Capítulo 79

A unos doce kilómetros al norte de Alexandria, Virginia, Robert Langdon y Katherine Solomon cruzaban con parsimonia una gran extensión de césped cubierto de escarcha.

—Deberías ser actriz —sugirió él, todavía impresionado con la rapidez mental y la capacidad de improvisación de su amiga.

—Tú tampoco has estado nada mal —le sonrió.

Al principio Langdon se quedó desconcertado con la repentina pantomima que montó Katherine en el taxi. Exigió ir a Freedom Plaza sin más ni más, basándose en algo que se le había ocurrido sobre la estrella de David y el Gran Sello de Estados Unidos. Trazó una imagen de la conocida teoría de la conspiración en un billete de un dólar y después insistió en que Robert mirara atentamente adonde ella señalaba.

Langdon finalmente se dio cuenta de que Katherine no apuntaba al billete, sino a un minúsculo piloto situado en la trasera del asiento del taxista. El indicador estaba tan mugriento que ni siquiera había reparado en él. Sin embargo, al echarse hacia adelante vio que estaba iluminado, desprendía un tenue brillo rojo. También vio las dos desvaídas palabras que había justo debajo del piloto: «Intercomunicador encendido».

Miró con cara de sorpresa a Katherine, cuyos inquietos ojos le pedían que echase un vistazo al asiento delantero. Él obedeció y miró de reojo al otro lado de la mampara: el móvil del taxista descansaba en el salpicadero, bien abierto, iluminado, de cara al intercomunicador. Justo entonces Langdon comprendió lo que hacía Katherine.

«Saben que estamos en este taxi…, nos han estado escuchando».

Langdon no sabía de cuánto tiempo disponían antes de que detuvieran el coche y lo rodearan, pero sí sabía que tenían que actuar de prisa. Así que se puso a seguirle el juego en el acto, consciente de que el deseo de Katherine de ir a Freedom Plaza no tenía nada que ver con la pirámide, sino más bien con que en ella se hallaba una gran estación de metro —Metro Center— desde la cual podían tomar las líneas roja, azul o naranja en seis direcciones distintas.

Cuando se bajaron del taxi en Freedom Plaza, él se hizo cargo de la situación y se lanzó a improvisar, proporcionando pistas que llevasen hasta el monumento masónico de Alexandria antes de meterse en la estación de metro. Una vez allí, dejaron atrás los andenes de la línea azul y se dirigieron a la roja, donde tomaron un tren que iba en la dirección contraria.

Tras seis paradas al norte, hacia Tenleytown, se vieron a solas en un tranquilo vecindario de clase alta. Su destino, la estructura más elevada en kilómetros a la redonda, se hizo visible en el acto, cerca de Massachusetts Avenue, sobre un amplio y cuidado césped.

Una vez «desaparecidos del mapa», como había dicho Katherine, ambos echaron a andar por la mojada hierba. A su derecha había un jardín de estilo medieval, famoso por sus antiguos rosales y su cenador, el llamado Shadow House. Dejaron atrás el jardín y fueron directos al magnífico edificio al que habían sido convocados. «Un refugio que alberga diez piedras del monte Sinaí, una del mismísimo cielo y una que tiene el rostro del siniestro padre de Luke».

—No había estado aquí nunca de noche —aseguró ella mientras contemplaba las torres, vivamente iluminadas—. Es espectacular.

Eso mismo pensaba Langdon, que había olvidado cuán impresionante era el lugar. La obra maestra neogótica se erguía en el extremo septentrional de Embassy Row. Hacía años que no la visitaba, desde que escribió un artículo sobre ella para una revista infantil con la esperanza de despertar cierto entusiasmo entre los jóvenes norteamericanos para que se acercaran a ver el increíble monumento. El artículo —«Moisés, rocas lunares y La guerra de las galaxias»— formaba parte de los folletos turísticos desde hacía años.

«La catedral de Washington —pensó Langdon, sintiendo una ilusión inesperada al volver después de tanto tiempo—. ¿Qué mejor sitio para preguntar por un único Dios?»

—¿De verdad hay diez piedras del monte Sinaí? —inquirió Katherine, los ojos fijos en los campanarios gemelos.

Él asintió.

—Cerca del altar mayor. Simbolizan los diez mandamientos que le fueron entregados a Moisés en el Sinaí.

—¿Y una roca lunar?

«Una roca del mismísimo cielo».

—Sí. A una de las vidrieras se la llama el vitral del espacio, y en ella hay incrustada una roca lunar.

—Vale, pero lo último es broma, ¿no? —Katherine observó la construcción, el escepticismo escrito en sus bellos ojos—. ¿Una estatua de… Darth Vader?

Langdon soltó una risita.

—¿El siniestro padre de Luke Skywalker? No es ninguna broma. Vader es una de las rarezas más populares de la catedral. —Señaló la parte superior de las torres occidentales—. Cuesta verlo de noche, pero está ahí.

—¿Qué demonios hace Darth Vader en la catedral de Washington?

—Fue a raíz de un concurso infantil para tallar una gárgola que representara el rostro del mal. Ganó Darth.

Llegaron a la majestuosa escalera que conducía hasta la entrada principal, enmarcada por un arco de más de veinte metros bajo un imponente rosetón. Cuando iniciaron el ascenso a Langdon le vino a la cabeza el misterioso desconocido que lo había llamado. «Nada de nombres, por favor… Dígame, ¿ha logrado proteger el mapa que le fue confiado?» El hombro le dolía de cargar con la pesada pirámide de piedra, y se moría de ganas de soltarla. «Asilo y respuestas».

Al llegar arriba se toparon con dos regias puertas de madera.

—¿Llamamos sin más? —preguntó Katherine.

Eso mismo se preguntaba él, pero en ese instante una de las puertas se abrió.

—¿Quién hay ahí? —inquirió una frágil voz. Acto seguido, asomó el rostro de un anciano apergaminado. Iba vestido de sacerdote y su mirada era vacía, los ojos opacos y blancos, nublados por cataratas.

—Me llamo Robert Langdon —repuso él—. Katherine Solomon y yo venimos en busca de asilo.

El anciano ciego suspiró aliviado.

—Gracias a Dios. Los estaba esperando.