Baley no pudo evitar una exclamación de sorpresa.
Quemot le miró de soslayo, en silencio. Por último dijo:
—No me refiero a la cultura de la Tierra. No.
Baley lanzó un suspiro más apagado.
—Me refiero a la antigüedad, a la antigua historia de la Tierra, que usted, como terrestre, debe conocer.
—Sí, he visto algunos libros—aventuró Baley.
—Entonces, me comprenderá.
Baley, que en realidad no le comprendía, dijo:
—Permítame que le explique cuál es el objeto de mi visita, doctor Quemot. Quiero que me diga por qué Solaria es tan diferente de los restantes Mundos Exteriores, por qué existen tantos robots en ella, y por qué se comporta usted de un modo tan extraño. Discúlpeme por cambiar de tema.
En realidad, Baley deseaba desviar la conversación. Si se ponían a hablar de las semejanzas y diferencias existentes entre las culturas de Solaria y de la Tierra, se pasaría el día entero allí y se quedaría tan informado como antes.
Quemot sonrió.
—¿Quiere usted comparar Solaria con los restantes Mundos Exteriores o Solaria con la Tierra?
—La Tierra ya la conozco, doctor Quemot.
—Como usted desee. —El solariano tosió ligeramente—. ¿Le importaría que me volviese completamente de espaldas? Me sentiría más…, más a gusto.
—Como usted desee, doctor Quemot —repuso Baley secamente.
—Gracias.
Un robot giró la silla, obedeciendo la orden que le dio Quemot en voz baja, y el sociólogo permaneció sentado y oculto a la vista de Baley por el alto respaldo de la silla. Entonces, su voz adquirió más animación e incluso se hizo más profunda y más fuerte, al decir:
—Solaria fue colonizada hace unos trescientos años. Los primeros colonos que vinieron eran nexonianos. ¿Conoce usted Nexon?
—Creo que no.
—Está cerca de Solaria, a una distancia de sólo dos parsecs. En realidad, Solaria y Nexon representan toda la Galaxia. Solaria, incluso antes de que la habitase el hombre, tenía vida propia y era muy apta para el asentamiento humano. Representó un evidente espejuelo para los magnates de Nexon, a los que resultaba difícil mantener su elevado nivel de vida debido al exceso de población de su planeta.
—¿Exceso de población? —Le interrumpió Baley— Creía que los hombres del espacio practicaban el control de natalidad.
—Solaria lo practica, en efecto, pero el resto de Mundos Exteriores, en general, lo practican de una manera harto negligente. La población de Nexon alcanzaba ya los dos millones por aquella época, lo cual hacía necesario empezar a regular el número de robots que podía poseer una familia. Entonces, aquellos nexonianos que pudieron hacerlo, establecieron residencias veraniegas en Solaria, que era fértil, templada y sin fauna peligrosa.
»Los colonos aún podían trasladarse a Nexon sin demasiadas dificultades, y en Solaria llevaban la vida que se les antojaba, utilizando tantos robots como les fuese permitido o necesitasen. Las propiedades podían ser tan grandes como quisieran, puesto que en un planeta vacío no existía el problema del espacio, y con un número ilimitado de robots, tampoco se planteaba el problema de la explotación y la mano de obra.
»Los robots llegaron a ser tantos, que se les dotó de radiocontacto y éste fue el comienzo de nuestras famosas industrias del robot. Empezamos a fabricar nuevos tipos dotados de nuevos accesorios y capaces de lucir nuevas habilidades. Es la cultura la que dicta la invención; esta es una frase que creo haber inventado—dijo Quemot, satisfecho.
Un robot, en respuesta a un estímulo que Baley no podía ver por impedírselo la silla, llevó a Quemot una bebida similar a la que Baley había tomado poco antes. A él no le sirvieron ninguna y decidió no pedirla.
Quemot prosiguió:
—Las ventajas de la vida en Solaria resultaron evidentes para todos. Solaria se puso de moda. Otros nexonianos construyeron casas en ella, y Solaria se convirtió en lo que yo denomino un planeta de recreo. La mayoría de los primeros veraneantes se fueron acostumbrando a permanecer en el planeta todo el año, delegando a otras personas para que se ocupasen de sus asuntos en Nexon. Más tarde, se establecieron en Solaria las primeras fábricas de robots. Se iniciaron las explotaciones agrícolas y mineras, y pronto se hicieron las primeras exportaciones.
