El mismo año en que Otori Shigeru rescató al muchacho que se convertiría en Otori Takeo, de Mino, tuvieron lugar ciertos acontecimientos en un castillo lejano, situado en el sur. El castillo pertenecía a Noguchi Masayoshi, quien lo había recibido de Iida Sadamu como recompensa por su participación en la batalla de Yaegahara. En dicha contienda, Iida había derrotado a los Otori —sus eternos rivales— y los había obligado a rendirse en términos favorables para él. Más tarde, Sadamu trasladó su atención al tercero de los grandes clanes de los Tres Países, el de los Seishuu, cuyos dominios abarcaban la mayor parte del sur y del oeste. Los Seishuu no eran partidarios de alcanzar la paz por medio de guerras, sino a través de alianzas, y éstas se sellaban con rehenes, bien procedentes de los grandes dominios, como los Maruyama, bien de otros más pequeños, como los Shirakawa, sus parientes más cercanos.
Kaede, la hija mayor del señor Shirakawa, había llegado al castillo Noguchi en calidad de rehén al poco tiempo de cambiar su fajín de niña por el de muchacha y, para cuando se produjeron los acontecimientos, había habitado en el castillo más de la mitad de su vida: el tiempo suficiente como para aborrecer la fortaleza por mil motivos. Por la noche, cuando estaba demasiado cansada para conciliar el sueño y no se atrevía a dar vueltas en la cama por si alguna de las muchachas mayores alargaba el brazo y la abofeteaba, Kaede repasaba mentalmente la lista de las cosas que más odiaba del castillo. Había aprendido hacía tiempo a no revelar sus pensamientos. Tenía el consuelo de que nadie podía entrar en su mente y abofetearla, aunque Kaede sabía que a más de una compañera le hubiera encantado poder hacerlo. Era por eso que la golpeaban tan a menudo en la cara y por todo el cuerpo.
Con infantil determinación, ella se aferraba a los difusos recuerdos que tenía del hogar que hubo de abandonar a los siete años de edad. Desde el día en que su padre la había escoltado hasta el castillo no había vuelto a ver a su madre ni a sus hermanas menores.
Desde entonces, su padre había regresado en tres ocasiones, para descubrir que habían alojado a Kaede con los criados y no con los niños Noguchi, como correspondería a la hija de una familia de guerreros. Se sentía totalmente humillado; tanto, que ni siquiera fue capaz de protestar, aunque Kaede, extrañamente observadora para su edad, había detectado la consternación y la furia en sus ojos. Las dos primeras veces les habían permitido hablar en privado durante unos momentos. El recuerdo más nítido que Kaede tenía de él era el instante en que su padre la tomó por los hombros y le dijo con intensa emoción:
—¡Ojalá hubieras nacido varón!
La tercera vez sólo le permitieron mirar a la muchacha. Después, ya nunca regresó, y desde entonces ella no había tenido noticia alguna de su familia.
Kaede comprendía las razones de su padre. Cuando cumplió los 12 años, a base de mantener los oídos atentos y entablar conversaciones aparentemente inocentes con las pocas personas que se compadecían de ella, Kaede se enteró de su situación: era una rehén, una víctima de las luchas entre clanes. Su vida no tenía valor alguno para los señores que ahora eran sus dueños, con la salvedad de que podía servirles como objeto de trueque en su afán de poder. Su padre era el señor del dominio de Shirakawa, de gran importancia estratégica, y su madre estaba emparentada con los Maruyama. Y debido a que su padre no tenía hijos varones, tendría que adoptar como heredero al esposo de Kaede, quienquiera que fuese. Al mantener a su hija cautiva, los Noguchi también contaban con la lealtad, la alianza y la herencia del señor Shirakawa.
