17
Donde se celebra una reunión

Daneel no permitió, bajo ningún concepto, que se emprendiese un acción inmediata.

—¡Mañana! —dijo con respetuosa firmeza—. Este es mi consejo, compañero Elijah. Ya es tarde y tú necesitas descanso.

Baley tuvo que reconocer lo razonable de estas palabras. Además, era necesario preparar las cosas concienzudamente. Estaba seguro de que poseía la solución del asesinato, pero también se basaba en una simple deducción, como en el caso de la teoría de Daneel, y no resultaba menos inútil desde el punto de vista legal. Tendría que hallar ayuda entre los propios solarianos. Y si debía enfrentarse a ellos, era imprescindible encontrarse en el pleno uso de sus facultades, pues no dejarían de considerarle como un simple terrestre que comparecería ante media docena de hombres y mujeres del espacio. Así, pues, el descanso se imponía.

Sin embargo, no podría dormir; estaba seguro. Ni siquiera con la ayuda del mullido lecho que habían preparado exclusivamente para él los hábiles robots, ni con los suaves perfumes y discreta música que le dispusieron en la mansión de Gladia.

Daneel permanecía sentado discretamente en un rincón oscuro. Baley le preguntó:

—¿Aún tienes miedo de Gladia?

A lo que repuso el robot:

—No me parece prudente que duermas solo y sin protección.

—Como te plazca. ¿Has entendido claramente lo que deseo de ti, Daneel?

—Sí, compañero Elijah.

—¿No abrigas reservas por lo que se refiere a la Primera Ley?

—Tengo algunas con respecto a la conferencia que quieres organizar. ¿Irás armado y velarás por tu propia seguridad?

—Te doy mi palabra.

Daneel dejó escapar un suspiro tan humano, que por un momento Baley trató de penetrar con su mirada en la oscuridad, para examinar el perfectísimo semblante de su compañero. Éste dijo:

—Nunca me ha parecido lógica la conducta humana.

—Nosotros también necesitamos tres leyes, pero me alegro de no estar sometido a ellas.

Baley clavó la mirada en el techo. A pesar de que gran parte del éxito dependía de Daneel, él no podía revelarle más que una parte insignificante de la verdad. En ella se hallaban involucrados también los robots. El planeta Aurora tenía sus razones para enviar a un robot como representante, pero no dejaba de ser una equivocación, pues los robots tenían sus limitaciones.

Sin embargo, de ir todo bien, la comedia podía terminar en menos de doce horas. Y antes de que hubiesen transcurrido veinticuatro, él estaría de vuelta en la Tierra, dichoso y esperanzado. Una esperanza muy peculiar y que incluso a él le costaba aceptarla, a pesar de que suponía la salvación de la Tierra. ¡Tenía que serlo!

¡La Tierra! ¡Nueva York! ¡Jessie y Ben! ¡Las comodidades y la intimidad de la vida hogareña!

Medio dormido, evocaba estas y otras ideas, pero el pensamiento de la Tierra no le aportó el consuelo que esperaba. Algo había surgido entre él y las ciudades.

En un momento que no pudo recordar, todo se desvaneció, y se quedó dormido.

Tras un sueño reparador, Baley se despertó, se dirigió a la ducha y luego se vistió. Físicamente, se sentía muy preparado, aunque algo inseguro de sí mismo en lo moral. Y no se debía a que su razonamiento le pareciese menos coherente a la luz del día, sino a la necesidad de enfrentarse con los solarianos.

¿Podía estar seguro, después de todo, de cuáles serían las reacciones de éstos? ¿O seguirían actuando a ciegas?

Gladia fue la primera en aparecer. Se hallaba en un circuito intramural, puesto que habitaba en la propia casa. Estaba pálida e inexpresiva, cubierta con una blanca túnica que caía en pliegues estatuarios.

Miró con semblante desvalido a Baley. Éste le dirigió una alentadora sonrisa que pareció surtir efecto sobre la joven.

