Capítulo 82

La catedral de Washington es la sexta más grande del mundo y su altura supera la de un rascacielos de treinta pisos. Ornada con más de doscientas vidrieras, un carillón de cincuenta y tres campanas y un órgano con 10.647 tubos, esta obra maestra gótica puede acoger a más de tres mil fieles.

Esa noche, sin embargo, la gran catedral se hallaba desierta.

El reverendo Colin Galloway, deán de la catedral, daba la impresión de llevar vivo desde el principio de los tiempos. Encorvado y marchito, vestía una sencilla sotana negra y avanzaba ciegamente sin decir palabra. Langdon y Katherine lo seguían en silencio por la negrura del pasillo central de la nave, que medía más de cien metros de longitud y presentaba una ligera curvatura a la izquierda para crear una ilusión óptica de suavidad de líneas. Cuando llegaron al gran crucero, el deán los condujo al otro lado del cancel, la simbólica mampara que separaba la zona pública del presbiterio.

Un aroma a incienso flotaba en el aire. El sagrado espacio estaba a oscuras, iluminado únicamente por reflejos de luz indirecta en las bóvedas laminadas. Sobre el coro, ornamentado con varios retablos tallados que representaban escenas bíblicas, pendían banderas de los cincuenta estados. El deán Galloway continuó recorriendo un camino que al parecer conocía de memoria. Por un instante, Langdon pensó que iban directos al altar mayor, donde se hallaban las diez piedras del monte Sinaí, pero el anciano finalmente giró a la izquierda y avanzó a tientas hasta llegar a una puerta oculta discretamente que daba al anejo destinado a administración.

Enfilaron un pasillo corto que desembocaba en un despacho en cuya puerta se veía una placa de latón:

Galloway abrió y encendió las luces, por lo visto acostumbrado a no saltarse dicha muestra de deferencia hacia sus invitados. Tras hacerlos pasar, cerró la puerta.

El despacho era pequeño pero elegante, con altas estanterías, un escritorio, un gran armario tallado y un cuarto de baño propio. De las paredes colgaban tapices del siglo XVI y varios cuadros de temática religiosa. El deán señaló las dos sillas de piel que había delante de la mesa. Langdon se sentó junto a Katherine, agradecido de poder dejar por fin en el suelo, a sus pies, la pesada bolsa.

«Asilo y respuestas», pensó Langdon mientras se arrellanaba en el confortable asiento.

El religioso rodeó la mesa y se acomodó en su silla de respaldo alto. Después, suspirando cansado, levantó la cabeza y les dirigió una mirada inexpresiva con sus nublados ojos. Cuando habló, su voz era inesperadamente clara y firme.

—Soy consciente de que es la primera vez que nos vemos —afirmó—, y sin embargo es como si los conociera a los dos. —Sacó un pañuelo y se limpió la boca—. Profesor Langdon, estoy familiarizado con sus escritos, incluido el ingenioso artículo que redactó sobre el simbolismo de esta catedral. En cuanto a usted, señora Solomon, su hermano, Peter, y yo somos hermanos masones desde hace ya muchos años.

—Peter tiene serios problemas —aseguró ella.

—Eso me han dicho. —El anciano lanzó un suspiro—. Y haré cuanto esté en mi mano para ayudarlos.

Langdon no vio el anillo masónico en el dedo del deán, y sin embargo sabía que muchos masones, sobre todo los que formaban parte del clero, preferían no anunciar su afiliación.

Cuando empezaron a hablar, se hizo patente que el deán Galloway ya estaba al tanto de parte de los acontecimientos de la noche gracias al mensaje telefónico de Warren Bellamy. Cuando Langdon y Katherine le contaron el resto, la preocupación fue en aumento en el rostro del anciano.

—Y ese hombre que se ha llevado a nuestro querido Peter, ¿insiste en que descifre usted la pirámide a cambio de su vida? —quiso saber el deán.

—Sí —contestó Langdon—. Cree que es un mapa que lo conducirá hasta el lugar donde se esconden los antiguos misterios.

El religioso volvió sus inquietantes y opacos ojos hacia él.

—Mis oídos me dicen que no cree usted en tales cosas.

Langdon no quería perder el tiempo siguiendo esos derroteros.

—Lo que yo crea o no carece de importancia. Tenemos que ayudar a Peter. Por desgracia, cuando desciframos la pirámide no llevaba a ninguna parte.

El anciano se irguió.

—¿Han descifrado la pirámide?

