Un encuentro inesperado
—Despierta, Digory; despierta, Alado —oyeron decir a Polly—. ¡Es verdad! ¡Se ha convertido en un árbol de caramelo! Y hace una mañana deliciosa.
La suave luz temprana del sol penetraba a raudales a través del bosque y la hierba mostraba un tono gris debido al rocío mientras que las telarañas eran como hilos de plata. Justo a su lado había un pequeño árbol de madera oscura, aproximadamente del tamaño de un manzano. Las hojas eran blanquecinas y con aspecto de papel, como la planta llamada lunaria, y estaba cargado de pequeños frutos marrones que recordaban dátiles.
—¡Hurra! —chilló Digory—. Pero voy a darme un chapuzón primero. —Y atravesó a toda velocidad unos cuantos matorrales floridos en dirección a la orilla del río.
¿Te has bañado alguna vez en un río de montaña que discurre en forma de cascadas superficiales sobre piedras rojas, azules y amarillas con los rayos del sol cayendo sobre sus aguas? Es como si fuera el mar: en cierto modo, incluso mejor. Lo malo es que Digory tuvo que volver a vestirse sin secarse pero valió la pena. Cuando regresó, fue Polly quién bajó y se dio un baño; al menos eso fue lo que dijo que había estado haciendo, pero nosotros sabemos que no era demasiado buena nadadora y tal vez sea mejor no hacer demasiadas preguntas. Alado también visitó el río pero se limitó a permanecer inmóvil en mitad de la corriente, inclinándose para tomar un buen trago de agua y agitando luego las crines mientras relinchaba varias veces.
Polly y Digory se pusieron a almacenar la cosecha del árbol de caramelo. La fruta era deliciosa; no era exactamente igual que un caramelo —más blanda, en primer lugar, y jugosa— sino una fruta que recordaba un caramelo. Alado también tomó un excelente desayuno; probó una de las frutas de caramelo y le gustó, pero dijo que prefería la hierba a aquella hora de la mañana. A continuación, y con cierta dificultad, los niños montaron sobre su lomo y se inició el segundo viaje.
Fue aún mejor que el día anterior, en parte porque todos se sentían muy descansados, y en parte porque el sol que acababa de salir se hallaba a sus espaldas y, claro está, todo muestra un aspecto más bonito cuando la luz lo ilumina sin cegar. Fue un paseo maravilloso. Las enormes montañas nevadas se alzaban por encima de sus cabezas en todas direcciones. Los valles, abajo, a sus pies, eran sumamente verdes, y todos los arroyos que caían desde los glaciares al interior del río principal eran tan azules que era como volar sobre alhajas gigantescas. Les habría gustado que aquella parte de la aventura durara más; pero no tardaron en olfatear el aire y empezar a decir: «¿Qué es esto?» y «¿No hueles algo?» y «¿De dónde viene? ». Un aroma divino, cálido y dorado, como si proviniera de las frutas y flores más deliciosas del mundo, ascendía hasta ellos desde algún punto situado más adelante.
—Procede de ese valle que tiene un lago —indicó Alado.
—Es cierto —corroboró Digory—. ¡Y mirad! Hay una colina verde en el extremo opuesto del lago. Y fijaos en lo azul que es el agua.
—Ése debe de ser el Lugar —dijeron los tres a la vez.
Alado empezó a descender poco a poco en amplios círculos. Los picos helados se fueron alzando más y más sobre sus cabezas, y el aire les llegó más cálido y fragante por momentos, tan fragante que casi arrancaba lágrimas de los ojos. El caballo planeó entonces con las alas extendidas e inmóviles, y agitaba los cascos en preparación para el aterrizaje en tierra firme. La empinada colina verde corrió veloz a su encuentro y en unos instantes se posaron en su ladera, no sin cierta torpeza. Los niños saltaron de su montura, cayeron sin hacerse daño sobre la cálida y delicada hierba y se pusieron en pie algo jadeantes.
