La garza acudía al jardín todas las tardes flotando como un fantasma gris por encima de los muros. Plegaba las alas, se sumergía en el profundo estanque y se quedaba tan inmóvil como una estatua de Jizo. Las carpas rojizas y doradas que al señor Otori le gustaba alimentar eran demasiado grandes para el ave, pero ésta se mantenía en su posición, paralizada a intervalos de varios minutos, hasta que alguna desventurada criatura se olvidaba de su presencia y osaba moverse bajo las aguas. Entonces, la garza atacaba a la velocidad del rayo, sujetaba con el pico al animalillo, que se retorcía sin cesar, y se disponía a alzar el vuelo. Cuando extendía las alas, el sonido recordaba al chasquido de un abanico al abrirse, pero después el ave partía tan silenciosamente como había llegado.
Los días eran aún muy calurosos, con ese calor lánguido propio del otoño que uno desea ver desaparecer a la vez que lo atesora, a sabiendas de que ese calor sofocante, casi insoportable, será también el último del año.
Yo llevaba un mes en Hagi, en casa del señor Otori. La recolección del arroz había terminado, y la paja se secaba en los campos y en los bancales que rodeaban las casas de labor. Los rojos lirios del otoño se estaban marchitando; los caquis adquirían un tono dorado, mientras las hojas de los árboles se resquebrajaban, y los frutos de los castaños, relucientes bajo sus cápsulas verdes y espinosas, salpicaban los caminos y los callejones. La Luna llena de otoño llegaba y partía de nuevo. Chiyo colocaba castañas, mandarinas y pasteles de arroz en el santuario del jardín, y yo me preguntaba si alguien en mi aldea estaría haciendo lo mismo.
Las criadas recogían las últimas flores silvestres y las colocaban en cubos de agua situados junto a las puertas de la cocina y de las letrinas, pues la fragancia de los capullos enmascaraba el olor a comida y a excrementos: el ciclo de la vida humana.
Mi sensación de desconcierto y mi incapacidad para hablar persistían, probablemente porque aún me encontraba en periodo de duelo. La casa del señor Otori estaba cerca de la de su hermano y de la de su madre, quien había fallecido el verano anterior a causa de unas fiebres.
Chiyo me contó la historia de la familia: Shigeru, el hijo mayor, había tomado parte en la batalla de Yaegahara junto a su padre, quien se había opuesto con firmeza a la rendición ante los Tohan. Los términos en los que se firmó la rendición habían impedido a Shigeru heredar de su progenitor el liderazgo del clan. En su lugar, Iida se lo otorgó a sus tíos, Shoichi y Masahiro.
—Iida Sadamu aborrece a Shigeru más que a ningún hombre vivo —me dijo Chiyo—. Le envidia y le teme.
Shigeru era una espina que también sus tíos tenían clavada, ya que era el legítimo heredero del clan. Se había retirado ostensiblemente de la escena política, volcándose en el cultivo de sus tierras, en las que probaba nuevos métodos agrícolas y experimentaba con cosechas diferentes. Se había casado joven, pero dos años después su esposa murió al dar a luz a un niño muerto.
Aunque yo consideraba que la vida del señor Otori estaba marcada por la desgracia, él no daba señal alguna de su tormento. Si Chiyo no me hubiera contado su historia, nunca habría adivinado su padecimiento. Pasaba yo la mayor parte del día junto a él, siguiéndole como un perro, siempre a su lado, excepto cuando estudiaba con Ichiro.
Eran días de espera. Ichiro intentaba enseñarme a leer y a escribir, y mi falta de habilidad y de retentiva le enfurecían, mientras que, a regañadientes, hacía los trámites necesarios para mi adopción. El clan se oponía, pues pensaba que el señor Shigeru debía casarse otra vez. Todavía era joven, había pasado poco tiempo desde la muerte de su madre… Las objeciones eran interminables. Yo presentía que Ichiro estaba de acuerdo con la mayor parte de ellas, y a mí también me parecían razonables. Me apliqué con afán en mi aprendizaje, pues no quería decepcionar al señor, pero en el fondo ni creía ni confiaba en mi situación.
Por lo general, a última hora de la tarde el señor Shigeru me mandaba llamar y, sentados junto a la ventana, contemplábamos el jardín. Él no hablaba mucho, pero me observaba cuando creía que yo no me daba cuenta. Yo presentía que él esperaba algo: que yo rompiera a hablar, que diera alguna señal…, aunque no acertaba a saber de qué clase de señal podía tratarse. Esto me inquietaba, y tal inquietud me convencía de que yo le decepcionaba, a la vez que me incapacitaba aún más para aprender. Cierta tarde, Ichiro subió a la sala del piso superior para quejarse —una vez más— de mí. Ese mismo día se había desesperado tanto que había llegado a pegarme. Yo estaba en un rincón, malhumorado. Acariciaba mis magulladuras y trazaba con el dedo, sobre la estera, los caracteres que había aprendido aquella mañana, en un intento desesperado por no olvidarlos.
—Habéis cometido un error —dijo Ichiro—. Nadie os culpará por reconocerlo: las circunstancias de la muerte de vuestro hermano lo explican. Enviad al chico al lugar del que procede y continuad con vuestra vida.
«Y dejadme a mí continuar con la mía», parecían transmitir sus palabras. Ichiro me recordaba constantemente los sacrificios que tenía que hacer para instruirme.
—No podéis reproducir al señor Takeshi —añadió, ahora con voz más suave—. Vuestro hermano era el resultado de muchos años de entrenamiento e instrucción, y por sus venas corría la mejor de las sangres.
Yo temía que Ichiro se saliera con la suya. El señor Shigeru estaba unido a él y a Chiyo con las ataduras y exigencias que el deber impone, del mismo modo que ellos estaban ligados a su señor. En un primer momento yo había creído que el señor Otori mantenía su poder sobre todos los moradores de la casa, pero pronto comprendí que Ichiro tenía el suyo propio y sabía cómo ejercerlo. Por otra parte, los tíos del señor Shigeru tenían potestad sobre su sobrino: él debía obedecer los dictámenes del clan. No existía razón alguna por la que debiera mantenerme a su lado, y nunca le permitirían que me adoptase.
—Ichiro, observa la garza —dijo el señor Shigeru—. Fíjate en su paciencia. Date cuenta del tiempo que permanece inmóvil hasta obtener lo que desea. Yo tengo la misma paciencia, y está muy lejos de agotarse.
Los labios de Ichiro estaban fruncidos y mostraban su expresión favorita, la de la ciruela agria. En ese momento, la garza clavó su pico en el agua y después se marchó, agitando con fuerza sus alas.
Yo oí el chirrido que presagiaba la llegada de los murciélagos al atardecer. Levanté la cabeza y vi cómo dos de ellos bajaban en picado hacia el jardín. Mientras Ichiro seguía refunfuñando y el señor le replicaba —sin perder la calma en ningún momento—, escuchaba yo los ruidos de la noche que se aproximaba. Con el correr de los días mi oído se volvía más fino. Ya me estaba acostumbrando e iba aprendiendo a filtrar los sonidos que no necesitaba escuchar, sin dar señal alguna de que podía percibir todo lo que pasaba en la casa. Nadie tenía idea de que yo era capaz de enterarme de todos sus secretos.
