12
Donde se yerra el blanco

Klorissa se echó a reír.

La risa se hizo tan violenta, que casi se quedó sin respiración, y su semblante adquirió un tono púrpura. Se apoyó en la pared, boqueando.

—¡No, no se acerque…! —gritó—. Estoy bien.

Con voz grave, Baley la interrogó:

—¿Encuentra graciosa esa posibilidad, acaso?

Ella trató de sorprenderle y la risa la asaltó de nuevo. Por último, en un susurro, consiguió decir:

—Claro, usted es un terrestre. ¿Cómo quiere que fuese yo, hombre de Dios?

—Usted le conocía muy bien, y conocía también sus costumbres. Pudo muy bien haberlo planeado.

—¿Y usted cree que hubiera logrado verle? ¿Que hubiera conseguido aproximarme a él lo suficiente como para aplastarle el cráneo de un porrazo? No sabe usted nada de nada, Baley.

El terrestre se puso colorado como un pimiento.

—¿Por qué no podía aproximarse a él, señora? Usted ya está acostumbrada a… a mezclarse con los demás.

—Con los niños.

—Una cosa conduce a la otra. Usted parece soportar mi presencia bastante bien.

—A seis metros —observó ella con desdén.

—Acabo de visitar a un individuo que casi se desmayó porque tuvo que soportar mi presencia durante cierto tiempo.

—Una simple diferencia en grado.

—Precisamente esta es mi tesis: basta una simple diferencia en grado. La costumbre de ver a los niños haría posible que usted fuese capaz de ver a Delmarre el tiempo necesario.

—Quiero dejar bien sentado, señor Baley —advirtió Klorissa, a quien la situación ya no parecía divertir lo más mínimo— que no importa, en este caso, lo que yo sea capaz de soportar. El melindroso era el doctor Delmarre, no yo. Casi se le podía comparar con Leebig. Aunque yo hubiera podido soportar su presencia personal, él no la hubiera soportado ni por un segundo. Sólo toleraba la de su esposa.

—¿Quién es ese Leebig que acaba de mencionar?

Klorissa se encogió de hombros.

—Uno de esos tipos geniales que a veces existen; ya me comprende usted. Trabajaba con mi jefe en cuestiones de robótica.

Baley tomó nota mentalmente, y volvió a la carga:

—Podría añadir que, en el caso de usted, existía un motivo.

—¿Cuál?

—Gracias a su muerte se halla usted al frente de este establecimiento. Ahora ocupa usted su cargo.

—¿Y llama a eso un motivo? ¡Cielos constelados! ¿Cree usted que su cargo era envidiable? No había nadie en Solaria que lo quisiera. Por el contrario, yo tenía un motivo para desear que viviese, un motivo para cuidarle y protegerle. Por este lado no irá a ninguna parte, terrestre.

Baley se rascó el cogote, indeciso. Comprendía la lógica de aquellas palabras. Klorissa prosiguió:

—¿Se ha percatado del anillo que llevo en el dedo, señor Baley?

Por un momento pareció como si fuese a quitarse el guante de la mano derecha, pero se contuvo.

—Sí, lo he observado.

—Supongo que no conocerá usted el significado, ¿verdad?

—Pues no. (Le molestaba tener que confesar su ignorancia a cada paso, se dijo con amargura.)

—¿No le importará, pues, que le dé una pequeña disertación?

—Lo más mínimo, así me ayuda a comprender este condenado mundo suyo —estalló Baley, sin poderse contener.

—¡Cielos constelados! —exclamó Klorissa, radiante—. Comprendo que le debemos de causar la misma impresión que la Tierra nos causaría a nosotros. Mire, aquí hay una sala vacía. Entre y nos sentaremos en ella…, no, la habitación no es demasiado grande. Verá, usted siéntese ahí y yo me quedaré fuera, de pie.

Ella se alejó por un corredor, para permitirle que entrase en la estancia, y luego volvió, permaneciendo de pie apoyada en la pared opuesta, en un sitio desde donde podía verle.