Uno a uno, fueron apareciendo todos. Attlebish, el director general de Seguridad, fue el siguiente, después de Gladia, esbelto y altivo, con los labios fruncidos en un rictus de desaprobación. Después Leebig, el roboticista, impaciente y colérico, con su párpado caído moviéndose espasmódicamente. Surgió luego Quemot, el sociólogo, con aspecto algo fatigado, pero sonriendo a Baley y mirándole con sus ojos hundidos y con aire condescendiente, como si dijese: ya nos hemos visto, somos íntimos.

Klorissa Cantoro, al ser visualizada, no se mostró muy a gusto en presencia de los otros. Miró a Gladia por un momento, lanzando un audible bufido de desprecio, y luego se puso a mirar el suelo. El doctor Thool fue el último en aparecer. Parecía azorado, casi enfermo.

Estaban todos con excepción de Gruer, que se reponía muy despacio y a quien le era físicamente imposible asistir a la reunión. Bueno —pensó Baley—, pasaremos sin él. Todos iban vestidos de etiqueta y estaban sentados en habitaciones cuyas ventanas habían sido tapadas cuidadosamente con cortinas.

Daneel lo había preparado todo muy bien. Baley deseó fervientemente que el resto de la tarea que el robot debía llevar a cabo saliese con la misma perfección.

El terrestre paseó la mirada de uno a otro de los reunidos, mientras su corazón le golpeaba el pecho. Cada persona le contemplaba desde una estancia diferente, y los contrastes de luz, mobiliario y decoración llegaban a marear.

Baley comenzó su discurso en estos términos:

—Quiero discutir con ustedes el asesinato del doctor Rikaine Delmarre para tratar de hallar los posibles motivos, la oportunidad y los medios que tuvo el asesino, según este orden…

Attlebish le interrumpió:

—¿Piensa hacernos un discurso muy largo?

Baley respondió con aspereza:

—Es posible. Han requerido mi presencia para investigar un asesinato, dada mi especialidad y mi profesión. Sé mejor que ustedes lo que conviene hacer.

Después de esta réplica prosiguió, dando a sus palabras un tono incisivo y duro:

—Estudiemos primeramente el motivo. Hasta cierto punto, el motivo es lo que resulta menos satisfactorio. La oportunidad y el medio son causas objetivas, y pueden estudiarse sobre el terreno. En cambio, el motivo es algo subjetivo. A veces, pueden captarlo otras personas, como, pongamos por caso, la venganza por una humillación sufrida. Pero también puede pasar completamente inadvertido, como el odio irracional y homicida profesado por una persona que sabe dominar sus emociones y no deja que éstas se exterioricen.

»Ahora bien, casi todos ustedes me han confesado en una u otra ocasión que consideran culpable del crimen a Gladia Delmarre. Ninguno de ustedes ha ofrecido otro sospechoso a mi consideración. ¿Tenía Gladia un motivo? El doctor Leebig me indicó uno, al decir que Gladia sostenía frecuentes altercados con su esposo, lo cual me confirmó posteriormente la propia Gladia. En el calor de una discusión es fácil cometer un acto de violencia: es perfectamente admisible.

»Sigue en pie la cuestión, sin embargo, de saber si ella es la única que contaba con un motivo. Yo lo pongo en duda. El doctor Leebig, por ejemplo…

El roboticista casi pegó un brinco. Tendiendo un índice acusador hacia Baley, le dijo con voz amenazadora:

—Cuidado con lo que dice, terrestre.

—Se trata de simples conjeturas —prosiguió Baley fríamente—. Usted, doctor Leebig, trabajaba en compañía del doctor Delmarre en la creación de nuevos modelos de robots. Es usted la eminencia indiscutible de Solaria en materia de robótica. Usted así lo afirma y yo le creo.

Leebig sonrió, con alivio evidente. Baley prosiguió:

—Pero he sabido que el doctor Delmarre estaba a punto de romper sus relaciones con usted, por asuntos que le concernían y que él desaprobaba.

—¡Eso es falso!

—Quizá. Pero… ¿y si fuese cierto? ¿No hubiera tenido un motivo para librarse de él, antes de que le sometiese a la pública humillación que hubiera representado romper sus relaciones con usted? Estoy convencido de que tal humillación le sería difícilmente soportable.

