El agente de la CIA Turner Simkins aguardaba agazapado en la oscuridad del parque, sin perder de vista a Warren Bellamy. Aún no había mordido nadie el anzuelo, pero todavía era pronto.
El transmisor de Simkins emitió un pitido y él lo activó con la esperanza de que alguno de sus hombres hubiese visto algo. Pero era Sato. Con nueva información.
Simkins permaneció a la escucha, compartía su preocupación.
—Un momento —pidió—. Veré si puedo distinguirlo.
Avanzó reptando entre los arbustos donde estaba a cubierto y echó un vistazo hacia el lugar por el que había entrado en la plaza. Después de maniobrar un tanto consiguió establecer una línea de visión.
«¡Joder!»
A lo lejos se alzaba una construcción que parecía una mezquita del Viejo Continente. Flanqueada por dos edificios mucho más altos, la fachada morisca era de brillantes azulejos de terracota que formaban intrincados dibujos multicolores. Por encima de las tres enormes puertas, dos niveles de ventanas ojivales daban la impresión de que de un momento a otro podían asomar unos arqueros árabes que dispararían si alguien se aproximaba sin haber sido invitado.
—Lo veo —afirmó el agente.
—¿Hay actividad?
—Nada.
—Bien. Necesito que cambies de posición y lo vigiles atentamente. Se trata del Almas Shrine Temple, y es la sede de una orden mística.
Simkins había trabajado en el área metropolitana durante mucho tiempo, pero no estaba familiarizado con ese templo ni con ninguna antigua orden mística cuya sede estuviera en esa plaza.
—Ese edificio —explicó Sato— pertenece a un grupo llamado Antigua Orden Árabe de los Nobles del Relicario Místico.
—No he oído hablar de ellos.
—No lo dudo —repuso ella—. Se trata de una organización masónica más conocida como shriners.
Simkins miró con recelo el ornado edificio. «¿Los shriners? ¿Los tipos que construyen hospitales infantiles?» Era incapaz de imaginar una «orden» menos siniestra que una hermandad de filántropos que se tocaban con un pequeño fez rojo y desfilaban por la ciudad.
Así y todo, la preocupación de Sato era legítima.
—Señora, si nuestro objetivo cae en la cuenta de que ese edificio es «Su Orden» de Franklin Square, no necesitará la dirección; sencillamente se olvidará de la cita e irá directamente al lugar adecuado.
—Eso mismo pensaba yo. Vigila la entrada.
—Sí, señora.
—¿Se sabe algo del agente Hartmann en Kalorama Heights?
—No, señora. Le dijo que la llamara directamente a usted.
—Pues no lo ha hecho.
«Qué raro —pensó Simkins, y consultó el reloj—. Ya tendría que estar allí».