A menudo mi madre me amenazaba con descuartizarme en ocho pedazos si derramaba el cubo lleno de agua o si fingía no oír su llamada para que volviera a casa al atardecer, cuando las cigarras cantaban con más intensidad. Yo oía cómo su voz, áspera y cortante, hacía eco a través del valle solitario: «¿Dónde estará ese bribón? ¡Le haré trizas en cuanto regrese!».
Pero cuando volvía a casa —cubierto de barro tras deslizarme por la ladera de la colina, magullado a causa de las peleas y en una ocasión sangrando a borbotones por una pedrada que recibí en la cabeza (aún tengo la cicatriz, una marca plateada con forma de uña)—, me encontraba con la hoguera encendida y la sopa humeante; los brazos de mi madre no me hacían trizas, sino que intentaban sujetarme para limpiarme la cara o atusarme el cabello, mientras yo me retorcía como una lagartija tratando de librarme de ella. Mi madre era robusta, debido a los años de duro trabajo, y todavía joven: me dio a luz antes de cumplir los 17 años. Cuando me sujetaba, caía yo en la cuenta de que nuestro tono de piel era el mismo, aunque era esto lo único que teníamos en común, pues sus rasgos eran anchos y serenos, mientras que los míos, según me decían (en la remota aldea montañosa de Mino no había espejos), eran más afilados, como los de un halcón. Ella solía salir victoriosa del forcejeo, y su premio era el abrazo del que yo no podía escapar. Entonces me susurraba al oído la bendición de los Ocultos, mientras que mi padrastro se lamentaba, a regañadientes, de que me mimaba demasiado, y las pequeñas, mis hermanastras, saltaban a nuestro alrededor con el deseo de compartir el abrazo y la bendición de nuestra madre.
Así pues, yo estaba convencido de que la amenaza de mi madre sólo era una forma de hablar. Mino era un lugar apacible, demasiado apartado de las salvajes batallas entre los clanes. Yo nunca había imaginado que los hombres y mujeres pudieran ser literalmente descuartizados en ocho pedazos, ni que sus fuertes extremidades de color miel pudieran ser arrancadas y lanzadas a los perros hambrientos. Criado entre los Ocultos, había adquirido la gentileza que los caracterizaba, e ignoraba que los humanos pudieran cometer tales atrocidades.
Cuando cumplí los 15 años, mi madre ya no vencía en nuestros forcejeos. Yo crecía unos 15 centímetros al año, y para cuando cumplí los 16 era más alto que mi padrastro. Éste refunfuñaba cada vez más, e insistía en que yo debía sentar la cabeza, dejar de vagar por la montaña como un mono salvaje y unirme por medio del matrimonio a una de las familias del poblado. No me disgustaba la idea de casarme con alguna de las chicas junto a las que había crecido, y ese verano puse más empeño al trabajar junto a mi padrastro, dispuesto a ocupar el lugar que me correspondía entre los hombres de la aldea. Es cierto que algunas veces no podía resistirme a la fascinación que la montaña ejercía sobre mí, y al final del día me escabullía atravesando la plantación de bambú, con sus troncos altos y suaves entre los que la luz adquiría un tono verdoso. Entonces, ascendía por el sendero rocoso, pasando por el santuario del dios de la montaña —donde los lugareños depositaban mijo y naranjas a modo de ofrendas—, y me adentraba en el bosque de abedules y cedros, donde los ruiseñores y los cuclillos lanzaban sus seductores cantos. Allí contemplaba los zorros y los ciervos, y escuchaba el melancólico lamento de los milanos reales que surcaban el aire.
Aquella tarde había atravesado la montaña en dirección a la zona donde crecían las setas más deliciosas. Ya había llenado un saco con ellas: unas blancas y pequeñas como hebras; otras grandes y anaranjadas, con forma de abanico. Pensaba en lo contenta que se iba a poner mi madre y en cómo las setas apaciguarían el mal humor de mi padrastro. Se me hacía la boca agua con sólo pensar en comerlas. A medida que corría entre el bambú y me acercaba a los arrozales, donde los lirios rojizos ya habían florecido, me pareció apreciar en el aire un olor a quemado.
Los perros de la aldea ladraban, como solían hacer a la caída de la tarde, y el olor se tornaba más acre e intenso. No es que sintiera miedo, al menos de momento, pero un presentimiento hacía latir mi corazón con más fuerza. Más tarde vería la aldea envuelta en llamas.
Los incendios no eran infrecuentes en nuestro poblado, pues la mayoría de nuestras pertenencias estaban elaboradas con madera o con paja. Lo extraño era que no se oía el griterío, ni el sonido de los cubos de agua al pasar de mano en mano, ni los alaridos y maldiciones habituales. Las cigarras cantaban con la misma intensidad de siempre y las ranas croaban desde los arrozales. En la distancia, el sonido de los truenos hacía eco entre las montañas; el aire era húmedo y pesado.
Yo no dejaba de sudar, pero el sudor se helaba en mi frente. Crucé de un salto la zanja del último de los campos que formaban bancales, y contemplé a mis pies lo que hasta entonces había sido mi hogar: la casa había desaparecido.
Me acerqué; las llamas todavía crepitaban y lamían las vigas ennegrecidas. No había rastro de mi madre o mis hermanas. Intenté gritar, pero la garganta no me obedecía, y el humo, que me ahogaba, hacía que las lágrimas brotaran a borbotones. La aldea entera estaba en llamas, pero ¿dónde estaban todos?
En ese momento estallaron los gritos. Procedían del templo, a cuyo alrededor se apiñaba la mayoría de las casas. Recordaban al aullido de un perro herido, aunque el perro pronunciaba palabras humanas entre sus gritos de agonía. Creí reconocer las oraciones de los Ocultos, y un escalofrío me recorrió el cuerpo. Deslizándome como un fantasma entre las casas envueltas por el fuego, dirigí mis pasos hacia el sonido.
El poblado estaba desierto y yo no podía imaginar dónde estaría mi familia. Me dije que habrían escapado: tal vez mi madre había llevado a mis hermanas al bosque y allí estarían a salvo. En cuanto averiguase quién gritaba, iría a buscarlas. Pero al acceder desde el callejón a la calle principal, me topé con dos hombres que yacían en el suelo. La suave lluvia del ocaso caía sobre ellos, que mostraban una expresión de asombro, como si no acertaran a comprender por qué estaban tumbados bajo la llovizna. Ya no importaba que sus ropas se empaparan, pues nunca más se podrían levantar.
Uno de ellos era mi padrastro.
Desde ese momento, el mundo no fue el mismo para mí. Ante mis ojos surgió una especie de niebla y, al desvanecerse, ya nada parecía real. Tuve la sensación de haberme trasladado al otro mundo, al que coexiste junto al nuestro, ese mundo que visitamos en nuestros sueños. Mi padrastro vestía su mejor túnica; la tela azulada se había oscurecido con la lluvia y lamenté que se hubiera estropeado, pues él siempre se había sentido orgulloso de ella.
Me alejé de los cadáveres y atravesé la cancela del templo. Sentía el frescor del agua sobre mi rostro. Súbitamente, los gritos cesaron.
En los jardines del santuario había unos hombres desconocidos que parecían estar realizando una especie de ritual sagrado. Llevaban paños enroscados sobre la cabeza, estaban desnudos de cintura para arriba, y sus brazos relucían, empapados por el sudor y la lluvia. Jadeaban, faltos de respiración, y sonreían mostrando sus blancos dientes, como si una matanza fuera tan laboriosa como la recolección del arroz.
Goteaba agua del aljibe donde los devotos acostumbraban a lavarse las manos y la boca para librarse de las impurezas antes de acceder al templo. Poco antes, cuando el mundo era normal, alguien había encendido incienso en el enorme caldero, y el olor de los últimos rescoldos se extendía por el patio, enmascarando el amargo hedor a sangre y muerte.
El hombre al que habían descuartizado yacía sobre las piedras mojadas. Tan sólo pude identificar los rasgos de la cabeza, ahora seccionada del cuerpo: era Isao, el señor de los Ocultos. Su boca permanecía abierta e inmóvil, mostrando una última mueca de dolor.
Los asesinos habían apilado pulcramente sus casacas junto a una columna, y en ellas se distinguía con claridad el blasón de la triple hoja de roble: eran hombres Tohan, procedentes de Inuyama, la capital del clan. Recordé entonces a un viajero que había atravesado la aldea a finales del séptimo mes. Se hospedó en nuestra casa, y cuando mi madre inició las oraciones para bendecir la comida, el hombre intentó hacerla callar.
