3
Donde se nombra a una víctima

Baley se encontraba a salvo, encerrado en el compartimiento del vehículo. El rostro de Daneel oscilaba ante sus ojos. Lo veía sembrado de manchas negras que se volvían rojas cuando parpadeaba. Entonces preguntó:

—¿Qué ha sucedido?

—Lamento que hayas sufrido daño pese a estar yo presente —dijo Daneel—. La exposición directa a los rayos solares es dañina para el ojo humano. Pero como en tu caso ha sido de breve duración confío en que no te haya afectado de modo permanente. Cuando vi que alzabas la vista tuve que intervenir y obligarte a bajar el cuerpo. Entonces sufriste un desvanecimiento.

Baley hizo una mueca. Faltaba saber si se había desmayado a causa de la sobreexcitación (o tal vez el pánico) o si perdió el conocimiento por el efecto de un golpe. Se palpó la mandíbula y la cabeza, pero no sintió dolor. Renunció a interpelar a Daneel. En cierto modo prefería seguir ignorando lo acontecido. Volviéndose hacia el robot dijo:

—Parece que no ha sido grave.

—A juzgar por tus reacciones, compañero Elijah, diría que lo pasaste muy mal.

—En absoluto —repuso Baley, obstinado. Las manchas que danzaban ante sus ojos se iban borrando y también había dejado de lagrimear—. Lo único que siento es haber visto tan poco. El vehículo iba demasiado aprisa. ¿Verdad que nos cruzamos con un robot?

—Pasamos junto a muchos de ellos. Estamos atravesando la propiedad de Kinbald, dedicada a plantación de árboles frutales.

—Tendré que intentarlo otra vez —observó Baley.

—No en mi presencia —dijo Daneel— Pero, entretanto, he preguntado lo que querías saber.

—¿Qué te había preguntado?

—Según recordarás, compañero Elijah, antes de ordenar al conductor que abriese el techo del coche, me ordenaste que le preguntase a cuántos kilómetros nos hallábamos de nuestro punto de destino. Estamos a dieciséis kilómetros del mismo, y llegaremos dentro de unos seis minutos.

Baley sintió el impulso de preguntar a Daneel si le disgustaba el haberle gastado aquella treta, aunque sólo fuera para ver alterarse aquel rostro perfecto, pero se contuvo. Daneel se hubiera limitado a responder negativamente, sin el menor rencor ni disgusto. Permanecería tan tranquilo e imperturbable como siempre, como si nada hubiese ocurrido.

Suavemente, Baley, dijo:

—De todos modos, Daneel, tendré que ir acostumbrándome, ¿sabes?

El robot contempló a su compañero humano.

—¿A qué te refieres?

—Pues al… ¡al exterior, hombre! En este planeta no hay otra cosa.

—No habrá necesidad de salir al exterior —repuso Daneel. Y luego, como para zanjar el asunto, añadió—: estamos aminorando la marcha, compañero Elijah. Creo que ya hemos llegado. Ahora será necesario esperar a que conecten otro tubo aéreo, para pasar a la morada que se convertirá en nuestra base de operaciones.

—El tubo aéreo me parece innecesario, Daneel. Si tengo que trabajar al aire libre, de nada sirve retrasar mi adiestramiento.

—Nada te obligará a trabajar al aire libre, compañero Elijah.

El robot iba a añadir algo, pero Baley le hizo callar con un ademán perentorio.

En aquel momento no se sentía de humor para escuchar los circunspectos consuelos de Daneel, ni sus palabras apaciguadoras, ni sus aseveraciones de que todo iría bien y de que cuidarían de él. Lo que deseaba realmente era la certidumbre interior de que se bastaba a sí mismo para llevar a término su misión. La visión del espacio abierto le resultó una prueba muy dura. Quizá llegado el momento, le faltaría el temple para enfrentarse de nuevo con él, y ello sería a costa de su propia dignidad y, desde luego, de la seguridad terrestre. Todo por no verse capaz de afrontar el vacío.