En ese momento oía el siseo del agua caliente mientras preparaban el baño, el estrépito de los platos en la cocina, el suspiro del cuchillo de la cocinera al deslizarse, las pisadas de una muchacha calzada con chinelas sobre la veranda que rodeaba la casa, los cascos y relinchos de los caballos de los establos, el llanto de una gata que amamantaba a cuatro crías y siempre estaba famélica, el ladrido de un perro de dos calles más allá, el castañeteo de los zuecos sobre los puentes de madera de los canales, los cánticos de los niños y el tañido de las campanas de los templos de Tokoji y Dishoin. Conocía la melodía de la casa, la del día y la de la noche, bajo el sol y bajo la lluvia. Aquella tarde me percaté de que siempre estaba a la espera de escuchar algo diferente. Yo también esperaba, pero ¿a qué? Cada noche, antes de dormir, me venía a la mente la imagen de la montaña, la cabeza degollada, el hombre con cara de lobo sujetando con fuerza el muñón de su brazo… Veía también a Iida Sadamu sobre el suelo, y los cadáveres de mi padrastro y de Isao. ¿Aguardaba yo a que Iida y el hombre con cara de lobo me alcanzasen? ¿O tal vez mi oportunidad de venganza?
De vez en cuando intentaba rezar al estilo de los Ocultos, y esa noche elevé mis plegarias para que se me mostrara el camino que debía seguir. No lograba conciliar el sueño. La atmósfera era pesada y no corría una gota de aire; la Luna llena se ocultaba tras espesos bancos de niebla; los insectos nocturnos se mostraban inquietos y ruidosos, y podía oír cómo los dedos de una salamanquesa se adherían al techo cuando lo cruzaba para cazarlos. Tanto Ichiro como el señor Shigeru dormían profundamente. Ichiro roncaba. Yo no quería abandonar la casa, a la que tanto había llegado a amar, pero al parecer yo sólo le había traído problemas. Si desapareciera en la noche, tal vez fuera lo mejor para todos.
Sin ningún plan que seguir, ¿qué podía hacer? ¿Cómo sobreviviría? Me preguntaba si lograría salir de la casa sin que los perros ladrasen y despertasen a los guardias. En ese momento empecé a rastrear el sonido de los perros. Normalmente los oía ladrar a intervalos durante toda la noche, pero había aprendido a distinguir sus ladridos y a ignorarlos en su mayor parte. Agucé el oído, pero no percibí sonido alguno. Entonces me esforcé por escuchar a los guardias: el ruido de sus pisadas sobre la piedra, el tintineo del acero, los susurros de una conversación… Nada. Los sonidos que deberían existir habían desaparecido del familiar tejido de la noche.
Ahora estaba totalmente despierto, haciendo esfuerzos por oír por encima del fluir del agua en el jardín. El torrente y el río llevaban poco caudal, pues no había llovido desde el cambio de luna.
Percibí un débil sonido, apenas una pequeña vibración, entre la ventana y el suelo del jardín.
Por un momento pensé que la tierra estaba temblando, lo que no es infrecuente en el País Medio. Siguió otro temblor diminuto, y luego otro más.
Alguien estaba escalando por un lateral de la casa.
Mi primera reacción fue la de gritar, pero la astucia se impuso: el grito despertaría a los habitantes de la casa, pero alertaría asimismo al intruso. Me levanté del colchón y me deslicé silenciosamente hasta el señor Shigeru. Mis pies conocían bien el suelo e identificaban cada uno de los lugares en los que podía crujir. Me arrodillé junto a él y, como si nunca hubiera perdido la facultad del habla, le susurré al oído:
—Señor Otori, hay alguien fuera.
Se despertó de inmediato, me miró fijamente por un instante y agarró el sable y el cuchillo que tenía a su lado. Yo señalé la ventana con un gesto. El débil temblor se notó de nuevo, como si un pequeño peso empujara ligeramente el lateral de la casa.
El señor Shigeru me pasó el cuchillo, se acercó a la pared, me sonrió y me hizo una seña para que me colocase al otro lado de la ventana. Esperamos a que el asesino llegase a la altura de la habitación. Poco a poco, el hombre iba escalando por el muro sigilosa y pausadamente, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, confiado en que nada delataría su presencia. El señor Shigeru y yo le esperábamos con similar paciencia, como si los tres fuéramos muchachos jugando en un granero. Sin embargo, el final no fue el propio de un juego.
El intruso se detuvo en el alféizar de la ventana para sacar el garrote que pensaba emplear para matarnos y después entró en la habitación. El señor Shigeru le agarró por detrás, sujetándole el cuello con el brazo como si fuera a estrangularle. Resbaladizo como una anguila, el extraño se fue moviendo hacia atrás. Yo salté sobre él; pero, antes de que pudiera clavarle el cuchillo, caímos por la ventana sobre el jardín como tres gatos en plena pelea.
El hombre cayó el primero, sobre el torrente, y se golpeó la cabeza con una roca; el señor Shigeru cayó de pie; mi caída fue amortiguada por un arbusto. Jadeante, solté el cuchillo y después intenté recuperarlo, pero ya no era necesario. El intruso soltó un gemido e intentó levantarse, pero resbaló y cayó otra vez. Su cuerpo no dejaba correr el agua, el arroyo se fue haciendo más profundo a su alrededor y entonces, con un repentino balbuceo, el agua le cubrió por completo. El señor Shigeru le levantó, le propinó una bofetada, y gritó:
—¿Quién? ¿Quién te ha pagado? ¿De dónde vienes?
El hombre tan sólo gimió de nuevo, mientras recobraba el aliento con ásperos resuellos.
—Consigue una linterna —me dijo el señor Shigeru.
Yo creía que para entonces los habitantes de la casa se habrían despertado, pero la pelea había sido tan breve y silenciosa que todos seguían durmiendo. Empapado de agua y cubierto de hojas, corrí hacia la alcoba de las criadas.
—¡Chiyo! —grité—. ¡Trae linternas, despierta a los hombres!
—¿Quién es? —replicó Chiyo, adormecida. No había reconocido mi voz.
—Soy yo, Takeo. ¡Despierta! Alguien ha intentado matar al señor Shigeru.
Tomé una linterna que todavía ardía en uno de los soportes y la llevé al jardín. El hombre había vuelto a quedarse inconsciente y el señor Shigeru le miraba bajo sus pies. Yo coloqué la linterna por encima del intruso, que iba vestido de negro, sin ningún blasón o distintivo en sus ropas. Era de altura y peso medios, con el pelo corto: no había nada que le distinguiera.
Por detrás de nosotros escuchamos el clamor de los criados que se despertaban, los gritos al descubrir que dos de los guardias habían sido asesinados con un garrote y que tres perros habían sido envenenados.
Ichiro apareció pálido y tembloroso.
—¿Quién puede haberse atrevido a esto? —preguntó—. En vuestra propia casa, en pleno centro de Hagi… ¡Es un ultraje para todo el clan!
—A menos que el clan diera la orden —respondió con calma el señor Shigeru.
—Lo más probable es que haya sido Iida —terció Ichiro.
Éste vio el cuchillo en mi mano y me lo arrebató. Rasgó con él el negro tejido, desde el cuello hasta la cintura, dejando al descubierto la espalda del hombre. Una horrible cicatriz producida por la hoja de una espada le cruzaba el omóplato, y su espina dorsal estaba tatuada con una delicada filigrana que parpadeaba como una serpiente a la luz de la lámpara.
—Es un asesino a sueldo —afirmó el señor Shigeru—. Procede de la Tribu. Cualquiera puede haberle contratado.
—¡Seguro que ha sido Iida! Se habrá enterado de que el muchacho está con vos. ¿Os libraréis ahora de él?
—De no haber sido por el chico, el asesino se habría salido con la suya —replicó el señor—. Él fue quien me despertó a tiempo… ¡El muchacho me habló! —exclamó, al darse cuenta de lo que ello implicaba—. Me habló al oído y me despertó.
Ichiro no parecía muy impresionado:
—¿Se os ha ocurrido que tal vez el objetivo era él y no vos?
