Robert Langdon se había quedado inmóvil en la entrada del Salón Estatuario Nacional, contemplando la increíble escena que tenía ante sí. La sala se ajustaba con precisión al recuerdo que tenía de ella: un equilibrado semicírculo construido al estilo de los anfiteatros griegos. Las elegantes arcadas de arenisca y yeso italiano estaban sostenidas por columnas de brecha jaspeada, entre las cuales se encontraba la colección estatuaria de la nación: estatuas en tamaño real de treinta y ocho grandes norteamericanos, de pie y formando un semicírculo en una austera extensión de baldosas de mármol blancas y negras.
Todo era tal y como Langdon lo recordaba de la vez que había asistido allí a una conferencia.
Excepto una cosa.
Esa noche la sala estaba vacía.
No había sillas. Ni público. Ni tampoco estaba Peter Solomon. Sólo un puñado de turistas que deambulaban sin rumbo fijo, ajenos a la estelar entrada de Langdon. «Quizá Peter se ha confundido con la Rotonda». Echó un vistazo al pasillo sur, en dirección a la Rotonda, y comprobó que ahí también había turistas.
El eco de las campanadas del reloj se había apagado. Ahora ya era oficial: llegaba tarde.
A toda prisa, Langdon regresó a la entrada en busca de un guía.
—Disculpe, la conferencia del evento que la Smithsonian celebra esta noche, ¿dónde tiene lugar?
El guía vaciló.
—No estoy seguro, señor. ¿Cuándo empieza?
—¡Ahora!
El hombre negó con la cabeza.
—No me suena que esta tarde se celebre ningún evento de la Smithsonian. Al menos, no aquí.
Desconcertado, Langdon volvió corriendo al centro de la sala y revisó atentamente todo el espacio. «¿Acaso me está gastando Solomon una especie de broma?» Le pareció improbable. Cogió su teléfono móvil y el fax que había recibido esa mañana y llamó al número de Peter.
El teléfono tardó un momento en localizar una señal dentro del enorme edificio. Finalmente empezó a sonar.
Contestó un familiar acento sureño.
—Oficina de Peter Solomon, soy Anthony. ¿En qué puedo ayudarlo?
—¡Anthony! —dijo Langdon, aliviado—. Me alegro de que todavía esté ahí. Soy Robert Langdon. Parece que ha habido algún tipo de confusión con la conferencia. Estoy en el Salón Estatuario, pero aquí no hay nadie. ¿Es que han trasladado el evento a otro salón?
—No lo creo, señor. Deje que lo compruebe. —El asistente se quedó callado un momento—. ¿No lo ha confirmado directamente con el señor Solomon?
Langdon estaba confundido.
—No, lo he confirmado con usted, Anthony. ¡Esta mañana!
—Sí, lo recuerdo. —Hubo un silencio en la línea—. Eso ha sido un poco imprudente por su parte, ¿no cree, profesor?
Langdon se puso en alerta.
—¿Cómo dice?
—A ver… —dijo finalmente el hombre—. Ha recibido usted un fax en el que se le indicaba que llamara a un número, cosa que ha hecho. Ha hablado con un completo desconocido que le ha explicado que se trataba del asistente de Peter Solomon. Luego ha subido voluntariamente a un avión privado con dirección a Washington, y una vez aquí, a un coche que lo esperaba. ¿No es así?
Langdon sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo.
—¿Con quién diablos estoy hablando? ¿Dónde está Peter?
—Me temo que Peter Solomon no tiene ni idea de que está usted en Washington. —El acento sureño del hombre desapareció, y su voz se volvió un susurro más profundo y melifluo—. Usted está aquí, señor Langdon, porque así lo he querido yo.