El recuerdo siempre empezaba de la misma manera.
Caía…, se precipitaba de espaldas hacia un río helado que corría por el cauce de un profundo barranco. En lo alto, los crueles ojos grises de Peter Solomon miraban más allá del cañón de la pistola de Andros. Mientras caía, el mundo se iba alejando, todo desaparecía a medida que a él lo iba envolviendo la nube neblinosa formada por la cascada que se derramaba río arriba.
Durante un instante todo fue blanco, como el cielo.
Entonces impactó contra el hielo.
Frío. Negrura. Dolor.
Caía en picado, arrastrado por una fuerza poderosa que lo estrellaba sin piedad contra las piedras en un vacío de una frialdad insoportable. Sus pulmones necesitaban aire, y sin embargo los músculos del pecho se habían contraído de tal forma con el frío que él ni siquiera era capaz de respirar.
«Estoy debajo del hielo».
Cerca del salto de agua, al parecer, el hielo era fino debido a las turbulencias, y Andros lo había atravesado. Ahora era barrido corriente abajo, atrapado bajo un techo transparente. Arañó el hielo por debajo para intentar romperlo, pero carecía de punto de apoyo. El agudo dolor que le producía el orificio de bala que se abría en su hombro empezaba a desvanecerse, al igual que el de las perdigonadas; ambos eran anulados por el paralizante cosquilleo del entumecimiento.
La corriente era cada vez más veloz, lo empujaba hacia un recodo del río. Su cuerpo pedía oxígeno a gritos. De pronto se enredó en unas ramas y quedó encajado en un árbol que había caído al agua. «¡Piensa!» Palpó una rama con desesperación hasta llegar a la superficie y dar con el punto en que la rama perforaba el hielo. Sus dedos hallaron el minúsculo espacio abierto que rodeaba la rama y él tiró de los bordes tratando de agrandar el orificio; una vez, dos, la abertura se ensanchaba, ahora medía varios centímetros de lado a lado.
Tras apoyarse en la rama, echó atrás la cabeza y pegó la boca a la abertura. El invernal aire que entró en sus pulmones se le antojó caliente. La repentina irrupción de oxígeno alimentó sus esperanzas. Plantó los pies en el tronco e hizo fuerza hacia arriba con la espalda y los hombros. El hielo que rodeaba el árbol caído, atravesado por ramas y rocalla, ya estaba debilitado, y cuando él clavó las poderosas piernas en el tronco, su cabeza y sus hombros rompieron el hielo y emergieron a la noche de invierno. El aire inundó sus pulmones. Todavía sumergido en su mayor parte, se retorció con vehemencia, impulsándose con las piernas, tirando con los brazos, hasta que finalmente salió del agua y se vio tumbado en el desnudo hielo, jadeante.
Andros se quitó el empapado pasamontañas y se lo guardó en el bolsillo. Acto seguido volvió la cabeza hacia donde suponía que se encontraba Peter Solomon, pero el recodo del río le impedía ver nada. El pecho le ardía de nuevo. Sin hacer ruido, acercó una rama pequeña y la tendió sobre el orificio para ocultarlo. La abertura volvería a estar congelada por la mañana.
Mientras Andros se adentraba en el bosque, comenzó a nevar. No tenía la menor idea de lo que llevaba andando cuando salió del arbolado y se vio ante un terraplén contiguo a una carretera estrecha. Deliraba y presentaba señales de hipotermia. La nieve caía con más ganas, y a lo lejos distinguió unos faros que se aproximaban. Andros se puso a hacer señales como un loco, y la solitaria camioneta se detuvo en el acto. La matrícula era de Vermont. Del vehículo salió un anciano con una camisa de cuadros roja.
Andros se acercó a él tambaleándose, las manos en el ensangrentado pecho.
—Un cazador… me ha disparado. Necesito un… hospital.
Sin vacilar, el anciano de Vermont ayudó a Andros a entrar en la camioneta y subió la calefacción.
—¿Dónde está el hospital más cercano?
Andros lo desconocía, pero señaló en dirección sur.
—La próxima salida.
«No vamos a ningún hospital».
Al día siguiente se denunció la desaparición del anciano de Vermont, pero nadie sabía en qué punto del viaje había podido producirse la desaparición con aquella tormenta de nieve cegadora. Tampoco se relacionó dicha desaparición con la otra noticia que salió en primera plana al día siguiente: el sobrecogedor asesinato de Isabel Solomon.