—Señor Otori —tercié yo, con voz espesa y ronca tras varias semanas de silencio—, sólo os he traído peligros. Dejadme ir, echadme de vuestro lado.
Pero mientras hablaba, sabía que él no lo haría. Ahora yo había salvado su vida, como él había salvado la mía, y el vínculo que nos unía era más fuerte que nunca.
Ichiro asentía mostrando su acuerdo, pero Chiyo habló:
—Os pido disculpas, señor Shigeru. Sé que no es asunto mío y que tan sólo soy una vieja estúpida, pero no es cierto que Takeo os haya traído únicamente peligros. Antes de encontrarle, casi habíais enloquecido por el dolor, y ahora habéis superado vuestro tormento. Él os ha traído alegría y esperanza a la vez que peligro. ¿Quién es capaz de disfrutar de unas y escapar del otro?
—¿Cómo podría expresarme? —replicó el señor Shigeru—. Existe un destino que une nuestras vidas. No puedo luchar contra eso, Ichiro.
—Tal vez su cerebro haya regresado junto con su lengua —dijo Ichiro, en tono cáustico.
El asesino murió sin recobrar la consciencia. Descubrimos que llevaba en la boca una bola de veneno y que la mordió al verse atrapado. Nadie conocía su identidad, aunque corrieron muchos rumores. Los guardias fallecidos fueron enterrados en una ceremonia solemne y su muerte fue llorada. Yo también lloré la muerte de los perros. Me preguntaba qué pactos habrían hecho los canes, qué fidelidad habrían jurado, para quedar atrapados en las contiendas de los humanos y tener que pagar con sus vidas. No expresé estos pensamientos, pues había muchos más perros en la casa. Además, se adquirieron otros nuevos que fueron entrenados para aceptar comida sólo de un hombre, con objeto de que no pudieran ser envenenados. Y no es que hubiera muchos hombres en la casa. El señor Shigeru llevaba una vida sencilla, con algunos lacayos armados, pero al parecer eran muchos entre los Otori los que desearían servirle, tantos como para formar un ejército si él así lo deseara.
El ataque no pareció alarmarle o deprimirle en modo alguno. Al contrario, parecía haberle insuflado energía, y su deleite por los placeres de la vida aumentó al haber escapado de la muerte. Se mostraba eufórico, como después del encuentro con la señora Maruyama. También estaba encantado porque yo hubiera recuperado el habla y por la agudeza de mi oído.
Tal vez Ichiro tenía razón o quizá su actitud hacia mí cambió, pues desde la noche del intento de asesinato empecé a aprender con mayor facilidad. Poco a poco los caracteres empezaron a desvelar su significado y a asentarse en mi cerebro; incluso empecé a tomarles gusto a las diferentes formas que fluían como el aguado a aquellas que se posaban, sólidas y achaparradas, como negros cuervos en el invierno. Yo no lo reconocía ante Ichiro, pero la caligrafía me proporcionaba un enorme placer.
Ichiro era un maestro reconocido, famoso por la belleza de su trazo y la profundidad de sus conocimientos. La verdad es que era un preceptor demasiado bueno para mí. Por naturaleza, yo no tenía las facultades de un estudiante, pero ambos descubrimos que tenía facilidad para la mímica. Podía copiar razonablemente bien a un auténtico estudiante, al igual que sabía imitar la forma en que Ichiro escribía moviendo el hombro, y no la muñeca, con firmeza y concentración. Aunque yo era consciente de que tan sólo le imitaba, los resultados no eran demasiado malos.
Lo mismo ocurrió cuando el señor Shigeru me enseñó el uso de la espada. Yo tenía la fuerza y la agilidad necesarias, probablemente en mayor medida de lo que correspondía a mi altura, pero había perdido esos años de la infancia en los que los hijos de los guerreros practican sin cesar el manejo del sable y del arco, así como la equitación. Yo sabía que nunca podría estar a su altura.
La equitación me resultó fácil. Yo observaba al señor Shigeru y a los otros hombres, y me percaté de que se trataba en su mayor parte de una cuestión de equilibrio. Simplemente, copiaba lo que ellos hacían y el caballo respondía. También reparé en que el animal era más tímido y asustadizo que yo, y que tenía que actuar con él como si fuera un señor, ocultar mis sentimientos por su bien y simular que estaba al mando de la situación. Sólo entonces el caballo se tranquilizaba y se sentía a gusto.
Me entregaron un caballo gris perla llamado Raku, con crines y cola de color negro. Nos llevábamos bien. El tiro con arco no era mi fuerte, pero en el manejo de la espada, de nuevo, copiaba al señor Shigeru y los resultados eran aceptables. Me proporcionaron un sable largo, que llevaba al cinto de mis nuevos ropajes, como cualquier hijo de guerrero; pero a pesar de la vestimenta y del sable yo sabía que sólo era un guerrero de imitación.
Así pasaron las semanas. Los habitantes de la casa aceptaron el hecho de que el señor Shigeru tuviera la intención de adoptarme y, poco a poco, su actitud para conmigo fue cambiando. Me mimaban, se burlaban de mí y me reprendían en igual medida. Entre los estudios y el entrenamiento, me quedaba poco tiempo libre. Aunque se suponía que yo no debía abandonar la casa sin compañía, aún conservaba mi inquieta pasión por las expediciones, y siempre que era posible me escabullía para explorar la ciudad de Hagi. Me gustaba bajar hasta el puerto, en el que el castillo, al oeste, y el viejo cráter del volcán, al este, sujetaban la bahía como una taza entre dos manos. Yo me quedaba mirando el mar y pensaba en las tierras legendarias que quedaban más allá del horizonte. Sentía envidia por los marineros y los pescadores.
Siempre buscaba una barca en la que faenaba un chico que rondaba mi edad. Yo sabía que su nombre era Terada Fumio. Su padre pertenecía a una familia guerrera de bajo rango que había tomado el comercio y la pesca como medio para subsistir. Chiyo conocía toda su historia y, en un primer momento, fue ella quien me proporcionó aquella información. Yo sentía una profunda admiración por Fumio. Él había estado en el continente y conocía todos los estados de ánimo del mar y de los ríos. Por aquel entonces yo ni siquiera sabía nadar. Al principio, sólo nos saludábamos con un movimiento de cabeza, pero con el paso de las semanas nos hicimos amigos. Yo subía a la barca y nos sentábamos a comer caquis, escupíamos las pepitas al agua y charlábamos sobre los temas que interesan a los jóvenes: antes o después íbamos a imponernos a los jefes de los Otori. Los Terada los odiaban por su arrogancia y avaricia, y sufrían los impuestos, siempre en alza, que el castillo les exigía, así como las restricciones impuestas al comercio. Cuando hablábamos sobre estos temas siempre lo hacíamos en voz baja, en el costado de la barca que daba al mar porque, según se decía, el castillo tenía espías por todas partes.
Cierto día, a última hora de la tarde, corría yo a casa tras una de estas excursiones. Ichiro había sido llamado para ajustar unas cuentas con un comerciante. Yo había esperado 10 minutos y, una vez que decidí que él no regresaría, me escapé de la casa. Estábamos casi a mitad del décimo mes; el aire era frío y estaba inundado por el olor de la paja de arroz ardiendo, y el humo flotaba sobre los campos que discurrían entre el mar y las montañas, dando al paisaje tonos de plata y oro. Fumio me había estado enseñando a nadar y mi cabello estaba mojado, por lo que temblaba de frío. Iba pensando en un baño de agua caliente y me preguntaba si Chiyo me podría conseguir algo de comida antes de la cena, y también si Ichiro estaría de tan mal humor como para azotarme. Al mismo tiempo, prestaba atención, como siempre, al momento en el que empezaría a oír desde la calle los particulares sonidos de la casa.
