El principio de los problemas del tío Andrew
—¡Suelta! ¡Suelta! —aulló Polly.
—¡No te estoy tocando! —protestó Digory.
Entonces sus cabezas salieron del estanque y, de nuevo, la soleada quietud del Bosque entre los Mundos los envolvió, y éste pareció más espléndido y tranquilo que nunca tras la rancidez y las ruinas del lugar que acababan de abandonar. Creo que, de haber tenido la oportunidad, habrían olvidado otra vez quiénes eran y de dónde venían; se habrían acostado en el suelo y habrían disfrutado, medio dormidos, escuchando crecer los árboles. Pero en aquella ocasión hubo algo que los mantuvo más que despiertos, pues en cuanto salieron y se encontraron sobre la hierba, descubrieron que no estaban solos. La reina, o la bruja, como uno prefiera llamarla, había ascendido con ellos, bien sujeta a los cabellos de Polly. Ése era el motivo por el que la niña gritaba «¡Suelta! ¡Suelta!».
Aquello demostró, de paso, otra cosa sobre los anillos que el tío Andrew no le había dicho a Digory porque él tampoco lo sabía. Para poder saltar de mundo en mundo mediante uno de aquellos anillos no era necesario llevarlo puesto ni tocarlo uno mismo; era suficiente si uno tocaba a alguien que lo estuviera tocando. De modo que funcionaban igual que un imán; y todo el mundo sabe que si levantas un alfiler con un imán, cualquier otro alfiler que toque al primero se levantará también.
Ahora que la veían en el bosque, la reina Jadis tenía un aspecto distinto. Estaba mucho más pálida que antes; tan pálida que apenas conservaba su belleza. Además, andaba encorvada y parecía que le costara trabajo respirar, como si el aire de aquel lugar la ahogara. Ninguno de los niños le tuvo el menor miedo entonces.
—¡Suéltame el pelo! —ordenó Polly—. ¿Qué pretendes con eso?
—¡Vamos! Suéltale el pelo. Ahora mismo —instó Digory.
Los dos giraron y forcejearon con la mujer. Eran más fuertes que ella y en unos pocos segundos la obligaron a soltarlos. La reina retrocedió tambaleante, entre jadeos, y en sus ojos había una expresión de terror.
—¡Rápido, Digory! —dijo Polly—. Cambiemos de anillos y entremos en el estanque que lleva a casa.
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Tened compasión! —chilló la bruja con voz débil, yendo tras ellos con pasos vacilantes—. Llevadme con vosotros. No puede ser que queráis abandonarme en este lugar horrible. Me está matando.
—Es una razón de Estado —respondió Polly con rencor—. Igual que cuando mataste a toda esa gente en tu propio mundo. Apresúrate, Digory.
Se habían puesto los anillos verdes, pero el niño dijo:
—¡Caramba! ¿Qué debemos hacer? —No podía evitar sentir lástima por la reina.
—¡No seas tonto! —increpó Polly—. Diez a uno a que sólo está fingiendo. Anda, vamos.
Y a continuación los dos niños se sumergieron en el estanque que conducía a casa. «¡Suerte que hicimos esa marca!», pensó Polly. Mientras saltaban, no obstante, Digory sintió que un dedo largo y frío y un pulgar lo habían sujetado de la oreja, y a medida que se hundían y las formas confusas de nuestro propio mundo empezaban a aparecer, la presión de aquel dedo y aquel pulgar fue creciendo. Al parecer la bruja empezaba a recuperar fuerzas. Digory forcejeó y asestó patadas, pero no le sirvió absolutamente de nada. Al cabo de un instante se encontraron en el estudio del tío Andrew; y allí estaba su tío en persona, contemplando boquiabierto a la maravillosa criatura que Digory había traído desde el más allá.
