Capítulo 95

Katherine supo que estaba cayendo…, pero fue incapaz de entender la razón.

Momentos antes corría por el pasillo hacia la guardia de seguridad del salón cuando, de pronto, sus pies se enredaron en un obstáculo invisible y todo su cuerpo se inclinó hacia adelante y se elevó.

Ahora volvía a la tierra…, en este caso, a un suelo de dura madera.

Katherine aterrizó sobre el estómago, el aire saliendo violentamente de sus pulmones. Sobre su cabeza, un pesado perchero se tambaleó con precariedad y se vino abajo, muy cerca de donde ella se encontraba. Levantó la vista, aún sin aliento, y le sorprendió ver que la guardia de seguridad no había movido un músculo en la silla. Y, lo que era todavía más extraño, el perchero derribado tenía un fino alambre atado a la base, que alguien había tensado en el pasillo.

«¿Por qué demonios iba alguien a…?»

—¡Katherine! —Langdon la llamaba, y cuando ella se colocó de lado para mirarlo, sintió que la sangre se le helaba en las venas.

«¡Robert! Detrás de ti», intentó gritar, pero aún le costaba respirar. Lo único que pudo hacer fue ver con aterradora lentitud cómo Langdon corría por el pasillo para ayudarla sin darse cuenta de que, a su espalda, el agente Hartmann cruzaba el umbral tambaleándose, agarrándose el cuello. Sus dedos chorrearon sangre al palpar el mango de un gran destornillador que le salía del mismo.

Cuando el agente se inclinó hacia adelante, su atacante quedó al descubierto.

«¡Dios mío…, no!»

Desnudo a excepción de una extraña prenda interior que parecía un taparrabos, aquel ser enorme por lo visto había permanecido oculto en el recibidor. Tenía el musculoso cuerpo cubierto de extraños tatuajes de la cabeza a los pies. La puerta principal se estaba cerrando, y él avanzaba por el pasillo a la carrera detrás de Langdon.

El agente Hartmann se desplomó justo cuando la puerta se cerró de un portazo. Robert se sobresaltó y dio media vuelta, pero el tatuado ya se había abalanzado sobre él, hundiéndole algo en la espalda. Hubo un destello y un claro chisporroteo eléctrico y Katherine vio que Langdon se ponía rígido. Con los ojos muy abiertos, congelados, Robert se tambaleó y fue a parar al suelo, paralizado. Cayó encima de su bolsa, y la pirámide se salió.

Sin pararse siquiera a echar un vistazo a su víctima, el gigante pasó por encima de Langdon y fue directo a Katherine, que retrocedía a rastras hacia el comedor, donde chocó contra una silla. La guardia de seguridad, que antes ocupaba el asiento, se balanceó y cayó pesadamente, en el inerte rostro una expresión de terror. Tenía un trapo metido en la boca.

El hombre le dio alcance antes de que pudiera reaccionar. La levantó por los hombros con una fuerza hercúlea. Su cara, desprovista de maquillaje, era pavorosa. Sus músculos se contrajeron y ella sintió que la ponían boca abajo como una muñeca de trapo. Una pesada rodilla se hundió en su espalda, y por un instante creyó que se partiría en dos. Él le agarró los brazos y se los puso a la espalda.

Con la cabeza ladeada y la mejilla contra la alfombra, Katherine logró ver a Langdon, el cuerpo aún convulsionado, el rostro vuelto hacia el lado contrario. Tras él, el agente Hartmann yacía inmóvil en el recibidor.

Un metal frío se le clavó en las muñecas, y se dio cuenta de que la estaban atando con alambre. Aterrorizada, trató de zafarse, pero al hacerlo no hizo sino causarse un agudo dolor en las manos.

—Este alambre le cortará si se mueve —informó él mientras acababa con las muñecas y pasaba a los tobillos con una eficacia aterradora.

Katherine le dio una patada, y él respondió propinándole un tremendo puñetazo en el muslo derecho, paralizando su pierna. Al cabo de unos segundos, tenía los tobillos atados.

—¡Robert! —pudo exclamar al fin.

Él gemía en el suelo del pasillo, retorcido sobre la bolsa de piel, con la pirámide al lado, cerca de la cabeza. Katherine comprendió que esa pirámide era su última esperanza.

—Hemos descifrado la pirámide —informó a su agresor—. Se lo contaré todo.

—Ya lo creo que lo hará.

Diciendo eso, sacó el trapo de la boca de la mujer muerta y se lo introdujo con fuerza en la suya.

Sabía a mil demonios.

El cuerpo de Robert Langdon no era suyo. Se hallaba tendido, entumecido e inmóvil, la mejilla contra el duro piso de madera. Había oído lo suficiente sobre armas paralizantes para saber que inutilizaban a sus víctimas sobrecargando temporalmente el sistema nervioso. Su efecto —algo denominado incapacitación electromuscular— podría haber sido perfectamente el de un rayo. Fue como si el insoportable dolor se colara en cada molécula de su cuerpo. Ahora, a pesar de que su cerebro así lo quería, sus músculos se negaban a obedecer la orden que él les enviaba.