Su semblante asumió una expresión contrariada al pensarlo. ¡Afrontaría el aire, el sol y el espacio vacío si fuese necesario!

Elijah Baley se sentía como un habitante de una de las más pequeñas ciudades, por ejemplo, Helsinki, visitando Nueva York, contando los niveles, lleno de pasmo. La idea de morada le sugería la de un piso o algo parecido, pero aquella residencia no se parecía lo más mínimo a un piso. Las habitaciones estaban colocadas en sucesión interminable. Las ventanas panorámicas, cuidadosamente tapadas, impedían que penetrase el menor resquicio de claridad diurna. Las luces se encendían en silencio, desde lugares ocultos, cuando penetraban en una estancia, para apagarse con el mismo silencio cuando la abandonaban.

—¡Cuántas habitaciones! —exclamaba Baley, maravillado—. Esto parece una pequeña ciudad, Daneel.

—En efecto, compañero Elijah —asintió Daneel con ecuanimidad.

Aquello le parecía muy extraño. ¿Por qué juntarle con tantos hombres del espacio en un lugar tan reducido? Así es que preguntó:

—¿Cuántos vivirán aquí conmigo?

Repuso Daneel:

—Estaré yo, desde luego, y algunos robots.

Baley pensó: «Tendría que haber dicho algunos otros robots». Era evidente que Daneel tenía la intención de representar el papel de hombre hasta sus últimas consecuencias, aunque no tuviese otro espectador que Baley, y pese a que éste conocía perfectamente cuál era su verdadera condición.

Aquel pensamiento se evaporó de su mente a instancias de otro más apremiante. Exclamó:

—¿Robots? ¿Y cuántos seres humanos?

—Ninguno, compañero Elijah.

Acababan de entrar en una estancia, abarrotada hasta el techo de libros audiovisuales. Tres visores fijos, con grandes pantallas de 60 centímetros colocadas verticalmente, se alzaban en tres ángulos de la habitación. El cuarto contaba con una pantalla para la proyección de dibujos animados.

Baley miró consternado a su alrededor, diciendo:

—¿Han echado a todo el mundo a puntapiés para dejarme solo vagando por este mausoleo?

—Lo han destinado únicamente para ti. Una morada como ésta, para una sola persona, es lo acostumbrado en Solaria.

—¿Aquí todos viven de esta manera?

—Todos.

—¿Y para qué necesitan tantas habitaciones?

—Se acostumbra a destinar una habitación para cada actividad. Esta es la biblioteca. Hay también una sala de música, un gimnasio, una cocina, una panadería, un comedor, una tienda automatizada, varias salas de pruebas y reparaciones para los robots, dos dormitorios…

—¡Alto! ¿Cómo sabes todo esto?

—Forma parte de las informaciones que me grabaron antes de salir de Aurora —repuso Daneel con mansedumbre.

—¡Caramba! ¿Y quién cuida de todo esto? —Y al decir estas palabras describió un amplio arco con el brazo.

—Existe cierto número de robots domésticos. Los han puesto a tu servicio y se ocuparán de que nada te falte.

—Pero yo no necesito tanto espacio —dijo Baley. Sintió el impulso de sentarse y negarse a continuar la caminata. Estaba harto de ver habitaciones.

—Si lo deseas, podemos quedarnos en una sola habitación, compañero Elijah. Previmos esta posibilidad desde el primer momento. Sin embargo, teniendo en cuenta los usos y costumbres de Solaria, se consideró más prudente autorizar la construcción de esta casa.

—¿La construcción, dices? —Baley se quedó boquiabierto. ¿Quieres decir que la han construido para mí? ¿Toda esta casa? ¿Especialmente para mí?

—Bueno, esta es una economía totalmente robotizada…

—Sí, ya sé lo que vas a decir. ¿Pero, que harán con la casa cuando nuestra misión haya terminado?

—Supongo que la derribarán.