—¿Acaso no sabéis que los Tohan odian a los Ocultos y tienen la intención de atacarnos? El señor Iida ha jurado borrarnos de la faz de la tierra —susurró.
Al día siguiente, mis padres acudieron a informar a Isao, pero nadie les creyó. Vivíamos muy lejos de la capital, y las luchas entre clanes nunca nos habían afectado. En nuestra aldea, los Ocultos convivíamos en armonía, todos con la misma apariencia y realizando labores similares; las oraciones eran lo único que nos diferenciaba. ¿Por qué iba nadie a querer atacarnos? Parecía imposible.
Y tal ataque me seguía pareciendo inconcebible mientras permanecía yo, paralizado, junto al aljibe. El agua goteaba sin cesar, y sentí el impulso de tomar un poco en el cuenco de la mano para limpiar la sangre del rostro de Isao y después cerrar su boca cuidadosamente, pero era incapaz de moverme. Sabía que de un momento a otro los Tohan se darían la vuelta y, al descubrirme, me descuartizarían. No mostrarían pena ni compasión alguna: una vez que habían sacrificado a un hombre en el templo, la muerte los había enloquecido.
A lo lejos podía oírse con asombrosa claridad el ruido de un caballo al galope. A medida que el sonido de los cascos se acercaba, tuve el tipo de premonición que suele aparecer en los sueños: sabía de antemano a quién iba a ver cruzando la cancela de acceso al templo. Nunca antes le había visto, pero mi madre nos lo pintaba como una especie de ogro con el que nos amenazaba para que la obedeciéramos: «No os perdáis por la montaña, no juguéis junto al río. Si no me hacéis caso, Iida os atrapará». Le reconocí de inmediato: era Iida Sadamu, el señor de los Tohan.
El caballo se encabritó y relinchó por el olor de la sangre, Iida permanecía inmóvil, como si fuese una estatua de hierro. Una coraza negra le cubría el cuerpo, y su yelmo estaba coronado con una cornamenta; su barba, corta y negra, enmarcaba una boca cruel; los ojos le brillaban, como a un cazador de ciervos.
Aquellos ojos brillantes se encontraron con los míos. Al momento averigüé dos cosas sobre él: primero, que no temía a nada humano ni divino; segundo, que le fascinaba matar por matar. Había reparado en mí, y yo no tenía escapatoria.
Empuñaba su sable en la mano, y lo que me salvó fue la resistencia del caballo a atravesar la cancela del templo: el corcel se encabritó otra vez, retrocediendo sobre sus patas traseras, Iida soltó un grito, los hombres que estaban en el templo se dieron la vuelta y, al notar mi presencia, comenzaron a gritar en el tosco dialecto de los Tohan. Tomé los últimos restos de incienso, sin notar apenas la quemazón en mis manos, y huí del lugar atravesando la cancela. Cuando el caballo se acercó a mi lado, arrojé el incienso ardiente sobre su flanco. Entonces, el animal se irguió por encima de mí y sus enormes cascos casi me rozaron las mejillas. Oí el silbido del sable, que descendía por el aire. Me daba cuenta de que los Tohan me rodeaban. Mi salvación parecía imposible; pero, súbitamente, tuve una extraña sensación, como si me desdoblara en dos. Pude ver cómo el sable de Iida caía sobre mí y, sin embargo, no llegó a tocarme. Me lancé de nuevo sobre el caballo, y éste resopló de dolor y empezó a dar violentos saltos, Iida, que había perdido el equilibrio al no haber alcanzado el blanco con su espada, se descolgó hacia delante y cayó pesadamente en el suelo.
El horror y el pánico hicieron presa de mí. ¡Había derribado del caballo al señor de los Tohan! La tortura y el dolor con que pagaría una acción de tal envergadura no tendrían límites. Tal vez debería haberme arrojado al suelo suplicando la muerte, pero no deseaba morir. Algo hizo que la sangre me bullera, y ese algo me decía que yo no iba a perder la vida a manos de Iida: él moriría primero.
Yo no sabía nada en absoluto sobre las guerras entre clanes ni de sus rígidos códigos de honor o sus contiendas. Había pasado toda mi vida junto a los Ocultos, a quienes les está prohibido matar y se les enseña a perdonar a sus semejantes. Pero, en ese instante, la venganza me tomó como pupilo, reconocí su presencia de inmediato e instantáneamente aprendí sus enseñanzas. Yo quería venganza, pues ésta me libraría de la sensación que me embargaba, la de ser un fantasma viviente. En ese momento le hice un hueco en mi corazón: propiné una patada en la entrepierna al hombre que tenía más cercano, clavé los dientes en una mano que me sujetaba por la cintura y huí en dirección al bosque.
Tres de los hombres salieron en mi persecución. Eran más robustos que yo y corrían a más velocidad, pero yo conocía bien el terreno y para entonces ya casi había oscurecido. Seguía lloviendo, ahora con más fuerza, y los empinados senderos de la montaña resultaban tan resbaladizos como peligrosos. Dos de los hombres seguían llamándome, diciéndome lo que les gustaría hacer conmigo y lanzando juramentos con palabras cuyo significado yo tan sólo acertaba a imaginar; pero el tercero de ellos corría en silencio, y era éste el que más me asustaba. Puede que los otros dos se dieran la vuelta al cabo de un rato, con la intención de regresar a su licor de maíz —o a cualquiera que fuera el asqueroso brebaje con el que se emborracharan los Tohan—, asegurando que habían perdido mi rastro en la montaña; pero el tercero nunca se daría por vencido: me seguiría sin descanso hasta darme muerte.
Cerca de la cascada, donde el sendero se hacía más empinado, los dos tipos ruidosos se quedaron rezagados, pero el otro aceleró el paso como suelen hacer los animales al escalar una ladera. Pasamos junto al santuario del dios de la montaña, y un pájaro que picoteaba el mijo emprendió el vuelo, lanzando con sus alas un destello verde y blanco. El sendero se curvaba ligeramente ciñendo el tronco de un gigantesco cedro, y mientras rodeaba yo el árbol, con las piernas pesadas como el plomo y falto de respiración, una figura surgió de las sombras y se plantó ante mí impidiéndome el paso.
Choqué contra él. El hombre emitió un gruñido, como si le hubiera dejado sin aliento, pero me sujetó de inmediato. Me miró fijamente y noté que sus ojos brillaban por la sorpresa, como si me hubiera reconocido, y me asió aún con más fuerza. Ahora ya no sería posible escapar. Escuché cómo el hombre Tohan se detenía y, a continuación, las fuertes pisadas de los otros dos, que llegaban tras él.
—Os pido disculpas, mi señor —dijo el individuo a quien yo temía, con voz firme—. Acabáis de capturar al hombre que estamos persiguiendo. Os doy las gracias.
El desconocido que me sujetaba dio media vuelta y encaró a mis perseguidores. Yo deseaba gritarle, suplicarle; pero sabía que sería inútil. Notaba el suave tejido de su manto, la delicadeza de sus manos. No me cabía duda de que era un noble, como Iida. Ambos tenían la misma apariencia. No, no iba a hacer nada por ayudarme. Permanecí en silencio, mientras recordaba las oraciones que mi madre me había enseñado y el pájaro que había alzado el vuelo.
—¿Qué ha hecho este criminal? —preguntó el noble.
El hombre que se encontraba frente a mí tenía el rostro alargado, como de lobo.
—Disculpad —dijo de nuevo, esta vez con menos cortesía—. Eso es algo que no os incumbe. Es un asunto que sólo concierne a Iida Sadamu y al clan de los Tohan.
—¿Ah, sí? —terció el noble, con un gruñido—. ¿Y quién eres tú, que te atreves a decir lo que a mí me incumbe?
—¡Entregadlo de una vez! —vociferó el hombre con cara de lobo, ya desprovisto de toda cortesía.
Entonces, dio un paso adelante y yo me di cuenta de que el noble no tenía intención alguna de entregarme. Con un diestro movimiento, me colocó tras su espalda y me soltó. Por segunda vez en mi vida escuché el sonido silbante del sable de un guerrero al cobrar vida. El hombre con cara de lobo desenvainó un cuchillo; los otros dos portaban sendos palos. El noble empuñó su sable con ambas manos, lo blandió en el aire y, haciendo a un lado uno de los palos, decapitó al hombre que lo sostenía. A continuación, se enfrentó con el individuo con cara de lobo y con un golpe de sable le seccionó el brazo, que todavía sujetaba el cuchillo.