Kaede ya no pensaba en las cosas realmente importantes: el miedo, la añoranza, la soledad… El primer lugar de la lista de todo lo que odiaba lo ocupaba la certeza de que los Noguchi no la valoraban ni siquiera como rehén. De la misma forma, odiaba el modo en que las muchachas se burlaban de ella por ser zurda e inexperta; el hedor que emanaba de la garita de los guardias, situada junto a la cancela; los empinados escalones que tanto costaba subir cuando uno iba cargado… Y es que Kaede siempre iba cargada con algo: cuencos de agua fría o calderos de agua caliente; comida que los hombres, siempre hambrientos, devoraban a toda velocidad; objetos que habían olvidado o que les daba pereza ir a recoger. Odiaba el mismo castillo, las gigantescas piedras de los sótanos y la oscura opresión de las habitaciones superiores, donde las retorcidas vigas del techo parecían hacerse eco de sus sentimientos, deseando liberarse de la deformación a la que se hallaban sometidas y huir hacia el bosque, de donde procedían.
Y los hombres… ¡Cómo odiaba a los hombres! Cuanto mayor se hacía, tanto más la acosaban. Las criadas de su misma edad rivalizaban entre sí para conseguir que ellos las prestaran atención, y los halagaban y mimaban dando un tono infantil a sus voces, simulando ser delicadas, incluso desvalidas, con el fin de lograr la protección de tal o cual soldado. Kaede no las culpaba —había llegado a creer que toda mujer debía utilizar cualquier arma a su alcance para protegerse en la dura batalla de la vida—, pero se negaba a rebajarse de ese modo. No podía permitírselo, pues su único valor, la única posibilidad de escapar del castillo, se encontraba en el matrimonio con alguien de su clase. Si desperdiciaba esa oportunidad, más le valdría estar muerta.
Kaede sabía que no tenía por qué tolerar el acoso al que era sometida, sino que podría acudir a alguien y quejarse. Ni se le ocurría abordar al señor Noguchi, pero tal vez fuera posible solicitar audiencia con su esposa. Aunque, pensándolo bien, ni siquiera le estaría permitido acercarse a la señora. La realidad era que no tenía a nadie que la ayudara: debería protegerse por sí misma. ¡Lástima que los hombres fueran tan robustos! Para ser mujer, Kaede era alta —demasiado alta, según comentaban con malicia las otras muchachas— y no era débil —el duro trabajo la hacía fuerte—, pero en cierta ocasión uno de los hombres, entre bromas, la había sujetado con una sola mano y ella no había logrado escapar. El recuerdo la hacía temblar de miedo.
Con el correr de los meses le resultaba más difícil esquivar las atenciones de los hombres. A finales del octavo mes de su decimoquinto año, un tifón procedente del oeste trajo consigo días de intensa lluvia. Kaede odiaba la lluvia, el olor a moho y a humedad que provocaba, y también odiaba la forma en la que sus escasas ropas, al mojarse, se adherían a su cuerpo, mostrando la curva de sus nalgas y sus muslos, lo que hacía que los hombres la persiguieran con más ahínco.
—¡Eh, Kaede! ¡Hermanita! —le gritó uno de los guardias, mientras ella corría hacia la cocina bajo la lluvia, pasando por el segundo portón con torreones—. ¡No corras tan deprisa! Tengo un recado para ti. Dile al capitán Arai que baje. Su señoría quiere que le eche una ojeada a un caballo nuevo.
La lluvia caía como un río desde las almenas, las tejas, los desagües y los delfines que coronaban los tejados como protección contra el fuego. El agua corría a borbotones por todo el castillo. En pocos segundos, Kaede se había calado hasta los huesos, y sus sandalias, empapadas, la hacían resbalar y tropezar sobre los adoquines. No obstante, no le importó obedecer porque, de todos los moradores del castillo, Arai era el único a quien no odiaba. Él siempre se dirigía a ella con amabilidad, no se burlaba ni la acosaba y, además, las tierras de Arai lindaban con las de su padre y hablaba con el mismo ligero acento del oeste.
—¡Eh, Kaede! —el guardia la miraba con ojos lascivos, mientras ella entraba en el torreón principal—. Siempre vas corriendo a todas partes. ¡Para un poco y charla conmigo! —ella hizo caso omiso y comenzó a subir los peldaños. Entonces, el guardia le espetó—: ¡Todos dicen que eres un chico! ¡Ven y demuéstrame que no es verdad!
—¡Estúpido! —murmuró ella, subiendo con piernas cansadas el segundo tramo de escalones.