Baley siguió hablando rápidamente, para que Leebig no tuviera tiempo de responder.

—En cuanto a usted, señora Cantoro, la muerte del doctor Delmarre la ha dejado al frente de la ingeniería fetal, un cargo de importancia y responsabilidad.

—¡Cielos constelados, pero si ya habíamos hablado de eso! —exclamó Klorissa consternada.

—Ya lo sé, pero es un punto que hay que considerar, de todos modos. En cuanto al doctor Quemot, jugaba regularmente al ajedrez con el doctor Delmarre, y quizá se resintió al perder casi invariablemente ante él.

El sociólogo objetó quedamente:

—El hecho de perder unas cuantas partidas de ajedrez no constituye motivo suficiente, agente Baley.

—Eso depende de lo muy en serio que se tome usted el juego. Hay motivos que pueden parecer de una importancia capital para el asesino y completamente insignificantes para los demás. Bien, eso no importa ahora. Soy de la opinión de que el motivo es insuficiente. Cualquiera puede tener un motivo, especialmente para asesinar a un hombre como el doctor Delmarre.

—¿Qué quiere dar a entender con semejante observación? —le interpeló Quemot, indignado.

—Pues únicamente que el doctor Delmarre era un «buen solariano». Todos ustedes me lo han descrito con estas palabras. Cumplía al pie de la letra con los usos y costumbres preestablecidos de Solaria. Era un hombre ideal, casi una abstracción. ¿Quién podía amar a un hombre así o sentir simpatía por él? Un hombre desprovisto de debilidades humanas sirve únicamente para poner de relieve las debilidades e imperfecciones ajenas. Un poeta primitivo llamado Tennyson escribió una vez: «Quien se cree sin mácula se hace aborrecible».

—Nadie mataría a un hombre por ser demasiado bueno —dijo Klorissa, con el ceño fruncido.

—Quién sabe —repuso Baley, prosiguiendo en tono tranquilo—. El doctor Delmarre conocía, o creía conocer, la existencia de una conspiración contra el resto de la Galaxia con finalidades de conquista. Puso gran interés en evitar que llegara a hacerse realidad semejante amenaza. Por esta razón los implicados en la conjura podían creer necesario desembarazarse de él. Cualquiera de los aquí presentes pudiera ser uno de los conspiradores, incluyendo también a la señora Delmarre …. y sin olvidar tampoco al director general de Seguridad, Corwin Attlebish.

—¿Quién, yo? —dijo Attlebish, imperturbable.

—Por lo menos, usted intentó poner fin a esta investigación cuando el envenenamiento de Gruer le confirió el mando.

Baley paladeó lentamente su bebida, que tomaba de su envase original, y que no habían tocado otras manos humanas que las suyas, e hizo acopio de fuerzas para el asalto final. Hasta entonces, el combate había consistido en una cautelosa esgrima de preguntas y respuestas, y sentía alivio al ver que los solarianos no perdían su compostura, pese a que no tenían la experiencia del terrestre en aquella clase de entrevistas. Les dijo entonces:

—Pasemos ahora a la oportunidad. Es opinión general que sólo Gladia pudo acercarse a su marido personalmente.

»¿Podemos asegurarlo de verdad? ¿Y si supusiéramos que otra persona que no fuese la señora Delmarre hubiese resuelto dar muerte al marido de ésta? En tal caso, esta desesperada resolución, ¿no conferiría un valor secundario a la presencia personal y sus desagradables efectos? Si alguno de ustedes se propusiera cometer un asesinato, ¿no sería capaz de soportar la presencia personal, el tiempo suficiente para llevarla a cabo? ¿No podría introducirse subrepticiamente en la mansión de los Delmarre para… ?

Attlebish le atajó con voz glacial:

—Usted no sabe una palabra de esto, terrestre. Poco importa si podríamos hacerlo o no. El hecho es que el doctor Delmarre no hubiera permitido que nadie le viese, puede usted estar seguro de ello. Si alguien se hubiese presentado ante él personalmente, por valiosa o antigua que fuese la amistad que los uniese, el doctor Delmarre hubiera ordenado su expulsión llamando, si fuese preciso, a los robots para que la llevasen a cabo.

