En el húmedo aire de la Jungla, el Arquitecto del Capitolio notó que ahora el sudor le corría por la espalda. Las muñecas le dolían por culpa de las esposas, pero toda su atención permanecía centrada en el inquietante maletín de titanio que Sato acababa de abrir en el banco, entre ambos.
«El contenido de este maletín —le había asegurado ella— le hará ver las cosas como yo las veo. Se lo aseguro».
La menuda asiática había abierto la maleta metálica hacia sí, de forma que Bellamy todavía no había visto qué contenía, pero su imaginación se había desatado. Sato manipulaba algo en el interior del maletín, y a él no le habría extrañado nada que sacara una serie de relucientes instrumentos afilados.
De pronto parpadeó una luz en la maleta, cada vez más brillante, que iluminó el rostro de Sato desde abajo. Sus manos seguían moviéndose dentro, y la luz cambió de matiz. Al cabo de unos instantes la mujer sacó las manos, cogió el maletín y lo volvió hacia Bellamy para que éste pudiera ver su contenido.
El Arquitecto se sorprendió entornando los ojos para protegerse del brillo que despedía una especie de ordenador portátil futurista que incorporaba un teléfono de mano, dos antenas y un teclado doble. Su sensación inicial de alivio se tornó rápidamente perplejidad.
En la pantalla se veían el logotipo de la CIA y un texto:
CONEXIÓN SEGURA
USUARIO: INOUE SATO
SEGURIDAD: NIVEL 5
Bajo la ventana de inicio de sesión del ordenador, un icono de estado giraba:
UN MOMENTO, POR FAVOR…
DECODIFICANDO ARCHIVO…
Bellamy miró de nuevo a Sato, cuyos ojos seguían sin apartarse de él.
—No quería enseñarle esto —aseguró—, pero no tengo más remedio.
La pantalla volvió a parpadear, y Bellamy se centró en ella cuando se abría el archivo, su contenido llenando por completo la superficie.
Durante unos instantes el Arquitecto clavó la vista en el monitor intentando entender lo que tenía delante. Poco a poco, cuando empezó a caer en la cuenta, notó que se demudaba. Miraba horrorizado, incapaz de apartar la vista.
—Pero esto es… ¡imposible! —exclamó—. ¿Cómo… puede ser?
El semblante de Sato era adusto.
—Dígamelo usted, señor Bellamy. Dígamelo usted.
Cuando el Arquitecto del Capitolio comenzó a asimilar las repercusiones de lo que estaba viendo, sintió que todo su mundo se hallaba peligrosamente al borde del desastre.
«Dios mío…, he cometido un tremendo error, un tremendísimo error».