»En una palabra, señor Baley, resultó evidente que Solaria estaría tan poblada como Nexon en menos de un siglo. Resultaba ridículo y dispendioso descubrir un planeta virgen para luego estropearlo por falta de previsión.
»Para ahorrarle una serie de complicadas consideraciones políticas le diré, tan sólo, que Solaria consiguió declararse independiente y mantenerse así, sin tener que apelar a la guerra. Nuestra utilidad a los otros Mundos Exteriores, como fuente de robots especializados, nos ganó amigos y nos fue muy ventajosa, desde luego, para conseguir nuestros fines.
»Una vez independientes, nuestra primera preocupación fue evitar un crecimiento demográfico más allá del límite razonable. Regulamos la inmigración y la natalidad, y atendimos a todas nuestras necesidades, incrementando y diversificando los robots que ya utilizábamos.
Baley preguntó:
—¿Por qué ponen tantas objeciones los solarianos a verse personalmente?
Le enfurecía el tono pedante y ampuloso que daba Quemot a su disertación.
Quemot atisbó por un lado del respaldo, para apartarse casi de inmediato.
—Es una consecuencia lógica e inevitable de lo que antecede. Tenemos haciendas enormes. No son raras las propiedades de veinte mil kilómetros cuadrados, aunque las de mayor extensión contienen vastas zonas improductivas. Mi propia hacienda tiene mil quinientos kilómetros cuadrados, pero se aprovecha íntegramente.
»De todos modos, son las dimensiones de su hacienda, más que cualquier otro factor, lo que determina la posición de un hombre en la sociedad. Y poseer una gran hacienda significa esto: que el dueño pueda recorrerla en todos sentidos, sin la menor probabilidad de introducirse en los terrenos de la hacienda contigua y encontrarse con su vecino. ¿Comprende usted?
Baley se encogió de hombros, y pensó: ¡qué remedio me queda!
—En una palabra, un solariano se enorgullece de no encontrarse con su vecino. Al mismo tiempo, su propiedad está tan bien gobernada por los robots y se basta a sí mismo hasta tal punto, que le es completamente innecesario ver a su vecino. El deseo de no verle condujo a la creación de equipos visores cada vez más perfectos, y a medida que estos equipos televisores se mejoraron, disminuía en proporción la necesidad de ver al vecino.
»Era un círculo vicioso del que no se podía salir. ¿Comprende?
Baley observó:
—Mire, doctor Quemot. No hace falta que me lo explique en términos tan sencillos. No soy sociólogo, pero he pasado por todos los cursos elementales de enseñanza. Aunque reconozco que he estudiado en una universidad terrestre —añadió con una modestia forzada, para evitar que su interlocutor se adelantase y le hiciese la misma observación, si bien en términos más insultantes— sé bastantes matemáticas.
—¿Matemáticas? —exclamó Quemot, pronunciando con voz de falsete la última sílaba.
—Verá, no las matemáticas superiores que se emplean en robótica, que sería incapaz de entender, sino matemáticas aplicadas a la sociología. Por ejemplo, me es muy familiar la Relación de Teramin.
—¿La qué?
—Acaso ustedes la conozcan por un nombre distinto. El diferencial de vejaciones sufridas con privilegios concedidos: D A sub J elevado a la enésima…
—¿De qué está usted hablando?
Baley escuchó de nuevo la voz tajante y perentoria de un hombre del espacio, y guardó un azorado silencio.
A buen seguro, la relación existente entre las vejaciones sufridas y los privilegios concedidos formaba parte de los mismísimos fundamentos del arte de tratar a las masas sin temor a una explosión. Una ducha particular en el baño comunal, por ejemplo, haría que x personas esperasen pacientemente que el mismo chorro las alcanzase, variando el valor de x en términos conocidos, de acuerdo con las variaciones conocidas de medio y temperamento humano, según se describe cuantitativamente en la Relación de Teramin. Pero en un mundo donde sólo reinaban los privilegios y no existían las vejaciones, la Relación de Teramin no tendría aplicación práctica. Tal vez había escogido un mal ejemplo.
Probó por otro camino.
—Mire, doctor, existe una manera de obtener un análisis cuantitativo en el caso de este prejuicio referente a la visión personal, pero de nada nos serviría. Deseo analizar exactamente dicho prejuicio para poder contrarrestarlo con eficacia. Quiero convencer a los demás para que me vean, como usted me está viendo ahora.
—Señor Baley, no puede usted tratar las emociones humanas como si surgiesen de un cerebro positrónico.
