Gladia contuvo el aliento por un momento. Luego, lo dejó escapar a través de sus labios fruncidos en lo que casi parecía un silbido.
—La verdad, no comprendo cómo pudo hacerse. ¿Sabe usted quién lo hizo?
—El mismo que dio muerte a su marido.
—¿Está usted seguro?
—¿Y usted no? El asesinato de su esposo fue el primero de la historia en Solaria. Un mes más tarde se comete otro asesinato. ¿Puede ser simple coincidencia? Dos asesinatos distintos cometidos con un mes de diferencia, en un mundo donde el crimen no existe. Considere, además, que la segunda víctima se ocupaba de esclarecer el primer asesinato y, por lo tanto, era un grave peligro para el asesino.
—¡Bravo! —exclamó Gladia, sirviéndose los postres. Entre bocado y bocado, dijo—: Considerando así las cosas, esto quiere decir que soy inocente.
—¿Cómo, Gladia?
—Pues verá usted, Elijah. En mi vida he estado ni siquiera a cien kilómetros de la hacienda de Gruer. Por lo tanto, no puedo haber envenenado al pobre Hannis. Y si no he sido yo quien lo ha hecho… tampoco puedo ser la autora de la muerte de mi marido.
Entonces, observando que Baley guardaba un severo silencio, su ánimo pareció decaer y su boca se plegó en un rictus desolado.
—¿No le parece, Elijah?
—No estoy tan seguro —respondió éste—. Como le he dicho, conozco el método empleado para envenenar a Gruer. Es muy ingenioso y cualquier habitante de Solaria podría haberlo empleado, aunque no se hallase en la hacienda de la víctima. Añadiré que podía realizarlo igualmente, aunque nunca hubiese estado en ella.
Gladia apretó fuertemente los puños.
—¿Afirma usted que lo hice yo?
—Yo no afirmo eso.
—Lo está insinuando. —Apretó furiosa los labios, mientras sus pómulos salientes temblaban—. ¿Para eso tenía tanto interés en verme? ¿Para hacerme preguntas capciosas? ¿Para tenderme una trampa?
—Vamos, mujer…
—¡Y pensar que me resultaba usted tan simpático y tan comprensivo! Usted… un terrestre.
Su voz de contralto sonó ronca y estridente al pronunciar esta última palabra.
Daneel inclinó su rostro perfecto hacia Gladia para observar:
—Permítame que le diga, señora Delmarre, que empuña el cuchillo con demasiada fuerza y puede cortarse. Tenga cuidado, por favor.
Gladia contempló iracunda el corto cuchillo de hoja roma que tenía en la mano, indudablemente ofensivo, y con un movimiento espasmódico lo levantó sobre su cabeza.
Baley le dijo:
—No puede usted alcanzarme, Gladia.
Ésta daba afanosas boqueadas.
—¿Quién habla de alcanzarle? ¡Puah! —Se estremeció dando muestras de un disgusto exagerado y exclamó—: ¡Quiten el contacto de inmediato!
Debió de pronunciar estas últimas palabras dirigiéndose a un robot o robots situados fuera del campo visual. Gladia y su comedor desaparecieron súbitamente, siendo sustituidos por la auténtica pared.
Daneel observó:
—¿Me equivoco al suponer que sigues considerando culpable a esta mujer?
—No —respondió Baley tajante—. El autor de estos crímenes necesita poseer un temple muy superior al de esta pobre chica.
—Pues tiene un genio muy vivo.
—¿Y qué? Esta es una característica común a muchas personas. No olvides, además, que ha estado sometida a una gran tensión durante un tiempo considerable. Si yo me hubiese encontrado bajo idéntica tensión y alguien me hubiese acosado, como ella imaginaba que la acosaba, es posible que hubiera hecho algo más que blandir un inofensivo cuchillo de mesa.
—Aún no he podido deducir cuál fue la técnica empleada para envenenar a distancia —dijo Daneel— como tú afirmas haber descubierto.
A Baley le gustó poder decir:
—Ya sé que no lo has conseguido. Te falta la capacidad necesaria para resolver este rompecabezas.
Lo dijo con gran énfasis, y Daneel se tomó esta afirmación con la misma flema de siempre. Baley prosiguió:
—Tengo dos tareas para ti, Daneel.
—¿En qué consisten, compañero Elijah?
—Primero tienes que ponerte en contacto con el doctor Thool y enterarte del estado en que se hallaba la señora Delmarre cuando su marido fue asesinado, cuánto tiempo necesitó asistencia médica, y otros detalles por el estilo.