Cuando Andros despertó, estaba tendido en la desolada habitación de un motel barato que estaba cerrado y entablado durante la temporada. Recordaba haber entrado, haberse vendado las heridas con unas tiras de sábana y haberse acurrucado en una endeble cama bajo un montón de mantas que olían a humedad. Estaba muerto de hambre.
Fue al cuarto de baño como pudo y vio en el lavabo los perdigones llenos de sangre. Se acordaba vagamente de habérselos sacado del pecho. Tras alzar la vista al sucio espejo, se retiró de mala gana los sanguinolentos vendajes para calibrar los daños. Los endurecidos músculos del pecho y el abdomen habían impedido que los perdigones penetraran demasiado, y sin embargo su cuerpo, antes perfecto, parecía un colador. La única bala disparada por Peter Solomon al parecer le había atravesado el hombro limpiamente, dejando un cráter ensangrentado.
Para colmo, Andros no había logrado obtener aquello para lo que se había desplazado hasta allí: la pirámide. Las tripas le sonaban, y se acercó con dificultad hasta la camioneta con la esperanza de encontrar algo de comida. El vehículo estaba cubierto de una gruesa capa de nieve, y Andros se preguntó cuánto tiempo habría estado durmiendo en el viejo motel. «Menos mal que me he despertado». En el asiento delantero no encontró nada que comer, pero sí unos analgésicos para la artritis en la guantera. Se tomó un puñado, que tragó con ayuda de varios montones de nieve.
«Necesito comer».
Unas horas después, la camioneta que salió de detrás del viejo motel no se parecía en nada a la que había entrado en él dos días antes. Le faltaban la capota, los tapacubos, las pegatinas del parachoques y toda la demás parafernalia. La matrícula de Vermont también había desaparecido, sustituida por la de una vieja camioneta de mantenimiento que Andros encontró aparcada junto al contenedor del motel, en el que se deshizo de las sábanas ensangrentadas, los perdigones y todo lo que apuntaba a su presencia allí.
No había renunciado a la pirámide, pero por el momento tendría que esperar. Debía esconderse, curarse y, sobre todo, comer. Dio con un restaurante de carretera en el que se dio un atracón de huevos, beicon, patatas fritas y tres vasos de zumo de naranja. Cuando hubo terminado pidió más comida para llevar. De nuevo en la carretera, Andros estuvo escuchando la vieja radio de la camioneta. Llevaba sin ver la televisión y leer un periódico desde que sufrió aquella dura prueba, y cuando finalmente oyó una emisora local, las noticias lo dejaron pasmado.
—«Investigadores del FBI continúan la búsqueda del intruso armado que asesinó a Isabel Solomon en su casa de Potomac hace dos días —informaba el locutor—. Se cree que el asesino atravesó el hielo y fue arrastrado hasta el mar».
Andros se quedó helado. «¿Que asesinó a Isabel Solomon?» Continuó conduciendo callado, perplejo, escuchando la noticia entera.
Era hora de alejarse, y mucho, de ese lugar.
El apartamento del Upper West Side ofrecía unas vistas imponentes de Central Park. Andros se había decidido por él porque el mar de verdura que se extendía bajo su ventana le recordaba a las vistas del Adriático a las que había renunciado. Aunque sabía que debía alegrarse de estar vivo, no era ése el caso. El vacío no lo había abandonado, y se dio cuenta de que estaba obsesionado con el fallido intento de robarle la pirámide a Peter Solomon.
Había pasado muchas horas investigando la leyenda de la pirámide masónica, y aunque nadie parecía ponerse de acuerdo en si la pirámide era o no real, todo el mundo coincidía en la famosa promesa de sabiduría y poder inmensos. «La pirámide masónica es real —se dijo Andros—. La información privilegiada de que dispongo es irrefutable».
El destino había situado la pirámide al alcance de Andros, y él sabía que cerrar los ojos ante ese hecho era como tener un billete de lotería premiado y no cobrarlo. «Soy el único no masón vivo que sabe que la pirámide es real… y que conoce la identidad de su custodio».
Habían transcurrido meses, y aunque su cuerpo había sanado, Andros ya no era el gallito que había sido en Grecia. Había dejado de hacer ejercicio y de admirarse desnudo ante el espejo. Tenía la sensación de que su cuerpo empezaba a mostrar los estragos de la edad. Su piel, otrora perfecta, era un mosaico de cicatrices, lo que no hacía sino aumentar su abatimiento. Seguía dependiendo de los analgésicos que lo habían acompañado a lo largo de su recuperación, y sentía que volvía al estilo de vida que lo había llevado hasta la prisión de Soganlik. Le daba lo mismo. «El cuerpo quiere lo que quiere».