—Yo no afirmo tal cosa. La robótica es una ciencia deductiva y la sociología, inductiva. Pero las matemáticas sirven para ambas. Reinó un breve silencio, que fue roto por la voz de Quemot, al decir con tono trémulo:
—Ha dicho usted que no era sociólogo.
—En efecto. Pero me dijeron que usted sí lo era. Y el mejor de todo el planeta.
—Soy el único. Podría añadir que he inventado la sociología.
—Ah, ¿sí? —Baley vaciló antes de hacer la siguiente pregunta que le parecía impertinente incluso a él—: ¿Ha visto algún libro sobre ese tema?
—He visualizado algunos libros de Aurora.
—¿Y libros de la Tierra?
—¿De la Tierra? —Quemot rió algo cohibido—. Jamás se me hubiera ocurrido leer obras científicas de la Tierra, y se lo digo sin ánimo de ofensa.
—Es una lástima. Yo he creído que podría conseguir datos concretos que me permitieran entrevistarme cara a cara con otras personas sin tener que…
Quemot dejó escapar un extraño sonido, ronco e inarticulado, y la gran silla en que se sentaba se balanceó hacia atrás para caer con enorme estrépito.
Baley le oyó disculparse con voz ahogada. Luego entrevió a Quemot corriendo en dirección a la puerta de la estancia, por la que desapareció como alma que lleva el diablo.
Baley enarcó las cejas. ¿Qué disparate habría dicho esta vez? ¡Cielos! ¿Qué falso botón debió de pulsar?
Se levantó indeciso de su asiento, y a medio camino de la puerta se detuvo al ver entrar a un robot.
—Señor —dijo éste— me ha ordenado mi amo que le diga que le visualizará dentro de breves momentos.
—¿Me visualizará, muchacho?
—Sí, señor. ¿Le apetece mientras tanto tomar algún otro refresco?
Uniendo la acción a la palabra, el robot sirvió a Baley otra taza de aquel líquido rosado acompañado, esta vez, de un plato con algo comestible, cálido y fragante.
Baley se sentó de nuevo, probó cautelosamente el licor y lo dejó. Los dulces eran duros y calientes al tacto, pero la corteza se rompía en la boca y la parte interior se notaba considerablemente más cálida y blanca. No pudo identificar sus componentes y se preguntó si se trataría de un producto típico del lugar.
Pensó entonces en la dieta de hambre de los terrestres y en los alimentos derivados especialmente de las levaduras; pensó también en la posibilidad de lanzar al mercado imitaciones de la confitería de los Mundos Exteriores a base, siempre, de diversas variedades de levaduras.
Pero sus pensamientos se interrumpieron de pronto cuando Quemot, el sociólogo, surgió de la nada para quedársele mirando… ¡cara a cara esta vez! Estaba sentado en una silla más pequeña, en una estancia cuyas paredes y piso desentonaban enormemente de las que rodeaban a Baley. En esta ocasión estaba sonriendo, con lo que se le acentuaban las finas arrugas de su rostro y, de manera paradójica, le infundían una apariencia más juvenil al acentuar la viveza de su mirada.
Se dirigió al terrestre con estas palabras:
—Le pido mil perdones, señor Baley. Me pareció que soportaba bastante bien la presencia personal, pero me engañé. Estaba muy nervioso y la frase que usted pronunció fue demasiado audaz para mí.
—¿A qué frase se refiere, doctor?
—Dijo usted algo acerca de entrevistarse cara a cara con otras personas… —Movió la cabeza, mientras se pasaba rápidamente la lengua por los labios—. Hubiera preferido no repetirla. No dudo que sabe a qué frase me refiero. Sus palabras evocaron ante mí una repugnante imagen… ¡usted y yo echándonos mutuamente el aliento a la cara y respirándolo! —El solariano se estremeció—. ¿No lo encuentra repulsivo?
—Jamás se me hubiera ocurrido pensarlo.
—¡Qué costumbre tan asquerosa! Y, cuando usted dijo estas palabras y la imagen correspondiente surgió ante mis ojos, me di cuenta de que ambos estábamos en la misma habitación y, si bien no cara a cara, debían de llegar hasta mí bocanadas de aire salidas de sus pulmones, las cuales penetrarían en los míos. Y con lo sensible que soy yo…
—Las moléculas que forman la atmósfera de Solaria han pasado docenas de veces por millares de pulmones. ¡Caramba! ¡Han estado en los pulmones de animales y en las branquias de los peces!
