De pronto Warren Bellamy sintió un rayo de esperanza.
Dentro de la Jungla, la directora Sato acababa de recibir una llamada telefónica de un agente y se había puesto a despotricar. «¡Pues será mejor que los encuentres, maldita sea! —dijo a grito pelado por teléfono—. Se nos agota el tiempo». Luego había colgado y ahora se paseaba arriba y abajo por delante de Bellamy como si intentase decidir qué hacer a continuación.
Al cabo, se detuvo justo ante él y se volvió.
—Señor Bellamy, le voy a formular esta pregunta una vez, una sola vez. —Lo miró fijamente a los ojos—. Sí o no, ¿tiene alguna idea de adónde ha podido ir Robert Langdon?
Sí, sí que la tenía, pero negó con la cabeza.
—No.
La penetrante mirada de Sato seguía clavada en sus ojos.
—Por desgracia, parte de mi trabajo consiste en saber cuándo miente la gente.
Bellamy la rehuyó.
—Lo siento, no puedo ayudarla.
—Arquitecto Bellamy —empezó ella—, esta tarde, poco después de las siete, estaba usted cenando en un restaurante situado a las afueras de la ciudad cuando recibió una llamada de un hombre que aseguró haber secuestrado a Peter Solomon.
Bellamy sintió un repentino escalofrío y la miró de nuevo. «¿Cómo es que sabe eso?»
—El hombre en cuestión —prosiguió ella— le dijo que había enviado a Robert Langdon al Capitolio y le había confiado una tarea…, una tarea que precisaba su ayuda. Le advirtió que si Langdon no salía airoso, su amigo Peter Solomon moriría. Presa del pánico, llamó usted a Peter a todos sus números, pero no pudo dar con él. Después, lo cual es comprensible, fue usted corriendo al Capitolio.
Bellamy era incapaz de imaginar cómo sabía Sato lo de esa llamada.
—Cuando salió huyendo del Capitolio envió un mensaje de texto al secuestrador de Solomon en el que le aseguraba que usted y Langdon se hallaban en poder de la pirámide masónica —continuó Sato tras el cigarrillo, que se consumía poco a poco.
«¿De dónde saca la información? —se preguntó Bellamy—. Ni siquiera Langdon sabe que mandé ese mensaje». Justo después de entrar en el túnel que conducía a la biblioteca del Congreso, Bellamy se había metido en el cuarto de contadores para encender las luces. Aprovechando la privacidad que le brindaba el momento, decidió enviar un mensaje rápido al captor de Solomon en el que le mencionaba la participación de Sato, pero le garantizaba que él y Langdon tenían la pirámide masónica y estaban dispuestos a satisfacer sus exigencias. Era mentira, por supuesto, pero Bellamy esperaba ganar tiempo con ello, tanto por el bien de Peter Solomon como para esconder la pirámide.
—¿Quién le ha dicho que envié un mensaje? —inquirió Bellamy.
Sato arrojó el móvil del Arquitecto al banco, a su lado.
—No hace falta ser muy listo.
Bellamy recordó ahora que los agentes que lo capturaron le habían quitado el teléfono y las llaves.
—En cuanto al resto de la información que poseo —aclaró la directora—, la Ley Patriótica me da derecho a intervenir el teléfono de cualquiera a quien yo considere una amenaza para la seguridad nacional. Considero que Peter Solomon lo es, y la noche pasada tomé medidas.
Bellamy apenas entendía lo que estaba oyendo.
—¿Que intervino el teléfono de Peter Solomon?
—Sí. Así es como me enteré de que el secuestrador lo llamó a usted al restaurante. Usted llamó a Peter al móvil y le dejó un mensaje en el que le explicaba con nerviosismo lo que acababa de suceder.
Bellamy comprendió que la mujer tenía razón.