Baley tomó asiento sin sentir el menor escrúpulo de conciencia. Antes al contrario, pensó con irritación: ¿Por qué tengo que ofrecerle el asiento? ¡Al cuerno con los buenos modales! ¡Que se quede de pie!

Klorissa cruzó sus brazos musculosos sobre el pecho e inició su discurso:

—El análisis genético es la clave de nuestra sociedad. Como es de suponer, no analizamos los genes directamente. Cada gen, como usted debe de saber, influye sobre una enzima y las enzimas sí pueden ser analizadas. Conocidas éstas, se conoce ya la química del cuerpo humano. Y conocida la química de un cuerpo humano determinado, se conoce al ser humano. ¿Comprende usted?

—Comprendo perfectamente la teoría —repuso Baley—, pero no su aplicación práctica.

—Esto es lo que hacemos aquí. Mientras el niño está en su último período fetal, se le toman muestras sanguíneas, que nos permiten hacer nuestros primeros cálculos, muy aproximados. En teoría, deberíamos saber todas las mutaciones en ese momento y calcular si podemos arriesgarnos a permitir el nacimiento. En realidad, aún no sabemos lo bastante para eliminar todas las posibilidades de error. Quizás algún día alcancemos ese conocimiento. Actualmente, continuamos haciendo pruebas después del nacimiento: biopsias y fluidos corporales. Así, mucho antes de alcanzarse la edad adulta, sabemos exactamente de qué están hechos nuestros niños y niñas.

—Pero…

—Llevamos anillos cifrados que indican nuestra constitución genética —prosiguió Klorissa—. Es una antigua costumbre; un resto de los tiempos primitivos que ha perdurado desde aquellos días en que Solaria aún no había sido sometida a una total limpieza genética. Hoy en día, extirpadas todas las imperfecciones, somos un pueblo saludable.

—Pero usted aún lleva su anillo. ¿Por qué?

—Porque soy un caso excepcional —repuso Klorissa, con un orgullo que no encerraba la menor reserva—. El doctor Delmarre estuvo buscando, largo tiempo, un ayudante. Necesitaba a alguien verdaderamente excepcional, que poseyese inteligencia, nobleza, laboriosidad y equilibrio. Esto último, principalmente. Alguien que fuese capaz de convivir con los niños sin desquiciarse.

—Él era incapaz de hacerlo por sí mismo, ¿verdad? ¿Significa acaso que estaba desequilibrado?

—Hasta cierto punto, sí, pero al menos era un tipo de desequilibrio muy de desear en cualquier circunstancia. Por ejemplo, usted se lava las manos, ¿verdad?

Baley contempló sus manos, tan limpias como pudiera desearse.

—Sí —respondió.

—Perfectamente. Supongo que deberíamos admitir como un desequilibrio que usted sintiese tal repulsión por unas manos sucias, que fuese incapaz de limpiar un mecanismo engrasado con sus propias manos, aunque eso sirviese para sacarle de un grave apuro. Sin embargo, en la vida cotidiana, esa repulsión se limita a obligarle a lavarse de vez en cuando las manos, lo cual es una medida muy conveniente.

—La comprendo. Prosiga.

—Pues eso es todo. Mi salud genética es la tercera en categoría que se ha conocido en Solaria durante el curso de su historia, y por ello me complace llevar este anillo.

—La felicito.

—No hace falta que se burle usted de mí. No es mío el mérito. Se debe a la permutación ciega de los genes de mis progenitores, pero, de todos modos, es algo de lo que estoy orgullosa. Teniendo en cuenta esto, nadie me creería capaz de cometer una acción tan patológica, psíquicamente, como un asesinato. Según mi constitución genética, es imposible. Así que ahórrese sus acusaciones.

Baley se encogió de hombros, sin responder. Su interlocutora parecía confundir la constitución genética con las pruebas evidentes, y era posible que el resto de Solaria incurriera en el mismo error.

—¿Quiere ver ahora a los niños? —propuso Klorissa.

—Sí, gracias.

Los corredores parecían interminables. Era evidente que aquel edificio tenía proporciones colosales. No se asemejaba en nada a las enormes hileras de pisos de las ciudades de la Tierra, desde luego, pero para ser una sola edificación aferrada a la piel de un planeta, sus proporciones debían de ser las de una montaña.