—¿Deseas averiguar algo en concreto?
—No. Sólo quiero reunir datos, lo cual no resulta fácil en este mundo. En segundo lugar, indaga quién ocupará el puesto de Gruer como Director General de Seguridad, y prepárame una entrevista visual con él para mañana por la mañana a primera hora. En cuanto a mí —dijo sin la menor amenidad en su voz, reflejo de su estado de gran preocupación interior—, iré a acostarme y espero poder dormir. —Con cierta jactancia, añadió—: ¿Crees que podré encontrar un libro audiovisual que valga la pena en esta casa?
A lo cual Daneel repuso:
—Creo que lo más indicado sería que llamases al robot bibliotecario.
A Baley le irritaba sobremanera la idea de tener que tratar con el robot. Antes hubiera preferido ir a fisgonear personalmente en la biblioteca.
—No —dijo al robot— nada de clásicos; prefiero cualquier novela cuyo tema esté sacado de la vida actual en Solaria. Mejor dicho, tráeme una docena.
El robot asintió (no podía ser de otro modo, pero mientras manipulaba los mandos que hacían salir de sus alvéolos los libros audiovisuales solicitados, para hacerlos pasar primero a una ranura de salida y luego a la mano de Baley, siguió hablando en tono respetuoso de las otras clases de obras disponibles en la biblioteca).
—Tal vez al señor le gustaría una novela de aventuras de la época de la exploración —sugirió— o quizás una excelente historia de la química con modelos atómicos animados, una fantasía o una galactografía. La lista es interminable.
Baley, ceñudo, esperó a que el robot le sirviese la media docena de novelas pedidas, y cuando las tuvo, cogió con sus manos, ¡con sus propias manos!, un visor, y salió de la biblioteca.
Como el robot le seguía preguntando si necesitaba ayuda para ajustarlo, Baley se volvió, para espetarle estas palabras:
—¡No! Quédate donde estás.
El robot se inclinó y permaneció inmóvil.
Tendido en la cama, con la cabecera iluminada, Baley lamentó la decisión tomada. El visor era distinto a cualquiera de los modelos que él conocía, y ni por asomo sabía cómo debía colocar la película. Pero no quiso dar su brazo a torcer, y después de desmontarlo y montarlo de nuevo, pieza por pieza, consiguió colocar adecuadamente la película.
Por último pudo verla y, aunque estaba ligeramente desenfocada, por lo menos le concedía una momentánea independencia de los serviciales robots.
Al cabo de hora y media había visto cuatro de las seis películas, y estaba francamente decepcionado.
Se había formado una teoría. El medio mejor, se dijo, de penetrar en la vida de Solaria y en sus costumbres consistía en leer sus novelas. Los conocimientos que adquiriese le serían muy útiles para realizar su investigación.
Pero su teoría se desmoronó en la práctica. Había visualizado cuatro novelas y solo consiguió enterarse de la existencia de personas obsesionadas por problemas ridículos, que se comportaban estúpidamente y reaccionaban de manera misteriosa. ¿Por qué una mujer tenía que abandonar su trabajo al descubrir que su hijo había elegido la misma profesión, y por qué se negaba a explicar las razones que la obligaban a tomar esa decisión, que daba lugar a complicaciones insoportables y ridículas? ¿Por qué un médico y una artista tenían que sentirse humillados al verse asignados mutuamente? ¿Y qué tenía de noble la insistencia del médico en dedicarse a la investigación robótica?
Colocó la quinta novela en el visor e hizo los ajustes necesarios. Se sentía mortalmente cansado.
Tan cansado estaba, que a la mañana siguiente no consiguió recordar nada de la quinta novela (que le pareció tenía una emocionante trama policíaca), con excepción de su comienzo, en que el nuevo dueño de una propiedad entraba en su mansión y contemplaba las películas de los antiguos dueños que le ofrecía un respetuoso robot.
Posiblemente se quedó dormido con el visor sobre su cabeza y todas las luces encendidas. También era posible que un robot, penetrando en la alcoba, se hubiese llevado con delicadeza el visor para apagar, luego, las luces.
Sea como fuere, se durmió y soñó con Jessie. Todo volvía a ser como antes. Él nunca había dejado la Tierra. En el sueño se dirigían a la cocina de la comunidad para ir, después, a ver un espectáculo subterráneo con unos amigos. Tomarían el ferrocarril subterráneo, se mezclarían con la muchedumbre, y ambos se sentirían felices y despreocupados.
