Baley se quedó de una pieza. Al pensarlo bien, se le heló la sangre de las venas. El robot positrónico era el símbolo de la superioridad de los hombres del espacio sobre los terrestres. Tan sólo esto era ya un arma suficiente.
Procuró que su voz no temblase al decir:
—Es un arma económica. Solaria es importante para los otros Mundos Exteriores como productora de modelos avanzados, y por lo tanto nunca la atacarán.
—Eso se halla fuera de toda discusión —confirmó Quemot con indiferencia—. Fue precisamente lo que nos permitió declararnos independientes. Yo me refiero a otra cosa, a algo más sutil y más cósmico.
Quemot mantenía la vista fija en las yemas de sus dedos, mientras su espíritu parecía sumido en hondas cavilaciones.
—¿Se trata de otra de sus teorías sociológicas?
La vanidosa expresión de Quemot, que a duras penas consiguió reprimir, provocó una leve sonrisa en el terrestre.
—Ciertamente —repuso el sociólogo—. Por lo que sé hasta el momento es una teoría original, que resultará evidente cuando se hayan estudiado con toda atención las cifras de población de los Mundos Exteriores. Para empezar, le diré que desde que el robot positrónico fue inventado, su uso se ha hecho más intenso y general en todas partes.
—No en la Tierra —objetó Baley.
—Alto, alto, agente. Yo no sé gran cosa sobre su planeta de origen, pero sí lo bastante como para asegurar que los robots empiezan a ser un factor importante en su economía. Ustedes viven en grandes ciudades dejando la mayor parte de la superficie del planeta desocupada. ¿Quién hace funcionar sus granjas y explotaciones mineras, dígame?
—Los robots —tuvo que admitir Baley— Pero si me apura, doctor, le diré que fueron los terrestres quienes inventamos el robot positrónico.
—¿Ah, sí? ¿Está seguro?
—Compruébelo. Es absolutamente cierto.
—Muy interesante. Sin embargo, es allí donde se han desarrollado menos —dijo pensativo el sociólogo—. Quizá se deba a la enorme población de la Tierra. Haría falta mucho más tiempo. Claro… No obstante, ustedes tienen robots incluso en las ciudades.
—Sí.
—Y muchos más ahora que hace cincuenta años, por ejemplo.
Baley asintió con un gesto de impaciencia.
—¿Ve usted? Se trata sólo de una diferencia de tiempo. Los robots tienden a desplazar la mano de obra humana. La economía robótica avanza en una dirección determinada: cada vez más robots y menos seres humanos. He estudiado las cifras de población con sumo interés y he deducido unas consecuencias muy reveladoras. —Se interrumpió, súbitamente sorprendido—. Vaya, esto es una aplicación de las matemáticas a la sociología.
—¿Se da cuenta?
—Es posible que exista alguna relación entre ambas ciencias, después de todo. Lo pensaré más detenidamente. Sea como fuere, voy a exponerle las conclusiones a que he llegado, y estoy convencido de que podemos aceptarlas como ciertas. La relación robot-hombre tiende a aumentar unilateralmente en cualquier economía que haya aceptado la mano de obra robótica a pesar de las leyes que se promulguen para evitarla. Este aumento se podrá retardar, pero nunca detener. Al principio, la población humana aumenta, pero la población robot se incrementa en mayor proporción. Luego, cuando se alcanza un punto crítico… —Quemot hizo una nueva pausa antes de proseguir—: Vamos a ver. Me pregunto si el punto crítico puede determinarse exactamente; si puede expresarse por una cifra. Hemos tropezado de nuevo con las matemáticas.
Baley se agitó inquieto.
—¿Qué ocurre cuando se ha alcanzado el punto crítico, doctor Quemot?
—¿Eh? Oh, que la población humana empieza a declinar. Es entonces cuando un planeta vislumbra su verdadera estabilidad social. Aurora tendrá que pasar por ahí. Incluso la Tierra deberá hacerlo. Tardará unos cuantos siglos más, pero sucederá inevitablemente.
—¿Qué entiende usted por estabilidad social?
