El colegio catedralicio es una elegante construcción similar a un castillo contigua a la catedral. El College of Preachers, tal y como lo concibió originalmente el primer obispo episcopaliano de Washington, fue fundado para proporcionar educación continuada al clero tras su ordenación. Actualmente ofrece un amplio abanico de programas sobre teología, justicia global, sanación y espiritualidad.
Langdon y Katherine consiguieron cruzar la explanada y utilizaron la llave de Galloway para deslizarse en su interior justo cuando el helicóptero se cernía de nuevo sobre la catedral, sus focos convirtiendo la noche en día. Ya en el vestíbulo, sin aliento, echaron un vistazo al lugar. Por las ventanas entraba bastante claridad, de modo que Langdon no vio la necesidad de encender las luces y arriesgarse a anunciar su paradero al helicóptero. A medida que avanzaban por el pasillo central, iban dejando atrás salones de actos, aulas y salas de estar. El interior le recordó a Langdon a los edificios neogóticos de la Universidad de Yale: imponentes por fuera y sorprendentemente funcionales por dentro, su elegancia de época actualizada para resistir el intenso trasiego.
—Por aquí —propuso Katherine al tiempo que señalaba el extremo del pasillo.
Todavía no había compartido con Langdon lo que había descubierto con respecto a la pirámide, pero por lo visto la referencia a Isaacus Neutonuus había sido el detonante. Lo único que había dicho cuando corrían por el césped era que la pirámide se podía transformar por medio de un sencillo procedimiento científico. Todo lo que necesitaba, creía, probablemente se encontrase en ese edificio. Langdon no sabía qué necesitaba ni cómo tenía pensado transformar un bloque macizo de granito y oro, pero considerando que acababa de ver cómo se convertía un cubo en una cruz, estaba dispuesto a tener fe.
Llegaron al final del pasillo y Katherine frunció el ceño, ya que al parecer no veía lo que buscaba.
—Dijiste que este edificio cuenta con instalaciones, ¿no?
—Sí, para las conferencias que se celebran.
—Así que ha de haber una cocina en alguna parte, ¿no crees?
—¿Tienes hambre?
Ella lo miró, ceñuda.
—No. Necesito un laboratorio.
«Claro, cómo no he caído». En una escalera de bajada Langdon vio un símbolo prometedor. «El pictograma preferido de América».
La cocina del sótano tenía un aire industrial: montones de acero inoxidable y grandes recipientes, a todas luces diseñada para cocinar para grandes grupos. Carecía de ventanas. Katherine cerró la puerta y encendió las luces. Los extractores se pusieron en marcha automáticamente.
Ella comenzó a revolver en los armarios en busca de lo que fuera que necesitara.
—Robert, pon la pirámide en la isla, ¿quieres? —pidió.
Sintiéndose como el nuevo segundo de cocina que recibe órdenes del chef Daniel Boulud, Langdon obedeció: sacó la pirámide de la bolsa y le colocó encima el vértice. Cuando hubo terminado, vio que Katherine estaba en la pila, llenando una enorme cazuela de agua caliente.
—¿Te importaría ponerla al fuego?
Él cogió la cazuela con el turbulento líquido y la depositó en la cocina cuando Katherine abrió el gas y lo subió al máximo.
—¿Vamos a hacer langostas? —preguntó, esperanzado.
—Muy gracioso. No, vamos a hacer alquimia. Y, para que conste, ésta es una cazuela de pasta, no de langostas. —Le señaló el escurridor que traía incorporado, que había retirado y dejado en la isla, junto a la pirámide.
«Si seré tonto…»
—¿Y preparar pasta nos va a ayudar a descifrar la pirámide?
Katherine pasó por alto el comentario, su tono cobrando seriedad.
—Como sin duda sabrás, existe un motivo histórico y simbólico por el cual los masones escogieron el grado trigésimo tercero como el más elevado.
—Claro —respondió él.
