Robert Langdon tardó en despertarse.
Unos rostros lo miraban desde arriba.
«¿Dónde estoy?»
En seguida recordó dónde estaba. Se sentó lentamente bajo la Apoteosis. Tenía la espalda dolorida por haber dormido sobre la dura pasarela.
«¿Dónde está Katherine?»
Consultó el reloj de Mickey Mouse.
«Ya casi es la hora».
Se puso de pie, mirando con cuidado por encima del pasamanos hacia el vacío que se abría a sus pies.
—¿Katherine? —llamó.
El nombre despertó ecos en el silencio de la Rotonda desierta.
Recogió del suelo la americana de tweed, la sacudió y se la puso. Miró en los bolsillos. La llave de hierro que le había dado el Arquitecto había desaparecido.
Volvió sobre sus pasos por la pasarela y se encaminó hacia la abertura que les había enseñado Bellamy: una empinada escalera metálica que ascendía por un estrecho espacio oscuro. Empezó a subir. Siguió subiendo, más y más alto. La escalera se hacía cada vez más angosta y empinada, pero aun así Langdon continuó.
«Sólo un poco más».
A partir de cierto punto, los peldaños casi se transformaban en las traviesas de una escalera de mano, y el pasadizo se constreñía hasta extremos alarmantes. Finalmente, la escalera terminó y Langdon llegó a un pequeño rellano con una pesada puerta de metal. La llave de hierro estaba en la cerradura. Langdon empujó la puerta entreabierta y los goznes crujieron. Al otro lado, el aire parecía frío. Cuando franqueó el umbral hacia la lóbrega oscuridad, se dio cuenta de que estaba a la intemperie.
—Estaba a punto de bajar a buscarte —le dijo Katherine, sonriendo—. Ya casi es la hora.
Cuando reconoció el lugar, Langdon sofocó una exclamación de sorpresa. Se encontraba sobre una diminuta pasarela alrededor del pináculo de la cúpula del Capitolio. Justo encima de él, la estatua de bronce de la Libertad contemplaba desde lo alto la capital que dormía. La imagen miraba al este, donde las primeras pinceladas rojizas del alba empezaban a colorear el horizonte.
Katherine guio a Langdon por la pasarela hasta situarse ambos mirando al oeste, perfectamente alineados con el National Mall. A lo lejos, la silueta del Monumento a Washington se erguía a la luz del amanecer. Desde esa perspectiva, el gigantesco obelisco les pareció aún más impresionante que antes.
—Cuando lo construyeron —susurró Katherine— era la estructura más alta del planeta.
Langdon recordó las viejas fotografías en sepia de los canteros que trabajaban en los andamios, a más de ciento cincuenta metros de altura, y colocaban manualmente, uno a uno, todos los bloques.
«Somos constructores —pensó—, somos creadores».
Desde el principio de los tiempos, el hombre había sentido en su interior algo más, algo superior. Había anhelado poseer poderes que no tenía. Había soñado con volar, con sanar y con transformar el mundo de todas las maneras imaginables.
Y lo había conseguido.
Ahora los santuarios de las proezas humanas adornaban el National Mall. Los museos de la Smithsonian florecían con nuestros inventos, nuestro arte, nuestra ciencia, y las ideas de nuestros grandes pensadores. Contaban la historia del hombre como creador, desde los utensilios de piedra del Museo de Historia de los Indígenas Norteamericanos, hasta los reactores y los cohetes del Museo Nacional del Aire y el Espacio.
«Si nuestros antepasados nos vieran ahora, seguramente nos tomarían por dioses».
Mientras miraba a través de la niebla que precede al alba la vasta geometría de museos y monumentos que se extendía ante él, Langdon volvió a contemplar una vez más el Monumento a Washington. Imaginó el ejemplar solitario de la Biblia, dentro de la piedra angular enterrada, y pensó que la Palabra de Dios era en realidad la palabra del hombre.
Pensó en el gran circumpunto y en su presencia en la explanada circular, bajo el monumento que se levantaba en la encrucijada de la nación, y recordó de pronto la pequeña caja de piedra que Peter le había confiado. Se dio cuenta entonces de que el cubo, al desplegarse, había formado exactamente la misma figura geométrica que tenía ante sí: una cruz con un circumpunto en el centro. Langdon se echó a reír.