Baley vio centenares de cunas, en las que tiernos infantes sonrosados lloraban con desconsuelo, dormían apaciblemente o tomaban el biberón. En otras salas, los que ya habían abandonado la cuna, se arrastraban o gateaban.

—A esta edad aún no son muy malos —rezongó Klorissa— aunque requieren una cantidad enorme de robots. Hace falta, prácticamente, un robot por niño hasta que empiezan a andar.

—¿Por qué?

—Enferman si no reciben una atención individual.

Baley asintió.

—En efecto, supongo que no se puede prescindir tan fácilmente de la necesidad de cariño.

Frunciendo el ceño, Klorissa dijo con brusquedad:

—Lo que requieren los niños es atención.

—Me sorprende que los robots puedan suplir esa necesidad de afecto.

Ella giró en redondo hacia él, y la distancia que los separaba no bastó para ocultar el desagrado que sentía.

—Mire, Baley, si cree que va a impresionarme empleando palabras de mal gusto, no lo va a conseguir. Por lo que más quiera, no sea usted infantil.

—¿Impresionarla?

—¿Piensa que no soy capaz de decirlo yo también? ¡Afecto! ¿Quiere que le diga una palabra más corta, de cuatro letras, únicamente? También sé pronunciarla. ¡Amor! ¡Amor! Si ahora considera que ya se ha desahogado, pórtese correctamente.

Baley prefirió no discutir acerca de la obscenidad de aquellas palabras. Se limitó a preguntar:

—¿Pueden prestar los robots la suficiente atención a los niños?

—¡Pues no faltaría más! De lo contrario, esta granja sería un fracaso. Juegan con los niños; los miman y les hacen caricias. El niño no se da cuenta de que es un robot quien está con él. Pero las cosas se hacen más difíciles entre los tres y los diez años de edad.

—Ah, ¿sí?

—A esa edad, los niños quieren jugar unos con otros, en total mezcolanza.

—Y ustedes se lo permiten, supongo.

—No hay más remedio, pero sin olvidar la obligación que tenemos de inculcarles los hábitos de la edad adulta. Cada uno de ellos tiene una habitación separada que puede cerrarse herméticamente. Desde el primer día, se les acostumbra a dormir solos. Insistimos especialmente en esto. Más adelante, tienen un rato de aislamiento todos los días, cuya extensión aumenta con los años. Cuando un niño cumple los diez, ya es capaz de limitarse a la visualización durante una semana seguida. Desde luego, estas visualizaciones son una maravilla. Pueden visualizar el campo de juego, en forma móvil, todo el día.

—Me sorprende que sean ustedes capaces de contrarrestar hasta ese punto un instinto tan arraigado. Sin embargo, lo contrarrestan, y esto me sorprende.

—¿A qué instinto se refiere? —preguntó Klorissa, sorprendida.

—Al instinto gregario. Ese instinto existe. Usted misma afirma que los niños de corta edad quieren jugar en compañía.

Klorissa se encogió de hombros.

—¿Usted llama a eso instinto? ¿Y qué, si lo es? ¡Cielos constelados! Todos los niños tienen un instintivo temor a caerse, pero se puede acostumbrar a los adultos a trabajar en lugares elevados en los que el peligro de caídas es constante. ¿No ha presenciado exhibiciones acrobáticas sobre el alambre? En algunos mundos, la gente habita en construcciones altísimas. Y los niños también sienten un temor instintivo por los ruidos fuertes. Pero ¿le asustan a usted?

—No, porque tengo uso de razón. Pero si son excesivos…

—Apostaría a que ningún terrestre podría dormir en un silencio absoluto. Le aseguro que no existe instinto alguno que no pueda desaparecer mediante una buena y persistente educación. Y eso es tanto más cierto tratándose de seres humanos, cuyos instintos están muy atrofiados. En realidad, a cada nueva generación la tarea de los educadores se hace más fácil. Es la simple evolución natural.

—¿Cómo?