—Eso sería cierto —repuso Baley— si el doctor Delmarre supiese que se trataba de una presencia personal.

—¿Qué quiere usted decir con eso? —preguntó el doctor Thool con un ligero temblor de voz.

—Cuando asistió a la señora Delmarre en el lugar del crimen —respondió Baley, mirando de hito en hito a su interlocutor— ella imaginó que la estaba visualizando, hasta el momento en que la tocó. Así me lo dijo ella y así lo creo. En cuanto a mí, que estoy acostumbrado únicamente a ver, cuando llegué a Solaria y me entrevisté con el señor Gruer, supuse que le estaba viendo personalmente. Al finalizar nuestra entrevista Gruer desapareció, y les aseguro que me cogió de sorpresa.

»Imaginemos ahora lo contrario. Supongamos que durante toda su vida de adulto, un hombre ha visualizado a sus semejantes sin ver nunca a nadie, como no sea a su esposa, e incluso en raras ocasiones. Supongamos ahora que otra persona que no fuese su esposa surgiese ante él personalmente. ¿No se imaginaría que se trataba de una visualización, en particular si un robot había sido aleccionado para que dijese a Delmarre que se había establecido contacto por visualización?

—Ni por un instante —observó Quemot—. La diferencia de fondo delataría el fraude.

—Es posible, pero, ¿cuántos de ustedes se dan cuenta del fondo? El doctor Delmarre hubiera tardado un minuto o dos en percatarse de que ocurría algo anormal, y en ese intervalo su amigo, quienquiera que fuese, se le hubiera aproximado enarbolando un arma contundente y abatiéndola sobre su cabeza.

—¡Imposible! —objetó Quemot, tozudo.

—Yo no lo creo tan imposible —dijo Baley— Antes bien, considero que debemos prescindir de la oportunidad como prueba absoluta de que la señora Delmarre es el asesino. Ella tuvo una oportunidad, es cierto, pero también la pudieron tener otros.

Baley hizo una pausa. Se notaba la frente cubierta de sudor, pero secárselo hubiera sido interpretado como un gesto de debilidad. Debía ser él quien llevase la voz cantante. Sin duda, su interlocutor de turno se sentía en una situación de inferioridad. Para un terrestre, esto representaba una empresa muy ardua y difícil con aquellos hombres del espacio.

Baley paseó su mirada de una a otra cara y pensó que las cosas no iban del todo mal. Incluso Attlebish mostraba cierta preocupación que le humanizaba.

—Y por último llegamos al medio, que constituye el factor más desconcertante de este crimen. El arma con que fue cometido no ha sido hallada.

—Sabemos eso —dijo Attlebish—. Si no fuese por este particular, hubiéramos considerado abrumadoras las pruebas que acusan a la señora Delmarre, y nunca se nos hubiera ocurrido pedir que se realizase una investigación.

—Es posible. Analicemos, pues, lo que se refiere a los medios.

Existen dos posibilidades. O bien la señora Delmarre cometió el crimen, o bien lo cometió otra persona. Si la señora Delmarre cometió el crimen, el arma no podía haber salido del lugar del suceso, a menos que se la llevasen más tarde. Mi compañero, el señor Olivaw, de Aurora, que no se halla presente en este momento, me ha indicado que el doctor Thool tuvo la oportunidad de hacer desaparecer el arma. Pregunto ahora al doctor Thool, en presencia de todos ustedes, si lo hizo; es decir, si se llevó un arma después de examinar a la señora Delmarre, que se hallaba sumida en la inconsciencia.

El doctor Thool se echó a temblar como un azogado.

—No, no, lo juro. Puede usted preguntarme lo que quiera. Le juro que no toqué nada de allí.

Preguntó Baley a los restantes:

—¿Alguno de ustedes es capaz de decir si el doctor Thool miente?

Reinó un momento de silencio, durante el cual Leebig miró un objeto situado fuera del campo visual de Baley, mientras murmuraba algo acerca del tiempo.

