La aventura de Fresón
Digory mantuvo la boca bien cerrada. Cada vez se sentía más incómodo, aunque confiaba en que, sucediera lo que sucediese, no empezaría a lloriquear o hacer algo ridículo.
—Hijo de Adán —dijo Aslan—, ¿estás dispuesto a enmendar el mal que has causado a mi dulce Narnia el mismo día de su nacimiento?
—Bueno, no veo qué puedo hacer —respondió él—. La reina huyó y…
—Pregunto: ¿estás dispuesto? —insistió el león.
—Sí —respondió Digory.
Por un segundo había tenido la loca idea de decir: «Intentaré ayudarte si prometes ayudar a mi madre», pero comprendió a tiempo que el león no era la clase de ser con el que se pueden hacer tales tratos. Sin embargo en cuanto dijo «Sí», pensó en su madre, y en las grandes esperanzas que había albergado, y en cómo se iban desvaneciendo todas ellas, y se le hizo un nudo en la garganta y afloraron lágrimas a sus ojos, y soltó:
—Pero por favor, por favor…, querrás… ¿no puedes darme algo que cure a mi madre?
Hasta aquel momento sus ojos habían estado puestos en las enormes patas del león y las grandes zarpas que tenían; pero entonces, en su desesperación, alzó la vista hacia su rostro. Lo que vio lo sorprendió más que nada en el mundo, pues el rostro leonino estaba inclinado cerca del suyo y —¡oh, gran maravilla!— había enormes lágrimas brillantes en los ojos del león. Eran tan grandes y resplandecientes comparadas con las lágrimas de Digory que, por un momento, el niño creyó que el animal sentía más pena por su madre que él mismo.
—Hijo mío, hijo mío —dijo Aslan—. Lo sé. La pena es muy grande. Únicamente tú y yo en este país lo sabemos por el momento. Vamos a ayudarnos el uno al otro. Pero también debo pensar en cientos de años de la vida de Narnia. La bruja que has traído a este mundo regresará a Narnia. Pero no tiene por qué suceder aún. Es mi deseo plantar en Narnia un árbol al que no se atreverá a acercarse, y ese árbol protegerá al país de ella durante muchos años. De ese modo, esta tierra disfrutará de una larga y brillante mañana antes de que ninguna nube cubra el sol. Tienes que conseguirme la semilla de la que brotará ese árbol.
—Sí, señor —respondió Digory.
No sabía cómo podría hacerlo pero en aquellos momentos se sentía muy seguro de que sería capaz de llevarlo a cabo. El león aspiró con fuerza, inclinó aún más la cabeza y le dio un beso de león. Al instante Digory se sintió imbuido de una nueva energía y valentía.
—Querido hijo —siguió Aslan—, te diré lo que debes hacer. Date la vuelta, mira al oeste y dime qué ves.
—Veo unas montañas enormes, Aslan —respondió Digory—. Veo el río que desciende por los riscos en forma de catarata. Y más allá del acantilado hay elevadas colinas verdes cubiertas de bosques. Y detrás de ellas hay cordilleras más altas aún que casi parecen negras. Y luego, todavía más lejos, hay grandes montañas nevadas todas amontonadas, igual que un dibujo de los Alpes. Y detrás de ésas no hay otra cosa que el cielo.
—Ves bien —indicó el león—. El territorio de Narnia termina allí donde desciende la catarata, y una vez que hayas llegado a lo alto de los acantilados estarás fuera de Narnia y en el interior del Territorio Salvaje del oeste. Debes viajar a través de esas montañas hasta que encuentres un valle verde con un lago azul en su interior, cercado por montañas de hielo. En el extremo del lago hay una empinada colina verde, y en lo alto de esa colina, un jardín. En el centro del jardín hay un árbol. Arranca una manzana de ese árbol y tráemela.
—Sí, señor —volvió a decir Digory.
No tenía la menor idea de cómo escalaría el acantilado y encontraría el camino en medio de todas aquellas montañas, pero no quiso decirlo por temor a que sonara a excusa. Lo que sí dijo fue:
—Aslan, espero que no sea algo muy urgente. No podré ir y volver muy rápido.
—Pequeño Hijo de Adán, tendrás ayuda —respondió el león.
Se volvió entonces hacia el caballo, que había permanecido muy quieto junto a ellos todo el tiempo, sacudiendo la cola para mantener alejadas las moscas, y sin dejar de escuchar con la cabeza ladeada, como si la conversación fuera un poco difícil de comprender.
—Querido amigo —dijo Aslan al caballo—, ¿te gustaría ser un caballo alado?
