El primer chiste y otras cuestiones
Desde luego se trataba de la voz del león. Hacía tiempo que los niños estaban seguros de que podía hablar: sin embargo, sintieron un sobresalto entre terrible y delicioso cuando lo hizo.
De los árboles surgieron gentes estrafalarias, dioses y diosas del bosque; salieron acompañados de faunos, sátiros y enanos. Del río emergió el dios del río con sus hijas náyades. Y todos aquellos seres y todas las bestias y aves en sus diferentes voces, graves o agudas, apagadas o claras, respondieron:
—Salve, Aslan. Escuchamos y obedecemos. Estamos despiertos. Amamos. Pensamos. Hablamos. Sabemos.
—Pero, bueno, ¡todavía nos queda por aprender! —dijo una voz nasal y resoplante; y aquello sí que hizo dar un salto a los niños, pues era el caballo del cabriolé quien había hablado.
—El bueno de Fresón —dijo Polly—. Me alegro de que fuera uno de los que eligió para ser una Bestia Parlante.
—¡Caray! —dijo el cochero, que se hallaba ahora de pie junto a los niños—. Ya decía yo que este caballo era muy listo.
—Criaturas, os doy vuestro ser —dijo la voz potente y alegre de Aslan—. Os entrego para siempre este país de Narnia. Os doy los bosques, las frutas, los ríos. Os doy las estrellas y me entrego yo mismo a vosotros. Las criaturas mudas que no he elegido también os pertenecen. Tratadlas con cariño y amadlas pero no volváis a comportaros como ellas, no sea que dejéis de ser Bestias Parlantes. Pues provenís de ellas y a ellas podéis regresar. No lo hagáis.
—No, Aslan, no lo haremos, no lo haremos —dijeron todos.
Y un descarado cuervo añadió en voz alta: «¡Ni hablar!» y, puesto que todos los demás habían dejado de hablar justo antes de que lo dijera, sus palabras sonaron con total nitidez en medio de un profundo silencio; tal vez tú ya hayas descubierto lo terrible que eso puede resultar…, pongamos por caso, en una fiesta. El cuervo se sintió tan avergonzado que ocultó la cabeza bajo el ala como si fuera a dormirse, en tanto que los demás animales emitían varios ruiditos curiosos que eran sus distintos modos de reír y que, desde luego, nadie ha oído jamás en nuestro mundo. Al principio intentaron contener la risa, pero Aslan dijo:
—Reíd y no temáis, criaturas. Ahora que ya no sois mudas ni necias, no tenéis por qué mostraros siempre solemnes. Pues los chistes, igual que la justicia, van unidos al habla.
Así pues todos los animales y seres fantásticos se relajaron. Y fue tal el júbilo que el cuervo reunió valor suficiente de nuevo y se encaramó a la cabeza del caballo del cabriolé, entre sus orejas. Aplaudió con las alas y dijo:
—¡Aslan! ¡Aslan! ¿Me he inventado el primer chiste? ¿Le contarán siempre a todo el mundo cómo inventé el primer chiste?
—No, amiguito —respondió el león—. No has «inventado» el primer chiste, simplemente has «sido» el primer chiste.
Entonces rieron más que nunca; pero al cuervo no le importó y rió igual de fuerte hasta que el caballo sacudió la cabeza y el ave perdió el equilibrio y cayó, aunque recordó que tenía alas —todavía no estaba acostumbrada a ellas— antes de llegar al suelo.
—Así pues —declaró Aslan—, Narnia queda establecida. Ahora debemos pensar en mantenerla a salvo. Convocaré a algunos de vosotros a mi consejo. Venid acá conmigo, jefe enano, y tú, dios del río, y tú, roble y tú, búho, y los dos cuervos y el elefante. Debemos hablar. Pues aunque el mundo no tiene ni cinco horas de vida una criatura malvada ha entrado ya en él.
Las criaturas que había nombrado se adelantaron y el león marchó en dirección este con ellas. Las otras se pusieron a hablar, diciendo cosas como:
—¿Qué ha dicho que había entrado en el mundo?… Una criatura malada… ¿Qué es una criatura malada?
—No, no ha dicho malada, sino una criatura valada.
—Bueno, ¿y qué es eso?