Me pareció escuchar algo diferente, algo que me hizo parar en seco y mirar dos veces a la esquina del muro que había justo antes de nuestra cancela. Me dio la impresión de que no había nadie, pero casi en el mismo instante vi que no era así: había un hombre en cuclillas a la sombra de la techumbre de tejas.
Yo estaba a pocos metros de él, al otro lado de la calle, y me percaté de que me había visto. Tras unos momentos, se levantó lentamente, como si esperara que yo me acercase a él. Era un hombre de aspecto totalmente corriente, de altura y peso medios, el cabello algo canoso, la cara más bien pálida y rasgos ordinarios: el tipo de persona que uno puede olvidar con facilidad. Mientras me fijaba en él, intentando averiguar quién era, tuve la impresión de que sus facciones cambiaban de forma ante mis ojos. Bajo su apariencia común subyacía algo extraordinario, algo intangible que desapareció en cuanto intenté definirlo.
Vestía un manto de un azul desvaído, más bien grisáceo, y no llevaba un arma a la vista. No tenía aspecto de campesino, mercader o guerrero. No podía situarle en ninguna de las castas, pero un sexto sentido me decía que era muy peligroso.
Al mismo tiempo, había algo en él que me fascinaba. No podía pasar de largo sin darme por enterado de su presencia, pero me quedé al otro lado de la calle, calculando la distancia que me separaba de la cancela, los guardias y los perros.
Él me saludó inclinando la cabeza y me sonrió. Parecía una sonrisa de aprobación.
—Buenos días, joven señor —exclamó. Su voz ocultaba cierto tono de burla—. Haces bien en no confiar en mí. Me han contado que sabes actuar de forma inteligente, pero te prometo que no te haré daño alguno.
Me di cuenta de que su forma de hablar era tan difícil de identificar como su apariencia e hice caso omiso de su promesa.
—Quiero conversar contigo —prosiguió—, y también con Shigeru.
Yo me quedé atónito al oírle hablar del señor Shigeru con tal familiaridad.
—¿Qué tenéis que decirme?
—No puedo gritar desde aquí —respondió, con una carcajada—. Camina conmigo hasta la cancela y te lo contaré.
—Podéis caminar por ese lado de la calle y yo lo haré por éste —dije yo, al tiempo que notaba un movimiento de su mano, tal vez dispuesta a empuñar un arma oculta—. Después hablaré con el señor Otori y él decidirá si quiere encontrarse con vos o no.
El hombre sonrió para sí, se encogió de hombros y amos nos dirigimos por separado hacia la cancela: él, tan tranquilo, como si se tratara de un paseo vespertino; yo, tan nervioso como un gato antes de una tormenta. Cuando llegamos a la cancela y los guardias nos saludaron, tuve la impresión de que el hombre era más viejo y marchito. Parecía un anciano tan inofensivo que casi me avergoncé de mis recelos.
—Te has metido en un lío, Takeo —dijo entonces uno de los hombres—. El maestro Ichiro lleva más de una hora buscándote.
—¡Eh, abuelo! —gritó el otro guardia al anciano—. ¿Qué es lo que quieres? ¿Un cuenco de fideos o algo así?
Ciertamente, por su aspecto, al viejo no le vendría mal una buena comida; pero esperó humildemente y en silencio junto a la cancela.
—¿Dónde le has recogido, Takeo? Eres demasiado bondadoso; ése es tu problema. ¡Líbrate de él!
—Le he dicho que le comunicaría al señor Otori que él está aquí, y eso es lo que pienso hacer —repliqué—. Pero observad cualquier movimiento que haga, y no le permitáis en modo alguno entrar en el jardín.
Me giré hacia el extraño, y le dije:
—Esperad aquí —y entonces percibí algo extraño y fugaz que emanaba de él.
Era peligroso, de eso no cabía duda, pero me daba la impresión de que me estaba permitiendo ver una parte de él que mantenía oculta ante los guardias. Dudé entonces si debía dejarle con ellos… En todo caso, éstos eran dos y estaban armados hasta los dientes. Seguro que podrían defenderse de un anciano.
Crucé el patio a toda velocidad, me quité las sandalias de una sacudida y subí las escaleras en un par de saltos. El señor Shigeru estaba sentado en la sala del piso superior contemplando el jardín.
—Takeo —dijo—, he estado pensando que un pabellón de té quedaría perfecto ahí fuera.
—Señor… —empecé a decir. Pero me quedé paralizado al detectar un movimiento en el jardín. Creí que era la garza, gris e inmóvil, pero descubrí que se trataba del hombre que yo había dejado junto a la cancela.
—¿Qué pasa? —preguntó el señor Shigeru, que notó la expresión de mi rostro.
La posibilidad de que el intento de asesinato pudiera repetirse me aterrorizaba.
—¡Hay un extraño en el jardín! —grité—. ¡Mirad!
De inmediato, temí por los guardias. Bajé las escaleras corriendo y salí de la casa. Mi corazón me golpeaba en el pecho a medida que me acercaba a la cancela. Los perros estaban bien y se agitaron al verme sacudiendo la cola. Grité, y los hombres, sorprendidos, salieron de la garita.
—¿Qué pasa, Takeo?
—¡Le dejasteis entrar! —dije yo, furioso—. El viejo está en el jardín.
—No, está ahí fuera, en la calle, donde le dejaste.
Seguí con los ojos el gesto del guardia y, por un momento, yo también caí en la trampa. Pude verle sentado a la sombra del muro techado con aspecto tan humilde como paciente e inofensivo. Después mi visión se desvaneció. La calle estaba vacía.
—¡Estúpidos! —exclamé—. ¿No os dije que era peligroso? ¿No os dije que no le dejarais entrar en el jardín? ¡Sois unos necios! ¿Y os consideráis guerreros del clan de los Otori? Volved a vuestras granjas, a cuidar de las gallinas. ¡Ojalá los zorros se las coman todas!
Ellos, estupefactos, se quedaron mirándome. Nadie de la casa me había oído nunca decir tantas palabras seguidas. Mi cólera era aún más grande porque me sentía responsable de ellos. Pero ellos tenían que obedecerme. Sólo podría protegerlos si me obedecían.
—Tenéis suerte de estar vivos —les dije, sacando mi sable del cinto y corriendo a buscar al intruso.
Éste no estaba en el jardín, y yo empezaba a dudar si había visto otro espejismo, cuando oí voces procedentes de la sala superior. El señor Shigeru me llamó. No parecía estar en peligro, más bien daba la sensación de que se estaba riendo. Cuando entré en la sala y me incliné, el hombre estaba sentado junto a él, como si fueran viejos amigos, y no paraban de reír. El extraño ya no parecía tan anciano. Comprobé que tan sólo era unos años mayor que el señor Shigeru, y ahora su expresión era franca y amable.
—Así que no quería caminar por el mismo lado de la calle, ¿eh? —dijo el señor.
—Exacto, y luego me obligó a sentarme fuera y esperar —los dos soltaron una carcajada, mientras golpeaban la estera con las palmas de las manos—. A propósito, Shigeru, deberías entrenar mejor a tus guardias. Takeo actuó bien al enfadarse con ellos.
—Actuó bien en todo momento —respondió el señor Shigeru, con una nota de orgullo en la voz.
—Es uno entre un millón, de esa clase que nace pero no se hace. Seguro que desciende de la Tribu. Incorpórate, Takeo, déjame mirarte.
Levanté la frente del suelo y me senté sobre los talones. La cara me ardía. Sentía que el hombre se había salido con la suya y me había engañado. Él no dijo nada, tan sólo me estudió en silencio.
