18
Donde se responde a una pregunta

—¡El terrestre está loco! —exclamó Leebig, volviéndose a los reunidos—. ¿No es evidente?

Unos miraban a Leebig, incapaces de hablar, y otros a Baley. Éste no les dio tiempo de tomar una decisión.

—Usted lo sabe muy bien, doctor Leebig —dijo Baley— El doctor Delmarre se disponía a romper sus relaciones con usted. La señora Delmarre creyó que lo hacía únicamente porque usted se negaba a casarse, y esto le disgustó. Yo no lo creo. El propio doctor Delmarre preveía una época en que sería posible la ectogénesis, con lo que el matrimonio se haría innecesario. Pero el doctor trabajaba con usted y por lo tanto, sabía y adivinaba más cosas acerca de su obra que cualquier otra persona. Sabía que usted intentaba realizar experimentos peligrosos, y trataría de impedirlos. Insinuó algo de todo esto al señor Gruer, sin darle detalles, porque aún no estaba seguro. Salta a la vista que usted se enteró de sus sospechas y entonces le dio muerte.

—¡Está loco! —repitió Leebig—. No quiero saber nada más de todo esto.

Pero Attlebish le interrumpió:

—¡Que diga todo cuanto tenga que decir, Leebig!

Baley se mordió los labios para no demostrar, antes de tiempo, su satisfacción ante la evidente falta de simpatía que denotaba la voz del director general de Seguridad. Siguió diciendo:

—Durante la conversación en que me habló de robots con miembros intercambiables, doctor Leebig, mencionó también astronaves gobernadas por cerebros positrónicos. Puedo asegurarle que se fue usted de la lengua en esa ocasión. ¿Imaginaba tal vez que, al no ser más que un terrestre, era incapaz de entender el alcance que podía tener la robótica? ¿O fue quizás el alivio que experimentó cuando dejé de amenazarle con la imposición de mi presencia personal, lo que le produjo un momentáneo delirio? Sea como fuere, el doctor Quemot ya me había dicho que el arma secreta de Solaria en lucha contra los Mundos Exteriores consistiría en el robot positrónico.

Quemot, al verse aludido inesperadamente, reaccionó con violencia, exclamando:

—Yo quería decir…

—Ya sé que hablaba usted en términos de sociología. Pero sus palabras dan mucho que pensar. Compárese una astronave gobernada por un cerebro positrónico con otra tripulada por seres humanos. Esta última no podría utilizar a los robots en la guerra, pues un robot sería incapaz de aniquilar a los seres humanos que tripulasen las astronaves enemigas o que viviesen en los mundos enemigos. Sería incapaz de distinguir entre amigos y enemigos, en una palabra.

»Desde luego, podría decirse a un robot que a bordo de la nave adversaria no había seres humanos. Podría decírsele, también, que el planeta que se bombardeaba estaba deshabitado. Aunque esto resultaría bastante difícil de realizar, el robot vería que su propia nave transportaba seres humanos; sabría que en su propio mundo habitaban hombres. Por lo tanto, supondría que lo mismo ocurriría tratándose de naves y mundos enemigos. Haría falta un verdadero experto en robótica, como usted, doctor Leebig, para manejarlos debidamente en ese caso, y tales expertos no abundan.

»Pero una astronave que fuese equipada con un cerebro positrónico atacaría a la nave que le ordenasen atacar, me parece a mí, pues supondría que todas las restantes astronaves tampoco irían tripuladas. Una astronave gobernada por un cerebro positrónico, podría ser preparada de tal modo, que fuese incapaz de recibir mensajes de las naves enemigas que tratasen de ponerla en guardia. Con todo su armamento y defensas bajo el gobierno inmediato de un cerebro positrónico, podría hacerse la maniobra mejor que con cualquier nave tripulada, al transportar más blindaje, más armas y ser más invulnerable que una astronave ordinaria. Una nave provista de un cerebro positrónico, podría aniquilar flotas enteras de naves ordinarias, ¿no es cierto?

Esta última pregunta se dirigía al doctor Leebig, que se había levantado de su asiento y permanecía en una postura rígida, casi cataléptica, presa de ira o de horror.

El roboticista no respondió. Aunque lo hubiese hecho, no se le hubiera escuchado. Alguien rompió el silencio y los restantes se le unieron, vociferando como energúmenos. Klorissa se había convertido en una auténtica furia e incluso Gladia se puso de pie para blandir el puño en actitud amenazadora.

