Baley encajó el golpe, aunque trató de no demostrarlo.
Era de presumir que, teniendo en cuenta su género de vida, los solarianos consideraban como algo sacrosanto sus vidas privadas. Las preguntas acerca del matrimonio y los hijos se consideraban de pésimo gusto. Supuso, por lo tanto, que las querellas conyugales caían, también, dentro de la categoría de temas prohibidos.
Pero ¿continuaba siendo así cuando se había cometido un asesinato? ¿Nadie podía atreverse a cometer, a su vez, el crimen social de preguntar a la persona sospechosa si se peleaba con su marido o de mencionar este asunto en la conversación?
Leebig lo había hecho, lo que animó a Baley a preguntarle:
—¿Qué motivaba esas querellas?
—Creo que será mejor que se lo pregunte a ella.
Desde luego, tiene razón, pensó Baley. Se levantó muy envarado.
—Gracias por la cooperación que me ha prestado, doctor Leebig. Es posible que más adelante vuelva a necesitarle. Espero que podré comunicar con usted sin dificultad.
—Visualización terminada —dijo Leebig, desapareciendo instantáneamente, junto con su segmento de habitación.
Por primera vez, a Baley no le importó tomar un avión para volar por el cielo abierto. No le importó en absoluto. Casi se sentía como en su propio elemento.
Ni siquiera pensaba en la Tierra ni en Jessie. Hacía unas pocas semanas que estaba ausente de la Tierra, pero le parecían años. Llevaba en Solaria tres días escasos y era como si siempre hubiese vivido allí.
¿Con qué rapidez podía adaptarse el hombre a las pesadillas?
¿No se debía todo a Gladia? Pronto la vería; la vería personalmente, no por visualización. Aquello le infundía confianza junto con un extraño sentimiento, mezcla de aprensión y de deseo por verla.
«¿Lo soportaría bien? —se preguntaba—. ¿O se escabulliría a los pocos momentos, tal como hiciera Quemot?»
Cuando entró, Gladia le esperaba de pie al fondo de una larga estancia. Ella casi parecía una representación impresionista de sí misma, pues se hallaba reducida únicamente a sus rasgos esenciales. Mostraba los labios de un rojo desvaído, las cejas apenas esbozadas, los lóbulos de las orejas de un azul débil. Su rostro no llevaba otro maquillaje. Se la veía pálida, un poco asustada y muy joven.
Llevaba recogido hacia atrás el cabello castaño claro, y sus ojos de un azul grisáceo mostraban cierta timidez. Su vestido era de un azul tan oscuro que parecía negro, con un ribete blanco que iba de arriba abajo, y por ambos lados. Llevaba mangas, guantes blancos y zapatos planos. No mostraba ni un centímetro cuadrado de su cuerpo, con excepción de la cara. Incluso su cuello estaba tapado por una especie de gargantilla discreta.
Baley se detuvo donde estaba.
—¿Está bien así, Gladia?
Ella respiraba con rapidez.
—Ya me había olvidado casi de cómo era esto. Se parece mucho a la visualización, ¿no cree? Es decir, si una no piensa que real se ve.
—Para mí resulta muy normal —observó Baley.
—En la Tierra, sí. —Cerró los ojos—. A veces trato de imaginármelo. ¡Muchedumbres por todas partes! La gente va por las calles, unos se cruzan con otros o siguen la misma dirección. Docenas de personas…
—Centenares —corrigió Baley—. ¿Ha visualizado alguna vez escenas de la Tierra en un libro audiovisual, o en alguna novela cuya acción transcurriese en la Tierra?
—No tenemos muchas, pero he visualizado novelas situadas en los otros Mundos Exteriores, donde la gente se ve constantemente. Claro que en una novela es distinto; sólo parece una multivisualización.
—¿También se besan los protagonistas de esas novelas?
Ella enrojeció hasta las orejas.
—Yo no leo esa clase de novelas.
—¿Nunca?
—Verá… Circulan por ahí algunas películas obscenas, y a veces por simple curiosidad… Aunque reconozco que es repugnante.
—¿De veras?
Con súbita animación, dijo:
—Pero la Tierra es muy diferente. ¡Hay tanta gente en ella! Cuando ustedes andan por las calles, Elijah, supongo que incluso se to…. se tocan entre sí. Por casualidad, claro.