—Sí, es cierto —admitió Quemot frotándose pensativo la barbilla— y tampoco me gusta pensar en ello. No obstante, en estos momentos, estábamos a muy corta distancia y ambos inhalábamos y exhalábamos el mismo aire. Es sorprendente el alivio que experimento gracias a la visualización.
—Pero yo sigo en la misma casa, doctor Quemot.
—Por eso, precisamente, me sorprende tanto el alivio que experimento. Está usted en la misma casa que yo y, sin embargo, basta el simple uso del tridimensional para que todo resulte diferente. Al menos, ahora puedo decir lo que se siente al ver a un extraño. Le aseguro que no pienso repetir la prueba.
—Cualquiera diría que nuestra entrevista ha sido para usted un experimento.
—Hasta cierto punto, sí —reconoció el hombre del espacio. Este era un motivo secundario. Y los resultados fueron interesantes aunque resultasen inquietantes en grado sumo. Fue una buena prueba y quedará registrada.
—¿Registrada? —preguntó Baley, sorprendido.
—¡Me refiero a mis sentimientos, señor mío!
Quemot le miró con idéntica estupefacción.
Baley suspiró. No había medio de evitar los malentendidos.
—Se lo he preguntado porque imaginé que dispondría de algún tipo de instrumentos para medir los reflejos emocionales. Un electroencefalógrafo, quizá. —Miró a su alrededor sin ver nada—. Aunque admito la posibilidad de que tengan una versión de bolsillo de ese aparato, que funcione sin conexiones eléctricas. En la Tierra no tenemos nada parecido.
—Me creo capaz de medir la naturaleza de mis propios sentimientos sin tener que apelar a un instrumento—declaró el solariano con cierta altivez—. Eran bastante pronunciados.
—Sí, desde luego, pero para un análisis cuantitativo…
Quemot dijo con voz quejumbrosa:
—No comprendo a dónde quiere usted ir a parar. Además, me esfuerzo por decirle algo que no he visto en ningún libro, algo de lo que estoy muy orgulloso…
—¿Y qué es exactamente, doctor?
—Que la cultura de Solaria se basa en otra que existió antiguamente en la Tierra.
Baley suspiró. Si no dejaba a su interlocutor que se explayase, después sería inútil pretender contar con su ayuda. Así que preguntó:
—¿Y cuál es esta cultura?
—¡Esparta! —exclamó Quemot, irguiendo la cabeza, con lo que, por un momento, su blanca cabellera quedó iluminada y pareció convertirse en un halo—. ¡Estoy seguro de que ha oído hablar de Esparta!
Baley experimentó cierto alivio. Había sentido siempre un profundo interés por el pasado de la humanidad, especialmente de joven (la historia constituía un estudio muy atractivo para muchos terrestres…, pues les permitía descubrir una Tierra todopoderosa por la sencilla razón de que estaba sola, y, en ella, los terrestres eran los amos porque aún no existían hombres del espacio). Pero el pasado histórico de la Tierra era muy extenso. Quemot podría referirse, muy bien, a un período que Baley apenas conociese, lo cual le hubiera resultado embarazoso.
Pero al tratarse de Esparta, pudo responder cautelosamente:
—Sí, he visto algunas películas al respecto.
—Tanto mejor. Como usted sabrá, cuando Esparta alcanzó su apogeo estaba formada por un número relativamente pequeño de espartanos, los cuales eran los únicos ciudadanos que gozaban de la plenitud de derechos. Por debajo de ellos había un número algo mayor de ciudadanos de segunda clase, los periecos, y un gran número de esclavos llamados ilotas. Había veinte ilotas por cada espartano, y debe usted tener en cuenta que eran hombres con los mismos sentimientos y debilidades que sus amos.
»Con el fin de evitar que los ilotas se rebelasen y aplastasen a los espartanos con su abrumadora superioridad numérica, estos últimos se convirtieron en unos verdaderos especialistas del arte militar. Cada uno de ellos se adiestraba, desde la cuna, en el manejo de las armas, y así esta sociedad alcanzó su plena realización. En ningún momento los ilotas pudieron sublevarse.
»Ahora bien; los seres humanos que vivimos en Solaria equivalemos, en cierto modo, a los espartanos. Tenemos también nuestros ilotas, pero no son hombres sino máquinas. Por lo tanto, no pueden sublevarse y no nos inspiran temor, aunque nos sobrepasen en un número mil veces mayor que los ilotas en relación a los espartanos. Así, disfrutamos de las ventajas de la aristocracia espartana sin que haga falta sacrificarnos por consolidar nuestro dominio mediante una vida de austeridad y disciplina. En lugar de ello, podemos dedicarnos a modelar nuestro espíritu según una pauta de vida artística y cultural semejante a la de los atenienses contemporáneos de los espartanos y que…
—También he visto películas sobre los atenienses —le atajó Baley.