Fue todo un espectáculo el modo en que el caballo agitó las crines e hinchó los ollares, y después dio un golpecito en el suelo con uno de los cascos traseros. Estaba claro que le encantaría ser un caballo alado, aunque se limitó a responder:
—Si lo deseas, Aslan, si realmente lo dices en serio… no sé por qué debo ser yo…, no soy un caballo muy inteligente.
—He aquí tus alas. Serás el padre de todos los caballos alados —rugió el león con una voz que hizo temblar el suelo—. Tu nombre es Alado.
El caballo dio un respingo, igual que lo había hecho en aquellos deprimentes días en que tiraba de un cabriolé. Luego lanzó un sonoro relincho y echó con fuerza el cuello hacia atrás, como si una mosca le picara en los hombros y quisiera rascárselos. Y entonces, exactamente del mismo modo en que los animales habían surgido de la tierra, brotaron de los hombros de Alado alas que se desplegaron y crecieron, más grandes que las de las águilas, más grandes que las de los cisnes, más grandes que las de los ángeles que aparecen en las vidrieras de las iglesias; y las plumas brillaban con tonalidades castañas y cobrizas. Agitó con fuerza las alas y se elevó en el aire. A seis metros por encima de Aslan y Digory, lanzó un bufido, relinchó y corveteó. Luego, tras efectuar un vuelo en círculo alrededor de ellos, descendió al suelo, con los cuatro cascos juntos y cierta expresión de timidez y sorpresa, pero sumamente complacido.
—¿Te gusta, Alado? —preguntó Aslan.
—Me encanta, Aslan.
—¿Estás dispuesto a llevar a este pequeño Hijo de Adán sobre el lomo hasta el valle de las montañas que he mencionado?
—¿Qué? ¿Ahora? ¿En este momento? —inquirió Fresón, o Alado, como debemos llamarlo a partir de ahora—. ¡Hurra! Monta, pequeño, ya he llevado cosas como tú en el lomo antes. Hace mucho, mucho tiempo. Cuando había campos de pastos y terrones de azúcar.
—¿Qué murmuran las dos Hijas de Eva? —preguntó Aslan, volviéndose de improviso hacia Polly y la esposa del cochero, que se habían hecho muy amigas.
—Por favor, señor —dijo la reina Helen, pues así se llamaba ahora Nellie, la esposa del cochero—. Creo que a la niña le encantaría acompañarlos, si no es molestia.
—¿Qué tiene que decir Alado al respecto? —inquirió el león.
—Ah, no me importa llevar a los dos, ¡con lo pequeños que son! —respondió el aludido—. Pero espero que el elefante no desee venir también.
El elefante no estaba pensando en eso, así que el nuevo rey de Narnia ayudó a los dos niños a subir: es decir, dio a Digory un buen empujón y colocó a Polly con tanta suavidad y delicadeza sobre el lomo del caballo como si estuviera hecha de porcelana y pudiera romperse.
—Tuyos, Fresón… que digo, Alado. ¡Vaya lío!
—No voléis demasiado alto —aconsejó Aslan—. No intentéis pasar por encima de los picos de las enormes montañas de hielo. Buscad los valles, los lugares con vegetación, y volad a través de ellos. Siempre habrá un paso. Y ahora, marchad con mi bendición.
—¡Alado! —dijo Digory, inclinándose al frente para palmear el lustroso cuello del caballo—. ¡Qué divertido! Sujétate fuerte, Polly.
Al minuto siguiente el suelo quedó atrás por debajo de ellos, y empezó a dar vueltas cuando Alado, como una enorme paloma, describió uno o dos círculos antes de iniciar el largo vuelo hacia el oeste. Al mirar abajo, Polly apenas pudo distinguir al rey y a la reina, e incluso Aslan era solamente una mancha amarilla sobre la hierba verde. Muy pronto el viento sopló en su rostro y las alas del caballo se pusieron a batir el aire con movimientos regulares.
Toda Narnia, con su paisaje multicolor de pastos, rocas, brezos y distintas clases de árboles, se extendió a sus pies, con el río serpenteando por ella como una cinta de mercurio. A su derecha veían más allá de las cumbres de las colinas bajas situadas al norte; detrás de aquellas colinas, un extenso páramo ascendía suavemente hasta la línea del horizonte. A su izquierda las montañas eran mucho más altas, pero de vez en cuando aparecía una abertura por la que se conseguía ver, entre empinados bosques de coníferas, una fugaz visión de las tierras del sur situadas al otro lado, azuladas y lejanas.
—Allí debe de estar Archenland —dijo Polly.