«Incluso la caja apuntaba hacia este lugar».
—¡Mira, Robert! —Katherine le señaló la cúspide del monumento.
Entonces, fijando más la vista, consiguió ver lo que ella le indicaba.
Al otro lado del Mall, un destello diminuto de dorada luz solar resplandecía reflejado en la cúspide del gigantesco obelisco. El punto reluciente no tardó en volverse aún más brillante, centelleando en la punta de aluminio del vértice. Langdon siguió mirando, maravillado, mientras la luz se transformaba en el haz de un faro, que se proyectaba sobre la ciudad sumida en la penumbra. Imaginó las letras diminutas grabadas en la cara oriental del remate de aluminio y comprendió asombrado que el primer rayo de sol que cada mañana incidía sobre la capital del país, día tras día, iluminaba antes que nada dos palabras: «Laus Deo».
—Robert —susurró Katherine—, aquí nunca sube nadie al amanecer. Esto es lo que mi hermano quería que viéramos.
Langdon sintió que se le aceleraba el pulso, mientras el fulgor de la cúspide del monumento se volvía más intenso.
—Según Peter, ésta es la razón por la que los fundadores de la nación levantaron un monumento tan alto. No sé si eso es cierto, pero sé que hay una ley muy antigua que prohíbe construir en la capital un monumento más alto que éste.
La luz siguió bajando centímetro a centímetro por el vértice del obelisco mientras el sol trepaba por el horizonte, a sus espaldas. Contemplando el paisaje, Langdon casi podía sentir a su alrededor el movimiento de las esferas celestiales, que trazaban sus órbitas eternas a través del espacio vacío. Pensó en el Gran Arquitecto del Universo y recordó que Peter le había dicho que sólo el Arquitecto podía revelarle el tesoro que quería enseñarle. Langdon había supuesto que se refería a Warren Bellamy.
«Pero hablaba de otro Arquitecto».
A medida que los rayos de sol cobraban fuerza, el resplandor dorado envolvió en su totalidad el vértice del obelisco.
«La mente del hombre, recibiendo la iluminación».
Después, la luz comenzó a bajar poco a poco por el monumento, iniciando el mismo descenso que repetía cada mañana.
«El cielo baja a la tierra… Dios conecta con el hombre».
Langdon se dio cuenta de que el mismo proceso se repetiría a la inversa al atardecer. El sol se pondría al oeste, y la luz subiría otra vez de la tierra al cielo…, como preparación para un nuevo día.
Junto a él, Katherine se estremeció y se le acercó un poco más. Langdon le pasó un brazo por los hombros. Mientras los dos permanecían juntos y en silencio, Robert pensó en todo lo que había aprendido esa noche, en la creencia de Katherine de que todo estaba a punto de cambiar, y en la fe de Peter en una era de iluminación inminente. Recordó también las palabras de un gran profeta, que había dicho: «Porque no hay cosa oculta que no haya de ser manifestada, ni cosa escondida que no haya de ser conocida y venida a la luz».
Mientras el sol salía sobre Washington, Langdon levantó la vista al cielo, donde las últimas estrellas de la noche se estaban apagando. Pensó en la ciencia, en la fe y en el hombre. Pensó que todas las culturas, en todos los países y en todas las épocas, habían coincidido en algo. Todos habíamos tenido siempre al Creador. Usábamos diferentes nombres, diferentes rostros y diferentes plegarias, pero Dios era la constante universal para el hombre. Dios era el símbolo que todos compartíamos, el símbolo de todos los misterios de la vida que no podíamos comprender. Los antiguos habían visto en Dios el símbolo de nuestro ilimitado potencial humano, pero ese símbolo antiguo se había ido perdiendo con el paso del tiempo. Hasta ese momento.
En ese instante, de pie en la cima del Capitolio, percibiendo a su alrededor la calidez de los rayos del sol, Robert Langdon sintió que una poderosa fuerza comenzaba a expandirse en su interior. Era una emoción que nunca en toda su vida había sentido con tanta intensidad.
Era la esperanza.