Todo sucedió en un instante, pero a mí se me hizo eterno. Aunque estaba muy oscuro y llovía, al cerrar los ojos puedo verlo hoy con todo detalle.
El cuerpo decapitado cayó pesadamente y un chorro de sangre se esparció por el suelo, mientras la cabeza rodaba colina abajo. El tercer hombre dejó caer el palo que empuñaba y empezó a retroceder pidiendo ayuda a gritos. El tipo con cara de lobo estaba clavado de rodillas en el suelo, intentando poner freno a los borbotones de sangre que manaban de su brazo mutilado.
El noble limpió el sable y lo introdujo en la vaina atada a su cinturón.
—Sígueme —me ordenó.
Yo estaba de pie, tembloroso e incapaz de moverme. El desconocido había aparecido como por arte de magia y había matado a otros en mi presencia para salvarme la vida. Caí de rodillas frente a él, intentando expresar mi agradecimiento.
—Levántate —me dijo—. El resto de los hombres vendrá tras nosotros enseguida.
—No puedo huir —acerté a decir—. Tengo que encontrar a mi madre.
—Ahora no. ¡Ahora tenemos que escapar! —me levantó del suelo a la fuerza y me obligó a avanzar colina arriba.
—¿Qué ha pasado ahí abajo?
—Han incendiado la aldea y matado… —el recuerdo de mi padrastro me volvió a la memoria y me impidió continuar.
—¿Ocultos?
—Sí —susurré.
—Lo mismo está pasando en todo el feudo. Iida está sembrando por todas partes el odio contra los Ocultos. Eres uno de ellos, ¿no es verdad?
—Sí —yo estaba tiritando. Aunque no había acabado el verano y la lluvia era tibia, nunca en mi vida había sentido tanto frío—. Pero no me perseguían sólo por eso. Hice que el señor Iida se cayera del caballo.
Para mi sorpresa, el noble soltó una carcajada.
—¡Me habría gustado verlo! Pero sin duda eso te coloca en una situación peligrosa. Es una ofensa que él tendrá que limpiar. No obstante, ahora estás bajo mi protección, y no permitiré que Iida te aparte de mí.
—Me habéis salvado de la muerte —le dije—. A partir de hoy, mi vida os pertenece.
Por alguna razón, se rió con fuerza otra vez.
—Tenemos un largo camino por delante, con el estómago vacío y la ropa mojada. Hemos de cruzar la cordillera antes del amanecer, pues será entonces cuando emprendan nuestra búsqueda.
Comenzó a dar zancadas a toda velocidad y yo me apresuré tras él, deseando que las piernas me dejaran de temblar y que mis dientes no castañetearan más. Ni siquiera conocía su nombre, pero quería que se sintiera orgulloso de mí y que nunca tuviera que lamentar el hecho de haberme salvado la vida.
—Soy Otori Shigeru —me explicó mientras coronábamos el puerto de montaña—. Pertenezco al clan de los Otori, de Hagi; pero en mis viajes no utilizo mi nombre, así que tú tampoco puedes utilizarlo.
Para mí, la ciudad de Hagi se encontraba tan lejana como la mismísima Luna y, aunque yo había oído nombrar a los Otori, no sabía nada de ellos, excepto que habían sido derrotados por los Tohan en una cruenta batalla librada en Yaegahara 10 años atrás.
—¿Cómo te llamas, muchacho?
—Tomasu.
—Es un nombre muy común entre los Ocultos. Es mejor librarte de él.
Permaneció en silencio un buen rato, y después su voz pudo oírse brevemente en la oscuridad:
—Ahora puedes llamarte Takeo.
Y de este modo, entre la cascada y la cima de la montaña, perdí mi nombre, me convertí en alguien diferente y mi destino quedó ligado al de los Otori.
El amanecer nos encontró, fríos y hambrientos, en la aldea de Hinode, famosa por sus manantiales de agua caliente. Nunca en mi vida había estado tan lejos de mi pueblo natal. Todo lo que sabía sobre Hinode era lo que decían los niños de mi aldea: que los hombres eran unos tramposos y las mujeres eran tan ardientes como los manantiales, siempre dispuestas a acostarse con un hombre por el precio de un cuenco de vino. No tuve la posibilidad de averiguar si tales rumores eran ciertos; nadie se atrevía a engañar a un señor Otori, y la única mujer que vi era la esposa del posadero, que nos servía la comida.
Me sentía avergonzado de mi aspecto. Mi madre había remendado mis viejas ropas tantas veces que era imposible averiguar su color original; estaba sucio y manchado de sangre. No daba crédito a que el noble quisiera que yo me hospedase en la posada, al igual que él. Yo pensaba que tendría que dormir en los establos, pero al parecer él no quería perderme de vista. Le dijo a la mujer que lavara mi ropa y me envió al manantial caliente para que me bañara. Cuando regresé, somnoliento a causa del agua caliente y tras una noche en vela, el desayuno estaba preparado en la alcoba y él ya estaba comiendo. Con un gesto, me indicó que comiera yo también. Me arrodillé en el suelo y entoné las oraciones que acostumbrábamos a rezar en casa antes de la primera comida del día.
—No debes rezar —masculló el señor Otori, con la boca repleta de arroz con encurtidos—, ni siquiera a solas. Si quieres sobrevivir, tienes que olvidar esa etapa de tu vida. Se ha terminado para siempre —tragó y tomó otro bocado—. Hay cosas mejores por las que morir.
Supongo que un creyente verdadero habría insistido en rezar sus oraciones, y es posible que fuera eso lo que los hombres muertos de mi aldea habían hecho. Me vino a la memoria el modo en que sus ojos se mostraban carentes de vida y sorprendidos al mismo tiempo, y dejé de rezar. Había perdido el apetito.
—Come —insistió el noble, no sin cierta amabilidad—. No quiero tener que cargar contigo todo el camino hasta Hagi.
A duras penas, comí un poco para que él no se molestara. Más tarde me envió a decirle a la posadera que preparase las camas. A mí me incomodaba darle órdenes a la mujer, no sólo porque yo pensara que se iba a burlar de mí y me iba a decir que por qué no lo hacía yo, sino también porque a mi voz le estaba sucediendo algo extraño. Notaba que se iba apagando, como si las palabras fueran demasiado débiles para expresar lo que mis ojos habían contemplado. En cualquier caso, una vez que ella alcanzó a comprender lo que yo le pedía, hizo una reverencia casi tan profunda como cuando se había inclinado ante el señor Otori y se apresuró a obedecerme.
El señor Otori se tumbó, cerró los ojos y se quedó dormido casi de inmediato. Yo esperaba dormirme también al instante, pero mi mente, conmocionada y exhausta, no encontraba reposo. La mano quemada me palpitaba de dolor, y podía oír todo a mi alrededor con una claridad poco usual y ligeramente alarmante: todas las conversaciones de la cocina, todos los sonidos de la ciudad… Mis pensamientos regresaban una y otra vez a mi madre y mis hermanas. Me decía a mí mismo que no las había visto muertas, que lo más probable era que hubieran huido; sí, seguro que se encontraban a salvo. Todos querían a mi madre en nuestra aldea; no, ella nunca habría optado por morir. Aunque había nacido en el clan de los Ocultos, no era una fanática; encendía incienso en el templo y también llevaba ofrendas al dios de la montaña. Seguro que mi madre, con su cara ancha, sus manos rugosas y su piel dorada, no estaba muerta; seguro que no yacía, junto a sus hijas, en algún lugar bajo el cielo, con sus perspicaces ojos vacíos y sorprendidos.
Mis propios ojos no estaban vacíos, sino, para mi vergüenza, cuajados de lágrimas. Enterré la cara en el colchón e intenté frenar el llanto; los hombros me temblaban violentamente y los sollozos me ahogaban, sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Instantes después, noté que una mano se posaba en mi hombro, y el señor Otori dijo en voz baja:
—La muerte llega de repente; la existencia humana es frágil y breve. No existe plegaria o encantamiento alguno que pueda cambiar su curso. Los niños lloran la muerte, pero los hombres y las mujeres nunca lloran: se sobreponen a ella.
Su propia voz se quebró al pronunciar la última palabra. El señor Otori estaba tan desconsolado como yo mismo: su rostro permanecía impasible, pero brotaban lágrimas de sus ojos. Yo sabía el motivo de mi llanto, pero no me atreví a preguntarle por el suyo.