Los guardias del piso superior se entretenían con una especie de juego de apuestas en el que empleaban un cuchillo. Arai se puso en pie en cuanto vio a Kaede y la saludó por su nombre.
—Señora Shirakawa.
Era un hombre robusto, de aspecto imponente y ojos astutos. Kaede le transmitió el mensaje, y Arai le dio las gracias y se quedó mirándola unos segundos, dubitativo, como si fuera a decirle algo más; pero cambió de opinión y bajó las escaleras a toda prisa.
Ella se quedó mirando por la ventana. El viento de las montañas entraba frío y húmedo, y las nubes impedían apreciar el paisaje de los alrededores, pero más abajo se veía la residencia de los Noguchi donde, pensaba Kaede con resentimiento, ella debería vivir por derecho propio, en lugar de ir corriendo de un lado a otro al antojo de todos.
—Si queréis holgazanear, señora Shirakawa, venid y sentaos con nosotros —dijo uno de los guardias, acercándose a ella y propinándole una palmada en el trasero.
—¡Aparta las manos! —chilló Kaede, llena de ira.
Los hombres estallaron en carcajadas. Kaede temía aquel estado de ánimo: estaban tensos y aburridos, hartos de la lluvia, de la vigilancia y de la interminable espera, y no soportaban la falta de acción.
—¡Vaya! El capitán se ha dejado el cuchillo —dijo uno de ellos—. Kaede, corre a llevárselo.
Ella tomó el cuchillo y notó su peso en la mano izquierda.
—¡Qué aspecto tan fiero tienes! —bromearon los hombres—. No te vayas a cortar, hermanita.
Kaede se apresuró escaleras abajo, pero Arai ya había abandonado el torreón. Sin embargo, pudo oír su voz en el patio de armas. Estaba a punto de avisarle; pero, antes de que pudiera salir al exterior, el guardia que antes la había acosado salió de su garita. Kaede se quedó paralizada y escondió el cuchillo a sus espaldas. El guardia se plantó frente a ella, muy cerca, bloqueando la débil luz plomiza que llegaba del exterior.
—Venga, Kaede, demuéstrame que no eres un chico.
Él asió con fuerza la mano derecha de la muchacha, para acercarla aún más hacia sí, e introdujo su pierna entre las de ella, separándole los muslos. Al notar el bulto del sexo del guardia, Kaede, casi sin pensarlo, le clavó el cuchillo en el cuello con la mano izquierda.
Él lanzó un grito, la soltó y se llevó las manos al cuello, mirándola fijamente con ojos estupefactos. No estaba malherido, pero la incisión sangraba abundantemente. Ella no daba crédito a lo que había hecho. «Puedo darme por muerta», pensó. Tan pronto como el hombre empezó a pedir ayuda a gritos, Arai cruzó el umbral. Tan sólo con un vistazo, se percató de la situación, arrebató el cuchillo a Kaede y, sin dudarlo un momento, cortó con él el cuello del guardia. El hombre cayó al suelo como un fardo.
Arai tiró de ella y la sacó al patio. La lluvia, que caía a raudales, los empapaba. Él susurró:
—Intentó violarte. Yo regresaba en ese momento y le maté. Si dices algo más que eso, nuestras vidas no tendrán valor alguno.
Kaede asintió. Arai se había olvidado el cuchillo y ella había apuñalado a un guardia: ambos habían cometido una ofensa imperdonable. Pero la rápida actuación de Arai había eliminado al único testigo. Kaede consideraba que tal vez debiera haberse horrorizado porque el guardia muriera por su causa, pero lo cierto era que se alegraba. «¡Ojalá murieran todos!», pensaba. «Los Noguchi y todo el clan de los Tohan».
—Hablaré a su señoría de ti —dijo Arai, haciendo que ella diera un respingo de sorpresa—. El señor Noguchi no debería permitir que carezcas de protección —añadió como para sí—. Un hombre de honor nunca lo haría.
Con un enérgico grito, Arai llamó a sus soldados por el hueco de la escalera, y después dijo a Kaede:
—No lo olvides, te salvé la vida. ¡Más que la vida!