—¿No está claro? Cada individuo repite en sí mismo la evolución de la raza. Esos fetos que está viendo tienen branquias y rabo por un tiempo. Se repite en ellos, de forma abreviada, un estadio anterior. El niño tiene que pasar, del mismo modo, por el estadio social de los animales. Pero así como un embrión necesita un mes tan sólo para sobrepasar un período evolutivo que en la especie requirió cien millones de años, nuestros niños pueden dejar atrás el período gregario animal en muy poco tiempo. El doctor Delmarre sustentaban la opinión de que las generaciones sucesivas reducirán cada vez más ese período.

—¿También lo cree usted?

—Dentro de tres mil años, según calculaba, y si continúa el progreso actual, tendremos niños que pasarán inmediatamente a la visualización. Mi difunto jefe tenía, además, otras ideas. Se proponía mejorar a los robots hasta el punto de que fueran capaces de imponer la disciplina entre los niños, sin sufrir un desequilibrio mental. ¿Y por qué no? Disciplina hoy, en aras de una vida mejor mañana, es un axioma que constituye una verdadera expresión de la Primera Ley. No está lejos el día en que los robots sean capaces de comprenderlo.

—¿Todavía no se han creado robots de esas características?

Klorissa denegó con la cabeza.

—Creo que no. Sin embargo, el doctor Delmarre y Leebig trabajaban asiduamente en unos prototipos.

—¿Envió el doctor Delmarre alguno de esos modelos experimentales a su hacienda? ¿Tenía los suficientes conocimientos de robótica para realizar pruebas con ellos, por sí mismos?

—Desde luego. Probaba robots con frecuencia.

—¿Sabía usted que tenía un robot a su lado cuando fue asesinado?

—Así me lo han dicho.

—¿Sabe qué modelo de robot era?

—Tendrá usted que preguntárselo a Leebig. Como ya le he comentado, es el constructor de robots que colaboraba con el doctor Delmarre.

—¿Conoce usted algo sobre el particular?

—Ni una palabra.

—Si se le ocurriera alguna cosa interesante, comuníquemelo, por favor.

—Lo haré. Pero no crea que lo único que le interesaba al doctor Delmarre eran los nuevos modelos de robots. Mi jefe solía decir que llegaría un tiempo en que los óvulos sin fertilizar se guardarían en bancos a la temperatura del aire líquido, con el fin de utilizarlos para la fecundación artificial. Así, se podrían aplicar completamente los principios de la eugenesia y desaparecerían las últimas causas que nos obligan a vernos. Reconozco que yo no voy tan lejos como él, pero, a pesar de todo, era un hombre de ideas muy avanzadas y nobles; un buen solariano en todos los aspectos. —Se apresuró a añadir—: ¿Quiere que salgamos? El grupo de cinco a ocho años de edad va a tomar parte en un juego al aire libre y podrá ver a los niños en acción.

Baley repuso prudentemente:

—Lo intentaré. Aunque le advierto que es fácil que vuelva al interior de la casa.

—Perdone, lo olvidaba. ¿Acaso preferiría no salir?

Baley se esforzó por sonreír, diciendo:

—No. Quiero acostumbrarme al aire libre.

El viento le molestaba sobremanera, y hacía difícil su respiración. En realidad no era frío, pero su contacto y el efecto que le producían sus ropas agitadas por el viento sobre su cuerpo, producían a Baley un estremecimiento muy desagradable.

Al hablar, le castañeteaban los dientes, y empleaba frases entrecortadas. Le dolían los ojos de contemplar el distante horizonte cubierto de una neblina verdiazul, y sólo experimentaba un momentáneo alivio al mirar el sendero por el que avanzaba. Principalmente, evitaba mirar el cielo azul y vacío, por el que sólo cruzaban las masas algodonosas de algunas nubes, iluminadas por los ardientes rayos solares.

Sin embargo, conseguía dominar el deseo de echar a correr y de huir para refugiarse en la casa.

Precedido por Klorissa a cierta distancia, pasó frente a un árbol y alargó cautelosamente una mano para tocarlo. Su corteza era áspera y dura. Su frondosa copa se movía y susurraba, pero no se atrevió a levantar los ojos para mirarlo. ¡Un árbol vivo!