¡Qué guapa estaba Jessie! Había perdido algo de peso. ¡Qué esbelta y hermosa estaba!
Pero había algo que no podía ser verdad. El sol brillaba sobre ellos. Levantó la mirada y sólo vio la base abovedada de los niveles superiores, pero el sol brillaba sobre sus cabezas, iluminándolo todo con su luz clara, y nadie tenía miedo.
Baley se despertó, inquieto. Dejó que los robots le sirviesen el desayuno, pero sin dirigir la palabra a Daneel. No dijo ni preguntó nada, y engulló un excelente café sin siquiera probarlo.
¿Por qué había soñado con aquella luz del sol invisible? Le parecía normal soñar con la Tierra y con Jessie, pero ¿qué tenía que ver el sol con todo ello? ¿Y por qué le preocupaba tanto aquel sueño?
—Compañero Elijah—dijo Daneel con amabilidad.
—¿Qué?
—Corwin Attlebish estará en contacto visual contigo dentro de media hora. Ya lo he dispuesto todo.
—¿Quién diablos es Corwin no sé qué? —preguntó Baley con brusquedad, sirviéndose más café.
—Era el primer ayudante de Gruer, compañero Elijah, y ahora es el director general de Seguridad interino.
—En ese caso, ponme ahora mismo con él.
—Como ya te he explicado, la cita es para dentro de media hora.
—Me importa un rábano. ¡Quiero verle ahora! Es una orden.
—Lo intentaré, compañero Elijah. Es posible que, de todos modos, se niegue a responder a la llamada.
—Vamos a intentarlo y a ver qué pasa, ¿eh, Daneel?
El director general de Seguridad interino respondió a la llamada y, por primera vez desde que se hallaba en Solaria, Baley vio a un hombre del espacio cuyo aspecto correspondía a la idea que de ellos se tenía en la Tierra. Attlebish era alto, esbelto y bronceado. Tenía los ojos de color castaño claro y su mandíbula era fuerte y cuadrada.
Se parecía ligeramente a Daneel. Pero mientras éste era un espécimen idealizado de humanidad, semejante a su antiguo dios, Corwin Attlebish tenía rasgos más vulgares.
El personaje en cuestión se estaba afeitando. El pequeño lápiz abrasivo lanzaba un chorro de finas partículas que barrían la mejilla y el mentón, cortando limpiamente el pelo y desintegrándolo hasta convertirlo en polvo impalpable.
Baley reconoció de inmediato aquel instrumento. Había oído hablar de él, aunque era la primera vez que veía a alguien utilizarlo.
—¿Usted es el terrestre? —preguntó Attlebish con displicencia a través de sus labios apretados, mientras el polvillo del abrasivo pasaba bajo su nariz.
Baley respondió:
—Soy el agente Elijah Baley, C-7 según mi graduación y, efectivamente, procedo de la Tierra.
—Llama usted antes de la hora. —Attlebish cerró de golpe la máquina de afeitar y la tiró fuera del campo visual de Baley—. ¿Qué se propone usted, terrestre?
A Baley no le hubiera gustado el tono de voz que empleaba su interlocutor en ningún momento, y mucho menos entonces. Preguntó a su vez:
—¿Cómo está el señor Gruer?
—Aún sigue vivo. Es posible que se salve.
Baley hizo un gesto de asentimiento.
—Los envenenadores de Solaria no saben dosificar debidamente. Les falta experiencia. Suministraron a Gruer una dosis excesiva, y eso hizo que la vomitase. La mitad de esa dosis le hubiera matado con toda seguridad.
—¿Quién habla de envenenadores? No tenemos pruebas de que se emplease el veneno.
Baley le miró de hito en hito.
—¡Caramba! ¿Qué otra cosa cree que podía ser?
—Pues muchas otras cosas. Una persona puede sufrir múltiples afecciones. —Se frotó la cara, palpándola luego para cerciorarse de que estaba bien afeitado—. Usted no tiene idea de los problemas del metabolismo cuando ya se han cumplido los doscientos cincuenta años.
—En ese caso, supongo que se habrán procurado el asesoramiento de un médico competente.
—El informe del doctor Thool…
Aquello fue la gota que hizo rebosar el vaso de la indignación de Baley. Como un energúmeno, gritó:
—¡Me importa un bledo el doctor Thool! Le pido el informe de un médico competente. Sus médicos no saben nada de nada, y lo mismo sucedería con sus detectives en caso de que los tuviesen. Ya que han tenido que pedir un detective de la Tierra, pidan además un médico.