—La situación existente entre nosotros, aquí, en Solaria. Un mundo en que los seres humanos constituyen la clase privilegiada. Por lo tanto, no existe razón para temer a los otros Mundos Exteriores. Esperemos que transcurra un siglo, y se convertirán en otras tantas Solarias. Supongo que eso significará, hasta cierto punto, el fin de la historia humana; llamémosle, si lo prefiere, su plena realización; su madurez. Y, por último, los hombres tendrán todo cuanto deseen y necesiten. Una vez encontré, no sé dónde, una frase; no recuerdo su procedencia, pero se refiere a la búsqueda de la felicidad…
Baley dijo abstraído:
—«Todos los hombres han sido dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables… entre los que se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.»
—Exactamente. ¿De dónde es eso?
—De un antiguo documento—repuso Baley.
—¿Se da cuenta de cómo ha cambiado todo esto en Solaria, como anticipo de lo que no tardará en sucederle al resto de la Galaxia? Esa búsqueda tocará a su fin. Los derechos consustanciales de la humanidad serán: la vida, la libertad y la felicidad. Fíjese usted bien: la felicidad.
Baley objetó secamente:
—Es posible que así sea, pero un hombre ha sido asesinado en su paradisíaca Solaria y otro está a punto de morir.
Casi instantáneamente lamentó haber pronunciado aquellas palabras, pues Quemot puso una cara como si acabase de recibir un bofetón. El anciano inclinó la cabeza y dijo sin levantar la mirada:
—He respondido a sus preguntas lo mejor que he sabido. ¿Puedo servirle de algo más?
—No, gracias. Siento haber hecho alusión a la muerte de su amigo y avivar, así, el dolor que ésta le produjo.
Quemot alzó lentamente la mirada.
—Me costará encontrar otro jugador de ajedrez como él. Era siempre muy puntual, y su juego de gran calidad. En fin, un buen solariano por todos conceptos.
—Desde luego —musitó Baley— ¿Me permite que utilice su visor para establecer contacto con la siguiente persona que debo ver?
—No faltaba más. Mis robots son suyos. Y, ahora, permítame que le deje. Visualización terminada.
Un robot se presentó ante Baley a los treinta segundos escasos de haber desaparecido Quemot, y el terrestre se preguntó de nuevo cómo se las arreglaban aquellos seres para acudir con tanta prontitud. Había visto cómo Quemot avanzaba la mano hacia un contacto antes de irse. Eso podía explicarlo.
Posiblemente, la señal consistiese en una orden generalizada, concebida poco más o menos en estos términos: «Cumplid con vuestra obligación». Quizá los robots escuchaban todas las conversaciones que se sostenían y estaban siempre dispuestos a cumplir los deseos manifestados por un ser humano. Si el robot que escuchaba no estaba capacitado para realizar el trabajo requerido, la red de radio entraba en acción y, a través de ella, se llamaba al robot adecuado.
Por un instante, Baley tuvo la visión de Solaria como una red robótica cuyas mallas se iban reduciendo constantemente, aprisionando al ser humano. Pensó en la imagen de Quemot al referirse a los demás mundos como futuras Solarias. Nuevas redes se irían formando y estrecharían sus mallas, incluso en la Tierra, hasta que…
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la entrada del robot, que le dirigió la palabra con el tono tranquilo y respetuoso de la máquina:
—Estoy a su servicio, señor.
—¿Podrías ponerme en contacto con el lugar donde trabajaba Rikaine Delmarre?
—Al instante, señor.
Baley se encogió de hombros. Nunca aprendería a no hacer preguntas inútiles. Los robots lo sabían todo. Se le ocurrió pensar que para manejar robots con verdadera eficacia, había que ser un experto, algo así como un constructor de robots. ¿Cómo lo hacían los solarianos corrientes? Probablemente así.
—Ponme en contacto con el ayudante de Delmarre —prosiguió—; si el ayudante no está allí, trata de localizarlo donde sea.
—Sí, señor.
Cuando el robot se disponía a irse, Baley le llamó:
—¡Espera! ¿Qué hora es en el sitio donde trabajaba Delmarre?
—Alrededor de las seis y media, señor.
—¿De la mañana?
—Sí, señor.
Baley experimentó nuevamente un sentimiento de disgusto por hallarse en un mundo que dependía de la salida y puesta del sol. Este era el resultado de vivir sobre la desnuda superficie de un planeta.