Debí de quedarme dormido, porque soñé que estaba en casa, cenando. Sujetaba un cuenco que me resultaba tan familiar como mis propias manos. En la sopa había un cangrejo de color negro, que escapó del recipiente y huyó en dirección al bosque. Corrí tras él, pero no logré encontrarlo. Intenté gritar: «¡Me he perdido!», pero el cangrejo me había arrebatado la voz.
Al despertar, encontré al señor Otori zarandeándome.
—¡Levanta!
Había dejado de llover. La luz me indicaba que era mediodía. La alcoba estaba poco ventilada y no muy limpia. No corría ni una gota de aire y los colchones de paja desprendían un olor ligeramente agrio.
—No quiero que Iida me persiga con un centenar de guerreros sólo porque un muchacho le hizo caer del caballo —gruñó con simpatía el señor Otori—. Tenemos que darnos prisa.
Yo no pronuncié palabra alguna. Mi ropa, lavada y seca, estaba en el suelo. Me vestí en silencio.
—Lo que no me explico es que te atrevieras a enfrentarte a Sadamu cuando a mí me temes tanto que ni siquiera me diriges la palabra…
No es que le temiera; más bien me impresionaba. Era como si uno de los ángeles de Dios, o un espíritu del bosque, o tal vez un héroe de días pasados hubiera aparecido inesperadamente frente a mí y me hubiera acogido bajo su protección. Por entonces no habría sido capaz de describirle, pues no me atrevía a mirarle de frente. Cuando le miraba de reojo, su rostro en reposo se mostraba impertérrito. No severo exactamente, sino carente de expresión. Por entonces yo ignoraba cómo una sonrisa podía transformarlo. Contaba él con unos 30 años de edad, tal vez algunos menos; era alto y de espaldas anchas; sus manos eran claras, casi blancas, y bien formadas, con dedos largos e inquietos que parecían hechos a propósito para empuñar el sable.
En ese momento, asió la empuñadura y elevó el sable sobre la estera. Con sólo ver el arma, me estremecí. Imaginé que había traspasado la carne de numerosos hombres, se había manchado con su sangre y había escuchado sus últimos gritos de agonía: me aterrorizaba y fascinaba por igual.
—Jato —dijo el señor Otori, al observar mi mirada. Soltó una carcajada y palmeó la desgastada vaina negra—. Viste atuendo de viaje, como su dueño. En casa, mi sable y yo lucimos mejores galas.
«Jato», repetí para mis adentros. Así se llamaba el sable que me había salvado la vida, tras acabar con las de otros.
Abandonamos la posada y proseguimos nuestro viaje, alejándonos del olor a azufre que emanaba de los manantiales de agua caliente de Hinode y ascendiendo por la montaña. Más allá, los arrozales daban paso a las plantaciones de bambú, como las que había en mi aldea; después, a los castaños, arces y cedros. El bosque humeaba debido al calor del sol, aunque era tan frondoso que apenas dejaba traspasar la luz. En dos ocasiones nos topamos con serpientes en nuestro camino: una pequeña víbora de color negro, y otra, más grande, del color del té. Esta última rodaba como un aro y, de un salto, se refugió entre los matorrales, como si supiera que Jato le podía cortar la cabeza. Las cigarras cantaban con estridencia y los macacos gimoteaban con desesperante monotonía.
A pesar del calor, avanzábamos a paso rápido. Cuando a veces el señor Otori me adelantaba, me embargaba un sentimiento de absoluta soledad. Me afanaba entonces en proseguir sendero arriba, siguiendo el sonido de sus pisadas, hasta darle alcance en la cima del puerto, donde le encontraba contemplando la inabarcable panorámica de las montañas, cubiertas en su totalidad por bosques impenetrables.
Al parecer, él conocía bien aquellas tierras agrestes. Caminamos durante largos días y dormíamos escasas horas por la noche: algunas veces en granjas deshabitadas, otras en chozas de montaña abandonadas. Además de en los lugares en los que parábamos, nos cruzamos con algunas personas en aquellos caminos solitarios: un leñador, dos muchachas en busca de setas —que huyeron al vernos— y un monje que se dirigía a un templo lejano. Tras varias jornadas, cruzamos la espina dorsal del país. Todavía teníamos que escalar unas cuantas laderas empinadas, pero los descensos eran cada vez más frecuentes. Llegamos a divisar el mar: al principio sólo un pequeño destello, pero más tarde una amplia y sedosa extensión, donde las islas despuntaban como montañas sumergidas. Yo nunca antes lo había visto, y no podía apartar los ojos de él. A veces se elevaba con fuerza, como si fuese un muro inmenso a punto de desplomarse sobre la tierra.
La quemadura, que se iba curando lentamente, me dejó una cicatriz plateada que cruza la palma de mi mano derecha.
Las aldeas eran cada vez más grandes, hasta que finalmente nos detuvimos para hospedarnos en una ciudad que, emplazada en la carretera que discurría entre Inuyama y la costa, contaba con numerosas posadas y tabernas. Todavía nos hallábamos en territorio Tohan, pues la triple hoja de roble podía verse por doquier y me asustaba salir a la calle, aunque albergaba la esperanza de que los posaderos rindieran tributo al señor Otori. El respeto que la gente solía mostrarle tenía un elemento más profundo, una especie de lealtad a la vieja usanza que no debía salir a la luz. Me trataban con afecto, aunque yo no pronunciaba palabra. No había hablado desde hacía días, ni siquiera al señor Otori, aunque a él no parecía importarle mucho. Él mismo era un hombre silencioso, inmerso en sus propios pensamientos; pero de vez en cuando le miraba a hurtadillas y le descubría observándome con una expresión en el rostro que podía interpretarse como de lástima. Entonces, se disponía a hablar, pero al instante refunfuñaba y murmuraba: «Da igual, no importa; lo hecho, hecho está».
Los criados siempre andaban contando chismes, y a mí me encantaba escucharlos. Estaban muy interesados en una dama que había llegado la noche anterior y que iba a hospedarse otra noche más. Viajaba sola hacia Inuyama con la intención, al parecer, de encontrarse con el mismísimo señor Iida, y lo hacía acompañada por sus lacayos, naturalmente, pero no por un esposo, hermano o padre. Era bellísima, aunque ya no era joven —rondaba los 30 años—, y se mostraba amable, atenta y cortés con todos; pero… ¡viajaba sola! ¡Qué gran misterio! La cocinera afirmaba que la mujer había enviudado recientemente y que se dirigía a la capital para encontrarse con su hijo, pero la criada principal respondió que nada de eso, que esa mujer nunca se había casado ni tenía hijos. Entonces, el mozo de cuadra, con la cara manchada de la comida que estaba engullendo, aclaró que los porteadores del palanquín le habían contado que ella había tenido dos hijos: un varón que había muerto y una muchacha que estaba cautiva en Inuyama.
Las criadas, suspirando, murmuraban que ni siquiera la riqueza y la alta cuna podían librar a uno de su destino, y el mozo de cuadra añadió:
—Menos mal que la muchacha sigue viva, porque son de la estirpe Maruyama y en esa familia la herencia pasa de madres a hijas.
La noticia provocó murmullos de sorpresa y de renovada curiosidad sobre la señora Maruyama, quien poseía sus tierras por derecho propio, pues la tierra era la única propiedad que heredaban las mujeres y no los varones de la estirpe.
—No es de extrañar que se atreva a viajar sola —comentó la cocinera.
Animado por la buena acogida de su narración, el mozo de cuadra prosiguió:
—Pero el señor Iida considera ofensiva esta situación y tiene el propósito de hacerse dueño del territorio de la señora Maruyama, bien por la fuerza o por el matrimonio.
La cocinera le dio un pescozón en la oreja.
—¡Ten cuidado con lo que dices! ¡Nunca se sabe quién está escuchando!
—Nosotros fuimos Otori en tiempos pasados, y lo seremos otra vez —masculló el muchacho.
La criada principal me vio rondando por el umbral de la puerta y me hizo señas para que entrara.
—¿Hacia dónde viajas? ¡Seguro que vienes de lejos!
Yo sonreí y negué con la cabeza. Una de las criadas, que se dirigía a las habitaciones de los huéspedes, me dio unas palmaditas en el brazo, y dijo:
—No puede hablar, es una pena…
—¿Qué te ha pasado? ¿Es que alguien te ha metido polvo en la boca como al perro de los ainu?
Se estaban burlando de mí, no sin cierta amabilidad, cuando la criada regresó seguida por un hombre que imaginé sería uno de los lacayos de la señora Maruyama, pues llevaba en su casaca el blasón de la montaña encerrada en un círculo. Para mi sorpresa, se dirigió a mí con cortesía:
—Mi señora desea verte.