En la época de Pitágoras, seis siglos antes de Cristo, la tradición de la numerología elevó el número 33 a la máxima categoría de los números maestros. Era la cifra más sagrada, simbolizaba la divina verdad. Esa tradición se perpetuó en el seno de los masones… y en otras partes. No era ninguna coincidencia que a los cristianos les enseñaran que Jesús fue crucificado a los treinta y tres años, a pesar de que no existen pruebas históricas reales de ello. Como tampoco lo era que José supuestamente se casara con la Virgen María a los treinta y tres años de edad, que Jesús realizara treinta y tres Milagros, que el nombre de Dios se mencionara treinta y tres veces en el Génesis o que, en el islam, todos los moradores del cielo siempre tuvieran treinta y tres años.
—El treinta y tres es un número sagrado en numerosas tradiciones místicas —contó Katherine.
—Cierto.
Él seguía sin tener idea de qué tenía que ver eso con una cazuela de pasta.
—Así que no debería sorprenderte que un alquimista, rosacruz y místico como Isaac Newton también creyera que ese número era especial.
—Estoy seguro de que era así —contestó su amigo—. Newton tenía profundos conocimientos de numerología, profecías y astrología, pero ¿qué tiene…?
—«Todo será revelado en el trigésimo tercer grado».
Langdon se sacó el anillo de Peter del bolsillo y leyó la inscripción. Después miró de nuevo la cacerola.
—Lo siento, me he perdido.
—Robert, antes todos pensamos que el «trigésimo tercer grado» hacía referencia al grado masónico y, sin embargo, cuando giramos el anillo treinta y tres grados, el cubo se convirtió en una cruz. En ese momento nos dimos cuenta de que la palabra «grado» se estaba empleando en otro sentido.
—Sí, en grados de circunferencia.
—Exacto. Pero la palabra «grado» también posee un tercer significado.
Él miró la cazuela con agua puesta al fuego.
—Temperatura.
—¡Bingo! —exclamó ella—. Ha estado toda la noche delante de nuestras narices. «Todo será revelado en el trigésimo tercer grado». Si elevamos la temperatura de la pirámide a treinta y tres grados… es posible que nos desvele algo.
Langdon sabía que Katherine Solomon era brillante, y sin embargo parecía pasar por alto algo bastante obvio.
—Si no me equivoco, treinta y tres grados Fahrenheit se acerca al punto de congelación. ¿No tendríamos que meter la pirámide en el congelador?
Ella sonrió.
—No, si queremos seguir la receta que escribió el gran alquimista y místico rosacruz que firmaba sus papeles como «Jeova Sanctus Unus».
«¿Que Isaacus Neutonuus escribía recetas?»
—Robert, la temperatura es el catalizador alquímico por excelencia, y no siempre se medía en grados Fahrenheit o Celsius. Hay escalas de temperatura mucho más antiguas, una de las cuales la inventó Isaac…
—¡La escala Newton! —dijo Langdon, comprendiendo que ella tenía razón.
—Sí. Isaac Newton inventó todo un sistema de medición de la temperatura basado exclusivamente en fenómenos naturales. Como referencia tomó la temperatura de fusión de hielo, a la que denominó grado cero. —Hizo una pausa—. Supongo que adivinarás qué grado asignó a la temperatura de ebullición del agua, la estrella de todos los procesos alquímicos, ¿no?
—Treinta y tres.
—Treinta y tres, sí. El trigésimo tercer grado. En la escala Newton, la temperatura de ebullición del agua es de treinta y tres grados. Recuerdo que una vez le pregunté a mi hermano por qué escogió Newton ese número, es decir, parecía tan aleatorio… ¿La ebullición del agua es el proceso alquímico por antonomasia y había escogido treinta y tres? ¿Por qué no cien? ¿Por qué no algo más elegante? Peter me explicó que para un místico como Isaac Newton no había un número más elegante que el treinta y tres.
«Todo será revelado en el trigésimo tercer grado». Langdon dirigió la vista a la cazuela y después a la pirámide.
—Katherine, la pirámide es de granito y oro macizo. ¿De verdad crees que el calor del agua hirviendo bastará para transformarla?
La sonrisa que afloró a su rostro le dijo a Langdon que su amiga sabía algo que él desconocía. Katherine se acercó a la isla con seguridad, levantó la pirámide de granito con su vértice de oro y la introdujo en el escurridor. Luego, con sumo cuidado, depositó el escurridor en la borboteante agua.
—Vamos a probar, ¿no?