Baley sonrió.
—Incluso se puede derribar a otra persona por casualidad.
Pensó en las multitudes del ferrocarril subterráneo, en la gente dándose codazos y empellones, saltando de las aceras rodantes y, por un momento, de una manera inevitable, sintió la punzada de la nostalgia.
—No hace falta que se quede ahí —le dijo Gladia.
—¿Le importará que me acerque un poco más?
—No. Ya le diré cuándo tiene que detenerse.
Paso a paso, Baley se aproximó, mientras Gladia le contemplaba con los ojos muy abiertos.
De pronto, le dijo:
—¿Le gustaría ver algunas de mis coloraciones de campo?
Baley estaba solamente a dos metros. Deteniéndose, la miró. ¡Qué pequeña y frágil parecía! Trató de imaginársela blandiendo algo en su mano (¿qué podía ser?), para asestar un furioso golpe a la cabeza de su marido. Se esforzó por imaginarla loca de rabia e impulsada al homicidio por el odio y la ira. Tuvo que admitir que era posible imaginársela así. Incluso una mujercita de cincuenta kilos de peso podía destrozar un cráneo si disponía del arma adecuada, y estaba lo suficientemente furiosa para ello. Baley había conocido asesinas (en la Tierra, naturalmente) que, en inactividad, parecían inocentes criaturas.
—¿Qué son las coloraciones de campo, Gladia? —preguntó.
—Una forma de arte.
Baley recordó la referencia que había hecho Leebig, a las aficiones artísticas de Gladia, y asintió.
—Me gustaría ver algunas.
—Haga el favor de seguirme.
Baley la siguió, manteniendo cuidadosamente dos metros de separación entre ambos. Esa distancia era menos de una tercera parte de la que había exigido Klorissa.
Penetraron en una habitación resplandeciente de luz. Brillaba hasta el último rincón y en todos los colores imaginables.
Gladia se mostraba complacida. Parecía hallarse en su elemento. Miró a Baley con expresión jubilosa.
La reacción de Baley debió de ser la que ella esperaba, a pesar de que no dijo nada. Se volvió lentamente, tratando de discernir lo que veía, porque todo estaba hecho de luz, sin materia.
Los bloques de luz se alzaban sobre sendos pedestales. Eran una geometría viva, líneas y curvas de color, que se entremezclaban formando un conjunto coalescente, pero manteniendo una distinta identidad. No había dos ejemplares que se pareciesen ni remotamente.
Baley trató de hallar las palabras adecuadas, y se limitó a preguntar:
—¿Tiene algún significado?
Gladia rió con su agradable voz de contralto.
—Significa todo lo que usted quiera. No son más que formas luminosas que pueden despertar su ira, su alegría, su curiosidad o el sentimiento que sea, y que yo experimentaba al crearlas. Puedo hacer una suya, una especie de retrato. Quizá no salga muy bien, porque será una rápida improvisación.
—¿Puede hacerlo? Me interesaría mucho verlo.
—Muy bien —dijo ella, corriendo hacia una figura luminosa que se alzaba en un ángulo, y pasando sólo a unos centímetros de Baley al hacer este movimiento. Aunque ella no pareció advertirlo.
Tocó algo en el pedestal de la figura luminosa, y el glorioso resplandor se apagó instantáneamente.
Baley se quedó boquiabierto, y dijo:
—¿Por qué lo ha hecho?
—No vale la pena. Ya estaba harta de ver esa figura. Voy a disminuir la intensidad luminosa de las restantes, para que no me distraigan.
Abrió una puerta en una de las lisas paredes y movió un reóstato. Los colores disminuyeron de intensidad, hasta hacerse apenas perceptibles.
—¿No tiene un robot para eso, para cerrar los contactos?
—Cállese ahora —le atajó Gladia, con impaciencia—. Aquí no tengo robots. Estos son mis dominios. —Le miró frunciendo el ceño—. Lo malo es que yo no le conozco bastante.
No miraba el pedestal, pero sus dedos rozaban su bruñida superficie. Tenía diez dedos curvados, tensos, expectantes. Un dedo se movió para describir un semicírculo sobre la lisa superficie. Surgió una barra de viva luz amarilla, que se elevó oblicuamente en el aire. El dedo retrocedió imperceptiblemente, y la luz adquirió un tono algo menos luminoso.