Una noche estaba en Greenwich Village comprándole drogas a un hombre que exhibía en el antebrazo un largo rayo dentado. Andros se interesó por él, y el tipo le dijo que el tatuaje tapaba una gran cicatriz que le había dejado un accidente de coche. «Ver la cicatriz todos los días me recordaba el accidente —explicó el camello—, así que me tatué encima un símbolo de poder personal. Recuperé el control».
Esa noche, colocado con la nueva remesa de drogas, Andros entró haciendo eses en el local de un tatuador y se quitó la camiseta.
—Quiero tapar las cicatrices —informó.
«Quiero recuperar el control».
—¿Taparlas? —El hombre le echó un vistazo al pecho—. ¿Con qué?
—Con tatuajes.
—Ya…, me refiero a qué tatuajes.
Andros se encogió de hombros, sólo quería esconder aquellos desagradables recuerdos del pasado.
—No sé. Elígelos tú.
El artista sacudió la cabeza y le entregó un folleto sobre la antigua y sagrada tradición del tatuaje.
—Vuelve cuando estés listo.
Andros descubrió que en la biblioteca pública de Nueva York había cincuenta y tres libros sobre el arte del tatuaje, y en unas pocas semanas ya los había leído todos. Tras redescubrir su pasión por la lectura, empezó a sacar mochilas enteras de libros de la biblioteca, que se llevaba a casa y devoraba con voracidad en su apartamento con vistas a Central Park.
Los libros de tatuajes le abrieron una puerta a un mundo extraño cuya existencia Andros desconocía: un mundo de símbolos, misticismo, mitología y magia. Cuanto más leía, más cuenta se daba de lo ciego que había estado. Empezó a llevar libretas con sus ideas, sus bocetos y sus peculiares sueños. Cuando ya no fue capaz de encontrar lo que quería en la biblioteca, pagó a libreros especializados para que adquirieran algunos de los textos más esotéricos del planeta para él.
De Praestigiis Daemonum, Lemegeton, Ars Almadel, Grimorium Verum, Ars Notoria… Los leyó todos, y fue convenciéndose cada vez más de que el mundo todavía tenía muchos tesoros que ofrecerle. «Ahí fuera hay secretos que van más allá de la comprensión humana».
Entonces descubrió los textos de Aleister Crowley, un místico visionario de principios de la década de 1900 al que la Iglesia consideró «el hombre más malvado del mundo». «Los grandes cerebros siempre son temidos por los inferiores». Andros estudió el poder del ritual y el conjuro. Aprendió que las palabras sagradas, si se pronunciaban correctamente, funcionaban como llaves que abrían puertas a otros mundos. «Hay un universo en las sombras más allá de éste…, un mundo que puede proporcionarme poder». Y aunque Andros deseaba aprovechar ese poder, sabía que existían reglas y cometidos que había que desempeñar primero.
«Santifícate —escribió Crowley—. Hazte sagrado».
En su día, el antiguo rito de «hacerse sagrado» había sido la ley imperante. Desde los primeros hebreos, que ofrecían holocaustos en el templo, hasta los mayas, que decapitaban humanos en la cúspide de las pirámides de Chichén Itzá, y hasta Jesucristo, que ofreció su cuerpo en la cruz, los antiguos entendían la necesidad de sacrificio de su dios. El sacrificio era el ritual primitivo mediante el cual los seres humanos recibían el favor de los dioses y se santificaban.
Sacra: sagrado.
Face: hacer.
Aunque el rito del sacrificio había sido abandonado hacía una eternidad, su poder persistía. En su día existió un puñado de místicos modernos, incluido Aleister Crowley, que practicaban ese Arte, que lo habían ido perfeccionando a lo largo del tiempo y que poco a poco se habían transformado en algo más. Andros anhelaba transformarse igual que ellos. Y, sin embargo, para hacerlo sabía que tendría que cruzar un puente peligroso.
«La sangre es lo único que separa la luz de la oscuridad».
Una noche, un cuervo entró por la ventana abierta de su cuarto de baño y se quedó atrapado en el apartamento. Andros vio que el pájaro estuvo aleteando durante un tiempo y finalmente se detuvo, al parecer aceptando que no podía escapar. Él había aprendido lo bastante para reconocer una señal. «Se me insta a avanzar».