Todos se habían vuelto hacia Leebig.

Baley aflojó su tensión, cerrando los ojos. Por un momento trató de descansar, de relajar sus músculos y tendones.

Su estratagema había dado buen resultado. Por último había conseguido pulsar el botón adecuado. Quemot estableció una analogía entre los robots solarianos y los ilotas de Esparta, afirmando que los robots no podían sublevarse, lo cual garantizaba la tranquilidad de los solarianos.

Pero ¿qué ocurriría si alguien amenazaba con enseñar a los robots la manera de dañar a los seres humanos; de enseñarles a sublevarse, dicho en otras palabras?

¿No sería aquel el peor de los crímenes? En un mundo como Solaria, ¿no se volverían todos contra quien pretendiese tal cosa, aunque no pasara de ser una simple sospecha? En Solaria, los robots sobrepasaban en número a los seres humanos en la proporción de veinte mil a uno.

Attlebish vociferó:

—¡Queda usted detenido! Le prohíbo que toque sus libros o archivos antes de que el gobierno los haya inspeccionado…

Siguió hablando de manera casi incoherente, sin que apenas se le oyese en aquel pandemónium.

Un robot se acercó a Baley.

—Un mensaje, señor, del señor Olivaw.

Baley tomó el mensaje con grave ademán y se volvió para gritar:

—¡Un momento!

Su voz produjo un efecto casi mágico. Todos se volvieron solemnemente para mirarle y en ningún semblante (excepto en el de Leebig, dominado por el terror) se veía señal de nada que no fuese la más grande atención por las palabras del terrestre. Éste dijo:

—Es una tontería creer que el doctor Leebig deje intactos sus archivos en espera de que se efectúe la inspección oficial. Así es que, antes de que empezase esta entrevista, mi compañero Daneel Olivaw salió de aquí en dirección a la hacienda del doctor Leebig. Me acaba de enviar una nota. Ha llegado a la hacienda y dentro de un momento estará con el doctor Leebig para dar cumplimiento a la orden de detención.

—¡Alto! —aulló Leebig, preso de un terror casi animal, y abriendo desmesuradamente los ojos—. ¿Que viene alguien aquí? ¿En persona? ¡No, no!

El segundo «no» fue un verdadero alarido.

—No recibirá usted el menor daño —observó Baley fríamente— si nos presta ayuda.

—Pero yo no quiero verle. No puedo. —El roboticista cayó de rodillas sin darse cuenta de lo que hacía. Juntó ambas manos en un desesperado gesto de súplica—. ¿Qué quiere usted? ¿Quiere mi confesión? Sí, el robot de Delmarre tenía miembros intercambiables. Sí, sí. Yo preparé el envenenamiento de Gruer. Yo preparé su asesinato por medio de una flecha emponzoñada. Incluso he proyectado construir astronaves como las que usted ha descrito. Aún no he conseguido hacerlo, pero lo tenía planeado. Pero no permitan que venga ese hombre. No le dejen venir. ¡Que se vaya!

Empezó a farfullar de modo incoherente.

Baley hizo un ademán de asentimiento. Había pulsado bien otro botón. La amenaza de la presencia personal había hecho más por inducirle a confesar que cualquier tortura física.

En aquellos momentos, debido a algún ruido o movimiento producidos fuera del campo visual de los demás espectadores, Leebig volvió la cabeza y abrió la boca. Levantó las manos como si quisiera alejar algo que le amenazaba.

—Váyase —suplicó—. No se acerque. Por favor, no se acerque. Por favor…

Se alejó andando a gatas, hasta que, de pronto, introdujo la mano en un bolsillo de su túnica. Con un rápido gesto, se llevó algo a la boca. Después de tambalearse un momento, cayó de bruces al suelo. Baley quiso gritar: «¡Estúpido, no es un hombre el que se aproxima, sino uno de esos robots que tú tanto quieres». Daneel penetró en el campo visual como una exhalación, para quedarse mirando la figura postrada.

Baley contuvo el aliento. Si Daneel se daba cuenta de que era su aspecto humano el causante de la muerte de Leebig, el efecto que esto podía producir en su cerebro, dominado por la Primera Ley, acaso resultara fatal.