—Oye —dijo Digory a Polly—, tengo que ir tras él…, tras Aslan, quiero decir, el león. Debo hablar con él.
—¿Crees que podemos? Yo no me atrevería.
—Debo hacerlo —respondió Digory—. Se trata de mi madre. Si alguien puede darme algo que la cure, es él.
—Voy con vosotros —ofreció el cochero—. Me ha caído bien. Y no creo que las otras bestias vayan a atacarnos. Y quiero hablar con el viejo Fresón.
Así que los tres avanzaron con osadía —o más bien con tanta osadía como fueron capaces— en dirección a la asamblea de animales. Las criaturas estaban tan ocupadas conversando entre ellas y trabando amistad, que no se dieron cuenta de la presencia de los tres seres humanos hasta que éstos estuvieron muy cerca; tampoco oyeron al tío Andrew, que estaba de pie temblando en sus botines a bastante distancia y gritaba, aunque no muy convencido:
—¡Digory! ¡Regresa! Regresa inmediatamente cuando te lo ordenan. Te prohíbo que des un paso más.
Cuando por fin se encontraron justo en medio de los animales, éstos dejaron de hablar y los miraron con asombro.
—¿Bien? —dijo finalmente el castor macho—. ¿Qué son estas cosas, por el amor de Aslan?
—Por favor —empezó a decir Digory casi sin resuello, cuando un conejo intervino, diciendo:
—Son una especie de lechugas gigantes, o eso creo yo.
—No, no somos lechugas, de verdad que no —se apresuró a asegurar Polly—. No tenemos buen sabor.
—¡Vaya! —dijo el topo—. Pueden hablar. ¿Quién ha oído hablar jamás de una lechuga parlanchina?
—A lo mejor son el segundo chiste —sugirió el cuervo.
Una pantera, que estaba lavándose la cara, paró por un momento para decir:
—Bueno, pues si lo son, no son ni la mitad de buenos que el primero. Al menos, no veo nada divertido en ellos. —Bostezó y prosiguió con su lavado.
—Por favor —suplicó Digory—. Tengo muchísima prisa. Quiero ver al león.
Mientras ellos hablaban, el cochero intentaba llamar la atención de Fresón, hasta que finalmente lo consiguió.
—Hola, Fresón, viejo amigo —dijo—. Tú me conoces. No te quedes ahí como si no supieras quién soy.
—¿De qué habla esa cosa, caballo? —preguntaron varias voces.
—Bueno —dijo Fresón muy despacio—, no lo sé exactamente. Creo que a muchos de nosotros todavía nos queda mucho por aprender. Pero tengo una vaga idea de haber visto algo parecido. Me da la sensación de haber vivido en otro lugar, o haber sido otra cosa, antes de que Aslan nos despertara a todos hace unos minutos. Está todo muy confuso. Es como un sueño. Pero en él había cosas similares a estos tres.
—¿Qué? —exclamó el cochero—. ¿No me conoces? ¿Yo, que te daba una papilla de salvado caliente las noches que estabas alicaído? ¿Yo, que te cepillaba bien? ¿Yo, que nunca olvidaba ponerte la manta cuando hacía frío? ¡Nunca lo hubiera dicho, Fresón!
—Ahora empiezo a recordar —dijo el caballo, pensativo—. Sí. Deja que piense, deja que piense. Sí, solías atar una horrible cosa negra a mi espalda y luego me pegabas para que corriera, y por muy lejos que llegara esa cosa negra venía siempre traqueteando detrás de mí.
—Había que ganarse el pan, ¿sabes? —respondió el cochero—. Tú y yo, ¡los dos! Y sin trabajo ni látigo, no habría habido establo ni heno ni papilla de salvado, y tampoco avena. Porque a ti te gustaba la avena, ¡nadie lo negará!
—¿Avena? —inquirió el caballo, irguiendo las orejas—. Sí, recuerdo vagamente. Sí, empiezo a recordar cada vez más cosas. Siempre estabas sentado muy erguido en algún lugar detrás de mí y yo siempre corría delante, tirando de ti y de la cosa negra. Sé que yo hacía todo el trabajo.