El terrestre prosiguió:

—La segunda posibilidad es que otra persona cometiese el crimen y se llevase el arma consigo. Pero si así fuese, deberíamos preguntarnos por qué. El hecho de haber escamoteado el arma homicida constituye una clara prueba de que la señora Delmarre no cometió el crimen. Ahora bien, si dicho crimen hubiese sido perpetrado por una persona ajena a la casa, ésta hubiera demostrado ser totalmente imbécil al no dejar el arma junto al cadáver para hacer recaer la culpa sobre la señora Delmarre. Tanto en un caso como en otro, el arma debía estar allí. Sin embargo, nadie la vio

Attlebish intervino: —¿Nos toma por estúpidos o por ciegos?

—Les tomo a ustedes por solarianos —repuso Baley con flema— como tales, por personas totalmente incapaces de reconocer el arma en particular que fue dejada en el lugar del crimen.

—No comprendo ni una sola palabra—murmuró Klorissa, abrumada.

Incluso Gladia, que apenas había pestañeado durante todo el interrogatorio, miraba a Baley sorprendida. El terrestre dijo:

—El esposo muerto y la esposa desmayada no eran los únicos individuos que se encontraban en el lugar del crimen. Se hallaba también un robot descompuesto.

—¿Y qué? —preguntó Leebig, colérico.

—Es evidente que después de eliminar lo imposible, lo único que nos queda, por improbable que parezca, es la verdad. El robot que se hallaba en el lugar del crimen fue el arma con que éste se cometió, un arma que ninguno de ustedes podía reconocer como tal, a causa de la educación que han recibido.

Todos se pusieron a hablar a la vez, con excepción de Gladia, que se limitó a mirarle estupefacta.

Baley levantó ambos brazos.

—¡Basta! ¡Silencio! ¡Déjenme explicar!

Y entonces narró nuevamente cómo se había desarrollado el intento de asesinato de Gruer y el método que sin duda utilizó el asesino. Luego relató el atentado contra su vida, cometido en la granja durante su visita.

Leebig dijo con impaciencia:

—Supongo que este último intento se realizaría mediante un robot, que envenenó la flecha sin saber que realmente utilizaba veneno, y un segundo robot que entregó dicha flecha envenenada al muchacho después de decirle que usted era un terrestre y, naturalmente, sin saber que la flecha estuviese envenenada.

—Sí, algo parecido. Se habían dado instrucciones completas a ambos robots.

—Totalmente descabellado —comentó Leebig.

Quemot estaba pálido y parecía como si fuese a desmayarse de un momento a otro.

—Ningún solariano utilizaría un robot para causar daño a otro ser humano.

—Es posible —admitió Baley, encogiéndose de hombros—, pero la cuestión es que nada impide estas manipulaciones de robots. Pregúnteselo al doctor Leebig. Él es un experto en robótica.

—Eso no puede aplicarse al asesinato del doctor Delmarre —aclaró Leebig—. Ya se lo dije ayer. ¿Cómo puede conseguirse que un robot aplaste el cráneo de un hombre?

—¿Quiere que se lo explique?

—Hágalo, si puede.

—Se trata de un nuevo modelo de robot que el doctor Delmarre estaba probando. El significado de esto no se me ocurrió hasta anoche, en que tuve ocasión de decir a un robot, al que pedí que me ayudase a levantarme de una silla: ¡dame la mano! El robot se miró la mano, confuso, como si yo quisiera que se la arrancase y me la entregara. Tuve que repetir la orden de una manera menos literal. Pero esto me recordó algo que el doctor Leebig me había dicho aquel mismo día: que se hacían experimentos con robots de miembros cambiables.

»Supongamos que el robot que el doctor Delmarre estaba probando fuese uno de esos, es decir, capaz de utilizar cierto número de miembros intercambiables de diversas formas para distintas tareas especializadas. Supongamos también que el asesino supiese esto y dijese de pronto al robot: "dame el brazo". El robot se hubiera quitado el brazo para dárselo. Este brazo hubiera constituido un arma espléndida. Una vez muerto el doctor Delmarre, nada impedía colocarlo de nuevo en su sitio.