Pero Daneel se limitó a arrodillarse para palpar con delicadeza el cuerpo de Leebig. Luego, levantó la cabeza de éste como si fuese un objeto infinitamente precioso, acunándola y acariciándola.

Su rostro de bellas facciones, se volvió hacia los mudos espectadores de la escena para susurrar:

—¡Ha muerto un ser humano!

Baley la esperaba. Gladia le había pedido una última entrevista, pero, aún así, el terrestre abrió mucho los ojos cuando apareció.

—La estoy viendo —le dijo.

—Sí —repuso Gladia—. ¿Cómo se ha dado cuenta?

—Porque lleva usted guantes.

—Ah —y se miró las manos algo confusa, para añadir quedamente—: ¿Le importa?

—No, nada de eso. ¿Y por qué se ha decidido a verme en lugar de visualizarme?

—Verá… —y esbozó una sonrisa— tengo que acostumbrarme, Elijah. Le hago saber que me voy a vivir a Aurora…

—Entonces, ¿ya está todo resuelto?

—El señor Olivaw parece ser un hombre de influencia. Me lo ha resuelto todo. Me voy para siempre de aquí.

—Magnífico. Será usted más dichosa, Gladia. Estoy seguro.

—Tengo un poco de miedo.

—Lo comprendo. Tendrá usted que ver a otras personas constantemente y no dispondrá de todas las comodidades de que gozaba en Solaria. Pero se acostumbrará a ello y, lo que es mejor, olvidará los momentos desagradables que ha vivido aquí.

—Hay algunas cosas que no deseo olvidar —dijo Gladia en voz baja.

—Las olvidará. —Baley contempló la esbelta joven que se erguía ante él y dijo, sintiendo una momentánea punzada de dolor—: Algún día se casará. Se casará de verdad.

—De todos modos —observó ella tristemente— esta perspectiva no me atrae…, por lo menos de momento.

—Ya cambiará de opinión.

Ambos guardaron silencio por un instante, mientras sus miradas se cruzaban.

—Aún no le he dado las gracias —dijo Gladia.

—No tiene por qué dármelas. He cumplido con mi deber profesional.

—Volverá usted a la Tierra, ¿verdad?

—Sí.

—No nos volveremos a ver nunca.

—Probablemente, no. Pero no se disguste por ello. Dentro de cuarenta años seguramente ya estaré muerto. En cambio, usted, apenas si habrá cambiado.

Ella hizo una mueca compungida.

—No diga esas cosas.

—Es la verdad.

Ella dijo hablando rápidamente, como si se viese obligada a cambiar de tema:

—Se ha comprobado que era verdad todo lo que usted dijo de Jothan Leebig.

—Ya lo sabía. Otros roboticistas examinaron sus archivos y encontraron datos acerca de experimentos cuyo fin era la creación de astronaves inteligentes no tripuladas. También encontraron a otros robots con miembros intercambiables.

Gladia se estremeció.

—¿Por qué hizo una cosa tan horrible? ¿Qué opina usted?

—Era un misántropo. Se suicidó porque no podía soportar la presencia humana, y se proponía aniquilar los otros mundos para asegurarse de que Solaria no sería invadida, con lo que permanecería incólume su tradición.

—¿Cómo es posible que pensara así, si la presencia personal puede ser a veces tan…?

Reinó un nuevo silencio mientras ambos se miraban a tres metros de distancia.

De pronto, Gladia exclamó:

—Oh, Elijah, creerá usted que me abandono…

—¿Pensaré que se abandona?

—¿Me permite que le toque? No volveré a verle nunca más, Elijah.

—Como guste.

Paso a paso, ella se aproximó con los ojos brillantes, pero sin abandonar cierto gesto de aprensión. Se detuvo a un metro de distancia y entonces, lentamente, como si estuviese en trance, empezó a quitarse el guante de la mano derecha.

Baley inició un ademán para impedírselo.

—No haga tonterías, Gladia.

—No tengo miedo.

Extendió su mano desnuda y temblorosa hacia él.

La de Baley también temblaba al estrecharla. Permanecieron así por un momento. La mano de Gladia, tímida y asustada, estrechaba la de Baley. Éste abrió la mano y Gladia retiró la suya vivamente, para llevarla a la cara del terrestre, rozándole las mejillas por un momento, con las yemas de los dedos.