—Sí, ¡pero mira al frente! —indicó Digory.
Pues en aquel momento una enorme barrera de riscos se alzaba ante ellos y se vieron casi deslumbrados por la luz del sol que danzaba en la gran catarata mediante la cual el río descendía entre rugidos y burbujeos al interior de Narnia procedente de las altas tierras del oeste en las que nacía. Volaban tan alto ya que el tronar de aquellos saltos de agua les llegaba únicamente como un sonido débil y apagado, pero no se hallaban a suficiente altura como para volar por encima de las cumbres de los riscos.
—Aquí tendremos que zigzaguear un poco —advirtió Alado—. Sujetaos bien fuerte.
Empezaron a volar a un lado y a otro, elevándose con cada giro. El aire refrescó y oyeron el grito de las águilas por debajo de ellos.
—¡Eh, vuelve la cabeza! ¡Mira hacia atrás! —exclamó Polly.
Al hacerlo pudieron ver todo el valle de Narnia que se extendía hasta donde, junto antes de alcanzar el horizonte oriental, se veía un destello del mar. Y se encontraban entonces a tal altura que distinguieron escarpadas montañas de aspecto diminuto que se alzaban más allá de los páramos del noroeste, y llanuras de lo que parecía arena a lo lejos, en el sur.
—Ojalá tuviéramos a alguien que nos dijera qué son todos esos lugares —dijo Digory.
—No creo que sean ningún sitio aún —indicó Polly—. Quiero decir, allí no vive nadie, y no sucede nada. Este mundo ha nacido hoy.
—Sí, pero con el tiempo la gente los poblará —replicó Digory—. Y entonces tendrán historia, ya sabes.
—Bueno, pues es estupendo que de momento no la tengan. Porque así no pueden obligar a nadie a que se la aprenda. Batallas y fechas y todas esas tonterías.
Se encontraban ya por encima de los acantilados y en unos minutos el valle de Narnia desapareció de la vista, a sus espaldas. En aquellos instantes volaban por encima de un territorio salvaje de colinas empinadas y bosques oscuros, siguiendo aún el curso del río. Las montañas grandes de verdad se elevaban amenazadoras al frente; pero entonces el sol daba en los ojos de los viajeros y éstos no podían ver las cosas con demasiada claridad en aquella dirección. El sol siguió descendiendo hasta que el cielo occidental pareció un enorme horno lleno de oro fundido; y se puso por fin tras un escarpado pico que se perfilaba en aquella luminosidad tan nítido y plano como si estuviera recortado en una cartulina.
—No es que haga mucho calor aquí arriba —comentó Polly.
—Y empiezan a dolerme las alas —dijo Alado—. No se ve ni rastro del valle con un lago en su interior, tal como dijo Aslan. ¿Y si descendemos y buscamos un lugar adecuado para pasar la noche? Hoy no llegaremos a ese lugar.
—Sí, y sin duda debe de ser ya hora de cenar —dijo Digory.
Así pues, Alado descendió poco a poco y, a medida que se acercaban a la tierra y penetraban entre las colinas, el aire se tornó más cálido y tras viajar tantas horas sin tener nada que escuchar aparte del batir de las alas del caballo, resultó agradable oír otra vez los familiares sonidos de tierra firme; el canturreo del río sobre su lecho de piedra y el crujido de los árboles mecidos por la suave brisa. Un cálido y agradable olor a tierra calentada por el sol y a hierba y flores ascendió hasta ellos. Finalmente Alado tomó tierra, y Digory saltó al suelo y ayudó a Polly a desmontar. Ambos se alegraron de estirar las entumecidas piernas.
El valle al que habían descendido se encontraba en el corazón de las montañas; cumbres nevadas, una de ellas con una tonalidad entre rosa y rojiza por el reflejo de la puesta de sol, se alzaban por encima de sus cabezas.
—Tengo hambre —dijo Digory.
—Bueno, pues sírvete —indicó Alado, tomando un gran bocado de hierba.
A continuación alzó la cabeza, masticando aún y con briznas de hierba sobresaliendo a cada lado de la boca como si fueran bigotes, y añadió:
—Vamos, vosotros dos. No seáis tímidos. Hay cantidad suficiente para todos nosotros.
—Pero no podemos comer hierba —se quejó Digory.
—Hum, hum —respondió el caballo, que hablaba con la boca llena—. Bueno… hum… pues no sé qué haréis entonces. Además, es una hierba muy buena.
Polly y Digory intercambiaron miradas de desaliento.
—Vaya, alguien podría haber pensado en la comida —declaró el niño.