El señor Shigeru dijo:
—Te presento a mi viejo amigo Muto Kenji.
—Señor Muto —dije yo, educada pero fríamente, decidido a no mostrar mis sentimientos.
—No tienes por qué llamarme señor —respondió Kenji—. No soy un señor, aunque varios de mis amigos sí lo son —se inclinó hacia mí—. Enséñame tus manos.
Tomó mis manos, una después de la otra, y las examinó detenidamente.
—Pensamos que se parece a Takeshi —dijo el señor Shigeru.
—Hmm… Tiene la apariencia de un Otori. —Kenji regresó a su posición anterior y dirigió la mirada al jardín. El color ya había desaparecido en esta época del año; sólo los arces seguían emitiendo sus destellos rojos—. La noticia de la pérdida de tu hermano me entristeció —añadió.
—Llegué a pensar que ya no deseaba vivir —replicó el señor Shigeru—; pero las semanas han pasado y he descubierto que sí quiero seguir vivo. La desesperación no va conmigo.
—Desde luego que no —convino Muto Kenji, afectuosamente.
Los dos miraron a través de las ventanas abiertas. El aire del otoño era frío. Un soplo de viento agitó las ramas de los arces y, a medida que las hojas caían sobre el torrente, adquirían un tinte granate oscuro al contacto con el agua, para después desaparecer con el río. Yo sentía escalofríos y pensaba con anhelo en el baño caliente.
Kenji rompió el silencio:
—¿Por qué este muchacho, que se parece a Takeshi pero proviene a todas luces de la Tribu, se aloja en tu casa, Shigeru?
—¿Por qué has recorrido tú un camino tan largo para hacerme esa pregunta? —replicó el señor Shigeru, con una ligera sonrisa.
—No me importa explicarlo. Me enteré de que alguien oyó cómo un intruso escalaba el muro de tu casa y que, como resultado, uno de los asesinos más peligrosos de los Tres Países ha muerto.
—Pretendíamos mantenerlo en secreto —dijo el señor Shigeru.
—Y nuestro trabajo consiste en averiguar esa clase de secretos. ¿Qué hacía Shintaro en tu casa?
—Lo más probable es que quisiera matarme —respondió el señor Shigeru—. Así que se trataba de Shintaro… Tenía mis sospechas, pero no existían pruebas —tras unos instantes, añadió—: Alguien quería asegurarse de mi muerte. ¿Lo contrató Iida?
—Shintaro trabajó para los Tohan durante un tiempo, pero no creo que Iida quisiera hacer que te asesinaran en secreto. Con toda seguridad, él habría preferido contemplar el acontecimiento con sus propios ojos. ¿Qué otra persona puede desear tu muerte?
—Se me ocurren una o dos —respondió el señor.
—Resultaba difícil creer que Shintaro fallase —continuó Kenji—. Teníamos que averiguar quién era el muchacho. ¿Dónde le encontraste?
—¿Cuáles son los rumores? —contrarrestó el señor
Shigeru, aún sonriendo.
—Las fuentes oficiales dicen que es un pariente lejano de tu madre; los supersticiosos, que has perdido la cabeza y crees que el chico es tu hermano reencarnado; los cínicos, que es tu hijo, concebido con una campesina del este del país.
El señor Shigeru soltó una carcajada.
—Ni siquiera le doblo la edad. Tendría que haber sido padre a los 12 años. No es hijo mío.
—No, eso está claro. Y a pesar del parecido, no me creo que sea ni un pariente ni una reencarnación. En cualquier caso, seguro que pertenece a la Tribu. ¿Dónde le encontraste?
Haruka, una de las criadas, entró en la sala, encendió las lámparas y, de inmediato, una polilla de color azul verdoso penetró en la habitación agitando las alas en dirección a la llama. Yo me puse de pie y la atrapé. Noté cómo sus alas polvorientas chocaban contra la palma de mi mano y entonces la solté, enviándola de nuevo a la noche. Después, cerré las ventanas correderas y me senté otra vez.
El señor Shigeru no respondió a la pregunta de Kenji, y Haruka regresó con el té. Kenji no parecía enfadado o defraudado. Elogió los cuencos de té, que eran de la sencilla loza de tonos rosa típica de la zona, y bebió en silencio, pero sin apartar la vista de mí.
Finalmente, me formuló una pregunta directa:
—Dime, Takeo, cuando eras niño, ¿les quitabas las conchas a los caracoles vivos, o arrancabas las patas a los cangrejos?
Yo no acertaba a comprender por qué me hacía esa pregunta.
—Tal vez —respondí, haciendo como que bebía, aunque mi cuenco estaba vacío.
—¿Lo hacías?
—No.
—¿Por qué no?
—Mi madre me decía que era una crueldad.
—Ya lo suponía —la voz de Kenji había adquirido una nota de tristeza, como si se apiadara de mí—. No me extraña que hayas intentado esquivarme, Shigeru. Aprecio cierta mansedumbre en el muchacho, una aversión hacia la crueldad… El chico fue criado entre los Ocultos.
—¿Tan obvio es?
—Sólo para mí. —Kenji permanecía sentado, con las piernas cruzadas y un brazo apoyado sobre la rodilla—. Creo que sé quién es.
El señor Shigeru suspiró. Su semblante se mantenía inmóvil y alerta.
—Más vale que nos lo cuentes.
—Tiene todos los rasgos de un Kikuta: los dedos largos, la línea recta en la palma de la mano, la agudeza de oído… Ésta llega de repente, más o menos en la pubertad, a veces acompañada por la pérdida del habla, que en ocasiones es temporal y otras veces permanente.
—¡Os lo estáis inventando! —dije yo, incapaz de mantenerme en silencio por más tiempo.
Lo cierto era que me asaltaba una horrible sensación. Yo no sabía nada acerca de la Tribu, excepto que el asesino era uno de ellos; pero presentía que Muto Kenji estaba abriendo ante mí una puerta oscura que yo temía traspasar.
El señor Shigeru me hizo callar con un movimiento de cabeza:
—Déjale hablar. Es de la máxima importancia.
Kenji se inclinó hacia delante, y me dijo:
—Voy a hablarte acerca de tu padre.
El señor Shigeru dijo con aspereza:
—Empieza por la Tribu. Takeo ignora lo que significa ser un Kikuta.
—¿Es eso cierto? —preguntó, asombrado—. Bueno, supongo que no es de extrañar, ya que ha sido criado por los Ocultos. Empezaré por el principio. Las cinco familias de la Tribu siempre han existido. Ya existían antes de la llegada de los señores y de los clanes, y se remontan a la época en la que la magia era más poderosa que las armas y los dioses todavía caminaban por la Tierra. Cuando surgió el sistema de clanes y los hombres forjaron alianzas basadas en el poder, la Tribu no se unió a ninguno de ellos. Con objeto de conservar sus dones excepcionales, se lanzaron a los caminos y se convirtieron en aventureros, actores y acróbatas, vendedores ambulantes o hechiceros.
—Eso hicieron al principio —interrumpió el señor Shigeru—, pero también muchos de ellos se convirtieron en mercaderes y amasaron considerables fortunas y grandes influencias —entonces, me dijo—: Kenji, por ejemplo, regenta un próspero negocio de productos derivados de la soja y también es prestamista.
—Vivimos tiempos corruptos —se lamentó Kenji—. Como nos recuerdan los sacerdotes, los días regidos por la ley tocan a su fin. Es cierto que en esta época estamos involucrados en los negocios, pero de vez en cuando realizamos algún servicio para los clanes y tomamos su blasón, o bien trabajamos para los que nos han ofrecido su amistad, como es el caso del señor Otori Shigeru. Pero sea cual sea nuestra actividad presente, conservamos las facultades extraordinarias del pasado, que una vez tuvieron todos los humanos, pero que ahora la mayoría ha olvidado.