Pensó por un momento en la Tierra y luego desvió sus pensamientos. Mientras debiera concentrarse en lo que llevaba entre manos, todo iría bien. Si se dejaba dominar por la nostalgia, estaba perdido.
Dijo entonces al robot:
—Al llamar al ayudante, muchacho, insiste en que se trata de un asunto oficial… Y di a uno de los otros muchachos que me traiga algo de comer. Un bocadillo y un vaso de leche, por ejemplo.
Mientras masticaba el bocadillo, que contenía una especie de carne ahumada, pensaba que Daneel Olivaw consideraría sospechoso cualquier producto alimentario después de lo que había pasado con Gruer. Y, probablemente, Daneel tendría razón al pensarlo.
Terminó el bocadillo sin sentir nada anormal (al menos por el momento) y bebió algunos sorbos de leche. Quemot no le había dicho lo que a él le interesaba saber, pero, por lo menos, había aprendido algunas cosas. Mientras meditaba acerca de ellas, se dijo que sus conocimientos sobre Solaria eran bastante respetables, aunque del asesinato en sí poco hubiera averiguado.
Regresó el robot para decirle:
—El ayudante acepta el contacto, señor.
—Muy bien. ¿Ha habido alguna dificultad?
—El ayudante estaba durmiendo, señor.
—Pero, ¿ya está despierto?
—Sí, señor.
De pronto, se encontró cara a cara con el ayudante, que acababa de incorporarse en la cama y le miraba con expresión hosca.
Baley retrocedió como si una barrera de energía hubiese surgido ante él sin previo aviso… Otra vez le habían ocultado informaciones de gran importancia. Acababa de tener un desliz.
Nadie le había dicho que el ayudante de Rikaine Delmarre perteneciese al sexo femenino.
Su cabello era algo más oscuro que las melenas bronceadas de los hombres del espacio: abundante y, en aquellos momentos, tumultuoso y desordenado. Su cara formaba un óvalo perfecto, tenía la nariz algo bulbosa y el mentón, grande. Se estaba rascando lentamente el costado, un poco por encima de la cintura, y Baley hizo votos para que no resbalase la sábana. Se acordaba de la libertad de modales de Gladia durante su primera visualización.
Baley consideró, con sarcasmo, la desilusión que experimentó en aquellos momentos. Los terrestres estaban convencidos de que todas las mujeres del espacio eran bellas y esculturales y, desde luego, Gladia lo era. Sin embargo, la ayudante resultaba vulgar incluso para el gusto terrestre.
Por lo tanto, le sorprendió hallar atractiva su voz de contralto cuando le increpó:
—Oiga, ¿sabe que hora es?
—Sí, pero como deseo verla personalmente, he creído más correcto advertirle antes.
—¿Que quiere verme? ¡Cielos constelados! —Abrió desmesuradamente los ojos y se cubrió la boca con la mano. Llevaba un anillo en un dedo, el primer objeto de adorno personal que Baley veía en Solaria—. Oiga, no será usted mi nuevo ayudante, supongo.
—No, nada de eso. Me encuentro aquí para investigar sobre la muerte de Rikaine Delmarre.
—¿Cómo? ¡Investigue, pues!
—¿Cómo se llama usted?
—Klorissa Cantoro.
—¿Cuánto tiempo hacía que trabajaba con el doctor Delmarre?
—Tres años.
—Supongo que ahora está en su lugar de trabajo.
(A Baley le sonó muy mal esta manera vulgar de referirse al sitio donde trabajaba un ingeniero fetal, pero la verdad es que no conocía su nombre.)
—Sí, estoy en la granja, si es eso lo que quiere decir —respondió Klorissa con displicencia—. No me he movido de aquí desde que murió mi jefe y no lo haré hasta que me asignen un ayudante. A propósito, ¿no podría usted acelerar este asunto?
—Lo siento, señora. Aquí gozo de pocas influencias.
—Lo pediré yo misma.
Klorissa apartó la sábana y saltó de la cama con toda naturalidad. Llevaba una especie de pijama de una pieza y se llevó la mano al cuello, donde comenzaba el cierre.
Baley se apresuró a decir:
—Un momento, por favor. Si está de acuerdo en que nos veamos, de momento no tengo nada más que decirle y así podrá vestirse a solas.
—¿A solas? —Se estiró el labio inferior y se puso a mirar a Baley, con curiosidad—. Vaya, me resulta usted tan melindroso como el jefe.