Baley apretó fuertemente los labios. ¡Claro que la derribarían! Habían construido un gigantesco edificio para uso exclusivo de un solo terrestre y luego la echarían abajo. Esterilizarían el terreno sobre el que se alzó la casa y fumigarían la atmósfera que él respiró. Los hombres del espacio podían parecer fuertes, pero también se hallaban dominados por absurdos temores —pensó.

Daneel pareció leer sus pensamientos, o al menos interpretar su expresión, pues observó:

—Quizá te parezca, compañero Elijah, que destruirán la casa para evitar el contagio. Si es esto lo que piensas, será mejor que dejes de atormentarte dándole vueltas al asunto. El temor a las enfermedades no llega a tales extremos entre los hombres del espacio. Simplemente, la derribarán porque el esfuerzo necesario para levantarla fue mínimo, y el gasto que representará este derribo les parece insignificante.

»Además, según la ley, compañero Elijah, esta residencia no podrá seguir en pie. Se halla situada en los terrenos propiedad de Hannis Gruer y, como únicamente puede haber una morada legal en cada propiedad, ésta no puede ser otra que la del dueño. La casa se construyó gracias a un permiso especial y para una finalidad determinada. Debe albergarnos a los dos durante un período de tiempo preciso, o sea, hasta terminar nuestra misión.

—¿Quién es Hannis Gruer? —preguntó Baley.

—El Director General de Seguridad de Solaria. Debemos presentarnos a él de inmediato.

—¿Ah, sí? ¿Quieres decirme, Daneel, cuándo podré saber algo concreto sobre mi misión? Estoy trabajando a tientas y esto no me gusta. No me costaría nada volverme a la Tierra. Por menos de…

Notó que el resentimiento se iba apoderando de él y se interrumpió.

Daneel permanecía imperturbable, esperando que su interlocutor le permitiese hablar.

—Lamento verte disgustado —dijo—. Mi información general sobre Solaria parece mayor que la tuya. En cambio, respecto del asesinato que nos ocupa sé tan poco como tú. Gruer nos dirá cuanto necesitamos saber. Así lo ha dispuesto el gobierno de Solaria.

—Muy bien, pues vayamos a ver al tal Gruer. ¿Vive muy lejos de aquí?

Baley pestañeó ante la idea de otro desplazamiento y sintió de muevo la familiar opresión en el pecho.

—No será necesario viajar, compañero Elijah —explicó Daneel—. Gruer nos está esperando en la sala de conversación.

—¿Una sala de conversación, también? —murmuró Baley torciendo el gesto. Luego añadió en voz más alta—: ¿Dices que nos está esperando?

—Eso creo.

—Pues, ¡vamos en seguida, Daneel!

Hannis Gruer era calvo como una bola de billar. No tenía pizca de cabello, ni siquiera en las sienes.

Baley tragó saliva y por cortesía trató de no mirar la reluciente calva, pero le resultó imposible. En la Tierra todo el mundo daba por sentado que los hombres del espacio eran altos y apuestos, pues ellos así se presentaban. Los hombres del espacio eran los señores indiscutibles de la Galaxia; todos eran altos, de tez bronceada, cabellos dorados y bella apostura. Eran corpulentos, fríos y aristocráticos. En una palabra, reunían todos los atributos físicos de R. Daneel Olivaw, pero eran humanos por añadidura.

Y, ciertamente, los que eran enviados a la Tierra poseían estas características. Quizá se les escogía deliberadamente por esta razón.

Pues bien, a la sazón tenía ante sí a un hombre del espacio que hubiera podido pasar perfectamente por un terrestre. Era calvo y, además, tenía una nariz imperfecta. No mucho, desde luego, pero la más ligera falta de simetría se destacaba en uno de su casta.

Baley le saludó con estas palabras:

—Buenas tardes, señor. Siento haberle hecho esperar.

Nada se perdía con ser cortés. Después de todo, tenía que trabajar con aquellas gentes.

Sintió el impulso de cruzar la vasta pieza, de unas dimensiones ridículamente grandes, para tenderle la mano en amistoso saludo. No le costó dominar este impulso. A ningún hombre del espacio le gustaría estrechar una mano por la que pululaban los gérmenes terrestres.