El horror y la estupefacción que dominaba a los reunidos se fue convirtiendo en una verdadera algarabía de objeciones, que ahogaron las últimas palabras de Baley, pese a que éste casi las pronunció gritando.

Attlebish, con el rostro congestionado, se levantó de su asiento y dios unos pasos al frente.

—Aunque fuese como usted dice, la señora Delmarre seguiría siendo la asesina. Ella era la única que estaba allí; se peleó con su esposo, debió de observar las manipulaciones a que se entregaba su marido con el robot y estaría enterada de la posibilidad de cambiar sus miembros…, posibilidad que yo rechazo, por otra parte. Diga lo que diga, terrestre, todo la acusa a ella.

Gladia empezó a llorar en silencio.

Sin mirarla, Baley replicó:

—Por el contrario, es fácil demostrar que, sea quien fuere el que cometió el crimen, no fue la señora Delmarre.

Jothan Leebig cruzó de pronto los brazos y en su rostro apareció una expresión de mofa y desprecio.

Al observarla, Baley dijo:

—Usted me ayudará, doctor Leebig. Como roboticista, sabe que se requiere una extraordinaria destreza para inducir a un robot a que cometa una acción que dé como resultado indirecto un crimen. Ayer me vi obligado a poner bajo arresto domiciliario a cierta persona. Di detalladas instrucciones a tres robots con el fin de que mantuviesen a dicha persona a buen recaudo. Se trataba de una cosa muy sencilla, pero yo no poseo la habilidad requerida para tratar con robots. Mis instrucciones presentaban ciertas lagunas, que aprovechó mi prisionero para escaparse.

—¿Quién era ese prisionero? —preguntó Attlebish, con impaciencia.

—Lo que importa es subrayar que los legos no saben manejar bien los robots. Y esto se aplica, también, a algunos solarianos. Por ejemplo, ¿qué sabe Gladia de robótica?… ¿Qué dice usted a eso, doctor Leebig?

—¿Yo…?

—Usted trató de enseñar robótica a la señora Delmarre. ¿Qué tal era como alumna? ¿Aprendió algo?

Leebig, miró inquieto a su alrededor.

—Ella no… —y se interrumpió.

—Ella no aprendió una palabra, ¿no es cierto? ¿O acaso prefiere usted no responder?

Leebig dijo con altivez:

—Acaso fingía ignorancia.

—¿Está dispuesto a afirmar como roboticista que cree a la señora Delmarre lo suficientemente preparada como para cometer un asesinato utilizando indirectamente un robot?

—¿Cómo puedo responder a esa pregunta?

—Se la plantearé de otra forma. Quien trató de asesinarme en la granja infantil tuvo que localizarme, antes, mediante la red de comunicación de los robots. Tenga en cuenta que no comuniqué a ningún ser humano el lugar donde me dirigía, y sólo los robots que me llevaban de un sitio a otro conocían mi paradero. Mi colaborador, Daneel Olivaw, consiguió localizarme aquel mismo día, es cierto, pero sólo muy tarde y tras considerables dificultades. En cambio, el asesino debió de hacerlo muy fácilmente, porque además de localizarme a mí, tenía que disponer las flechas envenenadas y encontrar a alguien que las disparase, todo esto antes de que saliese de la granja y prosiguiera mis investigaciones. ¿Cree usted a la señora Delmarre con suficiente habilidad para hacer todo eso?

Corwin Attlebish se inclinó para preguntar a su vez:

—¿Y quién cree usted que posee la habilidad necesaria para ello terrestre?

A lo que Baley replicó:

—Según él mismo reconoce, el doctor Leebig es el primer experto en robótica del planeta.

—¿Es esto una acusación? —chilló Leebig.

—¡Sí! —repuso Baley con voz potente y clara.

El furor que brillaba en los ojos de Leebig se fue apagando despacio, para ser sustituido no por una expresión de calma, sino por una tensión voluntariamente reprimida.