—¿Podré verla? Me gustaría visitar la granja.
—No comprendo por qué se ha tomado tan a pecho eso de vernos. Si lo desea, puedo visualizarle la granja y yo misma le acompañaré, también visualmente. Si permite que me lave y me arregle un poco, hasta me alegrará romper la monotonía diaria.
—No quiero visualizar nada. Quiero verlo todo personalmente.
Klorissa ladeó la cabeza y su aguda mirada demostró un interés profesional.
—¿Es usted un pervertido o sufre alguna aberración particular? ¿Cuánto tiempo hace que no se ha sometido a un análisis de genes?
—¡Cáspita! —murmuró Baley—. Verá, aún no me he presentado; soy Elijah Baley, de la Tierra.
—¿De la Tierra? —Dijo, lanzando un chillido—. ¡Cielos constelados! ¿Y qué hace usted aquí? ¿No será una broma de mal gusto?
—Le aseguro que no se trata de ninguna broma. Me llamaron para investigar sobre la muerte de Delmarre. Soy un agente de policía; detective.
—Ah, se refería usted a esa clase de investigación. Yo creía que todos sabían ya que fue su esposa quien lo mató.
—No es tan evidente, señora. Existen ciertas objeciones. ¿Me permite que vaya a verla a la granja? Comprenda que, como terrestre, no estoy acostumbrado a la visualización. Me pone nervioso. Tengo autorización del director general de Seguridad para ver a quien crea conveniente. Si lo desea, le enseñaré dicha autorización.
—¡A verla!
Baley sostuvo la tira oficial ante los ojos de la imagen de Klorissa, que movió la cabeza.
—¡Vernos en persona! Es una cosa repugnante. Sin embargo, ¿qué importa un poco más de inmundicia en este asqueroso asunto? De todas formas, tendré que pedirle que no se acerque mucho a mí. Manténgase a distancia. Si es necesario, hablaremos a gritos o nos enviaremos notas por un robot. ¿Entendido?
—Entendido.
El pijama empezó a abrirse en el mismo momento en que cesaba el contacto, y la última palabra que Baley pudo oír fue un desdeñoso «¡terrestre!».
—No se acerque más —advirtió Klorissa.
Baley, que estaba a ocho metros de la mujer, dijo:
—Mantendré esta distancia, pero me gustaría entrar pronto en la casa.
Esta vez no le había ido mal del todo. Apenas le importó efectuar el viaje en avión abierto, aunque era mejor no abusar. Dejó de aflojarse el cuello de su camisa para respirar más desahogadamente.
Klorissa le espetó con brusquedad:
—¿Qué le pasa, hombre? Parece usted cohibido.
—No estoy acostumbrado al aire libre.
—¡Ah, claro! ¡Es usted un terrestre! Le gusta vivir enjaulado en un gallinero. ¡Cielos constelados! —Se pasó la lengua por los labios como si hubiese probado algo desagradable—. Bien, entremos, pero déjeme pasar delante. Usted sígame.
Llevaba el cabello recogido en dos gruesas trenzas enrolladas sobre su cabeza, en un complicado dibujo geométrico. Baley se preguntó cuánto tiempo habría tardado en disponer aquel tocado y luego recordó que, probablemente, fueron los diestros dedos mecánicos de un robot los que efectuaron la tarea.
Aquel peinado enmarcaba su cara ovalada, prestándole cierta simetría que la hacía agradable aunque no exactamente bonita. No llevaba maquillaje y, por otra parte, sus ropas no hacían más que cubrirla. Su vestido tenía un tono azul oscuro con excepción de los guantes, que le cubrían casi todo el antebrazo y eran de un detonante color lila. Al parecer, estaba acostumbrada a llevarlos. Baley observó el abultamiento de uno de los dedos del guante, producido por el anillo.
Permanecían en los extremos opuestos de la habitación, mirándose cara a cara.
—Esto no le gusta, ¿verdad, señora? —preguntó Baley.
Klorissa se encogió de hombros.
—Como gustarme, gustarme… Verá, no soy un animal. Pero puedo soportarlo. Una termina por curtirse al tratar con …. con… —hizo una pausa y luego levantó la barbilla como si estuviera resuelta a decir sin pestañear lo que debía—: con niños.