Ella le miró abiertamente:
—No lo olvidéis, era vuestro cuchillo —respondió.
Él mostró una sonrisa de forzoso respeto.
—Por tanto, estamos uno a merced del otro.
—¿Y qué pasa con ellos? —dijo Kaede, al oír las atronadoras pisadas de los hombres que bajaban por la escalera—. Ellos saben que yo tenía el cuchillo.
—No me traicionarán —replicó Arai—. Confío en ellos.
—Yo no confío en nadie —murmuró Kaede.
—Puedes confiar en mí —terció Arai.
Más tarde, ese mismo día, Kaede recibió órdenes para trasladarse a la residencia de la familia Noguchi. Mientras guardaba sus escasas pertenencias en la bolsa de viaje de paño, acarició la descolorida tela estampada con el blasón de su familia —el río blanco— y el de los Sheishuu —el Sol del atardecer—. Se sentía amargamente avergonzada por lo poco que poseía. No lograba quitarse de la cabeza los acontecimientos del día: el tacto del cuchillo en la mano izquierda —la prohibida—, la forma en que el guardia la sujetó, la lascivia del hombre, las circunstancias de su muerte… Y, sobre todo, las palabras de Arai: «Un hombre de honor nunca lo haría». No debería hablar de ese modo acerca de su señor. Arai nunca se hubiera atrevido a hacerlo, ni siquiera ante Kaede, de no tener en mente la sublevación. ¿Por qué había sido tan considerado con ella, no sólo en aquel momento crucial, sino también antes? ¿Estaría —también él— buscando aliados? Arai ya era poderoso y popular. Lo más probable es que tuviera ambiciones aún mayores. Tenía la capacidad de actuar de inmediato, aprovechando cualquier oportunidad.
Kaede sopesó cuidadosamente todas estas consideraciones, a sabiendas de que incluso el detalle más insignificante le podía resultar de utilidad.
Durante todo el día las otras muchachas evitaron a Kaede. Murmuraban en corrillos compactos y se callaban cuando ella pasaba cerca. Dos de las chicas tenían los ojos enrojecidos; tal vez, el guardia fallecido había sido su amigo, o su amante. Ninguna de ellas le demostró un ápice de simpatía, y el resentimiento que mostraban aumentó en mayor medida el odio que Kaede sentía por ellas. Casi todas las muchachas tenían un hogar en la ciudad o en las aldeas cercanas, contaban con padres y parientes a los que podían acudir y no estaban cautivas. Y él, el muerto, la había sujetado y había intentado forzarla. Hacía falta ser estúpida para amar a un hombre así.
Una criada a la que Kaede nunca había visto vino a buscarla, la llamó «señora Shirakawa» y le hizo una respetuosa reverencia. Kaede la siguió, y bajaron los escalones de adoquines que unían el castillo con la residencia Noguchi. Entonces, atravesaron el muro exterior de la fortaleza y franquearon el enorme portón, donde los guardias, furiosos, apartaron la vista de Kaede. Finalmente, llegaron a los jardines que rodeaban la casa del señor Noguchi.
A menudo había contemplado estos jardines desde el castillo, pero ésta era la primera vez que ponía el pie en ellos desde que tenía siete años. La criada guió a Kaede hasta la parte trasera de la casa principal y le mostró una alcoba no muy amplia.
—Por favor, señora, aguarda aquí unos instantes.
Una vez que la criada se hubo marchado, Kaede cayó de rodillas sobre el suelo. La habitación tenía buenas proporciones, aunque no era grande, y las puertas correderas, que estaban abiertas, daban sobre un diminuto jardín. La lluvia había cesado y el sol brillaba a ratos, haciendo que el empapado jardín resplandeciese con luz trémula. Kaede fijó su mirada en la linterna de piedra, el pequeño pino retorcido, el aljibe de agua clara… Los grillos cantaban en las ramas y una rana croaba. La paz y el silencio ablandaron su corazón y, de repente, sintió deseos de llorar.
Intentó controlar el llanto, concentrando sus pensamientos en el odio que sentía por los Noguchi. Deslizó sus brazos por debajo de las mangas de la túnica y se palpó las magulladuras. Su odio por aquella familia se acrecentó porque vivía en un lugar tan hermoso, mientras que ella, de la estirpe Shirakawa, había estado alojada con los criados.