—Gracias por todo, Elijah. Adiós.

—Adiós, Gladia.

Cuando se fue, la siguió con la mirada.

Ni siquiera la idea de que una nave le estaba esperando para devolverle a la Tierra, consiguió borrar la sensación de pérdida irreparable que experimentó en aquel momento.

La expresión del subsecretario, Albert Minnim, pretendía ser de circunspecta bienvenida.

—Me alegra verle de regreso en la Tierra. Su informe, naturalmente, ha llegado antes que usted y en estos momentos lo estamos analizando. Cumplió su cometido a la perfección. Así constará en su hoja de servicios.

—Gracias —dijo Baley.

Había perdido ya la capacidad de alegrarse. Después de volver a la Tierra, al seguro refugio de las ciudades y a la proximidad de Jessie (ya había hablado con ella), se sentía extrañamente vacío.

—Sin embargo —prosiguió Minnim— su informe se refiere únicamente al asesinato. Había otro asunto que también nos interesaba. ¿Puede facilitarme un informe oral sobre el mismo?

Baley vaciló y movió la mano con ademán maquinal, hacia el bolsillo interior donde de nuevo se encontraba su querida pipa. Minnim se apresuró a decirle:

—Si quiere, puede fumar, Baley.

Encendió parsimoniosamente la pipa, mientras decía:

—Yo no soy sociólogo.

—¿De veras? —Minnim esbozó una breve sonrisa—. Creo que ya hablamos de eso. Un buen detective debe ser también un sociólogo práctico, aunque en su vida haya oído hablar de la ecuación de Hackett. Por el desasosiego que muestra en estos momentos, creo que tiene algunas ideas acerca de los Mundos Exteriores, pero no está muy seguro de cómo las voy a tomar.

—Si usted lo plantea así, señor… Cuando me ordenó que fuese a Solaria, me hizo una pregunta: cuáles eran los puntos flacos de los Mundos Exteriores. Añadió usted que su fuerza eran sus robots, su escasa población y su longevidad. Pero… ¿cuáles eran sus debilidades?

—¿Y bien?

—Creo conocer las debilidades de los solarianos, señor subsecretario.

—¿De modo que puede responder a mi pregunta? Muy bien. Prosiga.

—Sus debilidades, señor subsecretario, son sus robots, su escasa población y su longevidad.

Minnim contempló a Baley con expresión imperturbable. Sus manos trazaban dibujos maquinales sobre los papeles de la mesa.

—¿Por qué dice eso? —le preguntó.

Baley había pasado muchas horas ordenando sus ideas, aprovechando su regreso desde Solaria; en su imaginación, se había enfrentado con sus superiores presentándoles argumentos equilibrados y bien razonados. Pero entonces se sentía desamparado.

—No estoy seguro de poderlo explicar—dijo.

—No importa. Cuéntemelo. De momento, deme una idea general.

Baley principió así:

—Los solarianos han renunciado a algo que la humanidad ha poseído durante un millón de años; algo de más valor que la energía atómica, las ciudades, la agricultura, las herramientas, el fuego y que todo, porque es algo que hizo posible todo lo demás.

—No me gusta jugar a las adivinanzas, Baley. ¿Qué es?

—La tribu, señor. La cooperación ente los individuos. Solaria ha renunciado por completo a ella. Es un mundo de individuos aislados y el único sociólogo del planeta se halla encantado de que así sea. Ese sociólogo, dicho sea de paso, nunca ha oído hablar de las matemáticas sociales, porque es un completo autodidacta. Allí no existe nadie que pueda enseñarle o ayudarle, nadie para pensar en algo que él pueda pasar por alto. La única ciencia que realmente florece en Solaria es la robótica, y a ella sólo se dedican algunos escogidos. Cuando se trata de analizar la influencia recíproca que pueden tener los robots y los hombres, tiene que acudir en su ayuda un terrestre.

»El arte de Solaria, señor subsecretario, es abstracto. En la Tierra también tenemos arte abstracto, pero éste es sólo una forma de arte. En cambio, en Solaria es la única que existe. La influencia humana ha desaparecido. El único futuro que prevén es la ectogénesis y el aislamiento completo desde la cuna.

—Todo eso es horrible —dijo Minnim—. Pero ¿usted lo considera perjudicial?