Katherine se apresuró a explicar que, a pesar de las advertencias de Bellamy y la petición de su hermano de que Langdon no abriera el paquete, ella lo había abierto, sintiendo que su prioridad era ayudar a Peter como fuera. Le habló al deán del vértice de oro, del cuadrado mágico de Alberto Durero y de cómo habían resuelto con él el código masónico de dieciséis letras, cuyo resultado había sido «Jeova Sanctus Unus».

—¿Eso es todo lo que dice? —preguntó el anciano—. ¿Un único Dios?

—Sí, señor —replicó Langdon—. Al parecer, la pirámide es un mapa más metafórico que geográfico.

El aludido extendió las manos.

—Déjeme tocarla.

Langdon abrió la bolsa y sacó la pirámide, que colocó con sumo cuidado en la mesa, justo delante del reverendo.

Langdon y Katherine vieron que las frágiles manos del anciano examinaban cada centímetro de la piedra: la cara grabada, la lisa base y la parte superior truncada. Cuando hubo terminado volvió a extender las manos.

—¿Y el vértice?

Langdon recuperó la cajita de piedra, la depositó en el escritorio y abrió la tapa. A continuación sacó el vértice y lo acomodó en las anhelantes manos del religioso, que realizó una operación similar, palpando cada centímetro, deteniéndose en la inscripción; al parecer, le costaba un tanto leer el breve y elegante texto.

—«El secreto está dentro de Su Orden» —lo ayudó Langdon—. Y las palabras «Su» y «Orden» comienzan con mayúscula.

El rostro del anciano era hermético cuando coronó la pirámide con el vértice y alineó ambas partes guiándose por el tacto. Pareció hacer una breve pausa, como si rezara, y después pasó las manos varias veces por la pirámide entera. Luego estiró el brazo y localizó el cubo, lo cogió y lo tocó con cuidado, sus dedos recorriéndolo por dentro y por fuera.

Al finalizar dejó la caja y se retrepó en su silla.

—Y, díganme, ¿por qué han acudido a mí? —inquirió, la voz repentinamente severa.

La pregunta pilló desprevenido a Langdon.

—Hemos venido, señor, porque usted nos lo dijo. Y el señor Bellamy nos aseguró que podíamos confiar en usted.

—Y, sin embargo, no se fiaron de él.

—¿Cómo dice?

Los blancos ojos del deán miraron la nada.

—El paquete que contenía el vértice estaba sellado. El señor Bellamy les pidió que no lo abrieran y, sin embargo, lo abrieron. Además, el propio Peter Solomon le dijo a usted que no lo abriera y, sin embargo, lo hizo.

—Señor —terció Katherine—, intentábamos ayudar a mi hermano. El hombre que lo tiene exigió que descifráramos…

—Eso lo entiendo —cortó el deán—, pero ¿qué han conseguido abriendo el paquete? Nada. El captor de Peter busca un lugar, y no quedará satisfecho con la respuesta «Jeova Sanctus Unus».

—Tiene razón —convino Langdon—, pero por desgracia es lo único que indica la pirámide. Como ya le he dicho, el mapa parece ser más metafórico que…

—Se equivoca usted, profesor —arguyó el anciano—. La pirámide masónica es un mapa real, que apunta a un lugar real. Es algo que no comprende porque aún no ha descifrado la pirámide en su totalidad. Ni siquiera una mínima parte.

Langdon y Katherine se miraron con cara de asombro.

El anciano volvió a tocar la pirámide, casi acariciándola.

—Este mapa, al igual que los antiguos misterios en sí, posee varias lecturas. Aún no han descubierto su verdadero secreto.

—Deán Galloway, hemos escrutado cada centímetro de la pirámide y el vértice y no hay nada más —repuso Langdon.

—No en su estado actual, no. Pero los objetos cambian.

—¿Señor?

—Profesor, como usted bien sabe, la pirámide promete un poder milagroso y transformador. Según la leyenda, esta pirámide puede modificar su aspecto…, alterar su forma física para revelar sus secretos. Al igual que la famosa piedra de la que el rey Arturo sacó a Excalibur, la pirámide masónica se puede transformar si así lo desea… para desvelar su secreto a quien sea digno de ello.

A Langdon le dio la sensación de que la provecta edad del religioso tal vez lo hubiese privado de sus facultades.

—Discúlpeme, señor, pero ¿está diciendo que esta pirámide puede experimentar una transformación física literal?

—Profesor, si extendiera la mano y cambiara la pirámide ante sus propios ojos, ¿creería lo que ha visto?

Langdon no sabía cómo responder.

—Supongo que no me quedaría más remedio.