—Estabais en dos sitios a la vez —dije yo—. Los guardias os vieron fuera, mientras que yo os vi en el jardín.
Kenji me hizo una irónica reverencia.
—Tenemos la capacidad de desdoblarnos y dejar atrás una de nuestras personas. Podemos hacernos invisibles y movernos a más velocidad que la vista humana. La agudeza de visión y oído se cuenta también entre nuestras características. Los miembros de la Tribu han conservado estas habilidades gracias a la dedicación y al intenso entrenamiento. Son habilidades que otros —en este país de guerras— encuentran útiles, por lo que pagan elevadas sumas por ellas. La mayor parte de los miembros de la Tribu se convierten en espías o asesinos en algún momento de sus vidas.
Yo hacía esfuerzos por no temblar. Notaba cómo la sangre se helaba en mis venas. Recordaba que me había desdoblado bajo la espada de Iida, y cada uno de los sonidos de la casa, el jardín y toda la ciudad resonaba con creciente intensidad en mis oídos.
—Kikuta Isamu, quien creo que era tu padre, no era una excepción. Sus padres eran primos y él había heredado la potente combinación de dones de los Kikuta. Para cuando cumplió los 30 años, ya era un asesino inigualable. Nadie sabe a cuántos hombres mató, pues la mayoría de las muertes parecían deberse a causas naturales y nunca se le atribuyeron. Era aún más reservado que el resto de los Kikuta y también una autoridad en materia de venenos, en particular en lo referente a ciertas plantas de la montaña que matan sin dejar rastro. Se encontraba en las montañas del este, ya sabes al distrito al que me refiero, buscando nuevas plantas. Los hombres de la aldea en la que se alojaba eran Ocultos. Al parecer, le hablaron del dios secreto, de la prohibición de matar y del juicio que nos espera en la otra vida… Ya lo sabes, no tengo que explicártelo. En esas montañas remotas, alejadas de las luchas entre clanes, Isamu había meditado sobre su existencia. Quizá sintiera remordimientos, o tal vez los muertos se comunicaron con él. El caso es que renunció a su vida con la Tribu y se convirtió en uno de los Ocultos.
—¿Fue ejecutado? —la voz del señor Shigeru resonó en el sombrío ambiente.
—Bueno, lo cierto es que quebrantó las reglas fundamentales de la Tribu. No aceptamos que se nos rechace de esa manera, en especial si se trata de alguien con tanto talento, pues esas habilidades son sumamente difíciles de encontrar hoy en día. A decir verdad, ignoro qué le sucedió exactamente. Ni siquiera sabía que tenía un hijo. Takeo, o como quiera que sea su nombre verdadero, debió de nacer tras la muerte de su padre.
—¿Quién le mató? —pregunté, con la boca seca.
—Quién sabe… Eran muchos los que deseaban hacerlo, y alguno de ellos lo logró. Por descontado, nadie podría haber llegado a él si tu padre no hubiese jurado que nunca volvería a matar.
Reinó un largo silencio. Con la excepción del pequeño círculo de luz que rodeaba la resplandeciente llama de la lámpara, la oscuridad era casi total en la sala. No me era posible distinguir sus rostros, aunque estaba convencido de que Kenji veía el mío.
—¿No te habló de esto tu madre? —preguntó, al cabo de un rato.
Negué con la cabeza. Son muchas las cosas que los Ocultos silencian y muchos los secretos que se esconden entre ellos. Aquello que se ignora no puede revelarse bajo tortura. Si desconoces los secretos de tu hermano, no puedes traicionarle.
Kenji se rió.
—Admítelo, Shigeru. No sabías a quién traías a tu casa. Ni siquiera la Tribu conocía la existencia del muchacho, ¡un chico con el talento excepcional de los Kikuta!
El señor Shigeru no respondió, pero a medida que se inclinaba en dirección a la luz, yo pude ver que sonreía alegre y abiertamente. Reflexionaba yo sobre el contraste entre los dos hombres: el señor tan franco y leal; Kenji tan retorcido y engañoso.
—Tengo que averiguar cómo llegó a suceder esto. No es broma, Shigeru, tengo que saberlo —insistió Kenji.
Yo oía a Chiyo merodeando por la escalera. El señor Shigeru dijo:
—Tenemos que bañarnos e ir a cenar. Después de la cena seguiremos hablando.
«Ahora que sabe que soy hijo de un asesino, ya no me quiere en su casa». Éste fue el primer pensamiento que me asaltó mientras me sentaba en la bañera llena de agua caliente. Distinguía las voces de la sala del piso superior, donde los hombres bebían vino y recordaban plácidamente tiempos pasados. Me puse a pensar en el padre que nunca había conocido. El hecho de que no hubiera logrado escapar de su pasado me producía una profunda tristeza. Él había querido abandonar su vida de asesinó; pero esa vida no se había dado por vencida, sino que había alargado sus prolongados brazos hasta encontrarle en la lejana aldea de Mino, del mismo modo que, años más tarde, Iida había encontrado allí a los Ocultos. Me miré las manos, los largos dedos. ¿Cuál era su función? ¿Tal vez la de matar?
A pesar de la herencia que mi padre me hubiera dejado, yo era también hijo de mi madre. Había sido tejido con dos hilos totalmente diferentes y ambos me llamaban a través de la sangre, los músculos y los huesos. Recordaba asimismo mi cólera con los guardias. Sabía que en ese momento me comporté con ellos como lo habría hecho un señor. ¿Es que un tercer hilo se iba a incorporar al tejido de mi existencia? ¿O, por el contrario, el señor Shigeru me expulsaría de su casa ahora que sabía quién era yo en realidad?
Mis pensamientos eran demasiado dolorosos, demasiado difíciles de desenmarañar y, en todo caso, Chivo me estaba llamando para que acudiera a cenar. El agua, por fin, me había librado del frío y me había abierto el apetito.
Ichiro estaba en la sala con el señor Shigeru y con Kenji, y las bandejas ya estaban colocadas frente a ellos. Cuando llegué, dialogaban sobre asuntos triviales: el clima, el trazado del jardín, mis pocas dotes de aprendizaje, mi mal comportamiento… Ichiro estaba enfadado por mi escapada de esa tarde. Me parecía que habían pasado años desde que me bañara con Fumio en las gélidas aguas del río. La comida sabía aún mejor de lo habitual, pero tan sólo Ichiro disfrutó de ella. Kenji despachó la suya con rapidez; el señor Shigeru apenas la probó, y yo alternaba el hambre con las nauseas, a la vez temiendo y deseando que la cena concluyera. Ichiro comía tanto y tan lentamente que parecía que nunca iba a acabar. Por dos veces creímos que había terminado, pero entonces se llevó a la boca «sólo un pequeño bocado más». Por fin, se dio unas palmaditas en el estómago y eructó sin apenas hacer ruido. Estaba a punto de embarcarse en otra larga disertación sobre jardinería, cuando el señor Shigeru le hizo un gesto. Tras varios comentarios de despedida y varias bromas más a mi costa, dirigidas a Kenji, se retiró. Haruka y Chiyo entraron para retirar las bandejas. Una vez que se habían ido y sus voces y pisadas se apagaban a medida que llegaban a la cocina, Kenji se incorporó, con la mano extendida hacia el señor Shigeru.
—¿Y bien? —dijo Kenji.
¡Ojalá hubiera podido irme con las mujeres! No deseaba seguir allí sentado mientras esos dos hombres decidían mi destino. Porque estaba convencido de que eso era lo que iban a hacer. Seguro que Kenji había venido para reclamar mi regreso a la Tribu, y el señor Shigeru, con toda probabilidad, estaría encantado de dejarme marchar.