Gruer permanecía sentado con grave compostura, tan lejos de Baley como podía, con las manos ocultas en el interior de sus largas mangas. Probablemente llevaba filtros en la nariz, aunque él no pudiera distinguirlos.

Incluso le pareció que Gruer dirigía una mirada de desaprobación a Daneel, como diciendo: ¿Qué clase de hombre del espacio estás hecho que te acercas tanto a un terrestre?

Baley dedujo, sencillamente, que Gruer no sabía la verdad. Entonces fue cuando cayó en la cuenta de que Daneel permanecía de pie a cierta distancia. Más lejos de lo que acostumbraba. ¡Naturalmente! Si se acercaba demasiado, Gruer hallaría intolerable tal proximidad. Daneel no perdía ocasión de hacerse pasar por humano.

Gruer se dirigió a él, con voz agradable y cordial, pero de vez en cuando dirigía furtivas miradas a Daneel. Comenzó por decir:

—No me han hecho esperar mucho. Bienvenidos a Solaria, caballeros. ¿Están ustedes cómodamente instalados?

—Sí, señor; muy bien —respondió Baley, preguntándose si la etiqueta requería que Daneel, en su calidad de hombre del espacio hablase por los dos. Pero apartó irritado esta idea: ¡Qué caramba! Era a él a quien habían llamado para realizar la investigación. Los servicios de Daneel fueron solicitados posteriormente. Teniendo en cuenta tales circunstancias, Baley creía que no debía desempeñar un papel secundario y dejar la iniciativa a un robot, aunque fuese tan perfecto como Daneel. Éste no hizo el menor intento por llevar la voz cantante, ni Gruer parecía sorprendido o molesto por ello. Todo lo contrario, inmediatamente concentró su atención en Baley, haciendo caso omiso de Daneel.

—Agente Baley, todavía no sabe usted nada acerca del crimen para cuyo esclarecimiento se han solicitado sus servicios —dijo Gruer—. Me imagino que sentirá mucha curiosidad por conocer detalles. —Levantó ambos brazos, con lo que las mangas resbalaron hacia atrás, y cruzó negligentemente las manos sobre las rodillas—. Hagan el favor de sentarse, caballeros.

Ambos obedecieron, y Baley manifestó:

—Sí, sentimos gran curiosidad.

Observó que las manos de Gruer no estaban protegidas por guantes. El director general de Seguridad prosiguió:

—Lo hicimos deliberadamente, señor Baley. Queríamos que usted llegase aquí dispuesto a enfrentarse con el problema sin ningún tipo de prejuicios. Muy en breve le facilitaremos un detallado informe de las circunstancias que concurren en este crimen y de las pesquisas que hasta ahora se han realizado. Mucho me temo, señor Baley, teniendo en cuenta su gran experiencia que encontrará nuestras investigaciones ridículamente incompletas. En Solaria no contamos con fuerzas de policía.

—¿No tienen policías? —preguntó Baley.

Gruer se encogió de hombros, sonriendo.

—Aquí no existe el delito. Nuestra población es muy reducida y está enormemente dispersa. Y puesto que no hay ocasión para cometer delitos, tampoco hay motivos para constituir una fuerza de policía.

—Comprendo. Pero a pesar de ello, se ha cometido un crimen.

—Es cierto. Ha sido el primer delito violento ocurrido a lo largo de doscientos años de historia.

—Lástima pues que este primer delito haya sido un asesinato.

—Desde luego. Y lo más lamentable es que la víctima ha sido un hombre casi insustituible. Una víctima que significa una pérdida irreparable. Y por si fuese poco, este asesinato se vio rodeado de circunstancias particularmente brutales.

—Supongo que se desconoce por completo la identidad del asesino ¿no? —dijo Baley. (Esto era lo único que podía explicar la necesidad de importar a un detective terrestre.)