Con el ave en una mano, se situó ante el improvisado altar de la cocina y alzó un cuchillo afilado mientras pronunciaba en voz alta el conjuro que había memorizado: «Camiach, Eomiahe, Emial, Macbal, Emoii, Zazean…, por estos santos nombres y los otros nombres de ángeles que están escritos en el libro Assamaian, te conjuro a que me asistas en esta operación, por Dios el verdadero, Dios el santo».
A continuación, Andros bajó el cuchillo y pinchó con cuidado la gran vena del ala derecha del aterrorizado pájaro. El cuervo empezó a sangrar, y mientras él contemplaba el reguero de líquido rojo que caía en la copa de metal que había dispuesto como receptáculo, notó una repentina ráfaga de aire frío. Así y todo, continuó.
«Poderoso Adonai, Arathron, Ashai, Elohim, Elohi, Elión, Asher Eheieh, Shaddai…, sean de mi ayuda para que esta sangre tenga poder y eficacia en todo lo que desee y en todo lo que demande».
Esa noche soñó con aves…, con un fénix gigantesco que surgía de un fuego humeante. A la mañana siguiente despertó con una energía que no sentía desde la infancia. Salió a correr al parque, más rápidamente y durante más tiempo de lo que nunca creyó posible. Cuando ya no pudo más, se detuvo para hacer flexiones y abdominales. Un sinfín de repeticiones. Y seguía teniendo energía.
Esa noche, de nuevo, soñó con el fénix.
El otoño había vuelto a llegar a Central Park, y los animales iban de un lado a otro en busca de alimento para el invierno. Andros despreciaba el frío, y sin embargo sus trampas, ocultas con sumo cuidado, ahora rebosaban de ratas y ardillas vivas. Él las llevaba a casa en la mochila y realizaba rituales cada vez más complejos.
«Emanuel, Messiach, Yod, He, Vaud…, estimadme digno».
Los rituales de sangre le insuflaban vitalidad. Andros se sentía cada día más joven. Seguía leyendo a todas horas —textos antiguos místicos, poemas épicos medievales, los primeros filósofos—, y cuanto más estudiaba la verdadera naturaleza de las cosas, más consciente era de que no había esperanza posible para la humanidad. «Están ciegos…, deambulan sin rumbo por un mundo que jamás comprenderán».
Andros todavía era un hombre, pero tenía la sensación de que se estaba convirtiendo en algo más. En algo mayor. «En algo sagrado». Su imponente físico había salido de su letargo, era más poderoso que nunca. Finalmente comprendió cuál era su verdadero propósito. «Mi cuerpo no es más que el receptáculo de mi tesoro más valioso: mi cerebro».
Andros sabía que aún no había desarrollado su verdadero potencial, y continuó profundizando. «¿Cuál es mi destino?» Todos los textos antiguos hablaban del bien y el mal, y de la necesidad del hombre de escoger entre ambos. «Yo elegí hace tiempo», lo sabía, y sin embargo no sentía remordimientos. «¿Qué es el mal, sino una ley natural?» La luz seguía a la oscuridad. El orden seguía al caos. La entropía era esencial. Todo decaía. El cristal, cuya estructura era ordenada, acababa convirtiéndose en partículas de polvo aleatorias.
«Están los que crean… y los que destruyen».
Hasta que leyó El paraíso perdido de John Milton no vio materializarse su destino ante sus ojos. Supo del gran ángel caído…, el demonio guerrero que combatía la luz…, el valiente…, el ángel llamado Moloc.
«Moloc caminó por la tierra como un dios». El nombre del ángel, según averiguó Andros después, traducido a la lengua antigua pasaba a ser Mal’akh.
«Eso mismo haré yo».
Al igual que todas las grandes transformaciones, ésa tenía que empezar con un sacrificio…, pero no de ratas ni aves. No, esa transformación necesitaba un sacrificio de verdad.
«Sólo existe un sacrificio digno de llamarse así».
De pronto lo vio todo con una claridad que nunca antes había experimentado en su vida. Su destino se había materializado. Estuvo tres días seguidos dibujando en una enorme hoja de papel. Cuando hubo acabado, tenía una copia de aquello en lo que se convertiría.
Colgó de la pared aquel dibujo de tamaño natural y lo miró como si se tratara de un espejo.
«Soy una obra maestra».
Al día siguiente llevó el dibujo al tatuador.
Estaba listo.