—En mi opinión, sí. Sin la interdependencia humana, desaparece el principal aliciente que ofrece la vida; se esfuman casi todos los valores intelectuales y falta una auténtica razón para vivir. La visualización no puede sustituir la presencia personal. Incluso los propios solarianos se dan cuenta de que la visualización no es más que un sentido a larga distancia.

»Y si el estar aislados no bastase para producir el anquilosamiento, tendríamos la cuestión de su longevidad. En la Tierra, tenemos una aportación constante de vidas jóvenes que introducen los cambios, porque aún no han tenido tiempo de anquilosarse. Supongo que debe existir una edad óptima: una vida lo bastante larga para realizarse plenamente y, sin embargo, lo bastante corta para dejar paso a los jóvenes a un ritmo que no resulte demasiado lento. En Solaria, ese ritmo es lentísimo.

Minnim seguía trazando dibujos con el dedo, mientras exclamaba: «¡Interesante, interesante!» Levantó la mirada y pareció como si una máscara hubiese caído de su rostro. Sus ojos brillaban jubilosos cuando dijo:

—Agente Baley, le felicito por sus dotes de observación.

—Muchas gracias—contestó Baley, muy tieso.

—¿Sabe por qué le he pedido que me describiese sus impresiones? —Parecía casi un muchacho travieso y satisfecho. Sin esperar respuesta, prosiguió—: Su informe ha sido sometido a un análisis preliminar por parte de nuestros sociólogos, y yo me pregunto si tiene usted idea de las excelentes noticias que nos ha traído. Veo que ya la tiene.

—Espere—dijo Baley— aún hay más.

—Ya lo creo —asintió Minnim, jubiloso—. Es casi imposible que Solaria pueda remediar su anquilosamiento. Ha dejado atrás el punto crítico, y su dependencia de los robots ha llegado demasiado lejos. Un robot no puede reñir a un niño aunque el castigo, por benigno que sea, redunde en beneficio del niño, pues el robot es incapaz de ver más allá del daño inmediato que le inflige. Y, desde un punto de vista colectivo, los robots no pueden disciplinar a un planeta permitiendo que sus instituciones se hundan si han llegado a ser perjudiciales, pues no pueden ver más allá del caos inmediato. Así, lo único que pueden esperar los Mundos Exteriores es un futuro de total anquilosamiento, y cuando éste se produzca, la Tierra se verá libre de su dominación. Estos nuevos datos han significado una revolución en nuestras ideas. Ni siquiera será necesaria la lucha material. La libertad vendrá por sí misma.

—Espere —repitió Baley con voz más fuerte—. Estamos hablando únicamente de Solaria, no del resto de Mundos Exteriores.

—Es lo mismo. El sociólogo solariano al que usted visitó…, ese Kimot…

—Quemot, señor subsecretario…

—Quemot, pues. Dijo, según creo recordar, que los demás Mundos Exteriores terminarían siendo otras tantas Solarias.

—Efectivamente, pero sólo conocía la vida en los otros Mundos Exteriores por vagas referencias y, además, no era un verdadero sociólogo. Creo haber hecho hincapié en este punto.

—Nuestros técnicos lo comprobarán.

—También les faltan datos. No sabemos nada acerca de los Mundos Exteriores dirigentes. Aurora, por ejemplo, el mundo de donde procede Daneel. A mí no me parece razonable esperar que se parezca a Solaria. En realidad, sólo existe un mundo en la Galaxia parecido a Solaria…

Minnim hizo un breve ademán de impaciencia con la mano, como si deseara apartar toda objeción.

—Nuestros técnicos lo comprobarán. Estoy seguro de que darán la razón a Quemot.

La expresión de Baley se hizo sombría. Si los sociólogos terrestres deseaban oír únicamente buenas noticias, terminarían por mostrarse de acuerdo con Quemot. Las cifras podían demostrar algo si se trabajaba con ellas el tiempo suficiente y si se prescindía o se hacía caso omiso de las informaciones desagradables.

Sintió cierta vacilación. ¿Sería mejor hablar, entonces, en presencia de un alto funcionario o bien…?

Su vacilación duró demasiado. Minnim volvió a tomar la palabra, hojeando unos documentos como si desease hablar de cuestiones más concretas.