—También interceptamos una llamada de Robert Langdon, que se encontraba en el Capitolio, sin saber a qué atenerse al saber que lo habían engañado para que acudiese allí. Me desplacé hasta el edificio del Capitolio inmediatamente y llegué antes que usted porque estaba más cerca. En cuanto a cómo supe que había que comprobar el contenido de la bolsa de Langdon…, al darme cuenta de que él estaba involucrado hice que mis hombres examinaran de nuevo una llamada aparentemente inofensiva de primera hora de la mañana entre Langdon y Peter Solomon, en la que el secuestrador, haciéndose pasar por el ayudante de Solomon, convenció a Langdon para que viniera a dar una charla y de paso trajera un paquetito que Peter le había confiado. Cuando vi que Langdon no me hablaba del paquete que llevaba, pedí que pasaran la bolsa por rayos X.
A Bellamy le costaba ordenar sus ideas. Cierto, todo cuanto decía Sato era verosímil, y sin embargo había algo que no cuadraba.
—Pero… ¿cómo se le pudo pasar por la cabeza que Peter es una amenaza para la seguridad nacional?
—Créame, Peter Solomon es una seria amenaza para la seguridad nacional —aseveró ella—. Y francamente, señor Bellamy, usted también lo es.
El aludido dio un respingo, las esposas rozándole las muñecas.
—¿Cómo dice?
Ella esbozó una sonrisa forzada.
—Ustedes, los masones, practican un juego arriesgado. Guardan un secreto muy, pero que muy peligroso.
«¿Se referirá a los antiguos misterios?»
—Por suerte, siempre se les ha dado bien ocultar sus secretos, pero últimamente, por desgracia, no han sido muy prudentes, y esta noche el más peligroso de sus secretos está a punto de ser revelado al mundo. Y a menos que evitemos que eso suceda, le aseguro que las consecuencias serán catastróficas.
Bellamy la miró perplejo.
—Si no me hubiese atacado, se habría dado cuenta de que usted y yo estamos en el mismo equipo —afirmó ella.
«El mismo equipo». Las palabras hicieron que en su mente germinara una idea casi imposible de abrigar. «¿Será Sato miembro de la Estrella de Oriente?» La Orden de la Estrella de Oriente, con frecuencia considerada una organización afín a la masonería, abrazaba una filosofía mística similar de benevolencia, sabiduría secreta y apertura espiritual. «¿El mismo equipo? ¡Si estoy esposado! ¡Y ha pinchado el teléfono de Peter!»
—Me ayudará a detener a ese hombre —exigió ella—. Posee la capacidad de provocar un cataclismo del que tal vez no pueda recuperarse este país. —Su rostro era pétreo.
—Entonces, ¿por qué no le sigue la pista a él?
Sato lo miró con incredulidad.
—¿Acaso cree que no lo estoy intentando? La señal que emitía el móvil de Solomon se perdió antes de que pudiéramos localizarlo; su otro número parece ser de un teléfono de usar y tirar, lo que hace que rastrearlo sea prácticamente imposible; la compañía de jets privados nos dijo que el vuelo de Langdon fue reservado por el ayudante de Solomon, utilizando el móvil del propio Solomon y su tarjeta Marquis Jet. No tenemos ninguna pista. Bien es verdad que da igual: aunque averigüemos dónde está exactamente, no puedo arriesgarme a intervenir para intentar cogerlo.
—¿Por qué no?
—Preferiría no responder esa pregunta, se trata de información clasificada —contestó Sato, su paciencia agotándose claramente—. Le estoy pidiendo que confíe en mí.
—Pues lo siento, pero no.
Los ojos de Sato eran fríos como el hielo. De pronto dio media vuelta y gritó:
—¡Hartmann! El maletín, por favor.
Bellamy oyó el siseo de la puerta electrónica y a continuación un agente entró en la Jungla. Llevaba un elegante maletín de titanio, que depositó en el suelo, junto a la directora.
—Déjanos solos —ordenó ella.
Cuando el agente se hubo ido, volvió a oírse el siseo de la puerta y después reinó de nuevo el silencio.
Sato cogió el maletín, lo apoyó en el regazo y lo abrió. Luego miró despacio a Bellamy.
—No quería hacer esto, pero el tiempo se agota y no me deja usted otra elección.
El aludido observó el extraño maletín y sintió que el miedo se apoderaba de él. «¿Irá a torturarme?» Volvió a tirar de las esposas.
—¿Qué hay en el maletín?
Sato esbozó una sonrisa afectada.
—Algo que le hará ver las cosas como yo las veo. Se lo aseguro.