Ella lo contempló un momento.
—Sí, eso es, más o menos. Una fuerza sin peso.
—¡Cáspita! —exclamó Baley.
—¿Le he ofendido?
Gladia levantó los dedos, y la línea oblicua de luz amarilla permaneció solitaria e inmóvil.
—En absoluto. ¿Qué es esto? ¿Cómo lo ha hecho?
—Es difícil de explicar —repuso Gladia, contemplando pensativa el pedestal— si se considera que ni yo misma lo entiendo. Según me han dicho, es una especie de ilusión óptica. Se establecen campos de energía a distintos niveles. En realidad son fragmentos de hiperespacio, que no poseen las propiedades del espacio ordinario.
Según cuál sea el nivel de energía, el ojo humano percibe luces de distintos colores. Éstos y sus formas, se gobiernan mediante el calor irradiado por los dedos sobre puntos determinados del pedestal. En el interior de cada pedestal existe un gran número de mandos.
—Quiere decir que si yo pusiese el dedo aquí…
Baley se adelantó y Gladia se apartó a un lado.
El terrestre puso un dedo, con cierta vacilación, sobre el pedestal y notó un suave latido.
—Adelante. Avance el dedo, Elijah —le animó Gladia.
Baley obedeció y una cresta de luz de un color gris sucio se elevó hacia lo alto, cruzando la luz amarilla. Retiró el dedo con presteza y Gladia rió, para arrepentirse inmediatamente de haberlo hecho.
—No debo reírme de usted. En realidad, es algo muy difícil de hacer, aun para los que lo han practicado durante mucho tiempo.
Movió con tal celeridad la mano, que Baley apenas se dio cuenta, y la monstruosidad que él había creado desapareció, dejando de nuevo la luz amarilla aislada.
—¿Cómo aprendió a hacer esto?
—Después de muchas pruebas. Es una nueva forma artística, y sólo existen una o dos personas que la dominan…
—Usted es la mejor de ellas —dijo Baley, con brío—. En Solaria sólo se encuentra al único que haga una cosa, al mejor o a ambos en una sola persona.
—No se ría usted de mí. He exhibido algunos de mis pedestales: he organizado exposiciones.
Levantó altivamente su cabeza. Su orgullo era inconfundible
—Déjeme proseguir su retrato —continuó ella, moviendo nuevamente los dedos.
La forma luminosa que crecía de acuerdo con sus manipulaciones poseía muy pocas curvas. Dominaban los ángulos, y su color principal era el azul.
—Esto quiere ser la Tierra —dijo Gladia, mordiéndose el labio inferior—. La Tierra siempre evoca en mí el color azul. Toda esa gente que se ve constantemente. La visualización es sonrosada. ¿A usted no le parece?
—Cáspita, me cuesta imaginarme las cosas por medio de colores.
—¿De veras le cuesta? —observó ella, abstraída—. Usted dice cáspita con cierta frecuencia, y eso lo representaremos por una pequeña burbuja violeta. Una burbujita muy marcada porque usted siempre suele soltarla de pronto… Así.
Y la burbujita, muy brillante, surgió algo descentrada, en mitad de la figura.
—Y esto para terminar—dijo Gladia.
E hizo surgir un cubo hueco de color gris pizarra, mate y monótono, en cuyo interior quedó encerrada el resto de la figura. A pesar de ello, la luz interior se veía brillar, aunque más apagada, como encarcelada.
Baley experimentó un sentimiento de tristeza, como si aquello fuese algo que lo aprisionase, que le impidiese alcanzar lo que ambicionaba.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Las paredes que le rodean. Es la nota dominante que le impide salir al aire libre y le obliga a encerrarse. ¿No se ve a usted mismo ahí dentro?
Baley observó la figura, manifestando cierta desaprobación:
—Esas paredes no son permanentes. Hoy he estado al aire libre.
—¿Ah, sí? ¿Y le importó?
No pudo resistir atacarla con sus mismas armas.
—Tanto como a usted le importa verme. No le gusta y, sin embargo, lo resiste.
Ella le miró pensativa.