—En verano, lo admito —respondió él—. Trabajo abrasador para ti y un asiento fresco para mí. Pero ¿qué hay del invierno, cuando tú te mantenías caliente y yo estaba sentado allí arriba con los pies como témpanos de hielo, la nariz enrojecida por el viento helado y las manos tan agarrotadas que apenas podía sujetar las riendas?
—Era un país duro y cruel —dijo Fresón—. No había hierba. Todo eran piedras duras.
—¡Qué razón tienes, compañero! —asintió el cochero—. ¡El mundo es duro! Siempre he dicho que los adoquines no son buenos para los caballos. Pero ¡así es Londres, ya lo creo! A mí me gusta tan poco como a ti. Tú eras un caballo de campo, y yo era un hombre de campo. ¡Hasta cantaba en el coro! ¡Ya lo creo que sí! Pero en el campo no podía ganarme la vida.
—Basta, por favor —intervino Digory—. ¿Podríamos seguir? El león se aleja cada vez más, y es urgentísimo que hable con él.
—Mira, Fresón —dijo el cochero—. El joven está preocupado porque necesita hablar con el león; ése al que llamáis Aslan. ¿Por qué no lo dejas montar sobre tu lomo, cosa que él agradecerá muchísimo, y lo llevas trotando hasta el león? Y la jovencita y yo os seguiremos a pie.
—¿Montar? —inquirió el animal—. Ah, ahora recuerdo. Significa sentarse sobre mi lomo. Recuerdo que había un pequeño de dos patas como tú que lo hacía mucho tiempo atrás. Acostumbraba a darme pequeños terrones cuadrados de una sustancia blanca. Tenían un sabor… ah, maravilloso, más dulce que la hierba.
—Ah, debía de ser azúcar —dijo el cochero.
—Por favor, Fresón —rogó Digory—, deja, deja que suba y llévame hasta Aslan.
—Bueno, no me importa —respondió el caballo—. Pero sólo una vez. Sube.
—Buen chico, Fresón —dijo el cochero—. Vamos, jovencito, te echaré una mano.
Digory no tardó en estar instalado sobre el lomo del animal, y bastante cómodo, además, pues ya había montado sin silla antes en su poni.
—Arre, Fresón —indicó.
—¿No tendrás por casualidad un poco de esa sustancia blanca, supongo? —inquirió su montura.
—No; me temo que no.
—Bueno, qué le vamos a hacer —respondió él, y se pusieron en marcha.
En aquel momento un enorme bulldog, que había estado olisqueando y mirando con suma atención, dijo:
—¡Mirad! ¿No hay ahí otra de esas criaturas curiosas…? ¡Ahí, junto al río, bajo los árboles!
Entonces todos los animales miraron y vieron al tío Andrew, de pie, muy quieto entre los rododendros y confiando en que nadie advirtiera su presencia.
—¡Vamos! —dijeron varias voces—. Vayamos a averiguarlo.
Así que, mientras Fresón se alejaba trotando a buen paso con Digory en una dirección —con Polly y el cochero siguiéndolos a pie—, la mayoría de las criaturas corrieron hacia el tío Andrew entre rugidos, ladridos, gruñidos y otros ruidos que indicaban un alegre interés.
Ahora debemos retroceder un poco y explicar cómo había interpretado toda la escena el tío Andrew. Ésta no le había producido la misma impresión que al cochero y a los niños; pues lo que uno ve y oye depende en gran medida del lugar donde esté, y también depende de la clase de persona que uno sea.
Desde el momento en que habían aparecido los animales, el tío Andrew había ido retrocediendo más y más hacia el interior del bosquecillo. Los observaba con suma atención; pero lo que atraía su interés no era ver lo que hacían, sino vigilar por si se abalanzaban sobre él. Al igual que la bruja, era sumamente práctico. No se dio cuenta de que Aslan elegía a una pareja de cada clase de animales; todo lo que vio, o creyó ver, fue a un montón de peligrosos animales salvajes que deambulaban de un modo impreciso, y no dejó de preguntarse por qué los otros animales no huían del enorme león.