—Estoy segura de que Aslan os habría preparado algo si se lo hubierais pedido —dijo el caballo.
—¿No se le podía ocurrir a él solo? —inquirió Polly.
—Yo no digo que no se le ocurriera —repuso el caballo, con la boca todavía llena—. Pero tengo la impresión de que le gusta que le pidan las cosas.
—Pero ¿qué diablos vamos a hacer? —quiso saber Digory.
—La verdad es que no lo sé —respondió Alado—. A menos que probéis la hierba. A lo mejor os gusta más de lo que pensáis.
—¡No seas ridículo! —dijo Polly, golpeando el suelo con el pie—. Está claro que los humanos no podemos comer hierba, del mismo modo que tú no puedes comer carne de cordero.
—¡Por Dios, no hables de carne ni cosas así! —protestó Digory—. ¡Se me hace la boca agua!
Digory dijo que lo mejor sería que Polly regresara a casa con la ayuda del anillo y consiguiera algo de comer allí; él no podía hacerlo porque había prometido cumplir directamente las instrucciones de Aslan y, si aparecía una vez por casa, podía suceder cualquier cosa que impidiera su regreso. Pero Polly dijo que no pensaba abandonarlo, y el niño respondió que eso era algo muy decente por su parte.
—¿Sabes qué? —dijo Polly—. Todavía tengo los restos de aquella bolsa de caramelos en la chaqueta. Será mejor que nada.
—Mucho mejor —convino Digory—. Pero ten cuidado de introducir la mano en el bolsillo sin tocar el anillo.
Fue una tarea difícil y delicada pero finalmente consiguieron llevarla a cabo. La pequeña bolsa de papel estaba muy blanda y pegajosa cuando por fin la sacaron, de modo que fue más una cuestión de arrancar la bolsa de los caramelos que de sacar los caramelos de la bolsa. Algunos adultos —ya se sabe lo quisquillosos que pueden ser con esta clase de cosas— habrían preferido pasar sin cenar antes que comer aquellos caramelos. Había nueve en total, y fue Digory quien tuvo la brillante idea de que comieran cuatro cada uno y plantaran el noveno; pues, como dijo:
—Si la barra arrancada del farol se convirtió en un arbolito de luz, ¿por qué no podría esto convertirse en un árbol de caramelo?
Así pues, abrieron un agujerito en la tierra y enterraron el caramelo. Luego se comieron los otros, haciéndolos durar todo lo que pudieron. Fue una comida más que ligera, ¡y eso que comieron también algún trocito de papel que no pudieron despegar!
Alado se acostó en el suelo una vez finalizada su excelente cena. Los niños se le acercaron entonces y se sentaron uno a cada lado, apoyados contra su cálido cuerpo, sintiéndose realmente a gusto cuando él los tapó con las alas. Mientras las brillantes y jóvenes estrellas de aquel mundo nuevo hacían su aparición se dedicaron a conversar sobre todo lo sucedido: cómo Digory había esperado conseguir algo para su madre y cómo, en su lugar, lo habían enviado a realizar aquel encargo. Y se repitieron el uno al otro todas las señales por las que identificarían los lugares que buscaban, que eran el lago azul y la colina con un jardín en la cumbre. La conversación empezaba a hacerse más lenta a medida que se adormilaban, cuando de improviso Polly se sentó muy erguida y totalmente espabilada y dijo:
—¡Chist!
Todos aguzaron el oído cuanto pudieron.
—A lo mejor sólo era el viento que sopla en los árboles —sugirió Digory al rato.
—No estoy tan seguro —dijo Alado—. De todos modos… ¡esperad! Ahí va otra vez. Por Aslan, sí que hay algo.
El caballo se incorporó con mucho ruido y una gran agitación; los niños estaban ya en pie y observaban. El animal trotó a un lado y a otro, olisqueando y relinchando, mientras los niños avanzaban sigilosamente aquí y allá para mirar detrás de todos los árboles y matorrales. A cada momento pensaban que veían algo, y hubo una ocasión en que Polly estuvo totalmente segura de haber visto una figura alta y oscura que se alejaba rápidamente y en silencio en dirección oeste. De todos modos no consiguieron descubrir nada y al final Alado se acostó de nuevo y los niños volvieron a acomodarse —si ésa es la palabra correcta— bajo sus alas. Se durmieron de inmediato. Alado permaneció despierto mucho más tiempo, moviendo las orejas de un lado a otro en la oscuridad y estremeciéndose ligeramente de vez en cuando, como si una mosca se hubiera posado sobre su piel; pero, finalmente, también él se durmió.