El solariano le asestó una mirada glacial.
—¿Se atreve usted a indicarme lo que debo hacer?
—Sí, y sin cobrarle nada por ello. Sólo le pido un poco más de educación. Gruer fue envenenado ante mis ojos. Después de ingerir la bebida, se quejó de que ésta le quemaba la garganta. ¿Cómo llama usted a esto, teniendo en cuenta que estaba investigando…? —Baley se interrumpió de pronto—. ¿Investigando, ¿qué?
Attlebish permanecía inconmovible.
Baley, con desazón, se dio cuenta de la presencia de Daneel, apostado, como siempre, a unos tres metros de distancia. Gruer no quería que Daneel, como auroriano, se enterase de la investigación que llevaba a cabo. Por lo tanto, se limitó a decir:
—Existían derivaciones políticas.
Attlebish cruzó los brazos y se irguió con aspecto distante, aburrido y ligeramente hostil.
—En Solaria no tenemos política en el sentido que se da a ese termino en otros mundos. Hannis Gruer es un buen ciudadano. Fue él quien, cuando le contaron cierta historia relacionada con usted, exigió que le importásemos. Llegó incluso a aceptar como condición que le pusiesen un compañero auroriano, lo cual me pareció innecesario. No existe ningún misterio. A Rikaine Delmarre le mató su mujer; y averiguaremos cómo y por qué lo hizo. Aunque no lo consigamos, se hará un análisis genético de la señora Delmarre y se adoptarán las medidas oportunas. En cuanto a Gruer, las fantasías que ha elucubrado usted acerca de su envenenamiento, no me merecen la menor atención.
Baley dijo, con un tono de incredulidad en su voz:
—Parece dar a entender que no se me necesita aquí.
—En mi opinión, no. Si lo desea, regrese usted a la Tierra. Incluso puedo decirle que le animamos en la decisión.
El propio Baley se sorprendió ante su reacción inesperada:
—¡No, señor! —gritó—. Yo no me muevo de aquí.
—Hemos pedido sus servicios, agente. Ya no le necesitamos. Vuélvase a su planeta natal.
—¡No! Le aconsejo que me escuche. Usted es un hombre del espacio lleno de ínfulas y yo soy un pobre terrestre, pero con todos los respetos y mis más sentidas excusas, me veo en la obligación de decirle que tiene usted miedo.
—¡Retire inmediatamente esas palabras!
Attlebish se irguió en toda su imponente estatura y dirigió una altiva y colérica mirada al pequeño terrestre.
—Está muerto de miedo —prosiguió Baley—. Teme que ahora le toque a usted, si continúa investigando. Prefiere ceder y que le dejen en paz, para que ellos le permitan seguir gozando de su miserable vida.
Baley no tenía la menor idea de quienes podían ser ellos, ni de si existían realmente. Daba golpes a ciegas contra un arrogante hombre del espacio, y gozaba con el impacto que sus frases producían en su interlocutor.
—Se irá de aquí —dijo Attlebish, levantando el índice con fría cólera— antes de una hora. Le aseguro que no habrá consideraciones diplomáticas que valgan.
—Guárdese sus amenazas. Reconozco que la Tierra no vale nada para usted, pero tenga en cuenta que yo no soy el único que se encuentra aquí en estos momentos. Permítame que le presente a mi colaborador, Daneel Olivaw, de Aurora. Es un hombre que no habla mucho, pero no ha venido aquí para hablar. De eso me ocupo yo. Pero sabe escuchar muy bien. No se pierde una sola palabra de las que aquí se pronuncian. ¡Vamos a hablar claro, Attlebish! —Baley empleó el apellido a secas, con deleite—. Sea lo que fuere lo que sucede en Solaria, interesa también a Aurora y a otros cuarenta y pico Mundos Exteriores. Si usted nos echa de aquí a patadas, la primera delegación que visite Solaria estará formada por naves de guerra. Por ser de la Tierra, sé perfectamente cómo funciona este sistema. Cualquier afrenta significa naves de guerra en un instante.
Attlebish pasó su mirada a Daneel y meditó por unos momentos. Cuando habló, su voz era más suave:
—Aquí no sucede nada que pueda ser causa de preocupación para los habitantes de otros planetas.
—Gruer opinaba lo contrario, y mi compañero le oyó expresar esta preocupación.
No había tiempo de andarse con chiquitas por una mentira más o menos.