Gruer daba ciertas muestras de desasosiego. Dirigió una mirada de soslayo a Daneel, que permanecía sentado e inmóvil, convertido en un silencioso mecanismo que absorbía todo cuanto se decía. Baley sabía que Daneel era capaz de reproducir en cualquier momento aquella conversación, por larga que fuese. Era un magnetófono que andaba y hablaba como un hombre.

¿Lo sabía Gruer? La mirada que dirigió a Daneel tenía algo de furtiva. Gruer respondió:

—No, no puedo decir que el asesino sea completamente desconocido. En realidad, sólo una persona puede haber cometido ese crimen.

—¿Está seguro de no querer decir que sólo hay una persona que probablemente puede haber cometido ese crimen?

A Baley le disgustaban las afirmaciones tajantes y desconfiaba de los pensadores de salón, que daban categoría de certeza más que probabilidad a las especulaciones de la razón.

Pero Gruer movió su calva cabeza con gesto negativo.

—No. Sólo puede haberlo cometido una persona. Es imposible que haya sido otro… Completamente imposible.

—¿Completamente?

—Sí, se lo aseguro.

—En tal caso, asunto liquidado ¿no le parece?

—Al contrario. Existe un problema. La persona a la que me refiero tampoco pudo haberlo hecho.

Sin perder la compostura, Baley señaló:

—Entonces, ese crimen no tiene autor.

—Sin embargo, se perpetró en la persona de Rikaine Delmarre.

«Vaya, algo es algo —se dijo Baley—. Por lo menos conozco el nombre de la víctima.»

Sacó el cuadernillo de notas y lo apuntó solemnemente, en parte por deseo de mostrar que al menos disponía de algún indicio, y en parte, también, para no hacer demasiado evidente que estaba sentado al lado de una máquina registradora que no tenía necesidad de tomar notas.

—¿Cómo se escribe el nombre de la víctima? —preguntó.

Gruer lo deletreó.

—¿Cuál era su profesión?

—Fetologista.

Baley lo anotó sin más y siguió preguntando.

—Bien, ¿quién podría facilitarme una versión de primera mano acerca de las circunstancias que rodearon este asesinato?

Una triste sonrisa asomó a los labios de Gruer. Sus ojos se posaron de nuevo en Daneel, pero los apartó con presteza.

—Su esposa, agente Baley.

—¿Su esposa…?

—Sí, se llama Gladia.

Gruer pronunció este nombre partiéndolo en dos sílabas y acentuando la primera.

—¿Tenían hijos? —Baley permaneció con la vista fija en el cuadernillo de notas. Al no recibir respuesta, alzó la mirada—. ¿Tenían hijos?

Pero la boca de Gruer se había contraído en un rictus amargo. Parecía sentirse mal. Por último respondió:

—La verdad es que no lo sé.

—¡¿Cómo?! —exclamó Baley.

Gruer se apresuró a añadir:

—Sea como fuere, creo que haría usted mejor en aplazar sus gestiones hasta mañana. Ha realizado un viaje fatigoso, señor Baley, y probablemente estará cansado y hambriento.

Primero Baley se aprestó a negarlo, pero luego advirtió que la idea de hincarle el diente a un bocado le atraía de manera desusada. Dijo, pues:

—¿Quiere usted acompañarnos a comer?

No creía que Gruer aceptase la invitación, pues era un hombre del espacio, aunque le había llamado señor Baley durante la entrevista, lo cual resultaba sintomático.

Como era de esperar, Gruer se excusó.

—Lo siento, pero debo atender un compromiso. Tendré que dejarles. Buenas tardes.

Baley se levantó. La cortesía hubiera requerido que acompañara a Gruer hasta la puerta. Pero, en primer lugar, no le hacía ninguna gracia aproximarse al umbral, más allá del cual se extendía el espacio abierto, y en segundo lugar, no sabía exactamente dónde se hallaba la puerta. Por consiguiente, permaneció de pie, sin saber muy bien a qué atenerse.

Gruer sonrió y asintió con la cabeza.

—Nos veremos de nuevo —indicó—. Los robots que le atienden saben cómo ponerse en comunicación conmigo para el caso de que usted desee hablarme.