—¿Quiere que salgamos ahora? ¿Vamos a dar un paseo los dos juntos?
El primer impulso de Baley fue decir: «cáspita, no».
Gladia prosiguió:
—Nunca he paseado con nadie, viéndonos. Aún es de día y hace muy buen tiempo.
Baley miró su retrato abstracto y dijo:
—Si voy, ¿quitará usted el gris?
Ella sonrió, diciendo:
—Eso depende de cómo se porte.
La estructura luminosa se quedó sobre el pedestal cuando ambos salieron de la sala. Permaneció allí, reteniendo el alma de Baley aprisionada entre los muros grises de las ciudades terrestres.
Baley se estremeció ligeramente al notar la helada caricia del aire.
—¿Tiene frío? —le preguntó Gladia.
—Antes hacía más calor —murmuró Baley.
—Ya estamos en el atardecer, aunque no hace mucho frío. ¿Quiere un gabán? Uno de los robots se lo traería rápidamente.
—No. Estoy bien. —Avanzaron por un estrecho sendero enlosado—. ¿Por aquí es por donde paseaba con el doctor Leebig?
—Oh, no. Paseábamos por el campo, donde sólo se encuentra algún que otro robot trabajando, y se oyen los gritos de los animales. Usted y yo nos quedaremos cerca de la casa, por si acaso.
—¿Por si acaso qué?
—Por si usted desea entrar en ella.
—O por si usted se cansa de verme.
—Eso no me preocupa —dijo Gladia con displicencia.
Sobre sus cabezas susurraba el follaje y, levantando los ojos, Baley vio las copas verdeamarillentas de los árboles. Se oían agudos trinos, zumbidos estridentes y las sombras bailaban ante sus ojos.
Las sombras le preocupaban especialmente. Una de ellas, avanzaba ante él y tenía la forma de un hombre. Parecía imitar todos sus movimientos con un horrible mimetismo. Naturalmente, Baley había oído hablar de las sombras y sabía lo que eran, pero en la iluminación indirecta de las ciudades, que lo bañaba todo por igual, nunca se había dado cuenta de su existencia.
Sabía que a sus espaldas brillaba el sol de Solaria. Tuvo cuidado de no mirarlo, pero sabía que estaba allí.
El espacio era enorme y solitario, y sintió que le atraía. También se imaginó recorriendo a pie la superficie de un mundo, con millares de kilómetros y de años luz a su alrededor.
¿Por qué le atraía de tal modo la idea de la soledad? Él no la quería; deseaba volver a la Tierra, al calor y compañía que le ofrecían las atestadas ciudades.
Aquella imagen se desvaneció. Se esforzó por evocar Nueva York en su mente, con todo su barullo y ajetreo, pero sólo podía fijarse en la tranquila superficie de Solaria, barrida por una fresca brisa.
Sin darse cuenta, Baley se aproximó a Gladia hasta situarse a poco más de medio metro de la joven. Entonces, advirtió su expresión de sorpresa.
—Perdóneme —dijo al instante, separándose de ella.
—Está bien. ¿No quiere que paseemos así? Tengo unos arriates que le gustarán.
La dirección que indicaba era hacia Poniente. Baley la siguió en silencio, y Gladia prosiguió:
—Cuando la estación esté más avanzada, será muy hermoso este sitio. En verano voy corriendo al lago para nadar o correteo por los campos hasta que me canso y me dejo caer tendida sobre la hierba. —Se contempló el traje que llevaba puesto—. Con estas ropas no podría hacerlo; sólo son para pasear. Me resultaría imposible correr.
—¿Preferiría ir vestida de otro modo?
—Todo lo más, con un bikini —exclamó ella, levantando los brazos como si ya imaginase la libertad que representaba ese atavío—. A veces menos: sólo unas sandalias, para notar el aire por todo el cuer… Oh, discúlpeme. ¿Le he ofendido?
—No, nada de eso. ¿Era ese el… traje que usted llevaba durante sus paseos con el doctor Leebig?
—Depende. Según el tiempo. A veces llevaba muy poco, pero piense usted que era visualización. Supongo que ya me entiende.
—Sí, ya la entiendo. ¿Y el doctor Leebig? ¿También iba vestido ligeramente?