Les quedaba sólo una cuarta parte del camino para llegar a lo alto de la colina, y emprendieron la marcha inmediatamente para alcanzar la cumbre; aunque, en mi opinión, Alado no habría logrado subir sin las alas, que lo ayudaban a mantener el equilibrio y lo impulsaban con un aleteo de vez en cuando. Toda la parte superior de la colina estaba rodeada por un gran muro de verde hiedra, y al otro lado de la pared crecían árboles. Sus ramas colgaban por encima del muro, y las hojas no sólo eran de color verde sino también de color azul y plata cuando el viento las agitaba. Una vez que alcanzaron la cima, los viajeros tuvieron que dar la vuelta a casi todo el perímetro del muro verde antes de encontrar las puertas: grandes portones de oro, cerrados a cal y canto, que miraban al este.
Hasta aquel momento creo que Alado y Polly habían tenido la idea de que entrarían con Digory; pero entonces ya no pensaron lo mismo. Si había una propiedad privada en el mundo, era ésa. A simple vista se veía que pertenecía a alguien. Únicamente un tonto soñaría con entrar a menos que lo hubieran enviado allí por un asunto muy especial. El mismo Digory comprendió al momento que los otros no debían ni podían entrar con él, de modo que avanzó solo hacia las puertas.
Cuando las tuvo cerca vio las palabras escritas con letras de plata sobre las puertas de oro. Decían algo parecido a esto:
Entra por las puertas de oro o no entres, toma mi fruta para otros o abstente, pues aquellos que roban o que mis muros escalan, junto a lo que buscan, la desesperación hallan.
—«Toma mi fruta para otros» —dijo Digory para sí—. Vaya, pues eso es lo que voy a hacer. Supongo que eso significa que no debo comer ninguna fruta. No sé qué significa toda esa palabrería de la última línea. «Entra por las puertas de oro». Vaya, ¡quién va a querer escalar una pared si puede entrar por la puerta! Pero ¿cómo se abren las puertas? —Apoyó la mano en ellas y las puertas se separaron, abriéndose hacia dentro y girando sobre sus goznes sin hacer el menor ruido.
Ahora que veía el interior del lugar, éste parecía más privado que nunca. Entró solemnemente, mirando a su alrededor. Todo estaba muy tranquilo allí dentro. Incluso la fuente que se alzaba cerca del centro del jardín emitía un sonido apenas audible. El embriagador olor estaba por todas partes: era un lugar feliz pero muy formal.
Supo cuál era el árbol correcto al instante, por una parte porque se alzaba justo en el centro y por otra porque las grandes manzanas plateadas que lo cubrían brillaban con fuerza y proyectaban una luz propia sobre las zonas de sombra que no alcanzaban los rayos del sol. Fue directo hacia él, tomó una manzana y la guardó en el bolsillo superior de su chaqueta; aunque no pudo evitar contemplarla y olerla antes de guardarla.
Habría sido mejor que no lo hubiese hecho, pues una sed y un hambre terribles se apoderaron de él, junto con un ansia de probar aquella fruta. La introdujo a toda prisa en el bolsillo; pero había muchas otras. ¿Estaría mal probar una? Al fin y al cabo, se dijo, tal vez el aviso de la puerta no fuera exactamente una orden; quizá se tratase únicamente de un consejo… y ¿a quién le importan los consejos? Incluso aunque se tratara de una orden, ¿la estaría desobedeciendo si comía una manzana? Ya había obedecido la parte que se refería a tomar una «para otros».
Mientras meditaba sobre todo aquello dio la casualidad de que miró a lo alto a través de las ramas en dirección a la copa del árbol. Allí, sobre una rama situada encima de su cabeza, dormitaba una hermosa ave. Digo «dormitaba» porque parecía casi dormida; tal vez no del todo, pues tenía un ojo abierto, apenas una diminuta rendija. Era más grande que un águila, con el pecho de color azafrán, la cabeza coronada por una cresta escarlata y la cola de color morado.
«—Y eso sencillamente demuestra —dijo Digory más tarde cuando se lo contó a sus compañeros— que uno no puede bajar la guardia en estos lugares mágicos. Nunca se sabe quién puede estar observando».
Pero creo que Digory no habría tomado una manzana para sí de todos modos. Cosas como «No robar» eran inculcadas en los niños, creo, con mucha más severidad en aquellos tiempos que ahora. Con todo, nunca se puede estar seguro.