Y ya lo creo que tenía motivos para mirarla con asombro. Digory y Polly también lo hacían. No existía la menor duda de que la bruja se había recuperado de su desmayo; y ahora que uno la contemplaba en nuestro propio mundo, con objetos corrientes a su alrededor, realmente lo dejaba a uno sin aliento. En Charn había resultado inquietante: en Londres, resultaba aterradora. En primer lugar, no se habían dado cuenta hasta entonces de lo grande que era. «No parece humana», fue lo que pensó el niño al mirarla; y tal vez estaba en lo cierto, pues hay quien dice que hay sangre de gigantes en la familia real de Charn. Pero su estatura no era nada comparada con su belleza, su fiereza y su brutalidad. Parecía diez veces más viva que la mayoría de la gente con la que uno se tropieza en Londres, y el tío Andrew no dejaba de hacer reverencias y de frotarse las manos, con una expresión, la verdad sea dicha, sumamente asustada. Parecía una criatura insignificante al lado de la bruja. Y sin embargo, tal como Polly dijo después, existía una especie de parecido entre el rostro de la mujer y el de él, algo en la mirada. Era la expresión que tienen todos los magos perversos, la «Marca» que Jadis había dicho que no encontraba en el rostro de Digory. Algo bueno que resultó de verlos a los dos juntos fue que Digory ya no sentiría miedo del tío Andrew jamás, igual que uno tampoco sentiría miedo de un gusano después de haberse tropezado con una serpiente de cascabel ni le temería a una vaca después de enfrentarse a un toro enloquecido.
«¡Bah! —pensó Digory—. ¿“Él”, un mago? ¡No! ¡“Ella” sí que es genuina!».
El tío Andrew seguía frotándose las manos y haciendo reverencias. Intentaba decir algo muy educado, pero se le había secado la boca de tal modo que no podía hablar. El éxito de su «experimento» con los anillos, como él lo llamaba, se le escapaba de las manos, pues, aunque había mantenido escarceos con la magia durante años, siempre había dejado que todos los peligros, en la medida de lo posible, recayeran en otras personas. Nada parecido a aquello le había sucedido jamás.
Entonces Jadis habló, no muy fuerte, pero había algo en su voz que hizo que toda la habitación se estremeciera.
—¿Dónde está el mago que me ha traído a este mundo?
—Ah… ah… señora —jadeó el tío Andrew—. Me siento muy honrado… sumamente satisfecho… Un muy inesperado placer… Si al menos hubiera tenido tiempo de efectuar algunos preparativos…
—¿Dónde está el mago, estúpido? —insistió Jadis.
—Yo… yo, señora. Espero que disculpe cualquier… eh… libertad que estos traviesos chiquillos puedan haberse tomado. Le aseguro que no existía la menor intención de…
—¿Tú? —dijo la reina con una voz aún más terrible.
Luego, de una zancada, cruzó la habitación, agarró un buen puñado de los grises cabellos del tío Andrew y le echó hacia atrás la cabeza de modo que el rostro del hombre se alzara hacia el de ella. A continuación estudió su cara del mismo modo que había estudiado la de Digory en el palacio de Charn. El anciano pestañeó y se lamió los labios nerviosamente durante todo el escrutinio. Finalmente la mujer lo soltó, de un modo tan repentino que lo envió, trastabillando, contra la pared.
—Ya veo —dijo la reina en tono despectivo—, eres un mago… más o menos. Levántate, perro, y no te quedes ahí tumbado como si hablaras con tus iguales. ¿Cómo es que sabes magia? No tienes sangre real, podría jurarlo.
—Bien… ah… tal vez no en el sentido estricto de la palabra —tartamudeó el tío Andrew—. No exactamente real, señora. Los Ketterley son, no obstante, una familia muy antigua. Un antigua familia del condado de Dorset, señora.
—Silencio —dijo la bruja—, ya comprendo lo que eres: un insignificante mago mercachifle que actúa siguiendo normas y libros; no existe auténtica magia ni en tu sangre ni en tu corazón. En mi mundo acabamos con los de tu clase hace mil años, pero aquí te permitiré que seas mi siervo.
—Me sentiría muy feliz… estaría encantado de ser de utilidad… todo un pla… placer, se lo aseguro.
—¡Silencio! Hablas demasiado. Presta atención a tu primera tarea. Veo que nos encontramos en una ciudad grande, así que consígueme un carruaje o una alfombra voladora o un dragón bien adiestrado, o lo que acostumbre utilizar la gente de la realeza y la nobleza en tu país. Luego llévame a lugares donde pueda conseguir ropas, joyas y esclavos dignos de mi categoría. Mañana iniciaré la conquista de este mundo.
—I… i… iré a pedir un coche de caballos al instante —jadeó el tío Andrew.
—Detente —le dijo la bruja, justo cuando alcanzaba la puerta—. Ni sueñes siquiera con traicionarme. Mis ojos pueden ver a través de paredes y en las mentes de los hombres. Estarán puestos en ti vayas a donde vayas. A la primera señal de desobediencia lanzaré tales hechizos sobre tu persona que cualquier cosa sobre la que te sientes te parecerá un hierro al rojo vivo, y cada vez que te acuestes en una cama habrá bloques invisibles de hielo a tus pies. ¡Ahora vete!