—Muy bien. Lo haré dentro de un momento. —Volvió a secarse la boca con el pañuelo—. Permítame que le recuerde que hubo un tiempo en que hasta las mentes más brillantes creían que la Tierra era plana, ya que si era redonda los océanos se derramarían. Imagine cómo se habrían burlado de usted si hubiese anunciado a los cuatro vientos: el mundo no sólo es esférico, sino que además existe una fuerza mística, invisible, que hace que todo se mantenga en su superficie.

—Hay una diferencia entre la existencia de la fuerza de la gravedad… y la capacidad de transformar objetos tocándolos con la mano —objetó Langdon.

—¿Ah, sí? ¿No es posible que sigamos viviendo en la Edad Media, que sigamos mofándonos de la teoría de que existen unas fuerzas místicas que no podemos ver ni entender? Si algo nos ha enseñado la historia es que las ideas peregrinas que ridiculizamos hoy un día serán verdades célebres. Yo afirmo poder transformar esta pirámide con un dedo y usted pone en duda mi cordura. Esperaba más de un historiador. La historia está llena de grandes cerebros que proclamaron lo mismo…, mentes brillantes que insistieron en que el hombre es poseedor de capacidades místicas de las que no es consciente.

Langdon sabía que el anciano tenía razón. El famoso aforismo hermético —«¿Acaso no sabéis que sois dioses?»— era uno de los pilares de los antiguos misterios. «Como es arriba es abajo… Dios creó al hombre a su imagen y semejanza… Apoteosis». El mensaje, repetido hasta la saciedad, de la naturaleza divina del hombre —de su potencial oculto— era un tema recurrente en los textos antiguos de un sinfín de tradiciones. Hasta la Biblia proclamaba en Salmos 82, 6: «Sois dioses».

—Profesor —dijo Galloway—, me doy perfecta cuenta de que usted, al igual que mucha gente cultivada, vive atrapado entre dos mundos: un pie en el espiritual y otro en el físico. Su corazón anhela creer…, pero su intelecto se niega a permitirlo. Como docente que es, haría bien en aprender de los cerebros privilegiados de la historia. —Hizo una pausa y carraspeó—. Si mal no recuerdo, una de las mentes más lúcidas de todos los tiempos declaró: «Intente penetrar con nuestros medios limitados en los secretos de la naturaleza y encontrará que, más allá de todas las leyes discernibles y sus conexiones, permanece algo sutil, intangible, inexplicable. Venerar esa fuerza que está más allá de todo lo que podemos comprender es mi religión».

—¿Quién lo dijo? —se interesó Langdon—. ¿Gandhi?

—No —respondió Katherine—. Albert Einstein.

A Katherine Solomon, que había leído cada palabra que había escrito Einstein, le sorprendió el profundo respeto que sentía el científico por lo místico, así como su predicción de que llegaría el día en que las masas sintieran lo mismo. «La religión del futuro —vaticinó Einstein— será cósmica. Una religión basada en la experiencia y que rehúya los dogmatismos».

Robert Langdon parecía resistirse a esa idea. Katherine notaba su creciente frustración con el reverendo episcopaliano, y lo entendía. Después de todo, habían ido allí en busca de respuestas, y en lugar de ello habían encontrado a un hombre ciego que aseguraba poder transformar objetos con sus manos. Así y todo, a Katherine, la manifiesta pasión del sacerdote por las fuerzas místicas le recordó a su hermano.

—Padre Galloway —dijo ella—, Peter se encuentra en un aprieto, la CIA nos persigue y Warren Bellamy nos ha enviado a usted para que nos ayude. No sé qué dice esta pirámide ni a qué hace referencia, pero si descifrarla implica que podemos ayudar a Peter, hemos de hacerlo. Quizá el señor Bellamy hubiese preferido sacrificar la vida de mi hermano para esconder esta pirámide, pero mi familia no ha experimentado sino dolor debido a ella. Sea cual sea el secreto que encierra, terminará esta noche.

—Muy cierto —replicó el anciano con gravedad—. Todo terminará esta noche, gracias a ustedes. —Profirió un suspiro—. Señora Solomon, cuando rompió el sello de esa caja puso en marcha una serie de acontecimientos a partir de los cuales ya no habrá vuelta atrás. Esta noche se han desatado unas fuerzas que todavía no comprende. Hemos llegado a un punto sin retorno.

Katherine, muda de asombro, clavó la vista en el deán. Había algo apocalíptico en su tono, como si se estuviera refiriendo a los siete sellos del Apocalipsis o a la caja de Pandora.

—Con todos mis respetos, señor —dijo Langdon—, soy incapaz de imaginar cómo una pirámide de piedra ha podido poner en marcha nada.

—Naturalmente, profesor. —El anciano miró de nuevo al vacío—. Sus ojos aún no pueden ver.