Robert Langdon recobró el conocimiento con un dolor de cabeza atroz.
«¿Dónde estoy?»
Estuviera donde estuviese reinaba la oscuridad. Una oscuridad cavernosa y un silencio sepulcral.
Yacía boca arriba, con los brazos pegados a los costados. Confundido, trató de mover los dedos de las manos y los pies, y se sintió aliviado al comprobar que podía hacerlo y sin dolor. «¿Qué ha pasado?» Aparte del dolor de cabeza y de la profunda negrura, todo parecía más o menos normal.
Casi todo.
Langdon cayó en la cuenta de que estaba tendido sobre algo duro e inusitadamente suave al tacto, como un cristal. Y, lo que era más extraño aún, notaba que la lisa superficie se hallaba en contacto directo con su piel…, los hombros, la espalda, las nalgas, los muslos, las pantorrillas. «¿Estoy desnudo?» Perplejo, se pasó las manos por el cuerpo.
«¡Santo Dios! ¿Dónde demonios está mi ropa?»
En medio de la oscuridad empezó a sacudirse las telarañas y comenzaron a asaltarlo algunos recuerdos…, unas instantáneas espeluznantes…, un agente de la CIA muerto…, el rostro de una bestia tatuada…, su propia cabeza golpeando el suelo… Las imágenes se atropellaban, y ahora recordaba algo terrible: a Katherine Solomon atada y amordazada en el comedor.
«¡Dios mío!»
Se incorporó de súbito y, al hacerlo, su frente se estrelló contra algo que quedaba a escasos centímetros por encima. El dolor le invadió la cabeza y volvió a tenderse, al borde del desmayo. Atontado, levantó las manos, palpando en la oscuridad para dar con el obstáculo. Lo que encontró no tenía sentido: daba la impresión de que el techo de la estancia se hallaba a menos de treinta centímetros de él. «¿Qué diablos…?» Cuando abrió los brazos hacia los lados en un intento por darse la vuelta, ambas manos se toparon con sendas paredes laterales.
Entonces cayó en la cuenta. Robert Langdon no estaba en ninguna habitación.
«¡Estoy en una caja!»
En la negrura de aquel pequeño espacio similar a un ataúd, Langdon comenzó a dar frenéticos puñetazos mientras gritaba una y otra vez pidiendo ayuda. El terror que lo atenazaba fue en aumento, hasta tornarse insoportable.
«Me han enterrado vivo».
La tapa del extraño ataúd no se movía lo más mínimo, ni siquiera cuando, presa del pánico, él empujó hacia arriba con todas sus fuerzas valiéndose de los brazos y las piernas. La caja, dedujo, era de gruesa fibra de vidrio. Hermética. Insonorizada. Impenetrable a la luz. A prueba de fugas.
«Voy a morir ahogado y solo en esta caja».
Le vinieron a la memoria el profundo pozo en el que cayó cuando era un muchacho y la espantosa noche que pasó solo en la oscuridad de aquel hoyo sin fondo, con los pies metidos en el agua. Ese trauma lo marcó de por vida, provocándole una insoportable fobia a los espacios cerrados.
Esa noche, enterrado vivo, Robert Langdon se enfrentaba a su peor pesadilla.
Katherine Solomon temblaba en silencio en el comedor de Mal’akh. El cortante alambre que rodeaba sus muñecas y sus tobillos ya le había lacerado la carne, y el más mínimo movimiento no hacía sino apretar sus ataduras.
Aquel lunático tatuado había dejado inconsciente a Langdon sin piedad y lo había arrastrado por el suelo tras coger su bolsa de piel y la pirámide. Katherine ignoraba adónde habían ido. El agente que los había acompañado estaba muerto. Ella llevaba un buen rato sin oír nada, y se preguntó si el de los tatuajes y Langdon seguirían en la casa. Había intentado gritar pidiendo ayuda, pero cada vez que lo hacía el trapo avanzaba peligrosamente hacia la tráquea.
Oyó unos pasos que se aproximaban y volvió la cabeza, esperando en vano que alguien acudiera en su auxilio. La ingente mole de su captor apareció en el pasillo, y Katherine reculó al recordarlo en su casa, diez años antes.
«Mató a mi familia».
Se acercó a ella en dos zancadas. A Langdon no se lo veía por ninguna parte. El tipo se puso en cuclillas, la cogió por la cintura y se la echó al hombro sin miramientos. El alambre le cortaba las muñecas, y la mordaza ahogaba sus gritos de dolor. El gigante enfiló con ella el pasillo en dirección al salón, donde ese mismo día ambos habían tomado tranquilamente té.
«¿Adónde me lleva?»
Cruzó el salón y se detuvo justo delante del gran óleo de Las tres Gracias que ella había admirado esa misma tarde.
—Mencionó que le gustaba este cuadro —musitó él, sus labios casi tocando su oreja—. Me alegro. Puede que sea la última cosa bella que vea.
Dicho eso, extendió el brazo y apoyó la mano en la parte derecha del inmenso marco. Para sorpresa de Katherine, el cuadro rotó en la pared sobre un eje central, como si fuese una puerta giratoria. «Una puerta oculta».
Katherine trató de zafarse, pero el hombre la agarró con fuerza y la llevó al otro lado del lienzo. Cuando Las tres Gracias se cerraron tras ellos, Katherine reparó en el grueso aislamiento que protegía el revés del cuadro. Era evidente que lo que quisiera que se hiciese allí detrás no debía oírlo el mundo exterior.
El espacio que se abría al otro lado del lienzo era angosto, parecía más un pasillo que una habitación. El tipo la llevó hasta el fondo, donde abrió una pesada puerta que daba a un descansillo de reducidas dimensiones. Katherine se vio ante una rampa que descendía hasta un sótano situado a bastante profundidad. Trató de gritar, pero la mordaza la estaba ahogando.
La rampa era empinada y estrecha; las paredes de ambos lados, de cemento, bañadas en una luz azulada que parecía venir de abajo. El aire que subía era cálido y acre, en él flotaba una misteriosa mezcla de olores…, la mordacidad de sustancias químicas, la delicadeza del incienso, el primitivismo del sudor humano e, impregnándolo todo, el aura inconfundible de un miedo visceral, animal.
—Su ciencia me impresionó —musitó él al final de la rampa—. Espero que la mía la impresione a usted.