Pronunció esta palabra con voz clara y precisa.
—Habla usted como si no le gustase su ocupación.
—Es una ocupación muy importante. No puede dejar de hacerse, claro que ello no impide que me disguste.
—¿Le gustaba a Rikaine Delmarre?
—Supongo que no, pero nunca lo demostraba. Era un buen solariano por todos los conceptos.
—Y melindroso por más señas.
Klorissa no pudo ocultar su sorpresa.
Baley prosiguió:
—Usted misma lo ha dicho. Cuando nos visualizamos y le dije que podía vestirse a solas, usted me dijo que era melindroso como su jefe.
—Desde luego, era muy melindroso. Incluso durante una visualización no se permitía ninguna libertad. Siempre se mostraba muy correcto.
—¿Esto es algo desusado?
—No tendría que serlo. En teoría, todos debemos ser correctos, pero en la práctica no sucede así. Ni siquiera durante la visualización. Al no existir la presencia personal ¿por qué tomarse tantas molestias? ¿Comprende usted? Yo no me preocupo por mi apariencia durante la visualización. Sin embargo, con el jefe no era así. Él exigía siempre la máxima corrección.
—¿Admiraba usted al doctor Delmarre?
—Era un buen solariano.
—Ha llamado usted a este lugar una granja, mencionando también la presencia de niños. ¿Es ésta una especie de casa de maternidad?
—Más o menos. Los cuidamos desde la edad de un mes. Nos envían todos los fetos de Solaria.
—¿Los fetos?
—Sí —respondió la ayudante, frunciendo el ceño—. Nos los envían un mes después de la concepción. ¿Le cohíbe que hablemos de eso?
—En absoluto —repuso Baley secamente—. ¿Puede enseñarme las instalaciones?
—Desde luego. Pero manténgase a distancia.
La larga cara de Baley adoptó una expresión pétrea y ceñuda al contemplar la extensa sala desde arriba. Se hallaban separados de ella mediante un piso de cristal. Baley estaba seguro, según vio, de que en la sala reinaba un calor, una humedad y una asepsia perfectamente reguladas. Cada uno de los depósitos que se alineaban, contenía un pequeño ser flotando en un fluido acuoso de composición exacta, en el que estaba disuelta una mezcla nutritiva de proporciones ideales. Ello permitía el perfecto desarrollo de la vida.
Pequeños seres, algunos de los cuales eran más diminutos que el puño de un niño, flotaban en aquella solución, doblados sobre sí mismos y mostrando abultados cráneos, diminutos miembros embrionarios y trazas de rabo.
Klorissa, desde seis metros de distancia, le preguntó:
—Que, ¿le gusta, policía?
—¿Cuántos tienen?
—Contando los llegados esta mañana, ciento cincuenta y dos. Recibimos entre quince y veinte todos los meses, y preparamos a otros tantos para la vida independiente.
—¿Es la única institución de este tipo que existe en el planeta?
—Sí, la única. Basta para mantener invariable el nivel de población, calculando un promedio de vida de trescientos años y una población de veinte mil habitantes. Este edificio es nuevo, y fue el propio doctor Delmarre quien dirigió su construcción, introduciendo muchos cambios en las normas adoptadas hasta la fecha. Nuestro promedio de defunciones fetales es en la actualidad prácticamente nulo.
Entre los depósitos circulaban robots, deteniéndose ante cada uno de ellos para comprobar los mandos de una manera incansable y meticulosa, mientras examinaban los diminutos embriones.
—¿Quién opera a las madres? —preguntó Baley— Me refiero a la operación que tiene por objeto extraer el embrión.
—Diversos cirujanos.
—¿El doctor Delmarre se encontraba entre ellos?
—No. Esa operación corre a cargo de los médicos. El doctor Delmarre hubiera sido incapaz de… Bueno, dejémoslo.
—¿Por qué no utilizan robots?
—¿Robots en cirugía? La Primera Ley nos crearía muchas dificultades, agente. Un robot podría realizar una apendicectomía, si supiese cómo hacerlo, para salvar una vida humana, pero dudo que después de esto sirviese ya para algo. Sería necesario efectuarle gran número de reparaciones. Para un cerebro positrónico la acción de cortar carne humana podría ser causante de lesiones traumáticas. Los médicos humanos llegan a acostumbrarse, incluso, a la presencia personal que tales operaciones requieren.