Quemot fue animándose a medida que hablaba:
—Las civilizaciones han tenido siempre una estructura piramidal. A medida que se asciende hacia la cúspide del edificio social, se encuentra mayor posibilidad de dedicarse al ocio, y crecientes oportunidades de procurarse la felicidad. Pero a medida que se asciende en esta escala, se va reduciendo, también, el número de los que pueden disfrutar de tales ventajas. De manera invariable, aumenta el número de los desposeídos. Y tenga en cuenta que por lejos que se hallen éstos de las capas inferiores de la pirámide, en relación con una escala absoluta, se sentirán siempre desposeídos en comparación con los que están en la cúspide. Por ejemplo, los aurorianos más pobres viven mucho mejor que cualquier aristócrata terrestre, pero se sienten en situación de inferioridad respecto a los aristócratas de Aurora, que sólo se comparan con los que rigen los destinos de su propio mundo.
»Por consiguiente, existirán siempre fricciones sociales en cualquier sociedad humana. La acción de las revoluciones sociales y la reacción preventiva contra ellas, o la lucha por contrarrestarlas una vez que se han iniciado, son las causantes de gran parte de las desdichas humanas que forman el mismísimo tejido de la historia.
»Pero fíjese usted en esto: por primera vez en la historia, aquí, en Solaria, la cúspide de la pirámide es únicamente la que subsiste, pues el lugar de los desposeídos se halla ocupado por los robots. Es la primera sociedad verdaderamente nueva, la primera creación social auténticamente grande desde que los agricultores de Sumeria y Egipto inventaron las ciudades.
Se recostó en su asiento sin dejar de sonreír.
Baley asintió.
—¿Ha publicado usted esa tesis?
—Es posible que lo haga algún día —respondió Quemot, afectando despreocupación—. En realidad, aún no la he dado a conocer, y esta es mi tercera aportación al acervo común.
—¿Las otras dos eran tan considerables como esta?
—No pertenecen al campo de la sociología. En otro tiempo me dediqué a la escultura. Las obras que ve a su alrededor son mías —e indicó la colección de estatuas—. También me he dedicado a la composición musical. Pero me voy haciendo viejo, y Rikaine Delmarre fue siempre un acérrimo defensor de las artes aplicadas, que él prefería a las bellas artes, y entonces fue cuando decidí dedicarme a la sociología.
—Por sus palabras adivino que Delmarre y usted fueron buenos amigos.
—Conocidos, nada más. Cuando se tiene mi edad, se conoce a todos los que viven en Solaria. Aunque no le niego que Rikaine Delmarre y yo nos conocíamos bastante.
—¿Qué clase de hombre era Delmarre?
(Aunque pareciese extraño, el nombre del muerto evocaba en el espíritu de Baley la imagen de Gladia, y se apoderó de él una súbita nostalgia de su presencia, tal como la había visto por última vez, furiosa y con el rostro contraído por la ira.)
Quemot pareció reflexionar.
—Era un hombre íntegro y cabal, consagrado a Solaria y a sus costumbres.
—Un idealista, en otras palabras.
—Sí, desde luego. Lo demuestra el hecho de que se ofreciese voluntario para el cargo de… ingeniero fetal. —¿Ve usted? Se trata de un arte aplicada, y ya he dicho cuáles eran sus sentimientos a ese respecto.
—¿Fue algo desusado el hecho de que se ofreciese voluntario?
—Vamos, hombre… Perdone, me olvidaba que es usted un terrestre. Sí, muy desusado. Se trata de uno de esos trabajos que hay que realizar, pero para el que nunca se encuentran voluntarios. Se suele asignar a alguien por un número determinado de años, y a nadie le gusta la designación. En cambio, Delmarre se ofreció voluntario con carácter perpetuo. Creía que se trataba de un cargo de excesiva responsabilidad para que lo ocupasen, a regañadientes, individuos designados al efecto, y consiguió hacerme compartir esa opinión, aunque yo jamás me hubiera ofrecido voluntario. Me sentía incapaz de realizar tan enorme sacrificio. Y para él representaba un sacrificio mayor, porque fue siempre un fanático en lo tocante a la higiene personal.
