Capítulo 71

Mal’akh estaba desnudo en medio del calor de la ducha. Volvía a sentirse puro, tras haberse desprendido del olor a etanol. A medida que el vapor de eucalipto iba impregnando su piel, sentía que sus poros se abrían. Entonces comenzó el ritual.

En primer lugar se extendió una crema depilatoria por el tatuado cuerpo y el cuero cabelludo, eliminando cualquier rastro de pelo. «Los dioses de las siete islas de las Helíades no tenían vello». A continuación se masajeó la ablandada y receptiva piel con aceite de Abramelín. «El Abramelín es el aceite sagrado de los grandes magos». Después giró el mando de la ducha hacia la izquierda y el agua salió fría. Permaneció bajo la congelada agua un minuto entero para cerrar los poros y retener el calor y la energía en su interior. El frío le servía para recordar el río helado donde comenzó su transformación.

Cuando salió de la ducha tiritaba, pero al cabo de unos segundos el calor acumulado fue atravesando las capas de su cuerpo hasta reconfortarlo. Era como si tuviese un horno dentro. Mal’akh se plantó desnudo delante del espejo y admiró sus formas…, tal vez fuera la última vez que se vería siendo un simple mortal.

Sus pies eran las garras de un halcón; sus piernas —Boaz y Jachin—, los antiguos pilares de la sabiduría; sus caderas y su abdomen, el arco del poder místico, y, colgando debajo de éste, su enorme órgano sexual lucía los símbolos tatuados de su destino. En otra vida esa poderosa verga había sido su fuente de placer carnal, pero ya no era así.

«Me he purificado».

Al igual que los monjes eunucos místicos cátaros, Mal’akh se había extirpado los testículos. Había sacrificado la potencia física por una más encomiable. «Los dioses no tienen sexo». Tras despojarse de la imperfección humana del sexo, así como del furor terrenal que iba unido a la tentación carnal, Mal’akh había pasado a ser como Urano, Atis, Esporo y los grandes magos castrados de la leyenda artúrica. «Toda metamorfosis espiritual va precedida de una física». Ésa era la lección aprendida de todos los grandes dioses…, de Osiris a Tamuz, Jesús, Shiva o al propio Buda.

«He de despojarme del hombre que me viste».

De repente miró hacia arriba, más allá del fénix bicéfalo del pecho, del collage de antiguos sigilos que ornaba su rostro, directamente a la parte superior de su anatomía. Bajó la cabeza en dirección al espejo, apenas capaz de ver el círculo de piel lisa que aguardaba justo en la coronilla. Ese lugar del cuerpo era sagrado. Se lo conocía como fontanela, y era el único espacio del cráneo humano que permanecía abierto al nacer. «El ojo del cerebro». Aunque este portal fisiológico se cierra en cuestión de meses, sigue siendo un vestigio simbólico de la conexión perdida entre los mundos exterior e interior.

Mal’akh examinó el sagrado redondel de piel virginal, que estaba circundado, a modo de corona, por un uróboros, una serpiente mística que engulle su propia cola. La carne desnuda parecía devolverle la mirada…, una mirada radiante, cargada de promesas.

Robert Langdon no tardaría en descubrir el gran tesoro que necesitaba Mal’akh. Y una vez fuera suyo, ese vacío que se abría en lo alto de su cabeza sería cubierto y él finalmente estaría preparado para la transformación definitiva.

Mal’akh cruzó el dormitorio y sacó una larga tira de seda blanca del cajón inferior. Como tantas otras veces, cubrió con ella las ingles y las nalgas y fue abajo.

Ya en el despacho vio en el ordenador que acababa de recibir un correo electrónico.

Era de su contacto.

LO QUE NECESITA ESTÁ CERCA.

ME PONDRÉ EN CONTACTO CON USTED ANTES DE UNA HORA. PACIENCIA.

Mal’akh sonrió: había llegado el momento de hacer los últimos preparativos.