: cautiva a la gente para conseguir lo que desea.

—¿Y tú crees en esas cosas?

—¿Cómo si no puede explicarse que siga viva? La familia de su difunto marido, el señor Iida y la mayor parte de los Tohan quisieron acabar con ella, pero la señora ha sobrevivido, a pesar de que mataran a su hijo y tengan cautiva a su hija.

El corazón de Kaede se compadeció.

—¿Por qué las mujeres tenemos que sufrir de esta manera? ¿Por qué carecemos de la libertad de que los hombres disfrutan?

—Así es el mundo —replicó Shizuka—. Los hombres son más fuertes y no se detienen ante los sentimientos de ternura o misericordia. Las mujeres se enamoran de ellos, pero ellos no corresponden a ese amor.

—Yo nunca me enamoraré —espetó Kaede.

—Mejor será así —convino la muchacha, antes de reírse.

Shizuka preparó las camas y se echaron a dormir. Kaede estuvo mucho tiempo pensando en la dama que tenía el poder de un hombre, la señora que había perdido a un hijo y que casi había perdido también a su hija. Pensó en la chica, cautiva en la fortaleza de Iida, en Inuyama, y se apiadó de ella.

La sala de recepciones del señor Noguchi estaba decorada al estilo del continente: las puertas y las mamparas habían sido pintadas con escenas de pinos y montañas. A Kaede no le gustaban las pinturas, pues las encontraba recargadas y consideraba que el polvo de oro con el que estaban elaboradas resultaba llamativo y ostentoso. Pero había una excepción: la pintura que quedaba al fondo, a la izquierda. En ella podían verse dos campesinos pintados de manera tan realista que daba la impresión de que en cualquier momento podían echar a andar. Sus ojos brillaban y tenían la cabeza inclinada hacia un lado, como si escuchasen la conversación de la sala con más interés que la mayor parte de las mujeres que permanecían de rodillas ante la señora Noguchi.

A la derecha de la señora se sentaba la invitada, la señora Maruyama. La señora Noguchi hizo una seña a Kaede para que se acercara un poco más. Ésta se inclinó hasta el suelo y escuchó las palabras que las señoras intercambiaban por encima de su cabeza.

—Por descontado, estamos desconsolados por la marcha de Kaede. Ha sido para nosotros como una hija. Estamos indecisos sobre si debemos otorgar esta carga a la señora Maruyama. Sólo pedimos a la señora que permita a Kaede acompañaros hasta Tsuwano. Allí será recibida por los señores Otori.

—¿Es que la señora Shirakawa va a casarse con un miembro de los Otori?

Kaede estaba fascinada por la voz discreta y gentil que escuchaba. Levantó la cabeza ligeramente y pudo ver las pequeñas manos de la señora Maruyama dobladas sobre su regazo.

—Sí, con Otori Shigeru —mencionó con deleite la señora Noguchi—. Es un gran honor. Mi marido está muy unido al señor Iida, quien desea que esta unión se lleve a cabo.

Kaede observó cómo las manos se apretaban hasta que la sangre desapareció de ellas. Tras una pausa tan prolongada que casi traspasó el límite de las buenas maneras, la señora Maruyama dijo:

—¿El señor Otori Shigeru? En verdad, la señora Shirakawa es afortunada.

—¿La señora le conoce? Yo nunca tuve tal placer.

—Conozco al señor Otori ligeramente —respondió la señora Maruyama—. Incorpórate, señora Shirakawa. Permíteme ver tu rostro.

Kaede levantó la cabeza.

—¡Qué joven eres! —exclamó la señora Maruyama.

—Tengo 15 años, señora.

—Poco más que mi propia hija —dijo la señora Maruyama con un hilo de voz.

Kaede se atrevió a mirar sus oscuros ojos, de contorno exquisito. Sus pupilas estaban dilatadas, como si la señora hubiera sufrido un sobresalto, y ningún afeite podría haberle dado a su rostro un tono más blanco. Entonces, la señora Maruyama logró controlar sus emociones y una sonrisa se mostró en sus labios, aunque no llegó a alcanzar sus ojos.

«¿Qué le he hecho?», pensó Kaede, confundida. Instintivamente, se había sentido atraída por la señora. Shizuka tenía razón, la señora Maruyama podía conseguir que cualquiera hiciese lo que ella deseara. Cierto era que su belleza se había marchitado, pero las pequeñas arrugas que le rodeaban los ojos y los labios otorgaban carácter y fuerza a su semblante. La frialdad de la expresión que ahora mostraba hirió profundamente a Kaede.

«No le gusto», pensó la joven, mientras la embargaba un sentimiento de inmensa decepción.