—Aún no comprendo claramente en qué consistía ese cargo.
Las marchitas mejillas de Quemot se tiñeron de un ligero rubor.
—¿No sería mejor que hablase al respecto con su ayudante? La existencia de ese ayudante demuestra hasta qué punto Delmarre era consciente de su responsabilidad social. Ninguno de los que con anterioridad ocuparon el puesto se buscó ayudante. Delmarre, en cambio, creyó necesario escoger a una persona joven y adiestrarla personalmente, para que cuando llegase el día de su retiro o fallecimiento, quedase en su lugar alguien preparado. —El viejo solariano lanzó un profundo suspiro—. En cambio, ya ve usted: yo, que soy más viejo, le he sobrevivido. Solíamos jugar al ajedrez con mucha frecuencia.
—¿Y cómo se las componían para hacerlo?
—Pues del modo acostumbrado.
—Tendrían, forzosamente, que verse.
Quemot se horrorizó.
—¡Pues claro que no! Aun admitiendo que yo hubiese podido soportarlo, Delmarre no lo hubiera permitido ni por un instante. No crea que por ser ingeniero fetal tenía la sensibilidad embotada. Era un hombre muy melindroso y delicado.
—Entonces, ¿cómo…?
—Con dos tableros, no hay ninguna dificultad en jugar al ajedrez. —El solariano se encogió de hombros, en un súbito gesto de tolerancia—. Bueno, usted es un terrestre. En el tablero de mi amigo se marcaban los movimientos de mis piezas y viceversa. Es sencillo.
—¿Conoce usted a su viuda?
—Nos hemos visualizado alguna que otra vez. Como usted probablemente sabe, ella es paisajista colorista, y yo he visitado alguna de sus exposiciones. Hasta cierto punto, es una actividad muy bella, pero más interesante como curiosidad que como creación. Sin embargo, sus obras resultan agradables y demuestran un espíritu muy observador.
—¿Cree usted que pudo matar a su marido?
—No me he detenido a pensarlo. Las mujeres son sorprendentes. Aunque no hay discusión, ¿no cree? Solamente Gladia pudo hallarse a suficiente distancia para matarle. Delmarre nunca hubiera permitido, bajo ningún pretexto, que alguien se tomase la libertad de ir a verle. Le repito que era muy delicado y escrupuloso. Antes he dicho melindroso, pero no creo que fuese esta la palabra adecuada. En realidad, se trataba de un hombre desprovisto de cualquier sombra de anormalidad o perversión: un buen solariano por todos los conceptos.
—¿Consideraría usted una perversión el permiso concedido para verme?
—Creo que sí. Confieso incluso que en mi deseo por verle ha habido algo de escatofilia.
—¿Admite usted la posibilidad de que hayan dado muerte a Delmarre por motivos políticos?
—¿Cómo?
—Oí decir que era tradicionalista.
—Oh, todos lo somos.
—¿Significa eso que no existe ningún grupo de solarianos que no lo sea?
—Quizá existan algunos —concedió Quemot, midiendo cuidadosamente sus palabras—: los que consideran peligroso un excesivo tradicionalismo. Se sienten preocupados por nuestra reducida población, que les parece inerme ante el número superior de habitantes de los otros mundos. Nos consideran indefensos ante una posible agresión que partiese de los Mundos Exteriores. Es una idea descabellada y, afortunadamente, no son muchos los que la profesan, por lo que no creo constituya, por sí misma, una fuerza apreciable.
—¿Por qué la tacha usted de descabellada? ¿No hay nada en Solaria susceptible de aceptar este equilibrio de fuerzas, y contrapesar la gran desventaja numérica? ¿Algún nuevo tipo de arma?
—Desde luego, existe un arma, pero no es nueva. Los solarianos a quienes me refiero están ciegos al no ver que esta arma funciona continuamente y es irresistible.
Baley entornó los ojos.
—¿Habla usted en serio?
—Completamente en serio.
—¿Conoce la naturaleza de esa arma?
—Cualquiera puede conocerla. A poco que se detenga a pensarlo, usted también la conocerá. Quizás a mi me cueste menos verla, puesto que soy sociólogo. Además, tenga usted en cuenta que, actualmente, no se utiliza como un arma. No sirve para matar ni para destruir, pero, a pesar de eso, es irresistible. Y principalmente porque nadie se da cuenta de su existencia.
Con ligero fastidio, Baley preguntó:
—¿Quiere decirme cuál es esa arma incruenta?
—El robot positrónico —respondió solemnemente Quemot.