—Algunas cosas más, agente Baley, acerca del caso Delmarre, y después podrá irse. ¿Tenía usted intención de hacer que Leebig se suicidase?

—Intentaba arrancarle una confesión, señor subsecretario. No suponía que se suicidara al notar la proximidad de alguien que, por una ironía de la vida, no era más que un robot, y por lo tanto no violaba el tabú existente contra la presencia personal. Pero, francamente, no lamento su muerte. Era un hombre peligroso. Pasará mucho tiempo antes de que surja otro que combine su perversidad con su talento.

—Estoy de acuerdo con usted —asintió secamente Minnim— y considero afortunada su muerte, pero…, ¿no ha pensado en el peligro que corría si los solarianos no hubiesen creído a Leebig culpable del asesinato de Delmarre?

Baley se sacó la pipa de la boca, pero guardó silencio.

—Vamos, amigo mío —dijo Minnim—. Usted sabe muy bien que él no lo hizo. El asesinato requería la presencia personal y Leebig antes hubiera muerto que soportarla.

—Tiene usted razón, señor. Especulé con el horror que sentirían los solarianos ante aquel mal uso de los robots, y que les impediría pensar en otra cosa.

—Entonces, ¿quién mató a Delmarre?

Hablando muy despacio, Baley repuso:

—Si usted se refiere al que asestó el golpe fatal, fue la persona de quien todos sospechaban: Gladia Delmarre, la esposa del asesinado.

—¿Y usted permitió que siguiese en libertad?

—Moralmente, no era la responsable. Leebig sabía que Gladia y su marido tenían frecuentes y violentos altercados. Sabía también hasta qué punto ella se enfurecía en el curso de estas peleas domésticas. Leebig quería la muerte de Delmarre y unas circunstancias que acusaran a su esposa. Por lo tanto, facilitó un robot a Delmarre y, apelando a sus grandes conocimientos, instruyó a dicho robot para que diese a Gladia uno de sus miembros intercambiables cuando estuviese dominada por la más fiera cólera. Con un arma en la mano en el momento crítico, ella cometió la acción fatal sin darse cuenta de lo que hacía, antes de que Delmarre o el robot pudiesen detenerla. Gladia se convirtió, así, en un instrumento inconsciente de Leebig, lo mismo que el robot.

Minnim objetó:

—El brazo del robot debió quedar manchado de sangre y cabello.

—Probablemente, pero Leebig se encargó de examinar al robot. Le fue fácil ordenar al resto de robots que lo hubiesen visto, que se olvidasen de ello. Es posible que el doctor Thool lo viera, pero su examen se limitó al cadáver y a Gladia. El error de Leebig consistió en suponer que la culpabilidad de Gladia sería tan evidente, que la ausencia del arma homicida en el lugar del crimen no lograría salvarla. Tampoco supuso que se llamaría a un terrestre para efectuar la investigación.

—Así, una vez muerto Leebig, usted hizo que Gladia abandonase Solaria. ¿Lo hizo usted para salvarla en caso de que a los solarianos se les ocurriese reconstruir el crimen?

—Ya había sufrido bastante, la pobrecilla —dijo Baley con un encogimiento de hombros—. Había sido la víctima de todos y de todo: de su marido, de Leebig, de la sociedad de Solaria.

—¿No cree que transgredió la ley para satisfacer un capricho personal?

Las angulosas facciones de Baley adquirieron aún mayor dureza.

—No fue ningún capricho. La ley solariana no me obligaba a nada. Por encima de todo estaban los intereses de la Tierra y en su defensa tenía que cargar toda la culpa sobre Leebig, que era el verdaderamente peligroso. En cuanto a la señora Delmarre, traté de realizar con ella un experimento.

—¿Un experimento?

—Quería saber si consentiría en trasladarse a un mundo donde la presencia personal fuese algo normal. Sentía la curiosidad de saber si ella tendría el valor de romper con unas costumbres tan profundamente arraigadas. Temía que se negase a marchar; que insistiese en quedarse en Solaria, un verdadero purgatorio para ella, antes de avenirse al abandono de su artificiosa forma de vivir. Pero prefirió cambiar, y me alegré; para mí esto fue simbólico. Me pareció como si abriese las puertas de la salvación para todos nosotros.

—¿Para nosotros? —preguntó vivamente Minnim—. ¿Qué demonios quiere usted decir?