La puerta corredera se abrió a sus espaldas, y una voz femenina dijo:
—Señora, el señor Noguchi desea hablar contigo.
—Entonces, necesito que me ayudes a adecentarme —replicó Kaede, que no soportaba la idea de mostrarse ante el señor Noguchi tal y como estaba, con el pelo alborotado y las ropas viejas y sucias.
La mujer entró en la habitación y Kaede se giró para mirarla. Era mayor, y aunque de rostro suave y pelo aún negro, sus manos eran nudosas y llenas de arrugas, como las de un mono. La mujer examinó a Kaede con expresión de asombro y después, en silencio, deshizo el equipaje y sacó una túnica algo más limpia, un peine y varias horquillas.
—¿Dónde están las otras ropas de la señora?
—Llegué aquí cuando tenía siete años —respondió Kaede, enfadada—. ¿No te parece que he tenido que crecer desde entonces? Mi madre me envió atuendos mejores, pero no me dejaron quedármelos.
La mujer chasqueó la lengua:
—Por fortuna, la belleza de la señora es tal que no necesita de adornos.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Kaede, pues no tenía idea de cuál era su apariencia.
—Primero te arreglaré el cabello y encontraré calzado limpio. Me llamo Junko. La señora Noguchi me ha enviado para que te sirva. Más tarde hablaré con ella sobre tu ropa.
Junko salió de la alcoba y regresó con dos muchachas que acarreaban un cuenco con agua, calcetines limpios y una pequeña caja de madera tallada. Junko lavó la cara, las manos y los pies de Kaede, y peinó su largo cabello negro. Asombradas, las criadas murmuraban.
—¿Qué les ocurre? ¿Por qué murmuran? —preguntó Kaede, nerviosa.
Junko abrió la caja y extrajo de ella un espejo redondo cuya parte posterior estaba tallada con hermosos pájaros y flores. Acto seguido, lo sujetó para que Kaede pudiera mirarse en él. Era la primera vez que veía su reflejo en un espejo, y la visión de su rostro la hizo enmudecer.
Las atenciones y los halagos de la mujer habían devuelto a Kaede algo de seguridad, pero ésta empezó a disiparse de nuevo a medida que seguía a Junko hacia la zona noble de la casa. A partir de la última visita de su padre, Kaede sólo había visto al señor Noguchi desde la distancia. Nunca había sentido simpatía alguna por él, y en ese momento temía ir a su encuentro.
Junko se hincó de rodillas, abrió la puerta de la sala de audiencias, deslizándola, y se echó sobre el suelo. Kaede entró en la sala y también cayó de rodillas. Notaba en la frente el frescor de la estera, que olía a hierba.
El señor Noguchi hablaba con alguien y no prestó a Kaede la más mínima atención. Al parecer, discutía sobre sus cuotas de arroz, sobre lo mucho que tardaban los campesinos en entregárselas. Pronto se produciría la próxima recolección y aún le quedaba por recibir parte de la cosecha anterior. De vez en cuando, la persona a la que hablaba hacía humildemente algunos comentarios apaciguadores —el clima adverso, el terremoto del año anterior, la inminente estación de los tifones, la devoción de los campesinos o la lealtad de los criados—, ante los que el señor Noguchi gruñía, se callaba durante un minuto o más, y de nuevo empezaba a quejarse de igual forma.
Por fin se quedó definitivamente en silencio. El secretario carraspeó una o dos veces. Entonces, el señor Noguchi le soltó un grito y el secretario retrocedió, de rodillas, hacia la puerta. Pasó al lado de Kaede, pero ésta no se atrevió a levantar la cabeza.
—Y llama a Arai —dijo el señor Noguchi, como si se le hubiera ocurrido en el último momento.
Kaede pensó: «Ahora me hablará a mí». Pero el señor no pronunció palabra alguna, y ella permaneció en la misma posición.