Yo dudaba si acompañarle, pero su cara denotaba honradez y a mí me picaba la curiosidad por conocer a la misteriosa dama. Le seguí por el corredor y después a través del patio. Él subió los escalones que conducían al porche y se hincó de rodillas frente a la puerta del aposento. Pronunció unas breves palabras, y entonces se dio la vuelta y me pidió con un gesto que subiera.
Eché una rápida mirada a la dama, y al instante caí de rodillas, tocando el suelo con la frente. Estaba convencido que me hallaba frente a una princesa. Su cabello alcanzaba el suelo, en una larga cascada de seda negra; su piel era pálida como la nieve; sus mantos tenían diferentes tonalidades grises, marfil y crema, y llevaban bordadas peonías rojas y rosadas. Transmitía una serenidad que, en un primer momento, me recordó a los profundos remansos de la montaña, e inmediatamente después, al acero templado de Jato, el sable que me salvó la vida.
—Me han dicho que no hablas —dijo ella, con una voz tan calmada y cristalina como el agua— yo sentí la compasión de su mirada y me sonrojé—. A mí puedes hablarme —continuó.
Alargó el brazo, tomó mi mano entre las suyas y con el dedo dibujó el símbolo de los Ocultos sobre mi palma. Yo di un respingo, como si me hubiera rozado con una ortiga. Sin pensarlo, retiré la mano bruscamente.
—Cuéntame lo que viste —me dijo, con voz gentil pero insistente. Al ver que yo no respondía, prosiguió—: Fue Iida Sadamu, ¿no es cierto? —casi involuntariamente, la miré. Sonreía, pero su sonrisa no denotaba alegría—. Y tú perteneces a los Ocultos —añadió.
El señor Otori había insistido en que no debía delatar mi identidad, y hasta ese momento creía haber enterrado para siempre mi personalidad anterior, junto con mi antiguo nombre, Tomasu. Pero frente a esta dama me encontraba desvalido. Estaba a punto de asentir con la cabeza, cuando escuché los pasos del señor Otori por el patio. Caí en la cuenta de que le reconocía por sus pisadas, y pude distinguir que le seguían una mujer y el hombre que se había dirigido a mí con anterioridad. Entonces reparé en que, si prestaba atención, podía oír todos los sonidos de la posada. Percibía cómo el mozo de cuadra se levantaba y salía de la cocina; también distinguía el cuchicheo de las criadas y reconocía la voz de cada una de ellas. Esta agudeza auditiva, que había ido en aumento desde que había dejado de hablar, me envolvía ahora con un aluvión de sonidos. Era una sensación casi insoportable, como si padeciera la más terrible de las enfermedades. Llegué a pensar que la dama que se hallaba frente a mí era una hechicera que me había embrujado. No me atrevía a mentirla, pero no era capaz de pronunciar palabra.
Quedé a salvo gracias a la mujer que apareció en la estancia, se arrodilló ante la señora Maruyama, y dijo en voz baja:
—Su señoría está buscando al muchacho.
—Pídele que entre, Sachie —respondió la dama—, y ten la bondad de traer los utensilios para el té.
Al entrar el señor Otori en la estancia, la señora Maruyama y él intercambiaron profundas reverencias en señal de respeto y se cruzaron unas palabras con cortesía, como extraños, sin que la dama llegase a pronunciar el nombre de él, aunque yo presentía que se conocían bien. Entre ellos existía cierta tensión que más tarde yo alcanzaría a comprender, pero que en aquel momento me hacía sentirme aún más incómodo.
—Las criadas me hablaron del muchacho que viaja con vos —dijo la dama—. Deseaba conocerle personalmente.
—Sí, le llevo conmigo a Hagi. Es el único superviviente de una matanza. No quería dejarle a merced de Sadamu —el señor Otori no parecía dispuesto a seguir hablando, pero tras unos instantes continuó—: Le he dado el nombre de Takeo.
Ella sonrió ante el comentario. En esta ocasión, con una sonrisa auténtica.
—Me alegro —respondió—. Es cierto que tiene cierta semejanza.
—¿Lo creéis así? A mí también me lo pareció.
Sachie regresó portando una bandeja, una tetera y un cuenco. Yo veía con claridad los utensilios, al tiempo que la criada los colocaba sobre la estera, en la que yo seguía apoyando la cabeza. El barniz del cuenco reflejaba el color verde del bosque y el azul del cielo.
—Algún día os invitaré al pabellón del té de la residencia de mi abuela, en Maruyama —dijo la dama—. Allí celebraremos la ceremonia tal y como manda la tradición, pero por el momento tendremos que conformarnos.
Al escanciar la dama el agua caliente en el cuenco, emanó un olor agridulce.
—Siéntate, Takeo —me dijo.
La señora Maruyama removió el té con energía hasta formar una espuma de tono verdoso. Luego le pasó el cuenco al señor Otori y éste, al tomarlo entre sus manos, lo giró tres veces y bebió de él. A continuación, se limpió los labios con el pulgar y devolvió el cuenco a la dama. Ésta lo llenó de nuevo y me lo entregó. Con sumo cuidado, seguí los mismos pasos que el señor Otori: me llevé el cuenco a los labios y bebí el líquido espumoso. Tenía un sabor amargo, pero resultaba reconfortante y me hizo sentirme mejor. En Mino nunca tomábamos nada parecido. Nuestro té estaba hecho a base de tallos y de hierbas silvestres.
Limpié la zona donde había posado los labios y devolví el cuenco a la señora Maruyama haciendo una torpe reverencia. Temía que el señor Otori observara mi ineptitud y se avergonzara de mí, pero al mirarle aprecié que sus ojos estaban clavados en la dama.
Entonces, bebió ella, y los tres permanecimos sentados en silencio. En la estancia flotaba el ambiente de algo sagrado, como si acabáramos de asistir a la comida ritual de los Ocultos. Me envolvió un sentimiento de añoranza de mi hogar, mi familia y mi vida pasada; pero, a pesar de que los ojos se me enrojecieron, logré dominar el llanto. Estaba decidido a sobreponerme. En la palma de la mano sentía aún el contacto de los dedos de la señora Maruyama.
La posada era mucho más grande y lujosa que cualquiera de los lugares en los que nos habíamos hospedado durante nuestro veloz trayecto por las montañas, y la comida que nos sirvieron aquella noche era diferente a todo lo que yo jamás había probado. Tomamos anguila con salsa picante y pescado de agua dulce procedente de los ríos cercanos, así como varias raciones de arroz, mucho más blanco que el que podía encontrarse en Mino, donde con suerte era posible comerlo tres veces al año. Por primera vez bebí vino de arroz. El señor Otori se encontraba de excelente humor —«flotando», como solía decir mi madre—. Su congoja y su silencio habían desaparecido. El vino también había lanzado su eufórico hechizo sobre mí.
Cuando terminamos de comer, el señor Otori me pidió que me fuera a dormir, pues él iba a dar un paseo para tomar el fresco y despejarse la cabeza. Las criadas entraron en la alcoba y la prepararon para la noche. Me tumbé y escuché los sonidos en la oscuridad. La anguila, y tal vez el vino, me habían alterado y me habían agudizado el oído, y me despertaba con cada uno de los lejanos sonidos. De vez en cuando oía ladrar a los perros de la ciudad: uno empezaba, y los demás se unían al alboroto. Momentos después caí en la cuenta de que era capaz de distinguir el ladrido de cada uno de ellos. Reflexioné sobre los perros, sobre cómo sus orejas se mueven nerviosamente mientras duermen y cómo sólo algunos sonidos los perturban. Tendría que aprender de ellos, pues de lo contrario nunca volvería a dormir.
Cuando a medianoche escuché el tañido de las campanas del templo, me levanté y acudí a la letrina. El sonido de mi orín retumbaba como el de una cascada. Me lavé las manos en el aljibe del patio y me quedé quieto unos instantes, escuchando.
Era una noche tibia y tranquila; la Luna llena del octavo mes se aproximaba. En la posada reinaba el silencio, pues todos dormían en sus aposentos; las ranas croaban en el río y en los arrozales, y una o dos veces escuché el ulular de un búho. Al subir sigilosamente los escalones que conducían al porche, oí la voz del señor Otori. Por un momento pensé que había regresado a la alcoba y me hablaba a mí, pero una voz de mujer le respondió. Era la señora Maruyama.