—Examiné el robot de Delmarre después del asesinato —declaró—. Sus miembros no eran cambiables. Sólo podían desprenderse mediante herramientas adecuadas, que únicamente pueden manejar los expertos. En esto era como los restantes robots. Por lo tanto, esa no podía ser el arma empleada para matar a Delmarre, y sus argumentos caen por la base.

—¿Quién puede garantizar la verdad de sus afirmaciones? —le preguntó Baley.

—Basta con mi palabra, que nadie se atreverá a poner en duda.

—Pues yo la pongo. Le estoy acusando, y ni una sola palabra, por lo que respecta a ese robot, tiene valor alguno. Si alguien quiere respaldarle, entonces será distinto. A propósito, usted hizo desaparecer ese robot con gran rapidez. ¿Por qué?

—No existía motivo alguno para conservarlo. Estaba completamente descompuesto. No servía para nada.

—¿Por qué?

Leebig apuntó con el índice hacia Baley, mientras vociferaba:

—Ya me hizo esa pregunta antes, terrestre, y le respondí por qué. Había presenciado un asesinato y se vio impotente para evitarlo.

—Y usted me dijo entonces que eso producía siempre el aniquilamiento total del robot; que se trataba de una regla universal. Sin embargo, cuando Gruer fue envenenado, el robot que le ofreció el veneno sólo tuvo, como consecuencia de ello, una ligera cojera y un defecto en la pronunciación. En realidad, este robot fue el agente de lo que, de momento, parecía un asesinato, y no simplemente el testigo del mismo. Sin embargo, conservó bastante cordura como para responder al interrogatorio.

»Esto quiere decir que el robot que intervino en el caso Delmarre debió de tener una parte más activa en el asesinato que el robot de Gruer. El robot de Delmarre debió ver cómo se empleaba su propio brazo para cometer el crimen

—Todo eso es una sarta de disparates —gruñó Leebig— Usted no sabe nada de robótica.

—Es posible. Pero me permito sugerir al director general de Seguridad, aquí presente, que confisque los archivos de su fábrica de robots y taller de reparaciones. Quizás entonces averigüemos si usted ha construido robots con miembros intercambiables, si, caso de ser esto cierto, alguno de ellos fue enviado al doctor Delmarre, y la fecha de este envío.

—¡Nadie osará tocar mis archivos! —gritó Leebig.

—¿Por qué, si usted no tiene nada que ocultar?

—Pero ¿qué motivo podía tener yo para querer dar muerte a Delmarre? Dígamelo, por favor. ¿Cuál era el motivo?

—Se me ocurren dos. Usted era amigo de la señora Delmarre. Amigo en exceso. Los solarianos también son humanos, a su manera. Usted nunca quiso casarse, pero eso no le inmunizó de los, por así decir, apetitos carnales. Usted veía a la señora Delmarre —perdón, la visualizaba— en momentos en que ésta iba bastante ligera de ropa y…

—¡No! —gritó Leebig con voz agónica.

Gladia también susurró un enérgico «No».

—Quizá ni usted mismo se daba cuenta de la verdadera naturaleza de sus sentimientos —prosiguió Baley— o se despreciaba a sí mismo por su debilidad y aborrecía a la señora Delmarre por inspirársela. Y, sin embargo, podía odiar al propio tiempo a Delmarre, simple y puramente por envidia, ya que él era su marido. Usted pidió a la señora Delmarre que fuese su ayudante, para dar una menguada satisfacción a sus apetitos. Ella se negó y su odio no hizo más que avivarse. Matando al doctor Delmarre, de manera que todas las sospechas recayesen sobre su esposa, usted se vengaba de ambos.

—¿Hay alguien capaz de creer este repugnante y melodramático novelón? —preguntó Leebig con un ronco murmullo—. Otro terrestre, otro animal, quizá. Ningún solariano.

—Para mí no es el motivo básico —prosiguió Baley— a pesar de que creo en su existencia subconsciente. Usted tenía otro motivo más claro. El doctor Rikaine Delmarre se interponía en sus ambiciosos planes, y había que quitarlo de en medio.

—¿De qué planes está hablando? —preguntó Leebig.

—De sus planes para la conquista de toda la Galaxia, doctor Leebig —repuso Baley.