Los minutos pasaban. Kaede se percató de que un hombre entraba en la sala y vio cómo Arai se postraba junto a ella. El señor Noguchi tampoco le dirigió la palabra a él, sino que dio unas palmadas, varios hombres entraron rápidamente y uno tras otro se situaron junto a Kaede. Ella apreció que eran lacayos de la más alta categoría. Algunos de ellos llevaban el blasón de los Noguchi en sus ropas y otros la triple hoja de roble de los Tohan. Tenía la sensación de que no les habría importado lo más mínimo pisarla como si fuera una cucaracha y se juró a sí misma que nunca permitiría que los Tohan o los Noguchi la aplastaran.
Los guerreros se acomodaron pesadamente sobre la estera.
—Señora Shirakawa —dijo al fin el señor Noguchi—. Incorpórate, por favor.
A medida que se levantaba, Kaede notaba los ojos de los hombres clavados en ella. En el ambiente flotaba una tensión que no acertaba a comprender.
—Prima mía —dijo el señor, con una nota de sorpresa en su voz—. Espero que estés bien.
—Sí, señor, gracias a vos lo estoy —respondió Kaede guardando el protocolo, aunque sus palabras le quemaban la lengua como si fueran veneno.
Era consciente de lo vulnerable de su situación: era la única mujer, poco más que una niña, rodeada de hombres poderosos y brutales. Por debajo de sus pestañas, Kaede observó fugazmente al señor Noguchi. Su rostro se mostraba vanidoso, carente de energía e inteligencia, y reflejaba la maldad que caracterizaba a su persona.
—Esta mañana ha ocurrido un incidente desafortunado —prosiguió el señor Noguchi. El silencio en la habitación se hizo aún más intenso—. Arai me ha contado lo que sucedió. Ahora quiero oír tu versión.
Kaede inclinó la cabeza hasta tocar el suelo. Sus movimientos eran lentos, pero sus pensamientos corrían a toda velocidad. En ese momento ella tenía a Arai en su poder. El señor Noguchi no le había llamado capitán, como debería haber hecho. Tampoco le había otorgado título alguno ni mostrado la más mínima cortesía. ¿Es que ya albergaba sospechas sobre su lealtad? ¿Conocía ya la auténtica versión de los hechos? ¿Tal vez alguno de los guardias había traicionado a Arai? Si Kaede le defendía, ¿caería ella en una trampa tendida para los dos?
Arai era la única persona del castillo que la había tratado bien y ahora no iba a traicionarle. Se incorporó sobre sus rodillas y habló con la mirada baja, pero con voz firme:
—Subí a la sala de los guardias del piso superior con objeto de dar un recado al señor Arai. Bajé tras él por las escaleras, pues requerían su presencia en los establos. El guardia apostado en la puerta me detuvo con un pretexto, y cuando me acerqué a él, me agarró con fuerza. —Kaede levanto los brazos, dejando caer las mangas de su túnica. Los cardenales ya empezaban a aparecer: sobre su pálida piel se apreciaba la huella color púrpura de los dedos de un hombre—. Grité. El señor Arai me oyó, regresó y me rescató. —Kaede hizo otra reverencia, consciente de su propia gentileza—. Estoy en deuda con él y con mi señor por la protección que me habéis ofrecido —concluyó, bajando la cabeza hasta tocar el suelo.
—¡Vaya! —gruñó el señor Noguchi.
En la sala reinó otro prolongado silencio. Los insectos zumbaban bajo el calor de media tarde, y el sudor brillaba en las frentes de los hombres, que permanecían sentados sin mover un músculo. Kaede podía apreciar el olor rancio, como de animal, que despedían, y ella misma sentía las gotas de sudor fluyendo entre sus pechos. Era totalmente consciente del peligro que le acechaba. Si uno de los guardias mencionaba que Arai había olvidado su cuchillo y que ella bajó por las escaleras llevándolo en la mano… Intentó librarse de tales pensamientos, temerosa de que los hombres —que la escrutaban fijamente— pudieran adivinarlos.
Al cabo de unos instantes, el señor Noguchi habló de un modo informal, casi amable:
—¿Qué os ha parecido el caballo, señor Arai?