Klorissa lo llamó:

—¿Cómo se encuentra?

—Muy bien.

—Desde aquí puede ver a un grupo de niños. Están entregados a uno de sus juegos. Los robots los organizan y velan a fin de que esos animalitos no se saquen los ojos a puntapiés. Para eso se requiere la presencia personal, naturalmente.

Baley levantó despacio la mirada, y su vista siguió el camino de cemento, luego salió de él y se posó en la hierba que cubría la ladera… Siguió mirando con mucha atención, pero dispuesto a mirarse de nuevo la punta de los pies, si algo le asustaba…

Vio las figurillas de los niños y niñas que corrían alocadamente, libres y despreocupados, a pesar de que estaban en la superficie exterior de un mundo, y sobre sus cabezas sólo tenían aire y espacio vacío. Entre ellos, centelleaban de vez en cuando los miembros de metal de un robot. El barullo que formaban era una lejana e incoherente algarabía.

—Esto les encanta —observó Klorissa—. Les encanta empujarse, echarse la zancadilla, caerse, levantarse y tocarse unos a otros. ¡Cielos constelados! Parece mentira que sean capaces de superar ese estadio animal.

—¿Qué hacen esos otros niños? —preguntó Baley, señalando a un grupo de muchachos situados al lado de los que jugaban.

—Están visualizados. Su presencia no es real. Mediante la visualización, pueden pasear juntos, hablar, correr y jugar. Todo, excepto el contacto físico personal.

—¿A dónde van los niños cuando salen de aquí?

—A sus respectivas haciendas, en las que entran como dueños. Como promedio, el número de fallecimientos registrados en Solaria equivale al número de niños que salen de aquí con su título.

—¿Van a las haciendas de sus padres?

—¡Cielos, no! Resultaría una extraña coincidencia que un padre muriese cuando su hijo alcanza la mayoría de edad. No, los jóvenes ocupan una de las vacantes que se producen. Además, no creo que a ninguno de ellos le gustase, particularmente, vivir en una mansión que antaño fue ocupada por sus padres, suponiendo, como es natural, que conociesen su identidad.

—¿Es que no la conocen?

Ella enarcó las cejas.

—¿Por qué tendrían que conocerla?

—¿Los niños no reciben la visita de sus padres, aquí?

—¿Qué ideas tiene usted? ¿Por qué tendrían que visitarlos?

—¿Le importa que trate de aclarar una cuestión? —le preguntó Baley—. ¿Constituye una prueba de mala educación preguntar a una persona si tiene hijos?

—Hombre, yo diría que es más bien una pregunta de carácter íntimo.

—Hasta cierto punto…

—Verá, aunque yo estoy muy curtida, pues soy especialista en niños, a los demás no les ocurre lo mismo.

—¿Tiene usted hijos?

Klorissa tragó saliva con dificultad, con lo que su tráquea se movió visiblemente.

—Me lo tengo bien merecido. Pero usted también se merece una respuesta. No, no los tengo.

—¿Está casada?

—Sí, y poseo una hacienda en la cual me hallaría de no haber sido por esta desgracia imprevista. Verá, tengo miedo de no poder dominar a los robots si no me encuentro aquí en persona. —Se volvió con gesto desolado y, de pronto, dijo—: Ahora, uno de los niños se ha caído y, naturalmente, se ha puesto a berrear.

Un robot corría dando enormes zancadas.

Klorissa añadió:

—Los robots lo recogerán y cuidarán de él, y si se ha hecho realmente daño me llamarán. Espero que no haya necesidad.

Baley respiró profundamente. Observó tres árboles que formaban un pequeño triángulo, quince metros a su izquierda. Caminó en esa dirección, notando bajo sus zapatos el contacto blando y repelente de la hierba. Le parecía caminar sobre carne corrompida, y esta idea le dio náuseas.

Penetró en el triángulo y se recostó en uno de los árboles. Era como si le rodeasen unas paredes imperfectas. El sol no era más que una serie de cabrilleos entre las hojas, tan discontinuos que perdían casi todo su primitivo horror.