El anciano salió, igual que un perro con el rabo entre las piernas.
Los niños temieron entonces que Jadis tuviera algo que decirles sobre lo sucedido en el bosque. No obstante, lo cierto fue que jamás lo mencionó, ni entonces ni después. Creo, igual que opina Digory, que su mente era incapaz de recordar aquel lugar silencioso, y no importaba lo a menudo que uno la llevara allí ni el tiempo que la dejara en aquel lugar, la mujer seguía sin saber que existía. Al quedarse sola entonces con los niños, tampoco prestó la menor atención a ninguno de ellos; lo que también era muy propio de ella. En Charn no había prestado atención a Polly, hasta el último momento, porque era Digory la persona que deseaba utilizar. Supongo que la mayoría de brujas se comportan así, y no sienten interés por cosas o personas a menos que puedan utilizarlas; son criaturas terriblemente prácticas. Así pues, reinó el silencio en la habitación durante un minuto o dos, aunque uno podía darse cuenta por el modo en que Jadis golpeaba con el pie en el suelo que la mujer empezaba a impacientarse.
—¿Qué está haciendo ese viejo idiota? —dijo por fin, como si hablara consigo misma—. Debería haber traído un látigo.
Dicho eso abandonó la habitación majestuosamente en persecución del tío Andrew sin dedicar ni una mirada a los niños.
—¡Uf! —exclamó Polly, soltando un largo suspiro de alivio—. Y ahora debo ir a casa. Es tremendamente tarde. Me regañarán.
—De acuerdo, pero regresa tan pronto como puedas —dijo Digory—. Es espantoso tenerla aquí. Debemos organizar algún plan.
—Eso es cosa de tu tío —declaró ella—. Fue él quien empezó a jugar con la magia.
—De todas formas, regresarás, ¿verdad? Diablos, no puedes dejarme solo en un apuro como éste.
—Regresaré a casa por el túnel —replicó Polly con bastante frialdad—. Será el modo más rápido de hacerlo. Y si quieres que regrese, ¿no deberías decir que lo sientes?
—¿Sentirlo? —exclamó él—. Vaya, ¡a ver si eso no es típico de una chica! ¿Qué he hecho?
—Nada, desde luego —repuso ella en tono sarcástico—. Tan sólo estuviste a punto de desenroscarme la muñeca en la sala de las figuras de cera, como un vulgar matón cobarde; golpeaste la campana con el martillo, como un idiota, y retrocediste allá en el bosque de modo que ella tuvo tiempo de agarrarte antes de que saltásemos al interior de nuestro estanque. Eso es todo.
—¡Oh! —dijo Digory, muy sorprendido—. Bueno, de acuerdo. Lo siento. De verdad lamento lo sucedido en la habitación de las figuras de cera. Ya está: ya he dicho que lo siento. Y ahora, sé buena chica y regresa. Estaré en un aprieto increíble si no lo haces.
—No veo qué puede sucederte. Es el señor Ketterley quien se va a sentar sobre sillas al rojo vivo y encontrará hielo en su cama, ¿no es cierto?
—No se trata de eso. Lo que me preocupa es mi madre. Supongamos que esa criatura entrara en su habitación. Podría darle un susto de muerte.
—Vaya, comprendo —respondió Polly, en un tono de voz distinto—. De acuerdo; hagamos las paces. Regresaré, si puedo. Pero ahora debo irme.
Y se deslizó por la puertecilla al interior del túnel; y aquel lugar oscuro situado entre las vigas que había parecido tan emocionante y lleno de aventuras unas pocas horas antes, le resultó entonces tranquilo y acogedor.
Pero volvamos al tío Andrew, pues su pobre y viejo corazón latía violentamente mientras descendía tambaleante la escalera del desván y no dejaba de secarse la frente con un pañuelo. Cuando llegó a su dormitorio, que se encontraba en el piso de abajo, se encerró en él con llave, y lo primero que hizo fue buscar a tientas en el armario una botella y una copa que siempre ocultaba allí, donde la tía Letty no podía encontrarlas. Se sirvió un trago de alguna desagradable bebida de adultos y la vació de un trago. A continuación aspiró con fuerza.
—¡Madre mía! —dijo para sí—. Estoy alteradísimo. ¡Esto es increíble! ¡Y a mi edad!