Daneel se volvió para mirar a Baley, sorprendido ante la afirmación que acababa de hacer el terrestre, pero éste no le prestó la menor atención, y prosiguió:
—Mi intención es continuar la investigación. En otras circunstancias, hubiera hecho lo imposible por regresar a la Tierra. Todas las noches sueño con ella y eso me pone tan nervioso, que soy incapaz de estar dos minutos sentado. Si fuese el dueño de este palacio infestado de robots lo daría gustoso, con robots, con usted y con su maldito mundo incluidos, a cambio de un billete de vuelta a la Tierra.
»Pero, ahora, no dejaré que me echen. Por lo menos, mientras siga sin resolver el caso que me han asignado mis superiores. Trate de librarse de mí, contra mi voluntad, y muy pronto se hallará mirando hacia las bocas de la artillería con base en el espacio.
»Y, es más: a partir de este momento, las pesquisas para el esclarecimiento de este crimen se llevarán de acuerdo con mis órdenes. Soy yo quien debe resolverlo. Veré a quien desee. Digo veré, nada de visualizarlos. Estoy acostumbrado a ver a las personas, y se hará. Deseo que la Dirección General de Seguridad me expedirá una autorización en toda regla, para que pueda llevar a cabo lo que pido.
—Esto es imposible, insoportable…
—Daneel, háblale tú, ahora.
La voz del humanoide dijo, desapasionadamente:
—Según le ha informado mi compañero, señor Attlebish, nos han enviado aquí con el fin de investigar un asesinato. Es de una importancia esencial que cumplamos nuestro cometido. Desde luego, no deseamos transgredir las costumbres establecidas y, por ello, quizá no sea necesario ver personalmente a ciertas personas, pero le agradeceríamos que nos autorizase a ver a quien desee el señor Baley. En cuanto a dejar este planeta contra nuestra voluntad, lo consideramos inadmisible, y lamentaríamos que nuestra estancia resultase desagradable para usted o para cualquier otro solariano.
Baley escuchaba la perfecta prosodia del robot con un amargo rictus en sus labios que no era precisamente una sonrisa. Para quien supiese que Daneel era un robot, sus palabras no pasaban de un intento por conseguir un resultado completo sin ofender a ningún ser humano, en aquel caso a Baley y Attlebish. Pero quien hubiera sabido que Daneel era un auroriano, un nativo de la más antigua y poderosa potencia militar de los Mundos Exteriores, aquellas palabras hubiese podido interpretarlas como una serie de sutiles y corteses amenazas.
Attlebish se llevó las yemas de los dedos a la frente.
—Lo pensaré.
—No por mucho tiempo —dijo Baley— porque tengo que hacer algunas visitas antes de una hora, y no visuales. ¡Visualización terminada!
Hizo una seña al robot para que cortase el contacto, y luego miró con sorpresa y placer el sitio que había ocupado Attlebish. Todo había sido completamente improvisado, un simple impulso surgido de su sueño y provocado por la innecesaria arrogancia de Attlebish. Una vez sucedido, ya no tenía remedio y se alegraba. Había conseguido lo que en realidad deseaba…: hacerse con el mando.
¡Por lo menos, le he dicho unas cuantas verdades a ese asqueroso hombre del espacio!, se dijo.
Deseó haber tenido como espectadores a todos los habitantes de la Tierra. Su interlocutor era el prototipo de hombre del espacio, lo cual hacía más resonante su triunfo.
Sólo que… ¿Por qué había insistido con tanta vehemencia en ver a determinadas personas? Baley no alcanzaba a comprenderlo. De acuerdo con sus planes, las entrevistas tenían que ser personales, no visuales. Eso estaba claro. Sin embargo, sintió un extraño júbilo al pensar en ver. Se sentía dispuesto a derribar las paredes de aquella mansión, aunque este gesto de nada sirviese.
¿Por qué?
Había algo superior a sí mismo que le impulsaba, algo que ni siquiera tenía nada que ver con la cuestión de la seguridad terrestre. ¿Qué era?
De manera extraña, volvió a acordarse de su sueño; del sol extendiendo sus rayos a través de los opacos niveles de las gigantescas ciudades subterráneas de la Tierra.
Daneel dijo pensativo y —en la medida que su voz se lo permitía— no sin cierta emoción:
—Me pregunto, compañero Elijah, si es del todo prudente lo que has hecho.
—¿Tirarme un farol ante este tipo? Ha dado muy buen resultado. Además, no había tal farol. Estoy convencido de que es muy importante para Aurora descubrir lo que pasa en Solaria, y Aurora lo sabe. A propósito, tengo que darte las gracias por no haber descubierto mi mentira.