Klorissa le miraba desde el camino. Luego, fue acortando lentamente la distancia que los separaba, reduciéndola a la mitad.

—¿Me permite que descanse un momento? —le preguntó Baley.

—No faltaba más.

—Cuando los jóvenes salen de la granja, ¿qué hacen ustedes para que empiecen a cortejarse?

—¿Cortejarse?

—Sí, conocerse mutuamente —trató de aclarar Baley— para poder casarse.

—Este problema no les concierne. Se les aparea mediante el análisis genético: generalmente, desde muy jóvenes. Esta es la manera adecuada de hacer las cosas, ¿no cree?

—Y ellos ¿acceden siempre?

—¿A casarse? ¡Nunca! es un proceso muy doloroso. Primero tienen que acostumbrarse a su presencia, y poco a poco, viéndose todos los días, van venciendo el desasosiego inicial.

—¿Y qué ocurre si no se gustan o no congenian?

—¿Cómo? Si el análisis genético indica que deben formar pareja, poco importa que…

—Sí, sí, ya comprendo —la atajó Baley apresuradamente; pensó en la Tierra y lanzó un suspiro.

—¿Desea saber algo más?

Baley se preguntó si ganaría algo permaneciendo más tiempo allí. No lamentaba tener que dejar a Klorissa y la ingeniería fetal, para dedicarse a la etapa siguiente de su investigación.

Iba a contestar, cuando Klorissa llamó a un muchacho que se hallaba muy lejos:

—¡Oye, chico! ¡Sí, es a ti! ¿Qué estás haciendo? —Luego, volviéndose a medias, gritó—: ¡Terrestre! ¡Baley! ¡Cuidado! ¡Cuidado!

Baley apenas la oyó, pero reaccionó a la nota apremiante que vibraba en su voz. No pudo sostener el esfuerzo nervioso mediante el cual dominaba sus emociones y un pánico incontenible se apoderó de él. Quedó abrumado por el terror al aire libre y a la ilimitada bóveda celeste.

Baley balbució palabras incoherentes y cayó de rodillas para después tenderse despacio de costado, como si aquello no le concerniese.

Oyó un silbido que rasgaba el aire, para terminar con un golpe seco encima de su cabeza.

Baley cerró los ojos y se agarró desesperadamente a una delgada raíz del árbol que afloraba a la superficie del suelo. Sus uñas se hundieron en la tierra.

Pocos momentos después, abrió los ojos. Klorissa reprendía duramente a un muchacho que permanecía a cierta distancia. Un silencioso robot se erguía junto a Klorissa. Baley sólo pudo observar que el muchacho empuñaba un objeto con una cuerda, antes de apartar la mirada.

Jadeando penosamente, el terrestre se puso en pie y se quedó contemplando la varilla de reluciente metal que permanecía clavada en el tronco del árbol contra el que había estado apoyado momentos antes. Tiró de ella y la arrancó fácilmente, puesto que había penetrado poco. Miró la punta sin tocarla. Era roma, pero hubiera bastado para hacerle un rasguño, de no haberse agachado a tiempo.

Sólo al tercer intento sus piernas se movieron. Dio un paso hacia Klorissa, diciendo:

—Oye, muchacho.

Klorissa se movió, con el rostro congestionado.

—Ha ocurrido por accidente. ¿Está herido?

—No. ¿Qué es esto?

—Una flecha. Ha sido disparada con este arco, formado por una vara flexible y una cuerda.

—Vea cómo funciona —dijo el mozalbete con el mayor descaro, disparando una flecha al aire.

Luego se echó a reír. Era un muchacho rubio y bien parecido. Klorissa le apostrofó:

—Esto te costará un castigo. Ahora, ¡vete!

—Espera, espera —le ordenó Baley, frotándose la rodilla que había chocado contra una piedra al caer—. Tengo que hacerte algunas preguntas. —Cómo te llamas?

—Bik—respondió el interpelado con despreocupación.

—¿Disparaste esta flecha contra mí, Bik?

—Eso mismo —respondió el muchacho.

—¿No comprendes que me hubieras herido, de no haberme advertido que me agachase a tiempo?