Éste levantó la cabeza para responder. Su voz denotaba absoluta calma:
—Es una bestia muy joven pero hermosa. De excelente casta y fácil de domar.
Un murmullo de regocijo recorrió la sala. Kaede se percató de que se burlaban de ella, y se sonrojó.
—Contáis con muchas aptitudes, capitán —dijo Noguchi—. Siento tener que prescindir de ellas, pero considero que vuestra hacienda campestre, vuestra esposa y vuestro hijo requieren de vuestra atención durante un tiempo, un año o dos…
—Señor Noguchi —con rostro impasible, el señor Arai se inclinó.
«Noguchi es un necio», pensó Kaede. «En su lugar, yo no permitiría que Arai se marchase para poder vigilarle. Si le envía fuera de aquí, en menos de un año se habrá sublevado».
Arai retrocedió sin mirar a Kaede ni siquiera una vez.
«Lo más seguro es que Noguchi tenga la intención de hacer que le maten en la carretera», pensó ella, pesarosa. «No le veré nunca más».
Tras la partida de Arai, el ambiente se hizo algo más ligero. El señor Noguchi carraspeó y los guerreros cambiaron de posición, relajando las piernas y la espalda. Todavía la miraban fijamente. Los moratones de sus brazos y la muerte del hombre habían estimulado su lascivia. No eran mejores que el guardia.
La puerta corredera situada tras Kaede se abrió, y la criada que la había conducido a la casa desde el castillo entró en la sala con cuencos para el té. Luego sirvió a cada uno de los hombres, y ya estaba a punto de retirarse, cuando el señor Noguchi le soltó un grito. Ella, atemorizada, hizo una reverencia y colocó un cuenco frente a Kaede.
La muchacha se incorporó y bebió el té con la mirada baja. Tenía la boca tan seca que apenas podía tragar. El castigo de Arai era el exilio… ¿Cuál le correspondería a ella?
—Señora Shirakawa, has pasado muchos años con nosotros; has formado parte de nuestro hogar.
—Vos me habéis honrado, señor —respondió Kaede.
—Pero creo que no podremos disfrutar más de tal placer. Por tu causa he perdido dos hombres. ¡Tu estancia me resulta demasiado costosa! —se rió entre dientes, y los hombres hicieron eco de su risa.
«¡Me manda de vuelta a casa!», pensó Kaede. La falsa esperanza revoloteaba en su corazón.
—Ya tienes edad suficiente para casarte, y considero que cuanto antes lo hagas mejor. Dispondremos un matrimonio adecuado para ti. Voy a escribir a tus padres para informarles de mis planes. Te alojarás con mi esposa hasta el día de la boda.
Kaede se inclinó de nuevo, pero antes se percató de la mirada que intercambiaron Noguchi y uno de los hombres de mayor edad de la sala. «Es él», pensó Kaede, «o alguien como él: viejo, depravado y brutal». La idea de casarse la horrorizaba, fuera con quien fuese. Ni siquiera el hecho de que iba a ser mejor tratada por parte de los Noguchi podía levantarle el ánimo, Junko la acompañó de regreso a su alcoba y después la llevó al pabellón del baño. Era la última hora de la tarde, y Kaede estaba al borde de la extenuación. Junko la lavó, y restregó su espalda y sus extremidades con salvado de arroz.
—Mañana te lavaré el cabello —prometió—. Es demasiado largo y espeso para lavarlo esta noche. No se secaría a tiempo y podrías enfriarte.
—Quizá pudiera morir por ese motivo —terció Kaede—. Sería la mejor solución.
—No digas eso, señora —le recriminó Junko, mientras la ayudaba a introducirse en la bañera para enjuagarse en el agua caliente—. Tienes una vida estupenda frente a Ti. ¡Eres tan hermosa! Te casarás y tendrás hijos —acercó su boca al oído de Kaede y susurró—: El capitán te da las gracias por haberle sido fiel. A partir de ahora yo te cuidaré por él.
«¿Qué pueden hacer las mujeres en este mundo de hombres?», pensó Kaede. «¿Qué protección tenemos? ¿Puede alguien cuidar de mí?».
Entonces recordó la imagen de su cara en el espejo y deseó contemplarla de nuevo.