Cuando llegó el gran momento y las bestias hablaron, no se enteró absolutamente de nada; por un motivo muy interesante. Cuando el león había empezado a cantar por primera vez, hacía ya mucho rato, cuando todo estaba aún bastante oscuro, había comprendido que el ruido era una canción, y ésta no le había gustado nada. Le hacía pensar y sentir cosas que no quería pensar ni sentir. Luego, cuando salió el sol y vio que el cantor era un león —«nada más que un león», como se dijo para sus adentros—, intentó por todos los medios convencerse de que no cantaba y jamás había cantado; de que sólo rugía como lo haría cualquier león en un zoológico de nuestro mundo. «Es imposible que haya cantado —pensó—, debo de haberlo imaginado. No he hecho nada para impedir que mis nervios se descontrolen. ¿Quién ha oído jamás que un león pueda cantar?». Y cuanto más bellamente cantaba el animal, con más ahínco intentaba el tío Andrew convencerse de que no oía otra cosa que rugidos. Ahora bien, el principal inconveniente de intentar volverse más estúpido de lo que realmente se es, es que muy a menudo se consigue. El tío Andrew lo consiguió. Pronto ya no oyó nada más que rugidos en la canción de Aslan; al poco rato habría sido incapaz de oír otra cosa aunque lo hubiera deseado. Y cuando por fin el león habló y dijo: «Narnia, despierta», no oyó palabras: oyó únicamente un gruñido. Luego, cuando los animales hablaron en respuesta, a él sólo le llegaron ladridos, gruñidos y aullidos; y cuando rieron…, bueno, resulta fácil imaginarlo. Aquello fue peor para el tío Andrew que cualquier cosa que hubiera sucedido hasta entonces; las bestias hambrientas emitieron el clamor más horrendo y ávido de sangre que había oído en toda su vida. Luego, con gran cólera y horror por su parte, vio como los otros tres humanos salían a campo abierto para ir al encuentro de los animales.
—¡Idiotas! —dijo para sí—. Ahora esas bestias se comerán los anillos junto con los niños y jamás podré regresar a casa. ¡Qué muchacho más egoísta es Digory! Y los otros son iguales. Si quieren desperdiciar su vida, es cosa suya. Pero ¿qué sucede conmigo? ¡Les importa un rábano! Nadie piensa en mí.
Finalmente, cuando todo el grupo de animales se abalanzó hacia él, dio media vuelta y salió huyendo precipitadamente. En aquel momento quedó bien claro que el aire de aquel mundo joven realmente le estaba sentando de maravilla al anciano caballero. En Londres era demasiado mayor para correr, pero ahora corría a una velocidad que le habría asegurado el triunfo en la carrera de los cien metros de cualquier escuela primaria de Gran Bretaña. Los faldones de la levita ondeando a su espalda resultaban todo un espectáculo. Pero, claro está, no le sirvió de nada. Muchos de los animales que lo perseguían eran criaturas veloces; era la primera carrera que habían hecho en sus vidas y todos ansiaban hacer uso de sus nuevos músculos.
—¡Tras él! ¡Tras él! —gritaron—. ¡A lo mejor es esa criatura malada! ¡Vamos! ¡A la carrera! ¡Cortadle el paso! ¡Rodeadlo! ¡Seguid! ¡Hurra!
En pocos minutos algunos de ellos lo adelantaron, luego se colocaron en fila y le cerraron el paso. Otros lo rodearon por detrás. Mirara a donde mirase, todo le producía pavor. Las cornamentas de alces enormes y el inmenso rostro de un elefante se alzaron amenazadores sobre su persona; pesados y serios osos y jabalíes gruñeron a su espalda, y leopardos y panteras de mirada insolente y expresiones sarcásticas —en su opinión— lo contemplaron fijamente y menearon la cola. Lo que más le impresionó fue la cantidad de fauces abiertas. Los animales en realidad habían abierto las bocas para jadear, pero él pensó que lo habían hecho para devorarlo.
El tío Andrew se detuvo tembloroso y balanceándose de un lado a otro. Para empezar, jamás le habían gustado los animales, pues por lo general le inspiraban temor; y, desde luego, años de crueles experimentos con animales le habían hecho odiarlos y temerlos aún más.
—Bien, señor —dijo el bulldog en tono práctico—, ¿es usted animal, vegetal o mineral?
Eso fue lo que dijo realmente; pero todo lo que el tío Andrew oyó fue «¡Grrrrr!».