—No sé por qué esa información es tan importante para Ti, Kenji —terció el señor Shigeru—. Me cuesta creer que todavía no la conozcas. Si te cuento la verdad, será con la condición de que no salga de estas paredes. Ni siquiera la conocen mis sirvientes, con la excepción de Ichiro y Chiyo. Tenías razón cuando mencionaste que yo no sabía a quién había traído a mi casa. Todo ocurrió por casualidad. Era la caída de la tarde. Yo me había desviado un poco de mi camino y albergaba la esperanza de encontrar alojamiento para pasar la noche en la aldea cercana que, como más tarde descubrí, se llamaba Mino. Takeshi había muerto y yo llevaba semanas viajando completamente solo.
—¿Buscabas venganza? —preguntó Kenji, en voz baja.
—Ya sabes cómo están las cosas entre Iida y yo: cómo han estado desde Yaegahara. Pero en modo alguno podía yo haber imaginado que podría encontrarle en ese lugar tan apartado. El hecho de que nosotros, acérrimos enemigos, coincidiéramos allí ese día fue la más extraña de las coincidencias. Ni que decir tiene que si lo hubiera encontrado cara a cara habría intentado acabar con su vida, pero este muchacho se topó conmigo cuando corría por el sendero.
El señor Shigeru relató de manera concisa la matanza, la caída del caballo por parte de Iida y la persecución a la que me sometieron los hombres.
—Todo sucedió de forma inesperada. Los hombres, que iban armados, me amenazaron. Yo me defendí.
—¿Sabían ellos quién eras tú?
—Lo más probable es que no. Yo vestía atuendo de viaje, sin blasón alguno, estaba oscureciendo y llovía.
—Pero tú sabías que eran Tohan…
—Me dijeron que Iida había ordenado la captura del chico y la noticia provocó mi deseo de protegerle.
Como cambiando de tema, Kenji dijo:
—He oído que Iida está buscando una alianza con los Otori.
—Es verdad. Mis tíos están a favor de firmar la paz, aunque el clan se encuentra dividido.
—Si Iida se entera de que tienes contigo al muchacho, la alianza nunca se conseguirá.
—No hace falta que me digas lo que ya sé —saltó el señor Shigeru, con el primer destello de cólera.
—Señor Otori —dijo Kenji, con su ironía característica, antes de inclinarse.
Durante algunos momentos nadie pronunció palabra.
Entonces, Kenji exhaló un suspiro, y dijo:
—El destino guía nuestras vidas, sean cuales sean nuestros planes. No importa quién envió a Shintaro para que te matase: el resultado será el mismo. En menos de una semana, la Tribu sabrá de la existencia de Takeo. Me siento obligado a decirte que estamos interesados en este muchacho y que no pensamos claudicar.
Entonces, con un hilo de voz, yo dije:
—El señor Otori me salvó la vida y no estoy dispuesto a abandonarle.
El señor Shigeru alargó el brazo y me dio unos golpecitos en el hombro, como lo habría hecho un padre.
—No voy a renunciar a él —dijo el señor a Kenji.
—Lo que queremos, por encima de todo, es que siga vivo —replicó Kenji—. Mientras se encuentre a salvo, puede permanecer en tu casa. No obstante, existe otra preocupación: los Tohan que te encontraste en la montaña. ¿Los mataste?
—Al menos a uno de ellos —respondió el señor Shigeru—. Es probable que a dos.
—Sólo a uno —le corrigió Kenji.
Sorprendido, el señor Shigeru elevó las cejas.
—Ya conoces todas las respuestas, ¿por qué te molestas en preguntar?
—Tengo que rellenar algunas lagunas y también averiguar cuánto sabes tú.
—Un muerto, dos… ¿Qué importa?
—El hombre al que cortaste el brazo sobrevivió. Se llama Ando. Durante mucho tiempo ha sido uno de los hombres de confianza de Iida.
Yo me acordé del hombre con cara de lobo que me había perseguido montaña arriba y un escalofrío me recorrió el cuerpo.
—Ando no sabía quién eras y todavía desconoce dónde está Takeo, pero os está buscando a los dos. Con el permiso de Iida, se ha entregado en cuerpo y alma a la búsqueda de venganza.
—Estoy deseando nuestro próximo encuentro —replicó el señor Shigeru.
Kenji se puso en pie y paseó por la sala. Cuando volvió a sentarse, su rostro se mostraba campechano y sonriente, como si lo único que hubiéramos hecho durante toda la velada fuera intercambiar chistes y hablar de jardinería.
—Estoy satisfecho. Ahora que sé con exactitud qué peligros acechan a Takeo, puedo disponerme a protegerle y a enseñarle a que se proteja —entonces, Kenji hizo algo que me dejó perplejo: se inclinó delante de mí hasta tocar el suelo con la frente, y dijo—: Mientras yo esté vivo, estarás a salvo. Te lo juro.
Yo creí que estaba haciendo gala de su ironía, pero una máscara invisible le desapareció de la cara y por unos instantes pude ver al hombre verdadero que se encontraba debajo. Era como si hubiera visto a Jato cobrar vida. De inmediato, la máscara volvió a su posición y Kenji bromeó de nuevo:
—¡Pero tendrás que hacer todo lo que yo te diga! —me advirtió, sonriendo—. Me he dado cuenta que Ichiro no puede contigo y considero que, a su avanzada edad, no debe encargarse de cachorros como tú. A partir de ahora yo me encargaré de tu educación. Seré tu maestro —con un movimiento exagerado, se arropó con su manto y frunció los labios, convirtiéndose instantáneamente en el anciano que yo había dejado a las puertas de la casa—. Siempre que el señor Otori tenga a bien otorgar su permiso, claro está.
—Por lo visto, no tengo elección —dijo el señor Shigeru, que sonreía abiertamente, mientras llenaba las copas de vino.
Mis ojos saltaron de un rostro a otro y de nuevo me sorprendió el contraste entre ambos. Me pareció apreciar en los ojos de Kenji una mirada no exenta de desprecio. Ahora que ya conozco bien a los miembros de la Tribu, sé que su punto débil es la arrogancia —se enamoran de sus asombrosas habilidades y subestiman las de sus adversarios—, pero aquel día la mirada de Kenji me enfureció.
Al rato llegaron las criadas para preparar las camas y apagar las lámparas. Permanecí despierto durante mucho tiempo, escuchando los sonidos de la noche. Las revelaciones de aquella tarde marchaban lentamente sobre mi mente, se dispersaban, volvían a la formación y marchaban de nuevo. Mi vida ya no me pertenecía. Si no fuera por el señor Shigeru, estaría muerto. Si no le hubiera encontrado por casualidad, como él mismo había relatado, en el sendero de la montaña…
¿Fue realmente una casualidad? Todos, incluso Kenji, aceptaban su versión. Todo había ocurrido en un instante: el chico que corría, los hombres que le perseguían, la pelea… Reviví los acontecimientos en mi mente, y me pareció recordar un momento, cuando el camino por delante de mí estaba vacío. Había un árbol gigantesco, un cedro, y alguien salió tras él y me agarró, no por casualidad, sino deliberadamente. Pensé en el señor Shigeru y en lo poco que en realidad sabía sobre él. Todo el mundo le tomaba por lo que aparentaba a primera vista: un hombre impulsivo, afectuoso y generoso. Yo también consideraba que tenía tales virtudes, pero no podía evitar preguntarme qué se escondería detrás de esa apariencia. «No voy a renunciar a él», había dicho; pero ¿por qué habría de adoptar a un chico de la Tribu, al hijo de un asesino? Me acordé de la garza, de su paciente espera hasta que atacaba. Empezaba a clarear y los gallos cantaron antes de que me quedara dormido.