—¿Jothan vestir ligeramente? —Gladia le dirigió una cautivadora sonrisa—. Oh, no. Es muy circunspecto.
Hizo un gracioso mohín, asumiendo una expresión de cómica gravedad, a la que añadió un guiño, ofreciendo una perfecta parodia de Leebig que obligó a sonreír a Baley.
—Y así es como habla —añadió la joven—: «Mi querida Gladia, considerando el efecto de un potencial elevadísimo sobre la corriente positrónica…»
—¿Es de eso de lo que hablaban? ¿De robótica?
—Casi siempre. Verá, él se toma esa ciencia muy en serio. Se esforzaba por enseñármela, sin desanimarse jamás.
—¿Y aprendió usted algo?
—Ni una palabra. Nada de nada. Para mí aquello era una jerga incomprensible. A veces, se enfadaba conmigo, pero cuando me reñía yo me zambullía en el agua, si estábamos cerca del lago, y chapoteaba para salpicarle.
—¿Salpicarle? Creía que se trataba de una visualización.
La risa cristalina de Gladia resonó en el bosque.
—¡Qué terrestre es usted! Yo le salpicaba en efigie, pues él se hallaba en su habitación o en los campos de su hacienda. A pesar de que las salpicaduras no podían alcanzarle, se agachaba para esquivarlas. Mire esto.
Baley obedeció. Acababan de rodear un bosquecillo para salir a un calvero, en cuyo centro había un estanque ornamental. El calvero estaba atravesado por senderos embaldosados que lo dividían en diversas partes. En éstas crecía profusión de flores en ordenadas hileras. Baley sabía que eran flores por los libros audiovisuales.
Hasta cierto punto, las flores recordaban los dibujos luminosos que Gladia construía. Baley imaginó que se inspiraba en ellas para crear sus obras de arte. Tocó una, cautelosamente, y luego paseó la vista en derredor. Predominaban los rojos y los amarillos.
Al volverse para mirar, Baley vio el sol de reojo. Con cierta inquietud, comentó:
—El sol está muy bajo.
—La tarde toca a su fin—le explicó Gladia. Había echado a correr hacia el estanque, para sentarse en un banco de piedra situado al borde—. Venga —le gritó, haciéndole señas con la mano—. Si no quiere sentarse sobre la piedra, puede quedarse de pie.
Baley avanzó muy despacio.
—¿Todos los días desciende tan bajo?
Inmediatamente se arrepintió de haber hecho aquella pregunta. Si el planeta giraba, era natural que el sol estuviese bajo sobre el horizonte por la mañana y por la tarde. Sólo al mediodía podía estar alto.
Sin embargo, no resultaba fácil cambiar unas ideas tan arraigadas. Sabía que existía la noche e incluso la había experimentado. Cuando llegaba la noche, la inmensa mole del planeta se interponía protectoramente entre los hombres y el sol. Sabía que existían nubes y una protectora neblina gris que ocultaba los peores aspectos del exterior. Sin embargo, siempre que pensaba en la superficie de un planeta, imaginaba una luz cegadora con un sol alto en el cielo.
Miró de reojo, viendo únicamente un fugaz resplandor donde debía hallarse el sol, y se preguntó si la casa estaría muy lejos, por si de pronto se le ocurría ir a refugiarse en ella.
Gladia señalaba hacia el extremo opuesto del banco. Baley observó:
—Es muy cerca de usted, ¿no le parece?
Ella levantó ambas manos, con las palmas hacia arriba.
—Verá, ya me estoy acostumbrando.
Él se sentó, mirándola para no ver el sol.
Gladia se inclinó hacia atrás, volviéndose a medias, y sacó del agua una florecilla en forma de campánula, amarilla por fuera y con listas blancas por dentro, de apariencia más bien modesta.
—Es una planta indígena —dijo—. Casi todas las flores que usted ve son de origen terrestre.
Del tallo arrancado caían gotitas de agua. Gladia ofreció cautelosamente la flor a Baley, y éste la asió con idéntico cuidado.
—La ha matado usted —observó.
—No es más que una flor. Las hay a millares. —De pronto, antes de que él tuviese tiempo de examinarla, ella se la arrebató con ojos llameantes—. ¿Insinúa, acaso, que yo soy capaz de dar muerte a un ser humano porque he arrancado una flor?