Luego desapareció como por ensalmo. Baley lanzó una exclamación de sorpresa. Gruer y la silla que ocupaba se habían volatilizado. La pared que Gruer tenía a sus espaldas y el piso que se extendía bajo sus pies cambiaron en un abrir y cerrar de ojos.

Daneel comentó tranquilamente:

—No estaba aquí en carne y hueso. Era una imagen tridimensional. Creía que lo habías adivinado. En la Tierra tenéis inventos parecidos.

—No como éste —murmuró Baley.

En la Tierra, la imagen tridimensional se hallaba contenida en un campo de fuerzas cúbico que se proyectaba contra un fondo. En cuanto a la imagen en sí, ésta temblaba ligeramente. En la Tierra era imposible confundir a una de tales imágenes con la realidad. Allí, en cambio…

No era de extrañar que Gruer no llevase guantes ni filtros nasales. Maldita la falta que le hacían.

—¿Quieres que vayamos a comer, compañero Elijah? —preguntó Daneel.

La cena se convirtió en un acontecimiento inesperado. Aparecieron varios robots. Uno de ellos puso la mesa. Otro sirvió la comida.

—¿Cuántos hay en la casa, Daneel? —inquirió Baley.

—Unos cincuenta, compañero Elijah.

—¿Se quedarán aquí mientras comemos? (Uno de ellos se situó en un rincón, con su cara y ojos brillantes vueltos hacia Baley.)

—Es lo que se acostumbra a hacer para llamarlos en caso necesario —explicó Daneel— Pero si su presencia te molesta no tienes más que ordenarles que se vayan.

Baley se encogió de hombros.

—¡Por mí que se queden!

En circunstancias normales, aquella cena le hubiera parecido deliciosa; pero a la sazón comía como un autómata. Observó distraídamente que Daneel también comía con eficiente maquinalidad. Después, naturalmente, vaciaría el saco de fluorocarbono donde iban a parar los alimentos que comía. Entretanto, Daneel seguía fingiendo un comportamiento humano.

—¿Es de noche? —preguntó Baley.

—Sí, ya es de noche—contestó Daneel.

Baley volvió la vista hacia la cama y puso mala cara: le parecía demasiado grande, lo mismo que el dormitorio. No había mantas con las que arroparse; tan sólo sábanas. Se sentiría muy poco protegido.

¡Qué difícil era todo! Ya había pasado por la enervante prueba de ducharse en un cuarto de baño contiguo al dormitorio. Si por un lado constituía el colmo del lujo, por otro le parecía muy poco higiénico. De pronto preguntó:

—¿Cómo se apaga la luz?

Una luz tenue iluminaba la cabecera del lecho, quizá con el fin de facilitar la lectura antes de dormir; pero Baley no estaba de humor para coger un libro.

—Cuando te dispongas a dormir, ya hay quien se ocupará de ello.

—Te refieres a los robots, ¿verdad? Por lo visto no se les escapa el menor detalle.

—Es su oficio.

—¡Diantre! Pero ¿hay algo que esos solarianos hagan por sí mismos? —murmuró Baley—. Me extraña que no viniese un robot a rascarme la espalda mientras me duchaba.

Sin el menor asomo de ironía en la voz, Daneel subrayó:

—Pues lo hubieran hecho, de haberlo pedido. En cuanto a los solarianos, hacen lo que se les antoja. Ningún robot toma iniciativas si no se les ordena, excepto cuando conciernen al bienestar de un ser humano.

—Bien, buenas noches, Daneel.

—Estaré en el dormitorio contiguo, compañero Elijah. Si durante la noche necesitaras algo…

—Lo sé. Acudirán los robots.

—Hay una superficie de contacto en la mesilla de noche. Sólo tienes que tocarla, y también yo acudiré.

Baley no conseguía conciliar el sueño. No hacía más que imaginarse la casa en que se hallaba, columpiándose en un difícil equilibrio sobre la epidermis de aquel mundo, con el vacío esperándole fuera, como un monstruo.