Sabía que no debía escucharles. Se trataba de una conversación en voz baja que nadie salvo yo podía percibir. Entré en la alcoba, deslicé la puerta hasta cerrarla y me tumbé sobre el colchón deseando conciliar el sueño; pero mis oídos anhelaban un sonido que me era posible negar, y en ellos fueron entrando cada una de las palabras pronunciadas.
Hablaban del amor que se profesaban, de sus escasos encuentros y sus planes para el futuro. Muchas de las frases que se decían eran cautas y breves, y por aquel entonces yo no entendía bien su significado. Me enteré de que la señora Maruyama se dirigía a la capital para ver a su hija, y que temía que Iida insistiera en casarse con ella, pues su esposa había caído enferma y pronto moriría. El único hijo que le había dado, también de salud delicada, había sido para Iida una gran decepción.
—No te casarás con nadie, salvo conmigo —susurró él.
Y ella respondió:
—Es mi único deseo. Ya lo sabes.
Entonces, el señor Otori juró que nunca tomaría una esposa, ni yacería con ninguna mujer que no fuera ella, y mencionó que tenía un plan, aunque no lo desveló. Escuché mi nombre e imaginé que de alguna forma yo iba a estar involucrado, y me enteré de la existencia de una larga enemistad entre él e Iida, que se remontaba a la batalla de Yaegahara.
—Moriremos el mismo día —dijo él—. No podría sobrevivir en un mundo en el que tú no existieras.
A continuación, los susurros dieron paso a otros sonidos: los de la pasión entre un hombre y una mujer. Me tapé los oídos con las manos. Yo conocía el deseo, había satisfecho el mío junto a los mozos de la aldea o con las muchachas del burdel, pero lo ignoraba todo sobre el amor. Me juré a mí mismo que nunca contaría lo que estaba oyendo. Guardaría el secreto tan celosamente como acostumbran a hacer los Ocultos. Me alegraba de carecer de voz.
No volví a ver a la dama. Al día siguiente, partimos temprano, una hora después del amanecer. La mañana era tibia. Los monjes rociaban con agua los claustros del templo y el aire olía a polvo. Las criadas de la posada nos habían traído té, arroz y sopa antes de nuestra marcha. Una de ellas ahogó un bostezo al colocar las fuentes delante de mí, y después se disculpó entre risas. Se trataba de la muchacha que me había dado unas palmadas en el brazo el día anterior y, cuando partíamos, salió a nuestro encuentro y gritó:
—¡Buena suerte, muchacho! ¡Buen viaje! ¡No te olvides de nosotros!
¡Ojalá nos hubiéramos quedado una noche más! El señor Otori soltó una carcajada y se burló de mí diciendo que tendría que protegerme del acoso de las muchachas en Hagi. Aunque apenas debía de haber podido dormir la noche anterior, el buen humor del noble era evidente y avanzó a grandes zancadas por la carretera, con más energía de la habitual. Yo pensaba que tomaríamos el camino de postas hasta Yamagata; sin embargo, atravesamos la ciudad siguiendo el curso de un río menos caudaloso que el que bordeaba el camino principal. Cruzamos el riachuelo por un tramo en el que las aguas fluían rápidas y se estrechaban entre peñascos, y una vez más dirigimos nuestros pasos hacia la cima de una montaña.
Llevábamos víveres de la posada para alimentarnos durante la jornada, ya que una vez que dejáramos atrás las diminutas aldeas que bordeaban el río no veríamos un alma. El sendero, angosto y solitario, era muy empinado. Cuando llegamos a la cima, hicimos un alto para comer. Atardecía, y el sol proyectaba sombras inclinadas sobre la llanura que se extendía a nuestros pies. Más allá, hacia el este, las interminables cadenas de montañas adquirían un tinte entre azul y grisáceo.
—Allí se encuentra la capital —dijo el señor Otori, siguiendo la dirección de mi mirada.
Por un momento pensé que se refería a Inuyama y me quedé desconcertado. Él observó mi expresión y continuó:
—No, me refiero a la capital verdadera, la de todo el país, donde vive el Emperador. Se encuentra aún más allá que la cordillera más lejana. Inuyama se encuentra hacia el sureste —se giró para señalar la dirección por la que habíamos venido—. Como la capital del imperio está tan lejos y el Emperador se encuentra en un estado de salud tan débil, los señores de la guerra como Iida actúan como les viene en gana —su estado de ánimo volvía a ser taciturno—. A nuestros pies se encuentra la escena de la peor derrota de los Otori, donde mi padre fue asesinado: Yaegahara. Los Otori fueron traicionados por los Noguchi, que cambiaron de bando y se unieron a Iida. Hubo más de 10.000 víctimas —me miró y continuó—: Sé lo que se siente al contemplar la matanza de los seres queridos… Yo no era mucho mayor de lo que tú eres ahora.
Me quedé mirando fijamente la llanura vacía, incapaz de imaginar cómo sería una batalla. Pensé en la sangre de 10.000 hombres empapando la tierra de Yaegahara. En la húmeda bruma, el sol iba adquiriendo un tono rojizo, como si hubiese absorbido la sangre de la tierra. Bajo nosotros, los milanos reales describían círculos en el aire lanzando cantos de melancolía.
—No he querido ir a Yamagata —dijo el señor Otori, mientras descendíamos por el sendero—, en parte porque allí me conocen demasiado y también por otras razones que algún día te contaré. Eso significa que tendremos que dormir esta noche a la intemperie, con la hierba por almohada, pues no hay ninguna otra ciudad por los alrededores en la que alojarnos. Atravesaremos la frontera del feudo y llegaremos a territorio Otori a salvo del alcance de Sadamu.
Yo no quería pasar la noche en la llanura solitaria. Me asustaban los 10.000 fantasmas, y los ogros y los trasgos que habitaban el bosque cercano. El murmullo de un torrente sonaba en mis oídos como la voz del espíritu del agua, y cada vez que un zorro aullaba o una lechuza ululaba me despertaba con el pulso acelerado. En un momento dado, la tierra tembló ligeramente, haciendo que los árboles crujieran y que algunas rocas lejanas se precipitaran al vacío. Me parecía oír las voces de los muertos clamando venganza e intenté rezar, pero tan sólo sentía un profundo vacío. El dios secreto que los Ocultos veneran había desaparecido junto a mi familia. Alejado de los míos, era incapaz de comunicarme con él.
A mi lado, el señor Otori dormía tan plácidamente como si se encontrara en la alcoba de la posada, y sin embargo yo sabía que él estaba al tanto, aun más que yo mismo, de las súplicas de los muertos. Reflexionaba yo, estremecido, sobre el mundo en el que estaba penetrando; un mundo del que nada sabía, el mundo de los clanes, con sus inmutables normas y brutales códigos de honor. Me dirigía hacia él por deseo de este noble, cuyo sable había decapitado a un hombre ante mis ojos y que ahora era prácticamente mi dueño. Un escalofrío me recorrió el cuerpo bajo el húmedo aire de la noche.
Nos levantamos antes del amanecer y, cuando el cielo adquiría un tono grisáceo, cruzamos el río que marcaba la frontera del dominio Otori.
Después de la batalla de Yaegahara, los Otori, que hasta entonces habían gobernado la totalidad del País Medio, fueron confinados por los Tohan en una estrecha franja de terreno que discurría entre la última cadena de montañas y el mar del norte. En el camino de postas principal, la barrera estaba custodiada por los hombres de Iida; pero en estas tierras salvajes y aisladas había muchos lugares por los que se podía cruzar la frontera sin ser visto y, además, la mayor parte de los labradores y campesinos seguían considerándose Otori, por lo que no sentían simpatía por los Tohan. El señor Otori me habló de la vida del campo, de los métodos agrícolas utilizados, de los diques construidos para el regadío, de las redes tejidas por los pescadores y de cómo extraían la sal del mar. No había nada por lo que no mostrara interés y era un entendido en todas las materias. El sendero dio paso a una carretera, cada vez más concurrida, por la que transitaban campesinos en dirección al mercado del pueblo cercano. Transportaban boniatos y verduras, huevos y setas secadas, raíces de loto y bambú. Nos detuvimos en el mercado y compramos sandalias de paja nuevas, pues las nuestras estaban destrozadas.