—No insinúo nada, Gladia —negó Baley, tratando de mostrarse conciliador—. ¿Me permite verla?
A decir verdad, Baley no deseaba tocarla. Aquella flor había crecido en la tierra húmeda y aún olía a fango. ¿Cómo era posible que aquellas gentes, que manifestaban tantos escrúpulos ante un terrestre, rehuyendo su contacto, e incluso evitándolo entre ellos, se mostrasen tan despreocupados ante aquellas porquerías?
Sin embargo, sostuvo el tallo entre el índice y el pulgar para examinar la flor. La campánula estaba constituida por varios pétalos muy finos de un tejido sedoso, que partían de un centro común, para ahuecarse en forma de copa. En su interior se veía un abultamiento blanco de forma convexa, húmedo y ribeteado por oscuros pistilos que temblaban ligeramente.
—¿Por qué no la huele? —le invitó Gladia.
Baley notó inmediatamente el olor que se desprendía de la flor. Aspirándolo, observó:
—Huele como un perfume femenino.
Gladia palmoteó encantada.
—¡Qué terrestre, qué terrestre! ¿No querrá decir que un perfume femenino huele como esta flor?
Baley asintió compungido. Empezaba a estar harto del aire libre. Las sombras eran cada vez más alargadas y el crepúsculo se extendía sobre el paisaje. Sin embargo, estaba resuelto a no ceder.
Quería que desapareciesen los muros de luz gris que ensombrecían su retrato. Empresa quijotesca, pero que él estaba dispuesto a realizar.
Gladia tomó la flor de manos de Baley, quien la soltó prontamente. La joven se puso a arrancarle uno a uno los pétalos, mientras decía:
—Supongo que cada mujer debe de oler de una manera diferente.
—Eso depende del perfume —repuso Baley con desinterés.
—Imagínese que está lo bastante cerca como para averiguarlo. Yo no me perfumo porque nunca tengo a nadie cerca de mí. Excepto ahora. Pero supongo que usted debe de oler perfumes constantemente. En la Tierra, su esposa le acompaña siempre, ¿verdad?
Con el ceño fruncido y muy abstraída, iba arrancando uno a uno los pétalos de la flor.
—No, no me acompaña siempre. Hay momentos en que estoy solo.
—Pero casi siempre. Y cada vez que usted quiere…
Baley, le preguntó de pronto:
—¿Por qué tenía tanto empeño el doctor Leebig en enseñarle robótica?
La flor deshojada se había convertido en un tallo rematado por el gineceo. Gladia lo hizo girar entre sus dedos para luego tirarlo. Baley vio cómo flotaba por unos momentos en la superficie del estanque.
—Imagino que deseaba que me convirtiese en su ayudante.
—¿Se lo dijo alguna vez, Gladia?
—Poco antes de dejar de vernos, Elijah. Creo que se estaba impacientando. Sea como fuere, me preguntaba si me gustaría trabajar en robótica. Naturalmente, yo le dije que me moriría de aburrimiento. Él se enfadó.
—Y después de lo sucedido, supongo que ya no volvió a pasear con usted.
—Oiga, es posible que se debiese a esto. Probablemente le herí en su amor propio. Pero ¿qué quería que le dijese?
—Según tengo entendido, antes de lo ocurrido usted le habló de sus peleas con su marido.
Gladia apretó con fuerza los puños y permaneció inmóvil, con el cuerpo envarado y la cabeza ligeramente vuelta a un lado. Habló con voz extrañamente discordante cuando inquirió:
—¿A qué peleas se refiere?
—A las que sostenía con su marido. Según creo, usted le odiaba.
Con el semblante contraído por la ira, Gladia le dirigió una mirada furibunda.
—¿Quién le dijo eso? ¿Jothan?
—Sí, fue el doctor Leebig quien me lo mencionó. Supongo que es cierto.
Ella temblaba.
—Sigue usted tratando de demostrar que yo le maté. Yo me esfuerzo por considerarle a usted mi amigo, pero no es más que… no es más que un detective —concluyó, amenazándole con el puño.
Baley, imperturbable, dijo:
—Sabe usted que no puede tocarme.