Digory giraba ya para regresar a las puertas cuando se detuvo para echar una última ojeada a su alrededor. Se llevó un gran sobresalto. No estaba solo. Allí, apenas a unos pocos metros de distancia, estaba la bruja, que en aquellos momentos arrojaba al suelo el corazón de una manzana que acababa de comerse. El jugo era más oscuro de lo que cabría esperar y le había dejado una horrible mancha alrededor de la boca. Digory supuso al instante que debía de haber entrado trepando por encima del muro, y empezó a comprender qué podía significar aquel último verso sobre obtener lo que más deseas y encontrar a la vez la desesperación. La bruja parecía más poderosa y orgullosa que nunca, e incluso, en cierto modo, triunfante; pero su rostro mostraba una palidez cadavérica, estaba blanca como la sal.
Todo aquello pasó como un relámpago por la mente de Digory en un segundo; luego puso pies en polvorosa y corrió en dirección a las puertas a toda velocidad; la bruja fue tras él. En cuanto salió, las puertas se cerraron a su espalda por sí solas. Aquello le proporcionó una ventaja pero no durante mucho tiempo. Para cuando alcanzó a los otros y les gritó: «¡De prisa, monta, Polly! ¡Arriba, Alado!», la bruja ya había escalado el muro, o saltado por encima, y le pisaba los talones.
—Quédese donde está —gritó Digory, volviéndose para mirarla—, o desapareceremos todos. No se acerque ni un centímetro.
—¡Niño estúpido! —dijo la bruja—. ¿Por qué huyes de mí? No quiero hacerte daño. Si no te detienes y me escuchas ahora, te perderás una información que podría hacerte feliz toda la vida.
—Bueno, pues no quiero oírla, gracias —respondió él; pero sí quería.
—Sé qué te ha traído aquí —prosiguió la bruja—, porque era yo quien estaba muy cerca de vosotros en el bosque anoche y oí todos vuestros secretos. Te has llevado fruta de ese jardín de ahí. La guardas en el bolsillo ahora y vas a llevársela, sin probarla, al león; para que él se la coma, para que él la utilice. ¡Eres un estúpido! ¿Sabes qué es esa fruta? Te lo diré. Es la manzana de la juventud, la manzana de la vida. Lo sé porque la he probado; y noto ya esos cambios en mí misma que sé que jamás envejeceré ni moriré. Cómetela, muchacho, cómetela; y tú y yo viviremos para siempre y seremos el rey y la reina de todo este mundo…, o de tu mundo, si decidimos regresar allí.
—No, gracias —respondió Digory—. No sé si me gustaría mucho seguir viviendo después de que todos los que conozco hubieran muerto. Prefiero vivir el tiempo habitual y morir e ir al cielo.
—Pero ¿qué pasa con esta madre tuya a la que dices querer tanto?
—¿Qué tiene que ver ella con esto?
—¿No te das cuenta, estúpido, de que un mordisco de esa manzana la curaría? La tienes en el bolsillo. Estamos aquí solos y el león está muy lejos. Usa tu magia y regresa a tu mundo. Dentro de un minuto podrías estar junto a la cabecera de tu madre, dándole la fruta. Al cabo de cinco minutos verás como el color regresa a su rostro. Te dirá que el dolor ha desaparecido y no tardará en decirte que se siente más fuerte. Entonces se dormirá… piensa en ello; horas de dulce sueño natural, sin dolor, sin medicamentos. Al día siguiente todos comentarán el modo tan maravilloso en que se ha recuperado, y muy pronto volverá a encontrarse bien del todo. Todo volverá a estar bien. Tu hogar volverá a ser feliz. Serás como los demás muchachos.
—¡Vaya! —exclamó Digory como si lo hubieran herido, y se llevó la mano a la cabeza; en aquel momento supo que tenía ante él el más terrible de los dilemas.
—¿Qué ha hecho el león por ti para que te conviertas en su esclavo? —inquirió la bruja—. ¿Qué puede hacerte una vez que hayas regresado a tu mundo? ¿Y qué pensaría tu madre si supiera que «podías» haberle quitado el dolor y devuelto la vida y evitado que a tu padre se le partiera el corazón, y que no «quisiste»; que preferiste hacer recados para un animal salvaje en un mundo extraño que no te incumbe?