Aquella noche, cuando llegamos a la posada, todos conocían al señor Otori, y corrieron a saludarle con exclamaciones de júbilo y se arrojaron al suelo ante él. Prepararon los mejores aposentos, y a la hora de la cena fueron apareciendo manjares a cual más delicioso. Mi percepción del señor Otori estaba cambiando. Sin duda, yo sabía que procedía de alta cuna, de la casta de los guerreros, pero entonces no acertaba a conocer quién era exactamente o cuál era su función en la jerarquía del clan. Empezaba a darme cuenta de que su posición debía de ser sublime y cada vez me sentía más retraído en su presencia. Me embargaba la sensación de que todos me miraban de reojo y se preguntaban quién era yo, deseando apartarme del señor Otori con un tirón de orejas.
A la mañana siguiente, el señor vestía un atuendo acorde con su posición. Nos esperaban los caballos y cuatro o cinco lacayos, que intercambiaron sonrisas al comprobar que yo no entendía nada de corceles y se sorprendieron cuando el señor Otori ordenó a uno de ellos que me llevara a la grupa de su montura, aunque, por descontado, ninguno se atrevió a replicar. Durante el viaje intentaron mantener una conversación conmigo. Me preguntaron de dónde venía y cómo me llamaba, pero en cuanto descubrieron que yo no podía hablar llegaron a la conclusión de que, además de mudo, era sordo y estúpido. Me hablaban en voz muy alta, con palabras sencillas y haciendo gestos.
No me gustaba trotar a la grupa del caballo, pues el único de estos animales que yo había visto de cerca era el de Iida, e imaginaba que todos sus congéneres me guardarían rencor por el daño que le había infligido a aquél. No dejaba de preguntarme qué haría yo cuando llegáramos a Hagi. Suponía que iba a ejercer como criado, trabajando en los jardines o el establo, pero resultó que el señor Otori tenía otros planes para mí.
En la tarde del tercer día desde la noche que pasamos al borde de Yaegahara, llegamos a la ciudad de Hagi, sede del castillo de los Otori. Estaba construida sobre una isla bordeada por dos ríos y por el mar. Desde una franja de tierra hasta la ciudad misma cruzaba el puente de piedra más largo que yo jamás había visto. Tenía cuatro ojos, a través de los cuales fluían las turbulentas aguas, y muros de piedra de construcción impecable. Parecía creado por medio de algún encantamiento, y cuando los caballos empezaron a cruzarlo no pude evitar cerrar los ojos. El rugido del río tronaba en mis oídos, pero por debajo del ruido yo escuchaba otro sonido, una especie de lamento fúnebre que me hizo estremecer.
El señor Otori me llamó desde el centro del puente. Yo descendí del caballo y me dirigí al lugar donde se había apostado. Sobre el parapeto habían colocado una enorme roca en la que aparecía esculpida una inscripción.
—¿Sabes leer, Takeo?
Negué con la cabeza.
—Mala suerte. ¡Tendrás que aprender! —soltó una carcajada—. Y me parece que tu preceptor te va a hacer la vida imposible. Echarás de menos tu vida salvaje en las montañas.
A continuación, leyó en voz alta la inscripción:
«El clan Otori da la bienvenida a los justos y los leales. Que los injustos y los desleales sean precavidos».
Bajo la leyenda aparecía el blasón de la garza.
Seguí caminando junto a su caballo hasta el extremo del puente.
—Enterraron vivo al cantero debajo de la roca —comentó el señor Otori, como sin darle importancia— para que no pudiera construir otro puente que rivalizara con éste y custodiara su obra para siempre. Por la noche puede oírse cómo su espíritu le habla al río.
No sólo por la noche. Me aterraba pensar en el triste fantasma prisionero de la hermosa obra que había realizado, pero una vez que llegamos a la ciudad los sonidos de los vivos ahogaron los de los muertos.
Hagi era la primera gran ciudad en la que yo había estado. Parecía inmensa y abrumadoramente desconcertante. La cabeza me estallaba con el ruido: los gritos de los vendedores ambulantes, el chasquido de los telares que llegaba de las estrechas casas, los golpes cortantes de los canteros, la disonante dentellada de las sierras y otros muchos sonidos que nunca antes había escuchado y no lograba identificar. Una de las calles estaba atestada de alfareros, y el olor de la arcilla y del horno se me metió en las narices. Era la primera vez que oía el torno de un alfarero o el rugido de un horno. Por debajo de los demás sonidos, yo escuchaba la charla, el griterío, las maldiciones y las risas, al igual que entre todos los olores apreciaba el hedor de los desperdicios.
Por encima de las casas se erguía el castillo, construido de espaldas al mar. Por un momento creí que nos dirigíamos hacia él y, por su aspecto oscuro y siniestro, el corazón me dio un vuelco; pero giramos hacia el este, siguiendo el curso del río Nishigawa hasta donde unía sus aguas con el Higashigawa. A nuestra izquierda se encontraba una zona de canales y de calles sinuosas donde había muchas mansiones, rodeadas por altos muros con techumbre de teja, que apenas eran visibles entre los árboles.
El sol había desaparecido tras las nubes oscuras y el aire olía a lluvia. Los caballos aceleraron el paso, como si supieran que llegábamos a nuestro destino. Al final de la calle aparecía abierta una amplia cancela. Los guardias salieron de la garita adyacente y cayeron de rodillas, inclinando la cabeza mientras pasábamos de largo.
El caballo del señor Otori bajó la testa y la restregó contra mí. Relinchó, y otro caballo respondió desde los establos. Yo así las riendas y el señor Otori desmontó. Los criados se hicieron cargo de los caballos y se alejaron con ellos.
El señor Otori cruzó el jardín a grandes zancadas en dirección a la casa. Yo me quedé inmóvil unos instantes, dubitativo, sin saber si debía seguirle o bien unirme a los lacayos; pero él me llamó, haciendo señas para que acudiera a su encuentro.
El jardín estaba repleto de árboles y arbustos que no crecían como los de la montaña, densos y apiñados, sino que cada uno ocupaba su propio lugar en la disposición, transmitiendo una sensación de sosiego y equilibrio. Sin embargo, a veces me parecía advertir cierta similitud con la montaña, como si ésta hubiera sido capturada y hubieran instalado su miniatura en el jardín.
También abundaban los sonidos, como el murmullo del agua que fluía sobre las rocas y goteaba de los canales. Nos detuvimos para lavarnos las manos en el aljibe, del que se escapaba el agua tintineando como un cascabel, como si hubiese cobrado vida.
Los criados de la casa esperaban en la veranda para dar la bienvenida a su señor. Me sorprendió su reducido número, aunque más tarde me enteré de que el señor Otori llevaba una vida muy frugal. La servidumbre se componía de tres muchachas, una mujer de cierta edad y un hombre que rondaba los 50 años. Tras las reverencias, las muchachas se retiraron, y el hombre y la mujer me miraron sin apenas disimular su asombro.
—¡Se parece tanto a…! —susurró la mujer.
—¡Qué extraño! —convino el hombre, negando con la cabeza.
El señor Otori sonreía mientras se quitaba las sandalias para acceder a la casa.
—Cuando le encontré era de noche y no me di cuenta hasta la mañana siguiente. Pero sólo es un ligero parecido.
—No, es mucho más que eso —dijo la anciana, guiándome al interior—. Es la viva imagen…
El criado nos siguió frunciendo los labios mientras me observaba como si acabara de morder una ciruela agria, como si presagiase que mi entrada en la casa traería consigo la desgracia.
—En todo caso, le he dado el nombre de Takeo —dijo el señor, girando la cabeza hacia atrás—. Calentad el baño y buscad ropas para él.
—¡Takeo! —exclamó la mujer—. Pero ¿cuál es tu verdadero nombre?
Al ver que yo no respondía, que tan sólo me encogía de hombros y sonreía, el criado contestó bruscamente:
—¡Es un tarado!
—No, puede hablar perfectamente —replicó el señor Otori, con impaciencia—. Le he oído hablar, pero las cosas terribles que ha presenciado le han dejado mudo. Cuando supere la impresión, hablará de nuevo.
—Claro que sí —dijo la anciana, mientras me miraba sonriente—. Ven con Chiyo. Yo cuidaré de ti.
—Os pido excusas, señor Shigeru —dijo el criado, testarudo. Yo tenía la sensación de que estos dos criados conocían al señor desde que era niño y lo habían criado—; pero ¿qué planes tenéis para el muchacho? ¿Le buscamos trabajo en el jardín o en la cocina? ¿Debemos enseñarle sus labores? ¿Hay algo que sepa hacer?
—Tengo la intención de adoptarle —respondió el señor Otori—. Mañana puedes iniciar los trámites, Ichiro.