«¡Levanta!»

Boca abajo, paralizado en el suelo, su respiración era superficial, apenas le llegaba aire. Todavía no había visto al que lo había atacado, pero sí al agente Hartmann, tendido en medio de un charco de sangre cada vez mayor. Langdon había oído a Katherine forcejear y hablar, pero hacía un momento su voz se había ahogado, como si el hombre le hubiese metido algo en la boca.

«Levanta, Robert. Tienes que ayudarla».

Ahora las piernas le hormigueaban, la sensación ardiente, dolorosa, que anticipaba la recuperación, pero seguían negándose a colaborar. «¡Moveos!» Sus brazos se crisparon cuando empezó a notarlos de nuevo, al igual que el rostro y el cuello. Haciendo un gran esfuerzo consiguió volver la cabeza, arrastrando a duras penas la mejilla por la madera, para poder ver el comedor.

Sin embargo, se lo impidió la pirámide de piedra, que se había salido de la bolsa y descansaba de lado en el suelo, la base a escasos centímetros de su cara.

Por un instante Langdon no supo qué era lo que miraba. A todas luces, el cuadrado que tenía delante era la base de la pirámide, pero, de alguna manera, parecía distinto. Muy distinto. Seguía siendo cuadrado y de piedra…, pero ya no era liso y uniforme. La base de la pirámide estaba repleta de marcas. «¿Cómo es posible?» Clavó la vista en ella unos segundos, preguntándose si no sufriría alucinaciones. «La he mirado una docena de veces… ¡y no había nada!»

Entonces cayó en la cuenta.

Su respiración se activó involuntariamente y se volvió trabajosa al entender que la pirámide masónica aún guardaba secretos que compartir. «He sido testigo de otra transformación».

En un abrir y cerrar de ojos, Langdon supo a qué se refería Galloway con su última petición. «Dígale esto: la pirámide masónica siempre ha guardado su secreto… sinceramente». En su momento las palabras le resultaron extrañas, pero ahora comprendía que el deán le estaba enviando a Peter un mensaje en clave. Irónicamente, esa misma clave había sido la causante de que el argumento de una novela de suspense mediocre que él había leído hacía años diera un giro inesperado.

«Sin cera».

Desde los tiempos de Miguel Ángel, los escultores ocultaban las imperfecciones en sus obras introduciendo cera caliente en las grietas para después frotarla con polvo de piedra pómez. El método se consideraba tramposo y, por tanto, las esculturas sin cera —literalmente, sine cera— se tenían por una obra de arte sincera. La locución perduró, y a día de hoy continuamos utilizando el adverbio «sinceramente» para expresar que algo carece de artificio.

Las inscripciones que figuraban en la base de la pirámide habían sido ocultadas empleando ese mismo método. Cuando Katherine, siguiendo las instrucciones marcadas por el vértice, hirvió la pirámide, la cera se derritió, dejando al descubierto las inscripciones de la base. Galloway pasó las manos por la pirámide en la sala de estar, al parecer notando dichas incisiones.

Aunque sólo fuera por un instante, Langdon había olvidado el peligro que corrían Katherine y él. Observaba el increíble conjunto de símbolos que quedaba a la vista en la base de la pirámide. No sabía qué significaban… ni qué desvelarían en último término, pero había algo más que claro: «La pirámide masónica aún guarda secretos. Ocho de Franklin Square no es la respuesta definitiva».

Ya fuera por esa revelación, que le insufló una buena dosis de adrenalina, o sencillamente por los segundos de más que pasó allí tumbado, de pronto Langdon sintió que recuperaba el control de su cuerpo.

Movió como pudo un brazo hacia un lado, apartando la bolsa para poder ver el comedor.

Descubrió, horrorizado, que Katherine estaba atada y tenía un enorme trapo metido en la boca. Dobló las articulaciones, procurando ponerse de rodillas, pero acto seguido se quedó helado, sin dar crédito a lo que veía. En el umbral del comedor acababa de surgir una visión escalofriante: una forma humana que no se parecía a nada de lo que había visto en su vida.

«Pero ¿qué diablos…?»

Rodó sobre sí mismo, sacudiendo las piernas, tratando de retroceder, pero el gigante tatuado lo agarró, le dio media vuelta y se sentó a horcajadas sobre su pecho. A continuación le sujetó los bíceps con las rodillas, clavando su cuerpo contra el suelo. El torso del hombre lucía un ondulante fénix bicéfalo; el cuello, el rostro y la afeitada cabeza se hallaban cubiertos de un increíble despliegue de símbolos de lo más intrincado —Langdon sabía que eran sigilos— que se utilizaban en rituales de magia ceremonial negra.

Antes de que pudiera asimilar nada más, el gigante le agarró la cabeza con ambas manos, se la levantó y, con una fuerza increíble, se la estrelló contra el suelo.

Todo se volvió negro.