—No… no creo que sea un animal salvaje —dijo Digory con voz reseca—. Es… no sé…
—Entonces es algo peor —insistió la bruja—. Mira lo que te ha hecho ya; mira en lo despiadado que te ha convertido. Eso es lo que hace con todos los que le escuchan. ¡Muchacho cruel y desalmado! Dejarías morir a tu madre antes que…
—¡Por favor, cállese! —espetó el desdichado Digory, todavía con la misma voz—. ¿Cree que no me doy cuenta? Pero… lo prometí.
—Ah, pero no sabías lo que prometías. Y no hay nadie aquí que pueda impedírtelo.
—A mi madre —dijo él, pronunciando las palabras con dificultad— no le gustaría…, es terriblemente estricta con lo de cumplir las promesas… y lo de no robar… y con todas esas cosas. Si estuviera aquí, «ella» me diría que no lo hiciera, sin pensárselo.
—Pero no tiene por qué saberlo nunca —siguió la bruja, hablando con más dulzura de la que correspondía a alguien con un rostro tan feroz—. Tú no le dirás cómo has conseguido la manzana. Tu padre tampoco tiene por qué saberlo nunca. Nadie en tu mundo tiene por qué saber nada de toda esta historia. No tienes por qué llevar a la niña de vuelta contigo, ¿sabes?
Ahí fue donde la bruja cometió su fatal error. Desde luego, Digory sabía que Polly podía marcharse gracias a su anillo con la misma facilidad con que él podía hacerlo con el suyo; pero, al parecer, la bruja no lo sabía. Y lo ruin de la sugerencia de que debía dejar a Polly allí de repente hizo que todas las otras cosas que la mujer le había dicho sonasen falsas y sin sentido. E incluso en medio de toda su desdicha, su mente se aclaró de improviso, y dijo, con una voz diferente y mucho más potente:
—Oiga, ¿usted qué hace aquí? ¿Por qué siente tanto cariño por mi madre tan de repente? ¿Qué tiene eso que ver con usted? ¿A qué juega?
—Muy bien dicho, Digory —musitó Polly en su oído—. ¡Rápido! Vámonos ya.
La niña no se había atrevido a decir nada durante la discusión porque, naturalmente, no era su madre quien se estaba muriendo.
—Arriba, pues —dijo Digory, izándola sobre el lomo de Alado y subiéndose luego él tan rápido como le fue posible.
El caballo desplegó las alas.
—Marchaos pues, estúpidos —chilló la bruja—. ¡Piensa en mí, muchacho, cuando te veas viejo, débil y moribundo, y recuerda cómo desperdiciaste la oportunidad de una juventud eterna! No se te volverá a ofrecer.
Estaban ya tan altos que apenas la oían. Tampoco malgastó tiempo la bruja en alzar los ojos para mirarlos; vieron cómo se ponía en camino hacia el norte descendiendo por la ladera de la colina.
Se habían puesto en marcha temprano aquella mañana y lo sucedido en el jardín no había durado demasiado tiempo, de modo que tanto Alado como Polly dijeron que sin duda estarían de vuelta en Narnia antes del anochecer. Digory no dijo ni palabra en todo el camino de regreso, y sus compañeros no se atrevieron a hablarle. El niño se sentía muy triste y ni siquiera estaba seguro de haber hecho lo correcto; pero cada vez que recordaba las brillantes lágrimas de los ojos de Aslan recuperaba la seguridad.
Durante todo el día, el caballo voló sin parar con alas incansables; siempre al este con el río como guía, a través de montañas y por encima de agrestes colinas cubiertas de árboles, y luego sobre la gran catarata y descendiendo más y más, en dirección al punto donde los bosques de Narnia quedaban oscurecidos por la sombra del imponente risco, hasta que por fin, cuando el cielo enrojecía ya con el crepúsculo tras ellos, vio un lugar en el que estaban reunidas muchas criaturas junto al río. Pronto distinguió a Aslan en persona en medio de todas ellas. Alado planeó en dirección al suelo, extendió las cuatro patas, plegó las alas y aterrizó al trote. Luego frenó. Los niños desmontaron. Digory vio que todos los animales, enanos, sátiros, ninfas y otros seres se apartaban a izquierda y derecha para dejarle paso. Avanzó hacia Aslan, le entregó la manzana y dijo:
—Le he traído la manzana que quería, señor.