—He observado que quienes cuidan a los embriones son robots. ¿No intervenían personalmente usted y el doctor Delmarre?
—A veces no teníamos más remedio que hacerlo, cuando las cosas se complicaban, por ejemplo, o cuando el feto presentaba defectos en su desarrollo. No se puede confiar en robots para tomar decisiones que pongan en peligro una vida humana.
Baley asintió:
—Se correría el riesgo de llegar a una conclusión equivocada y, como consecuencia, se podría perder una vida.
—Al contrario. Se correría el riesgo de sobrevalorar una vida y salvarla sin que lo mereciese. —Klorissa hablaba con voz firme—. Como ingenieros fetales, Baley, es nuestra misión procurar que nazcan niños sanos y sin taras. Ni siquiera el más minucioso análisis genético de los progenitores puede asegurarnos que todas las permutaciones y combinaciones de genes sean favorables, por no hablar de la posibilidad de mutaciones. Nuestra mayor preocupación es, precisamente, que surjan mutaciones inesperadas. Hemos reducido el porcentaje a menos de un uno por mil, pero eso quiere decir que aproximadamente cada diez años se presenta algún caso anormal.
Klorissa le indicó que siguiese avanzando por la galería que rodeaba la sala, y él obedeció.
—Le enseñaré la sala de maternidad y los dormitorios de los niños mayores. Éstos representan un problema mucho mayor que los fetos, pues sólo podemos confiar en la ayuda de los robots hasta cierto punto.
—Y eso ¿por qué?
—Lo comprendería usted en seguida, Baley, si alguna vez tratase de hacer comprender a un robot la importancia de la disciplina. A causa de la Primera Ley, resultan casi impermeables a esa necesidad. Y no crea que los niños son incapaces de darse cuenta de esto. He visto a un niño de tres años manteniendo a raya a una docena de robots, profiriendo únicamente estas palabras: «¡Me hacéis daño! ¡Me hacéis daño!» Hace falta un tipo sumamente avanzado de robot para comprender que un niño puede mentir de forma deliberada.
—¿Sabía Delmarre dominar a los niños?
—Casi siempre.
—¿Y cómo lo hacía? ¿Se mezclaba entre ellos para repartirles pescozones?
—¿El doctor Delmarre? ¿Tocarles? ¡Cielos constelados! ¡Ni lo piense! Les hablaba. Y solía dar órdenes concretas a los robots. En ocasiones le he visto visualizar a un niño durante un cuarto de hora, manteniendo todo ese tiempo a un robot en posición de zurrarlo, y consiguiendo que el robot lo zurrase efectivamente. Después de varias sesiones como esa, los niños ya no se atrevían a desobedecerle. El doctor Delmarre llevaba a cabo con tal habilidad estas intervenciones, que el robot sólo necesitaba, posteriormente, un ligero reajuste.
—¿Y usted? ¿Cuida personalmente de los niños?
—Por desgracia, algunas veces tengo que hacerlo. Yo no soy como mi difunto jefe, que en paz descanse. Quizás algún día sea capaz como él de persuadirles por medio de la visualización a distancia, pero las pocas veces que he probado ese sistema, sólo ha servido para estropear unos cuantos robots. Sin embargo, cada vez que tengo que introducirme entre los niños, me horroriza. ¡Son como animalillos! —De súbito se volvió para mirarle de hito en hito—. A usted, probablemente, no le importaría verlos.
—No me importaría lo más mínimo.
Encogiéndose de hombros, Klorissa le miró con expresión divertida.
—¡Ya está hecho un buen terrestre! —Echó a andar de nuevo, diciendo—: ¿De qué sirve esto, de todos modos? Tendrá que terminar reconociendo que Gladia Delmarre es la culpable. No hay otro sospechoso.
—No estoy tan seguro de ello —objetó Baley.
—¿Y por qué no puede estarlo? ¿Cree que alguien más tuvo ocasión de cometer ese crimen?
—Es preciso tener en cuenta otras posibilidades, señora mía. Hay otros candidatos.
—¿Quién, por ejemplo?
—Pues ¡usted, por ejemplo!
La reacción de Klorissa ante estas palabras dejó estupefacto a Baley, que lo esperaba todo menos aquello.