Se sirvió una segunda copa y también la vació; luego empezó a cambiarse de ropa. Tú no habrás visto nunca prendas como aquéllas, pero yo las recuerdo bien. Se puso un cuello almidonado, muy alto y brillante, de esos que te obligaban a mantener la barbilla alzada todo el tiempo. Se colocó un chaleco blanco con bordados y dispuso la cadena de oro de su reloj sobre la parte frontal. Se enfundó en su mejor levita, la que guardaba para bodas y funerales, y a continuación tomó su mejor sombrero de copa y le sacó lustre. Sobre el tocador había un jarrón con flores, que la tía Letty había colocado allí, así que tomó una y se la puso en el ojal. También sacó un pañuelo limpio, uno muy bonito, de los que ya no se encuentran hoy en día, del cajón pequeño de la izquierda y depositó unas gotas de perfume en él. Para finalizar, asió su monóculo, uno con una gruesa cinta negra, y se lo encajó en el ojo; hecho todo eso, se contempló en el espejo.
Los niños hacen tonterías a su manera, como es bien sabido, y los adultos también, pero de otro modo. En aquel momento el tío Andrew empezaba a hacer el ridículo de un modo propio de un adulto. Ahora que la bruja ya no estaba en la misma habitación que él, comenzaba a olvidar rápidamente cómo lo había asustado y pensaba cada vez más en su maravillosa belleza. No dejaba de decirse: «Una mujer magnífica, sí señor, una mujer magnífica. Una criatura espléndida». También se las había arreglado para olvidar que habían sido los niños quienes habían encontrado a la «criatura espléndida»: se sentía como si él mismo, gracias a su magia, la hubiera hecho venir desde un mundo desconocido.
—Andrew, amigo mío —se dijo mientras se contemplaba en el espejo—, te conservas increíblemente bien para tu edad. Eres un hombre de aspecto distinguido.
Como puedes ver, el iluso anciano realmente empezaba a imaginar que la bruja se enamoraría de él. Seguro que las dos copas tenían algo que ver con la idea, y también sus mejores ropas. De todos modos, él siempre era tan presumido como un pavo real; por eso se había convertido en mago.
Abrió la puerta, bajó la escalera, envió a la criada en busca de un coche de caballos —todo el mundo tenía gran cantidad de criados en aquellos tiempos— y echó una ojeada al salón. Allí, como ya esperaba, encontró a la tía Letty, muy ocupada en remendar un colchón que estaba colocado en el suelo, cerca de la ventana, con ella arrodillada encima.
—Ah, Letitia, querida —saludó—. Tengo… ah… tengo que salir. Necesito que me prestes cinco libras, anda, sé una buena xica.
Tío Andrew siempre decía «xica» en lugar de chica.
—No, Andrew, querido —respondió la tía Letty con su voz firme y tranquila, sin alzar los ojos de su tarea—; te he dicho innumerables veces que no te prestaré dinero.
—Oh, vamos, no seas pesada, mi querida xica —insistió el tío Andrew—. Es muy importante. ¿Es que no ves que me colocas en una posición muy incómoda si no lo haces?
—Andrew —replicó la tía Letty, mirándolo directamente a la cara—, me sorprende que no te dé vergüenza pedirme dinero.
Existía una larga y aburrida historia de adultos tras aquellas palabras, pero todo lo que necesitas saber al respecto es que el tío Andrew, entre mucho decir que él se ocuparía de «administrar las cuestiones financieras de la querida Letty por ella» sin llegar a hacerlo nunca, y contraer enormes deudas por la compra de coñac y tabaco (facturas que la tía Letty pagaba una y otra vez), había dejado a su hermana bastante más pobre de lo que lo era treinta años atrás.
—Mi querida muchacha —insistió él—, no lo comprendes. Me han surgido unos cuantos gastos inesperados. Debo atender ciertos compromisos sociales. Vamos, no seas pesada.
—Y ¿con quién, pregunto yo, tienes ese compromiso social, Andrew? —inquirió ella.
—Un… una visitante muy distinguida acaba de llegar.
—¡Distinguida, bobadas! —exclamó la tía Letty—. Nadie ha llamado a la campanilla de la puerta durante la última hora.
En ese momento la puerta se abrió violentamente de par en par. Tía Letty volvió la mirada y vio con asombro que una mujer enorme, vestida con gran magnificencia, con los brazos al descubierto y ojos centelleantes, se hallaba de pie en el umbral. Era la bruja.