—No podía tomar otra decisión. Con mi silencio, causé un daño sutil a Attlebish, y de haberte desmentido, te hubiera causado un daño mucho mayor a ti.
—Calculaste los potenciales y ganó el más elevado, ¿eh, Daneel?
—Efectivamente, compañero Elijah. Comprendo que este mismo proceso, de una manera más difícil de definir, es el que se opera en la mente humana. Sin embargo, te repito que la petición que has hecho no es prudente.
—¿A qué petición te refieres?
—No apruebo tu idea de ver a determinadas personas, en vez de visualizarlas.
—Te comprendo. Pero no pido que me des tu aprobación.
—Tengo mis instrucciones, compañero Elijah. No sé qué te dijo el señor Hannis Gruer durante mi ausencia, pero que fue algo importante salta a la vista, a juzgar por tu cambio de actitud respecto al caso. No obstante, según mis instrucciones, puedo adivinarlo. Ha debido de advertir acerca de un eventual peligro para otros planetas a causa de la situación de Solaria.
Baley buscó lentamente su pipa. Incurría de vez en cuando en a equivocación, y siempre se irritaba al no encontrarla y acordarse de que no podía fumar. Dijo entonces:
—Sólo hay veinte mil solarianos. ¿Qué peligro pueden representar?
—Mis amos de Aurora están inquietos desde hace algún tiempo por lo que se refiere a Solaria. No me han comunicado toda la información que poseen…
—Y lo poco que sabes te han ordenado que no me lo repitas, ¿no es eso?
Daneel repuso:
—Hay que descubrir muchas cosas antes de poder hablar con pleno conocimiento de causa.
—Bien, ¿qué hacen los solarianos? ¿Armas nuevas? ¿Están subvencionando una revuelta? ¿Una campaña de asesinatos individuales? ¿Qué pueden veinte mil personas, te repito, contra cientos de millones de hombres del espacio? —Daneel guardó silencio. Baley prosiguió—: Te comunico que pienso averiguarlo.
—Pero no de la manera que acabas de proponer, compañero Elijah. Tengo instrucciones severísimas acerca de tu seguridad personal.
—De todos modos, tendrías que salvaguardarla en cualquier caso. ¡Acuérdate de la Primera Ley!
—Incluso por encima de ella. Si surgiese un conflicto entre tu seguridad personal y la de un tercero, debería salvaguardar primero la tuya.
—Desde luego. Lo comprendo. Si algo me ocurriese, no podría seguir en Solaria sin que surgiesen complicaciones que Aurora todavía no se halla en disposición de afrontar. Mientras yo viva estaré aquí por solicitud expresa de Solaria, y por lo tanto podremos hacer lo que nos plazca y si es necesario incluso que ellos cooperen con nosotros. Si yo muriese, toda esa situación cambiaría. Así, es comprensible que te hayan ordenado mantener vivo a Baley a toda costa. ¿Estoy en lo cierto, Daneel?
—No puedo pretender adivinar el razonamiento oculto tras las órdenes que he recibido.
—De todos modos, no te preocupes —observó Baley—. El aire libre no me matará, si tengo que afrontarlo para ver a cualquier persona. Sobreviviré. Incluso es posible que llegue a acostumbrarme.
—No se trata solamente del aire libre, compañero Elijah. Es que no apruebo tu idea de ver personalmente a los solarianos.
—¿Quieres decir que a los hombres del espacio no les gustará? Peor para ellos. Que se pongan filtros nasales y guantes. Que fumiguen la atmósfera. Y si su rígida moral se siente ofendida al verme, no en imagen sino de carne y hueso, dejémosles que hagan remilgos y se sonrojen. Mi intención es verles.
—Pero yo no puedo permitirlo.
—¿Que tú no puedes permitírmelo?
—Supongo que comprenderás por qué, compañero Elijah.
—Francamente, no.
—Considera, pues, que Hannis Gruer, la figura clave de Solaria en la investigación de este asesinato, ha sido envenenado. ¿No se deduce de ello que si yo te permitiese seguir adelante con tus planes, exponiéndote personalmente en el curso de tus visitas, la próxima víctima serías forzosamente tú? En ese caso, cómo puedo permitirte que abandones el amparo y la seguridad que te ofrecen esta mansión?
—¿Cómo me lo impedirás, Daneel?
—Por la fuerza, si fuese necesario, compañero Elijah —dijo Daneel con la mayor calma—. Aunque tuviese que hacerte daño. De lo contrario irías a una muerte segura.