—Yo tiraba a dar —afirmó Bik, encogiéndose de hombros.

—Permítame que le explique —intervino Klorissa—. Tenemos mucho interés en que nuestros pupilos practiquen el tiro con arco. Este deporte desarrolla el espíritu de emulación sin que requiera el contacto personal. Realizamos campeonatos entre los muchachos, utilizando única y exclusivamente la visualización. De todos modos, temo que algunos de los chicos se diviertan disparando contra los robots; claro que esto no hace daño a los robots puesto que son de metal. Como yo soy la única persona adulta que vive en la hacienda, es natural que el chico le tomase por un robot al verle, y entonces le disparó.

Baley escuchaba atentamente. Empezaba a ver las cosas claras, y su natural talento agrio se intensificó. Dirigiéndose a Bik, le dijo:

—¿Creías que era un robot, Bik?

—No —repuso el muchacho—. Tú eres un terrestre.

—Muy bien. Tengo bastante. Puedes irte.

Baley se volvió hacia el robot y le preguntó:

—¡Oye, tú! ¿Cómo sabía el muchacho que era un terrestre? Además, ¿no estabas tú con él cuando disparó?

—Sí, estaba con él, señor. Yo le dije que usted era terrestre.

—¿Le dijiste, también, lo que es un terrestre?

—Sí, señor.

—¿Y qué es?

—Una clase inferior de ser humano, cuya presencia no debería permitirse en Solaria, señor, porque es portador de enfermedades.

—¿Y quién te ha dicho tal cosa, muchacho?

El robot guardó silencio.

Baley, insistió:

—¿No sabes quién te lo dijo?

—No, señor. Lo tengo grabado en mi memoria.

—Así, ¿dijiste al chico que era un ser inferior, portador de gérmenes, y él, entonces, disparó contra mí? ¿Por qué no se lo impediste?

—Lo hubiera hecho, señor. Yo no podía permitir que un ser humano resultara lastimado, a pesar de ser un terrestre. El chico se movió con demasiada rapidez y se me anticipó.

—Quizá pensaste que yo sólo era un terrestre y, por lo tanto, no completamente humano, y entonces vacilaste un poco.

—No, señor.

El robot hablaba con voz tranquila, pero Baley frunció el ceño. Era posible que el robot fuese sincero al negarlo, pero Baley adivinaba algo más en todo aquel asunto.

—¿Qué hacías con el muchacho?

—Le llevaba las flechas, señor.

—¿Puedo verlas?

Y tendió la mano. El robot le entregó una docena de flechas. Baley depositó a sus pies la que se había clavado en el árbol y examinó las otras una por una. Las devolvió al robot y cogió de nuevo la primera.

—¿Por qué diste al muchacho esta flecha en particular?

—Por ningún motivo determinado, señor. Él me había pedido una flecha pocos momentos antes, y esta fue la primera que tocó mi mano. El muchacho miró a su alrededor en busca de un blanco, reparó en usted y me preguntó quién era aquel extraño ser humano. Yo le expliqué…

—Sé lo que le explicaste. La flecha que le entregaste es la única que tiene barbas grises en su astil. Las otras son negras. —El robot le miró fijamente. Baley prosiguió—: ¿Fuiste tú quien guió al joven hasta aquí?

—Paseábamos sin rumbo fijo, señor.

El terrestre miró entre los dos árboles hacia el sitio de donde había partido la flecha. El espacio libre que quedaba era muy reducido.

—¿No sería por casualidad este joven, Bik, el mejor arquero de toda la hacienda?

El robot inclinó la cabeza.

—Sí señor; es el mejor.

Klorissa se quedó boquiabierta.

—¿Cómo lo ha adivinado usted…? —preguntó Klorissa.

—Es una simple deducción lógica —repuso secamente Baley—. Observe ahora, por favor, esta flecha de barbas grises y compárela con las otras. La de barbas grises es la única que parece tener la punta grasienta. Aunque pueda parecer melodramático, señora, afirmo que su advertencia me salvó la vida. La flecha que iba dirigida contra mí, y no me alcanzó, está envenenada.