—No para usted ni para mí, en particular, señor subsecretario —repuso Baley gravemente— sino para toda la humanidad. Está equivocado respecto al resto de Mundos Exteriores. Éstos tienen pocos robots; permiten la presencia personal y se han dedicado a investigar lo que ocurre en Solaria. Como usted ya sabe, me acompañaba allí R. Daneel Olivaw, que también redactará su informe. Existe el peligro de que esos mundos se conviertan algún día en otras tantas Solarias, pero probablemente se darán cuenta del peligro a tiempo, esforzándose por mantenerse en un equilibrio razonable de población, con el fin de seguir siendo los dirigentes de la humanidad.

—Esto no es más que su opinión particular—dijo Minnim, tozudo.

—Pero aún hay más. Existe únicamente un mundo semejante a Solaria, y es la Tierra.

—¡Vamos, agente Baley!

—Así es, señor. Somos una Solaria al revés. Allí se han aislado unos de otros. Aquí, nos hemos aislado de la Galaxia. Ellos se encuentran en el callejón sin salida de sus haciendas inviolables. Nosotros nos encontramos en el callejón sin salida de nuestras ciudades subterráneas. Allí sólo existen dirigentes sin seguidores, acompañados tan sólo de robots que asienten a todo cuanto se dice. Aquí, todos somos seguidores sin dirigentes, encerrados en nuestras ciudades que nos dan una falsa sensación de seguridad.

Baley cerró los puños con fuerza. Minnim manifestó su desaprobación:

—Agente Baley, ha pasado usted una prueba muy dura. Necesita tomarse un buen descanso. Un mes de vacaciones con paga completa y un ascenso al reintegrarse al trabajo.

—Gracias, pero no es eso todo lo que quiero. Quiero que usted me escuche. Sólo existe un camino para huir de la encerrona en que nos hemos metido, y ese camino nos lleva afuera, hacia el espacio. Existe un millón de mundos por poblar, y los hombres del espacio sólo ocupan cincuenta. Ellos son pocos y su vida es larga. Nosotros somos muchos, y nuestras vidas son cortas. Estamos más preparados que ellos para la exploración y la colonización. El incesante aumento de población nos empuja, y la rápida sucesión de las generaciones nos suministra constantemente hornadas de jóvenes intrépidos. Fueron nuestros antepasados quienes colonizaron los Mundos Exteriores, no lo olvide.

—Sí, de acuerdo…, pero temo que ya haya pasado nuestra hora.

Baley notaba la ansiedad que experimentaba su interlocutor por librarse de su presencia, pero él seguía sentado e imperturbable.

—Cuando, como resultado de las primeras colonizaciones —prosiguió— surgieron mundos superiores al nuestro en tecnología, nosotros nos evadimos encerrándonos en las entrañas de la Tierra, para huir de los hombres del espacio, ante los que teníamos una sensación de inferioridad. Esto no es ninguna solución. Si queremos evitar el ritmo destructivo de la rebelión y la supresión, debemos rivalizar con ellos, seguirles y, si se tercia, dirigirles. Para hacer esto, debemos afrontar el exterior; debemos obligarnos a salir al aire libre. Si ya es demasiado tarde para ello, por lo que a nosotros se refiere, debemos enseñar a hacerlo a nuestros hijos. ¡Es vital!

—Necesita usted descansar, agente Baley.

Éste exclamó con acritud:

—Escúcheme, por favor. Si los hombres del espacio conservan su fuerza y nosotros seguimos como hasta ahora, la Tierra será aniquilada antes de un siglo. Usted mismo me ha dicho que así ha sido calculado. Si los hombres del espacio tienen una debilidad oculta que cada vez se hace mayor, en ese caso podemos salvarnos. Mas ¿quién puede afirmar que los hombres del espacio son débiles? Esto sólo es cierto por lo que se refiere a los solarianos, pero aquí termina todo.

—Hombre…

—Aún no he terminado. Hay algo que sí podemos cambiar, sin meternos en si los hombres del espacio son débiles o fuertes. Podemos cambiar nuestro modo de vida. Afrontemos el exterior, y nunca tendremos que apelar a la revuelta. Podemos desparramarnos por los mundos que nos rodean, convirtiéndonos también en hombres del espacio. Si seguimos acorralados en la Tierra, nada podrá detener la inútil y fatal revuelta. Y ésta aún será peor si se basa en falsas esperanzas acerca de la pretendida debilidad de nuestros enemigos. Vamos, pregúnteselo a los sociólogos. Expóngales mis argumentos. Y si aún siguen dudando, halle el medio de enviarme a Aurora, para que pueda traer un informe sobre los auténticos hombres del espacio. Entonces, verá usted lo que debe hacer la Tierra.

