Capítulo 96

Mal’akh estaba en el pasillo examinando la carnicería. Su casa parecía un campo de batalla.

Robert Langdon yacía inconsciente a sus pies.

Katherine Solomon estaba maniatada y amordazada en el comedor.

El cadáver de una guardia de seguridad descansaba no muy lejos, tras caer de la silla que lo sustentaba. La mujer, deseosa de salvar la vida, había hecho exactamente lo que le había ordenado Mal’akh. Con un cuchillo contra el cuello, había cogido el teléfono de Mal’akh y había contado la mentira que había inducido a Langdon y a Katherine a acudir corriendo a su casa. «No tenía ninguna compañera, y desde luego Peter Solomon no se encontraba bien». En cuanto la mujer hubo representado su papel, Mal’akh la estranguló con toda tranquilidad.

Para reforzar la impresión de que Mal’akh no estaba en casa, él mismo había telefoneado a Bellamy desde el manos libres de uno de sus coches. «Voy conduciendo —le dijo a Bellamy y a quien quisiera que estuviese escuchando—. Llevo a Peter en el maletero». Lo cierto es que tan sólo había ido en coche del garaje al jardín delantero, donde había dejado sus numerosos coches estacionados al azar con los faros encendidos y el motor en marcha.

El engaño había salido a la perfección.

Casi.

La única pega era el ensangrentado bulto negro del recibidor con el destornillador clavado en el cuello. Mal’akh lo cacheó y soltó una risita al dar con un puntero transmisor y un móvil que exhibía el logotipo de la CIA. «Por lo visto, hasta ellos están al tanto de mi poder». Les sacó la batería y aplastó ambos dispositivos con un pesado tope de bronce.

Mal’akh sabía que ahora tenía que moverse de prisa, sobre todo si la CIA andaba por medio. Se acercó a Langdon. El profesor estaba inconsciente, y así seguiría durante un buen rato. Después los ojos de Mal’akh se centraron, inquietos, en la pirámide de piedra que reposaba en el suelo, junto a la bolsa abierta del profesor. Contuvo la respiración, el corazón desbocado.

«Llevo años esperando…»

Sus manos temblaron ligeramente cuando extendió los brazos para coger la pirámide masónica. Al pasar los dedos despacio por las marcas, se sintió sobrecogido por la promesa que encerraban. Antes de que el éxtasis se apoderara de él, metió la pirámide y el vértice de nuevo en la bolsa de Langdon y la cerró.

«La recompondré dentro de poco…, en un lugar mucho más seguro».

Se echó la bolsa al hombro y después trató de cargar con su dueño, pero el cuerpo en forma del profesor pesaba mucho más de lo que había supuesto, de manera que decidió cogerlo por las axilas y arrastrarlo por el suelo. «No le va a gustar nada a donde lo llevo», pensó Mal’akh.

Mientras tiraba de Langdon, el televisor de la cocina sonaba a todo volumen. Las voces televisivas habían formado parte del engaño, y Mal’akh aún no había tenido tiempo de apagar el aparato. La cadena mostraba ahora a un telepredicador que rezaba el padrenuestro con sus fieles. Mal’akh se preguntó si alguno de sus hipnotizados espectadores tendría idea de cuál era el verdadero origen de esa oración.

—«… así en el cielo como en la tierra…» —entonaba el grupo.

«Sí —pensó Mal’akh—, como es arriba es abajo».

—«… no nos dejes caer en la tentación…»

«Ayúdanos a dominar las debilidades de la carne».

—«… mas líbranos del mal…» —rogaban.

Mal’akh sonrió. «Eso podría ser difícil. La oscuridad va en aumento». Así y todo, había de reconocer que tenían mérito por intentarlo. Los humanos que hablaban con fuerzas invisibles y solicitaban ayuda eran una especie en extinción en este mundo moderno.

Mal’akh arrastraba a Langdon por el salón cuando los fieles corearon «amén».

«Amón —corrigió él—. Egipto es la cuna de vuestra religión». El dios Amón fue el prototipo de Zeus…, de Júpiter…, y de todos los rostros modernos de Dios. A día de hoy, todas las religiones del planeta pronunciaban variantes de ese nombre. «Amén, amin, aum».

El telepredicador comenzó a citar versículos de la Biblia que describían jerarquías de ángeles, demonios y espíritus que regían tanto en el cielo como en el infierno.

—«Proteged vuestra alma de las fuerzas del mal —les advertía—. Elevad vuestro corazón en oración. Dios y sus ángeles os oirán».

«Tiene razón. —Como bien sabía Mal’akh—. Pero también lo harán los demonios».

Mal’akh había aprendido hacía tiempo que si se aplicaba como era debido el Arte, un practicante podía abrir un portal al mundo espiritual. Las fuerzas invisibles que existían allí, más o menos como sucedía con el hombre, adoptaban numerosas formas, tanto buenas como malas. Las de la luz sanaban, protegían y tenían por objetivo instaurar el orden en el universo; las de la oscuridad funcionaban justo al revés…, sembrando la destrucción y el caos.

Si eran llamadas debidamente, se podía convencer a las fuerzas invisibles para que cumplieran las órdenes del practicante en la tierra…, infundiéndole un poder aparentemente sobrenatural. A cambio de ayudar al peticionario, dichas fuerzas exigían sacrificios: oraciones y alabanzas para las de la luz… y derramamiento de sangre para las de la oscuridad.