Hubo un prolongado silencio. Ichiro se quedó estupefacto, pero no más de lo que yo lo estaba. Chiyo intentaba disimular su sonrisa. Entonces, los dos comenzaron a hablar a la vez. Ella murmuró una disculpa y dejó que el criado hablase primero.
—Esto es muy inesperado —dijo, de mal talante—. ¿Lo habíais planeado antes de iniciar vuestro viaje?
—No, sucedió por casualidad. Ya sabéis lo que he sufrido tras la muerte de mi hermano y cómo he buscado consuelo en mis expediciones. Encontré a este chico, y desde entonces mi sufrimiento ha ido haciéndose más soportable.
Chiyo enlazó las manos.
—El destino os lo ha enviado. En cuanto reparé en vos, noté que habíais cambiado, que de alguna forma habíais curado vuestra herida, si bien es cierto que nadie podrá reemplazar al señor Takeshi…
¡Takeshi! Así que el señor Otori me había dado un nombre como el de su hermano y tenía la intención de adoptarme. Los Ocultos dicen que renacemos a través del agua: yo lo había hecho a través de la espada.
—Señor Shigeru, estáis cometiendo un terrible error —dijo Ichiro, sin rodeos—. El muchacho es un don nadie, un plebeyo… ¿Qué va a pensar el clan? Vuestros tíos jamás lo permitirán. Tan sólo la petición es una ofensa.
—Mírale —dijo el señor Otori—. Quienesquiera que fuesen sus padres, seguro que alguno de sus antepasados no era plebeyo. En todo caso, le rescaté de los Tohan. Iida quería que le matasen. Una vez que he salvado su vida, el chico me pertenece, y debo adoptarle. Para estar a salvo de los Tohan tiene que contar con la protección del clan. Maté a un hombre, quizá a dos, por su causa.
—Un alto precio. Esperemos que no sea aún más alto —contesto Ichiro, con brusquedad—. ¿Qué hizo el muchacho para atraer la atención de Iida?
—Estaba en el lugar inadecuado en el momento inoportuno, nada más. No hace falta contar su historia. Puede ser un pariente lejano de mi madre. Seguro que ya se te ocurrirá algo…
—Los Tohan llevan tiempo persiguiendo a los Ocultos. ¿Podéis afirmar que no es uno de ellos?
—Si antes lo fue, ya ha dejado de serlo —respondió el señor Otori, con un suspiro—. Todo eso es agua pasada. Es inútil discutir, Ichiro. He dado mi palabra de que protegería a este muchacho y nada me hará cambiar de opinión. Además, le he tomado cariño.
—Traerá la desgracia —insistió Ichiro.
Los dos hombres se miraron fijamente durante un instante. El señor Otori hizo un gesto impaciente con la mano, e Ichiro bajó los ojos y se inclinó a regañadientes. Mientras tanto, yo pensaba en lo útil que resultaba ser señor: uno siempre sabía que al final se saldría con la suya.
De repente, sopló una ráfaga de viento. Las contraventanas crujieron y, con el sonido, el mundo volvió a ser irreal para mí. Era como si una voz me dijese dentro de la cabeza: «En esto te vas a convertir». Deseaba con todas mis fuerzas volver atrás en el tiempo, hasta el día antes de ir a las montañas a recoger setas. Quería regresar a mi antigua vida, con mi madre y mi gente, pero sabía que mi niñez quedaba atrás, había terminado, ya nunca estaría a mi alcance. Tenía que convertirme en un hombre y sobreponerme a todo lo que el destino me enviara.
Con estos nobles pensamientos en mi mente, seguí a Chiyo hasta el pabellón del baño. Era evidente que ella desconocía la decisión a la que yo había llegado, pues me trató como a un niño. Hizo que me desvistiera y me frotó por todo el cuerpo, para después dejarme en remojo en el agua humeante.
Al cabo de un rato, regresó con un ligero manto de algodón y me pidió que me lo pusiera. Yo la obedecí sin rechistar… ¿Qué otra cosa podía hacer? Me frotó el cabello con una toalla y me lo peinó hacia atrás, recogiéndolo en una coleta enroscada y sujeta en lo alto de la cabeza.
—Tenemos que cortarlo —murmuró, y pasó la mano por mi cara—. Todavía tienes poca barba. ¿Cuántos años tienes? ¿Dieciséis?
Asentí con la cabeza. Ella sacudió la suya y suspiró.
—El señor Shigeru quiere que comas con él —dijo, y añadió quedamente—: Espero que no le traigas más sufrimiento.
Me imaginé que Ichiro le había hecho partícipe de sus recelos.
Seguí a Chiyo de vuelta a la casa, en cuyo interior intenté asimilar todos los detalles. Había oscurecido casi por completo. Las linternas, sobre peanas de hierro, proyectaban un resplandor anaranjado sobre los rincones de las estancias, pero no alumbraban lo suficiente para ver los objetos con nitidez. Chiyo me condujo hasta la sala principal, donde, en un rincón, había una escalinata. Nunca antes había visto yo una de ellas. En Mino teníamos escalas, pero nadie tenía una escalera propiamente dicha, como la que estaba frente a mí. Era de madera oscura —probablemente roble— y bruñida, y cada uno de sus escalones crujía cuando yo posaba el pie. De nuevo hubiera jurado que se trataba de un objeto mágico, y me parecía percibir la voz de su constructor a medida que ascendía los peldaños.
La sala estaba vacía y las mamparas correderas que daban al jardín se encontraban abiertas de par en par. Comenzaba a llover. Chiyo me hizo una reverencia —no muy profunda, observé— y se marchó escaleras abajo. Escuché sus pasos y oí cómo hablaba con las criadas en la cocina. La sala era la más hermosa de cuantas había llegado a conocer. Desde entonces, he frecuentado numerosos castillos, palacios y mansiones nobles, pero ninguno me ha impresionado tanto como la sala de la casa del señor Otori aquella noche del octavo mes, con la lluvia cayendo mansamente sobre el jardín. Al fondo de la estancia, un gigantesco poste —el tronco de un cedro— se elevaba hasta tocar el techo. Había sido pulido con esmero, dejando a la vista los nudos y los granos de la madera. Las vigas también eran de madera de cedro y su suave tono marrón rojizo contrastaba con el color crema de las paredes. La estera había adquirido por el uso un tono dorado, y las juntas estaban unidas por tiras de tela color añil, con la garza de los Otori bordada en blanco.
En una hornacina de la pared colgaba un pergamino con la pintura de un pequeño pájaro que me recordó al papamoscas de alas verdiblancas de mi bosque. Era tan real que parecía a punto de alzar el vuelo. Me sorprendía que un artista de tal calidad conociera así de bien las humildes aves de la montaña.
Escuche ruidos procedentes del piso inferior y me senté rápidamente en el suelo, con los pies pulcramente recogidos bajo mis piernas. A través de las ventanas abiertas, divisé a una garza en uno de los estanques del jardín. Ésta clavó el pico en el agua y sacó un animalillo que se retorcía sin cesar. Entonces, se irguió con elegancia y emprendió el vuelo por encima de los muros del jardín. El señor Otori entró en la sala, seguido por dos de las muchachas, que llevaban bandejas con comida. Me miró e inclinó la cabeza. Yo hice una reverencia, tocando el suelo con la frente. Por un momento se me antojó que él, Otori Shigeru, era la garza, y yo era la pequeña criatura zigzagueante que había apresado, arrancándome de mi mundo de la montaña y alzando el vuelo a continuación.
La lluvia caía ahora con más fuerza, y en la casa y en el jardín resonaba el cántico del agua. Ésta se desbordaba de los canales y bajaba por las cadenas hasta llegar al torrente que discurría entre los estanques. Cada una de las cascadas tenía un sonido diferente. La casa estaba cantando para mí, y en ese instante me enamoré de ella. Deseaba formar parte de aquella casa: haría cualquier cosa por ella y todo lo que su dueño me pidiera.
Una vez terminada la comida y retiradas las bandejas, nos sentamos, al caer la noche, junto a la ventana abierta. En el último atisbo de luz, el señor Otori señaló hacia el extremo del jardín. El torrente que lo atravesaba en cascadas fluía por un orificio de poca altura perforado en el muro con techumbre de tejas. El río emitía un rugido profundo y constante, y sus aguas verdes y parduzcas llenaban el orificio como si de un biombo pintado se tratase.
—Me gusta llegar a casa —dijo él, en voz baja—. Pero, al igual que el río siempre está a la puerta, así está siempre el mundo de puertas afuera. Y es en ese mundo donde estamos obligados a vivir.