Minnim asintió.

—Sí, sí. Ahora, adiós, agente Baley.

Éste se marchó presa de una gran exaltación. No esperaba alcanzar una victoria inmediata sobre Minnim. No se conseguía desarraigar en unos momentos ideas fijas y preconcebidas. Pero advirtió la expresión de incertidumbre que cruzó por el rostro de Minnim, borrando por unos momentos su primera expresión de júbilo.

Estaba seguro de adivinar el futuro. Minnim interrogaría a los sociólogos, y uno o dos de ellos se mostrarían indecisos.

Para resolver sus dudas, consultarían a Baley.

«Esperemos un año —se dijo éste— solamente un año, y saldré en dirección a Aurora. Y dentro de una generación, saldremos de nuevo al espacio.»

Baley subió al ferrocarril subterráneo que se dirigía al Norte. Pronto volvería a ver a Jessie. ¿Lo comprendería ella? ¿Y su hijo Bentley, que contaba a la sazón diecisiete años? Cuando Ben tuviese, a su vez, un hijo de esa edad, ¿se hallaría quizás en un mundo vacío como colonizador?

Aquella idea le asustaba, pues Baley aún temía los espacios abiertos. Pero ¡había dejado de preocuparse por aquel temor! En vez de batirse en retirada ante él, debía plantarle cara.

Baley creyó notar un toque de locura. Desde el primer momento en que lo experimentó, el aire libre ejerció una extraña atracción sobre él; desde el día en que, hallándose en el vehículo terrestre, engañó a Daneel para que el robot conductor bajase la cubierta y él pudiera levantarse y respirar el aire libre.

Entonces no lo comprendió. Daneel creyó que lo hacía por perversión. En cuanto a Baley, creyó que se enfrentaba con el aire libre por necesidad profesional, para resolver un crimen. Sólo la última noche que pasó en Solaria, cuando arrancó la cortina que cubría la ventana, comprendió la necesidad que sentía de enfrentarse con el aire libre por la atracción y la promesa de libertad que representaba.

Debía de haber millones de seres humanos en la Tierra que experimentarían la misma necesidad si se les enfrentara con el aire libre; si se les obligaba a dar el primer paso.

Miró a su alrededor.

El ferrocarril subterráneo corría velozmente. Por doquier veía luz artificial, enormes hileras de pisos que desaparecían con celeridad, centelleantes anuncios luminosos, rutilantes escaparates, fábricas, luces, bullicio y muchedumbres… ruido, gentío…, animación y vida…

Era todo cuanto había amado hasta entonces; todo cuanto había temido dejar, todo cuanto creyó añorar en Solaria.

Y a la sazón todo le parecía extraño, ajeno a él. Sintió que no encajaba en aquella vida.

Fue a resolver un asesinato, y algo ocurrió en su interior.

Había dicho a Minnim que las ciudades estaban construidas en las entrañas de la Tierra. ¿Y qué es lo primero que debe hacer un hombre en esta vida? Debe abandonar las entrañas maternas. Debe nacer. Y después de abandonar el seno materno, ya no podrá entrar de nuevo en él.

Baley había abandonado la Ciudad y ya no podía entrar de nuevo en ella. La Ciudad ya no era suya; era un extraño en las bóvedas de acero. Así tenía que suceder, y así sería para sus semejantes. Entonces, la Tierra nacería de nuevo y saldría al exterior.

Su corazón latía tumultuosamente y el bullicio que le rodeaba se convirtió en un murmullo apenas perceptible.

Entonces recordó el sueño que había tenido en Solaria y finalmente lo comprendió. Levantando la cabeza, le pareció ver a través del acero, el cemento y las muchedumbres que se extendían sobre su cabeza. Vio el faro clavado en el espacio, que con sus destellos llamaba a los hombres. Vio cómo sus rayos bañaban hasta el último rincón de la Ciudad. ¡Los rayos del sol desnudo!