Los guardias se lo pasaron en grande a mis expensas cuando Muto Kenji se instaló en la casa para ser mi maestro.
—¡Cuidado con el viejo, Takeo! Es muy peligroso y podría atacarte con el pincel…
Nunca se cansaban de ese chiste. Yo no les respondía. Prefería que me tomaran por estúpido a que conocieran la verdadera identidad del anciano y propagaran el rumor. Ésta fue una de las primeras lecciones que aprendí: cuanto menos astuto te consideren los demás, más cosas revelarán en tu presencia. Empecé a preguntarme cuántos criados o lacayos, aparentemente inofensivos e incluso de pocas luces pero dignos de confianza, eran en realidad miembros de la Tribu que llevaban a cabo su labor de intriga y asesinato por sorpresa.
Kenji me inició en las artes de la Tribu, pero Ichiro todavía me aleccionaba según la tradición del clan. La casta de los guerreros era la antítesis de la Tribu, pues daba una enorme importancia a la admiración y respeto que los demás les profesaran, así como a su reputación y posición social. Tuve que aprender historia y etiqueta, cortesía y gramática. Estudié los archivos de los Otori —recopilados desde siglos atrás, desde los orígenes casi místicos de la familia imperial— hasta que mi cabeza estallaba con tantos nombres y estirpes.
Los días eran más cortos y las noches más frías. Las primeras heladas cubrieron el jardín de escarcha. Pronto, la nieve cortaría los puertos de montaña, las tormentas invernales cerrarían el puerto y la ciudad de Hagi quedaría aislada hasta la primavera. Ahora la casa tenía un canto diferente: amortiguado, suave y somnoliento.
Algo había desatado en mí un ansia desenfrenada por aprender. Kenji opinaba que era el carácter de la Tribu, que despertaba tras años de abandono. Mi curiosidad abarcaba todas las materias, desde los caracteres más complicados de la caligrafía hasta las exigencias de la esgrima. Éstas últimas las aprendía con entusiasmo, pero mi respuesta ante las lecciones de Kenji era diferente, pues no las encontraba difíciles, sino que las aprendía con suma rapidez. Sin embargo, había algo en sus enseñanzas que me repelía. Dentro de mí existía algo que se resistía a convertirse en lo que Mulo Keni deseaba.
—Es un juego —me decía muchas veces—. Actúa como si jugaras.
Pero se trataba de un juego cuyo final era la muerte. Kenji había estado acertado al describir mi carácter: me habían criado para aborrecer el asesinato y yo sentía una profunda aversión por la idea de acabar con la vida de cualquier persona.
Kenji estudiaba este rasgo de mi personalidad porque le preocupaba. El señor Shigeru y él conversaban con frecuencia sobre las maneras de endurecer mi carácter.
—Cuenta con todas las capacidades, excepto con ésa —dijo Kenji, frustrado, una tarde—, y esa carencia hace que todas sus habilidades sean un peligro para él.
—Nunca se sabe —replicó Shigeru—. Cuando llega el momento, es sorprendente cómo la espada salta en la mano de uno como si tuviera vida propia.
—Tú naciste así, Shigeru, y tus años de entrenamiento reforzaron tu forma de ser. Creo que Takeo dudará cuando llegue ese momento.
El señor Shigeru dio un ligero gruñido y se arrimó al brasero, acomodándose el abrigo sobre los hombros. Había estado nevando todo el día. La nieve se apilaba en el jardín y gruesas capas blancas cubrían las ramas de los árboles y la linterna de piedra. El cielo se había despejado y la escarcha hacía centellear la nieve. Cuando hablábamos, nuestro aliento flotaba en el aire.
Tan sólo nosotros tres estábamos despiertos, apiñados alrededor del brasero, calentando nuestras manos con copas de vino caliente. El vino me dio fuerzas para preguntar:
—¿Señor Otori, habéis matado a muchos hombres?
—No llevo la cuenta —respondió él—; pero con la excepción de Yaegahara, no creo que hayan sido muchos. Jamás he matado a un hombre desarmado y nunca he asesinado por placer, lo que ha humillado a más de un guerrero. Más vale que sigas siendo como eres a que actúes como ellos.
Yo deseaba preguntar: «¿Utilizaríais los servicios de un asesino para llevar a cabo una venganza?», pero no me atreví. Cierto era que la crueldad me desagradaba y me disgustaba la idea de matar, pero con el correr de los días fui aprendiendo más sobre el deseo de venganza de Shigeru. Parecía fluir poco a poco desde su persona a la mía, y allí alimentaba mi propio deseo. Esa noche, de madrugada, abrí las ventanas correderas y contemplé el jardín. La Luna menguante y una única estrella se veían, en el cielo, tan bajas como si espiasen a la ciudad dormida. El gélido viento cortaba como un cuchillo.
«Yo podría matar», pensé. «Podría matar a Iida. Sí, le mataré. Aprenderé cómo hacerlo».
Unos días más tarde, sorprendí a Kenji y también a mí mismo. Su capacidad para estar en dos lugares a la vez todavía me engañaba: a veces veía al anciano con su manto desvaído, sentado y observándome mientras yo practicaba algún juego de manos o una caída hacia atrás, y entonces su voz me llamaba desde el exterior del edificio. Pero en esta ocasión escuché su aliento, me planté de un salto junto a él, le agarré por el pescuezo y le derribé en un abrir y cerrar de ojos. Sorprendentemente, mis manos se plantaron por decisión propia en la arteria de su cuello, donde la presión trae consigo la muerte. Le mantuve en esa posición durante unos instantes, pero después le liberé y ambos nos miramos fijamente.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡Eso está mejor!
Contemplé mis manos, con largos dedos y vida propia, como si fueran las de un extraño. Había descubierto que podían hacer cosas desconocidas para mí. Cuando practicaba la caligrafía con Ichiro, mi mano derecha daba de repente unos cuantos toques de pincel y aparecía uno de los pájaros de mis montañas, dispuesto a alzar el vuelo desde el papel, o el rostro de alguien a quien yo creía haber olvidado. Los dibujos complacían a Ichiro, y él se los mostraba al señor Shigeru.
Éste estaba encantado, al igual que Kenji.
—Es un atributo de los Kikuta —se jactaba Kenji, tan orgulloso como si lo hubiese inventado él mismo—. Resulta muy útil. Proporciona a Takeo un papel que representar, un disfraz perfecto. Es un artista, y puede realizar sus bocetos en cualquier lugar y nadie se preguntará qué cosas estará escuchando.
El señor Shigeru tomó asimismo una actitud claramente práctica.
—Dibuja a ese hombre al que le falta un brazo —me ordenó.
La cara con aspecto de lobo pareció surgir del pincel como por voluntad propia, y el señor Shigeru se quedó mirando el dibujo.
—Le reconoceré en cuanto le vea —murmuró.
Se tomaron las medidas necesarias para que me instruyera un profesor de dibujo, y a lo largo del invierno mi nueva personalidad fue evolucionando. Para cuando las nieves se derritieron, Tomasu, el chico medio salvaje que vagaba por la montaña y cuyos conocimientos se limitaban a los animales y las plantas, había desaparecido para siempre. Me había convertido en Takeo, un artista silencioso, de aspecto gentil y algo pedante: un disfraz que ocultaba los ojos y oídos que todo lo captaban, y el corazón que aprendía las lecciones de la venganza.
Yo ignoraba si este Takeo era real o si se trataba de una creación ideada para servir a los propósitos de la Tribu y de los Otori.