«¡Más despacio!» Langdon se agarró al asiento del Escalade mientras éste cogía una curva a toda velocidad, amenazando con ponerse sobre dos ruedas. El agente de la CIA Hartmann o bien deseaba presumir de su destreza al volante ante Katherine o tenía órdenes de llegar hasta donde estaba Peter Solomon antes de que éste se hallara lo bastante recuperado para decir algo que no debiera a las autoridades.
Lo de ir a toda pastilla para no pillar los semáforos en rojo por Embassy Road ya había sido bastante preocupante, pero ahora cruzaban embalados el serpenteante barrio residencial de Kalorama Heights. Katherine no paraba de dar indicaciones, pues ya había estado en la casa del hombre esa misma tarde.
Con cada giro, la bolsa de piel, que Langdon había dejado a sus pies, se movía a un lado y a otro, y él podía oír el vaivén del vértice, que a todas luces se había separado de la pirámide y no paraba quieto en la bolsa. Temiendo que sufriera algún daño, se puso a hurgar con la mano hasta dar con él. Aún estaba caliente, pero el texto se había borrado, y lo único que quedaba era la inscripción original.
«El secreto está dentro de Su Orden».
Cuando Langdon estaba a punto de meterse el vértice en un bolsillo, reparó en que la elegante superficie se hallaba repleta de minúsculos pegotes blancos. Perplejo, trató de limpiarlos, pero se encontraban pegados y eran duros al tacto…, como si fuesen de plástico. «¿Qué demonios…?» Vio que la superficie de la pirámide de piedra también presentaba los mismos puntitos blancos. Langdon rascó con una uña uno de ellos y le dio vueltas entre los dedos.
—¿Cera? —dijo en voz alta.
Katherine volvió la cabeza.
—¿Qué?
—Hay trocitos de cera en la pirámide y el vértice. No lo entiendo. ¿De dónde han podido salir?
—¿Algo que tenías en la bolsa?
—No lo creo.
Al doblar una esquina, Katherine apuntó al otro lado del parabrisas e informó al agente Hartmann:
—¡Es ésa! Hemos llegado.
Langdon alzó la vista y vio las luces giratorias de un vehículo de seguridad estacionado en el camino de entrada. La verja estaba abierta de par en par, y el agente entró como una flecha en el recinto.
La casa era una mansión espectacular. Dentro estaban todas las luces dadas, y la puerta principal, abierta. En la entrada, aparcados de cualquier modo y desperdigados por el césped, había media docena de vehículos, que a todas luces habían llegado apresuradamente. Algunos seguían con el motor en marcha y los faros encendidos, la mayoría apuntando a la casa, salvo uno que estaba de lado y prácticamente los cegó al entrar.
El agente Hartmann paró en el césped, junto a un sedán blanco que exhibía un distintivo de vivos colores en el que se leía: PREFERRED SECURITY. Con las luces giratorias y las que les daban en plena cara costaba ver algo.
Katherine se bajó de un salto y corrió hacia la casa. Langdon se colgó la bolsa del hombro, pero no se detuvo a cerrarla. Cruzó el jardín al trote, detrás de Katherine, directo a la puerta. Dentro se oían voces. Detrás de él, el todoterreno emitió un pitido cuando el agente Hartmann lo cerró y salió corriendo.
Katherine subió la escalera del porche a toda prisa, entró y desapareció en la casa. Por su parte, Langdon cruzó el umbral poco después y la vio atravesando el recibidor y enfilando el pasillo principal en dirección a las voces. Más allá, al fondo del pasillo, se distinguía una mesa de comedor y una mujer de uniforme sentada de espaldas a ellos.
—¡Agente! —exclamó Katherine sin detenerse—. ¿Dónde está Peter Solomon?
Langdon fue tras ella, pero al hacerlo un movimiento inesperado llamó su atención. A su izquierda, por la ventana del salón, vio que la verja se estaba cerrando. «Qué extraño». También se fijó en algo más…, algo en lo que no había reparado debido a las deslumbrantes luces giratorias y a los cegadores haces que los recibieron: la media docena de vehículos aparcados sin orden ni concierto en la entrada no se parecían en nada a los coches patrulla y los vehículos de emergencia que él había supuesto que eran.
«¿Un Mercedes?… ¿Un Hummer?… ¿Un Tesla Roadster?»
En ese preciso instante Langdon también se dio cuenta de que las voces que se oían en la casa no eran sino un televisor que sonaba a todo volumen en dirección al comedor.
Entonces giró sobre sus talones a cámara lenta y gritó por el pasillo:
—¡Katherine, espera!
Sin embargo, al hacerlo, vio que Katherine Solomon ya no corría.
Estaba suspendida en el aire.