En la Tierra, su piso —cómodo, acogedor y abarrotado de cosas— estaba situado bajo el cobijo de muchos otros. Existían docenas de Niveles distintos en el subsuelo y miles de personas entre él y la superficie terrestre. Incluso en la Tierra —se decía a sí mismo— vivía gente en el Nivel Superior. Eran casas casi adyacentes al espacio abierto y por esa razón su alquiler resultaba tan barato.

Luego pensó en Jessie, que estaba a un millar de años luz. Sintió un deseo acuciante de levantarse de la cama, vestirse e ir hacia ella. Sus pensamientos se hicieron más confusos. Sólo con que hubiese un túnel, un hermoso y seguro túnel que se abriera camino entre sólida y segura roca, y entre metal desde Solaria a la Tierra, emprendería aquel interminable viaje a pie. Regresaría andando a la Tierra, junto a Jessie, para saborear de nuevo la comodidad y la seguridad de su hogar.

Seguridad.

Baley abrió los ojos. Sus brazos se tensaron y se incorporó apoyándose en un codo, en un gesto semiinconsciente.

¡Seguridad! Aquel hombre, Hannis Gruer, era el director general de Seguridad de Solaria. Así se lo había dicho Daneel. ¿Qué significaba seguridad? Si aquella palabra tenía el mismo sentido que en la Tierra, y de ello no había duda, entonces incumbía a Gruer la protección de Solaria contra cualquier invasión exterior o subversión interior.

¿Por qué se interesaba por un caso de asesinato? ¿Sería porque no existía policía en Solaria y la dirección general de Seguridad era el organismo competente para ocuparse de un crimen?

Gruer se había mostrado muy desenvuelto y natural con Baley, pero, de vez en cuando, dirigía furtivas miradas hacia donde se encontraba Daneel.

¿Sospechaba Gruer de los móviles que impulsaban a Daneel? Sus superiores le habían ordenado que mantuviese los ojos bien abiertos, y era probable que Daneel hubiese recibido consignas similares.

Era natural que Gruer pensase en la posibilidad de espionaje. Su cargo le obligaba a sospecharlo siempre que se presentase la oportunidad. Y también era lógico que no temiese demasiado a Baley, pues era un terrestre y representaba al menos temible de todos los mundos de la Galaxia.

En cambio, Daneel era oriundo de Aurora, el más antiguo, más grande y más fuerte de los Mundos Exteriores, y esto era ya otra cosa.

Baley recordaba perfectamente que Gruer no dirigió una sola vez la palabra a Daneel.

En ese caso, ¿por qué Daneel se empeñaba en hacerse pasar por un hombre? La primera explicación que dio Baley al hecho —la de que fuese un simple acto de jactancia por parte de los constructores aurorianos de Daneel— parecía fútil. A la sazón le resultaba evidente que había motivos más graves detrás de aquella mascarada.

Un hombre hubiera gozado de inmunidad diplomática, junto con cierta cortesía y afabilidad en el trato, pero un robot no podía pretender tanto. Entonces, ¿por qué Aurora no había enviado a un hombre de carne y hueso? ¿Por qué lo había apostado todo a una carta representada por un robot, por un falso hombre? Baley halló inmediatamente la respuesta a las preguntas que se había formulado. Un auténtico habitante de Aurora, un hombre del espacio de carne y hueso, no hubiera querido asociarse tan íntimamente, ni por tanto tiempo, con un terrestre.

Pero, admitiendo que todo esto fuese cierto, ¿por qué daba tanta importancia Solaria a este asesinato, hasta el punto de permitir que un terrestre y un auroriano se trasladasen a su planeta? Baley se sentía atrapado, acorralado en Solaria por las necesidades inherentes a su misión; acorralado por el peligro que corría la Tierra; acorralado en un ambiente que a duras penas podía soportar y acorralado por una responsabilidad que no podía rehuir. Y por si fuera poco, se veía atrapado en un conflicto entre hombres del espacio cuya verdadera naturaleza no alcanzaba a comprender.