Ella dejó caer las manos y empezó a llorar en silencio, apartando la cara para que su acompañante no la viera.
A su vez, Baley inclinó la cabeza y cerró los ojos, para no ver las inquietantes sombras alargadas.
—El doctor Delmarre no era un hombre muy afectuoso, ¿verdad? —interrogó.
—Estaba siempre preocupado —respondió, con voz ahogada.
—En cambio, usted sí es afectuosa; es capaz de encontrar interesante a un hombre. ¿Me comprende?
—Yo… yo no puedo evitarlo. Ya sé que es repugnante, pero no puedo evitarlo.
—Sin embargo, habló de ello con el doctor Leebig.
—Tenía que hacer algo, y como Jothan y yo nos visualizábamos con frecuencia, y a él no parecía importarle, se lo conté todo y así me desahogué.
—¿Fue éste el motivo de sus disensiones conyugales? ¿Se debió a que su esposo se mostraba frío y poco afectuoso con usted?
—Reconozco que a veces le odiaba —dijo ella, encogiéndose de hombros con gesto desvalido—. Él era un solariano íntegro y cabal, y no nos habían asignado ni… ni…
Fue incapaz de continuar. Baley guardó silencio. Sentía frío y el aire libre le causaba una sensación de ahogo. Cuando los sollozos de Gladia se aquietaron, él le preguntó cariñosamente:
—¿Le mató, Gladia?
—No…, no… —Como si toda su resistencia interior se hubiera desmoronado, añadió de pronto—: Aún no se lo he contado todo.
—Pues entonces cuéntemelo, se lo ruego.
—El día de su muerte nos habíamos estado peleando. Por lo de siempre. Yo le grité, pero él, como de costumbre, no me respondía. Se limitaba a guardar silencio, lo cual aún empeoraba las cosas. Yo estaba tan enfadada, que perdí la cabeza y ya no recuerdo nada más.
—¡Cáspita! —Baley se volvió a medias y su mirada buscó la piedra neutral del banco—. Qué es lo que no recuerda?
—Quiero decir que de repente lo vi muerto; me puse a chillar y los robots vinieron…
—¿Fue usted quien lo mató?
—No me acuerdo, Elijah, y si lo hubiese hecho lo recordaría, ¿no le parece? No recuerdo nada más; sólo que estaba muy asustada. Por favor, ¡ayúdeme, Elijah!
—No se preocupe, Gladia, la ayudaré.
Los pensamientos de Baley giraban vertiginosamente en torno a una sola idea: el arma homicida. ¿Qué fue de ella? La debieron de hacer desaparecer. Y eso sólo pudo hacerlo el propio asesino. Como a Gladia la hallaron inmediatamente después del asesinato en el lugar del crimen, ella no pudo haberlo cometido. El asesino tenía que ser otra persona. Por raro que esto pareciese a los solarianos, debía ser así.
Baley sintió mareo y dijo para sus adentros que era hora de regresar a la casa. Llamó a Gladia en voz alta.
Sin darse cuenta se puso a mirar el sol, que estaba casi sobre el horizonte. Tuvo que volver la cabeza para verlo y su mirada se posó en él con morbosa fascinación. Nunca lo había visto así. Enorme, rojo y algo empañado, se le podía mirar sin pestañear, y distinguir las nubes sanguinolentas que cruzaban sobre él en delgadas líneas. Una lo atravesaba de parte a parte como una barra negra. Baley balbució:
—Qué rojo está el sol…
Oyó la voz ahogada de Gladia, que decía con tono lúgubre:
—Siempre está rojo al atardecer, rojo y moribundo.
Baley tuvo una visión. El sol descendía hacia el horizonte porque la superficie del planeta se apartaba de él a dos mil kilómetros por hora. El planeta giraba bajo aquel sol desnudo, indefenso ante las hordas de microbios llamados hombres, que se desparramaban sobre su superficie. El planeta giraba locamente, eternamente…, giraba, giraba…
Era su cabeza la que daba vueltas; el banco de piedra adoptó una posición inclinada, el cielo pareció caer, azul y negro, y el sol desapareció, mientras las copas de los árboles y el suelo corrían a su encuentro y Gladia gritaba débilmente. Luego, percibió otro ruido…