«Cuanto mayor el sacrificio, mayor el poder transferido». Mal’akh había comenzado su práctica vertiendo la sangre de animales sin importancia. Pero con el tiempo la elección de sus víctimas se había tornado más osada. «Esta noche daré el paso final».

—«¡Cuidado! —chilló el predicador, que advertía de la llegada del Apocalipsis—. La batalla final por el alma de los hombres se librará muy pronto».

«Ya lo creo —pensó él—. Y yo seré el mejor guerrero».

Esa batalla, naturalmente, había comenzado hacía mucho, mucho tiempo. En el Antiguo Egipto, quienes perfeccionaron el Arte se convirtieron en los grandes maestros de la historia, destacándose de las masas para ser auténticos practicantes en busca de la luz. Se movieron por la tierra como si fueran dioses y construyeron grandes templos de iniciación a los cuales acudían neófitos del mundo entero para beber de su sabiduría. Nació una raza de hombres excelsos. Durante un breve espacio de tiempo la humanidad pareció estar lista para elevarse y trascender de los límites terrenales.

«La época dorada de los antiguos misterios».

Y sin embargo el hombre, al ser de carne, era propenso a los pecados del orgullo desmedido, el odio, la impaciencia y la avaricia. Con el tiempo hubo quienes corrompieron el Arte, pervirtiéndolo y abusando de su poder en beneficio propio. Comenzaron a utilizar esa versión distorsionada para convocar a fuerzas de la oscuridad. Surgió un nuevo Arte…, una influencia más poderosa, inmediata y embriagadora.

«Así es mi Arte».

«Así es mi Gran Obra».

Los maestros iluminados y sus hermandades esotéricas fueron testigos de la creciente presencia del mal y vieron que el hombre no estaba empleando los recién adquiridos conocimientos en pro del bien de su especie, de manera que ocultaron su sabiduría para mantenerla fuera del alcance de quienes no eran dignos de ella. Al final se perdió en la historia.

Con ello llegó la gran caída del hombre.

Y una oscuridad eterna.

En la actualidad, los nobles descendientes de los maestros seguían al pie del cañón, buscando ciegamente la luz, intentando reconquistar el poder perdido del pasado, intentando mantener a raya la oscuridad. Eran los sacerdotes y las sacerdotisas de las iglesias, los templos y los santuarios de todas las religiones de la tierra. El tiempo había borrado los recuerdos…, los había separado del pasado. Ya no conocían la fuente de la que un día manó su poderosa sabiduría. Cuando se les preguntaba por los divinos misterios de sus antepasados, los nuevos custodios de la fe renegaban de ellos a voz en grito, tachándolos de herejía.

«¿De verdad lo han olvidado?», se preguntó Mal’akh.

Ecos del antiguo Arte resonaban aún en todos los rincones del universo, de los cabalistas místicos del judaísmo a los sufís esotéricos del islam. Se conservaban vestigios en los rituales arcanos del cristianismo; en el rito del Santísimo Sacramento, mediante el cual el pan se convertía en el cuerpo de Cristo; en sus jerarquías de santos, ángeles y demonios; en sus cantos y sus ensalmos; en los cimientos astrológicos de su santoral; en sus vestiduras consagradas y en su promesa de vida eterna. Incluso ahora sus sacerdotes ahuyentaban a los malos espíritus haciendo oscilar incensarios, tañendo campanas sagradas y asperjando agua bendita. Los cristianos todavía practicaban el sobrenatural arte del exorcismo, una práctica primigenia de su fe que requería la capacidad no sólo de expulsar demonios, sino también de convocarlos.

«Y, sin embargo, ¿no son capaces de ver su pasado?»

En ningún lugar era más palpable el pasado místico de la Iglesia que en su epicentro. En el Vaticano, en el corazón de la plaza de San Pedro, se alzaba el gran obelisco egipcio. Tallado mil trescientos años antes de que Cristo viniera al mundo, ese monolito pagano no tenía nada que hacer allí, no guardaba relación alguna con el cristianismo moderno. Y sin embargo allí estaba, en el centro de la Iglesia católica. Un faro de piedra que clamaba ser escuchado, una memoria para los pocos sabios que recordaban dónde empezó todo. Esa iglesia, nacida del seno de los antiguos misterios, todavía conservaba sus ritos y sus símbolos.

«Un símbolo sobre todo».

Adornando sus altares, vestimentas, chapiteles y Sagradas Escrituras, se hallaba la imagen por excelencia del cristianismo: la de un ser humano querido sacrificado. El cristianismo, más que cualquier otro credo, comprendía el poder transformador del sacrificio. Incluso en la actualidad, para honrar el sacrificio efectuado por Jesús, sus seguidores ofrecían sus pobres gestos de sacrificio personal: el ayuno, la vigilia de cuaresma, el diezmo…

«Todos esos sacrificios son impotentes, claro está. Sin sangre… no hay sacrificio que valga».

Los poderes de la oscuridad habían abrazado hacía tiempo los sacrificios de sangre, y al hacerlo habían cobrado tanta fuerza que los poderes del bien ahora pugnaban por contenerlos. Pronto la luz se extinguiría por completo, y los practicantes de la oscuridad se moverían a su antojo por la mente de los hombres.