Sobrevolando la catedral de Washington, el piloto de la CIA activó el modo estacionario y escudriñó el perímetro del edificio y los alrededores. «Ningún movimiento». Los infrarrojos no podían atravesar la piedra de la catedral, de forma que él ignoraba lo que hacía dentro el equipo, pero si alguien intentaba escabullirse, las cámaras lo detectarían.
Sesenta segundos después se oyó el pitido de un sensor térmico. Basado en los mismos principios que los sistemas de seguridad que se instalaban en los hogares, el detector había identificado una diferencia importante de temperaturas. Por regla general, eso correspondía a una forma humana moviéndose en un espacio frío, pero lo que aparecía en el monitor era más bien una nube térmica, una masa de aire caliente que se elevaba al otro lado del césped. El piloto localizó la fuente: un respiradero activo en un lateral del colegio catedralicio.
«Probablemente no sea nada —pensó. Estaba acostumbrado a ver esa clase de gradientes—. Alguien que cocina o hace la colada». Sin embargo, cuando estaba a punto de dejarlo, vio algo que no acababa de cuadrar: en el aparcamiento no había coches y en el edificio no se veía ninguna luz.
Tras estudiar el sistema de imágenes del UH-60 durante largo rato se puso en contacto con su jefe de equipo.
—Simkins, probablemente no sea nada, pero…
—¡Un indicador de incandescencia!
Langdon había de admitir que era bueno.
—No es más que ciencia —observó ella—. Las distintas sustancias presentan un estado incandescente a distintas temperaturas. Las llamamos marcadores térmicos. La ciencia los utiliza todo el tiempo.
Langdon miró la pirámide y el vértice sumergidos. La borboteante agua empezaba a desprender volutas de vapor, aunque él no se hacía muchas ilusiones. Consultó el reloj y el corazón se le aceleró: las 23.45.
—¿Crees que vamos a ver algo luminiscente cuando se caliente?
—Luminiscente no, Robert, incandescente. Son dos cosas muy diferentes. La incandescencia la produce el calor y se da a una temperatura concreta. Por ejemplo, cuando los fabricantes de acero templan vigas, pulverizan en ellas una plantilla dotada de un recubrimiento transparente que presenta un estado incandescente a una temperatura concreta para que sepan cuándo están listas las vigas. Piensa en uno de esos anillos del humor: te lo pones en el dedo y cambia de color con el calor corporal.
—Katherine, esta pirámide data del siglo XIX. Acepto que un artesano incluyera resortes ocultos en una caja de piedra, pero ¿aplicar un revestimiento térmico transparente?
—Es perfectamente factible —objetó ella, mirando esperanzada la pirámide sumergida—. Los primeros alquimistas utilizaban fósforos orgánicos como marcadores térmicos, los chinos fabricaban fuegos artificiales de colores, y hasta los egipcios… —Katherine dejó la frase a la mitad y clavó la vista en la agitada agua.
—¿Qué? —Langdon dirigió la mirada hacia el turbulento líquido, pero no vio nada.
Ella inclinó la cabeza y miró con más atención. De repente dio media vuelta y echó a correr hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —le preguntó él.
Katherine se detuvo en seco junto al interruptor y lo accionó. Las luces y el extractor se apagaron, sumiendo la estancia en una oscuridad y un silencio absolutos. Langdon se centró en la pirámide y miró el sumergido vértice a través del vapor. Cuando Katherine se situó a su lado, estaba boquiabierto.
Tal y como ella había predicho, una pequeña sección del metálico vértice comenzaba a brillar bajo el agua. Comenzaban a formarse unas letras, el brillo aumentando de intensidad a medida que la temperatura del agua era mayor.
—¡Un texto! —susurró ella.
Langdon asintió, mudo de asombro. Las fosforescentes palabras se estaban materializando justo bajo la inscripción del vértice. Parecía que eran sólo tres, y aunque Langdon todavía no podía distinguirlas, se preguntó si darían a conocer todo lo que llevaban buscando esa noche. «La pirámide es un mapa real —les había dicho Galloway—, que apunta a un lugar real».
Cuando las letras brillaron con más fuerza, Katherine apagó el fuego y el agua dejó de hervir poco a poco. El vértice cobró nitidez bajo la calma superficie del líquido.
Tres palabras se leían con absoluta claridad.