Capítulo 7

Katherine Solomon cruzó a toda velocidad el aparcamiento bajo la fría lluvia, deseando llevar puesto algo más que unos pantalones vaqueros y un suéter de cachemira. Al acercarse a la entrada principal del edificio, el estruendo de los gigantescos purificadores de aire se hizo más intenso. Pero ella apenas los oyó, en sus oídos todavía resonaba la llamada que acababa de recibir.

«Lo que su hermano cree que está escondido en Washington… puede ser encontrado».

A Katherine le pareció algo casi imposible de creer. Ella y el hombre que la había llamado todavía tenían muchas cosas que discutir, y habían acordado hacerlo esa misma tarde.

Cuando llegó a la puerta principal, sintió la misma excitación de siempre al entrar en el pantagruélico edificio. «Nadie sabe que este lugar está aquí».

El letrero de la entrada decía:

A pesar de contar con más de una docena de enormes museos en el National Mall, la colección de la institución Smithsonian era tan grande que sólo un 2 por ciento podía ser exhibida al mismo tiempo. El 98 por ciento restante tenía que ser almacenado en algún lugar. Y ese lugar… era ése.

Era de esperar, pues, que ese edificio albergara una diversidad de objetos asombrosamente variada: budas gigantes, códices manuscritos, dardos envenenados de Nueva Guinea, cuchillos con joyas incrustadas, un kayak hecho de barbas de ballena. Igual de alucinantes eran los tesoros naturales del edificio: esqueletos de plesiosaurio, una inestimable colección de meteoritos, un calamar gigante, e incluso una colección de cráneos de elefante que había traído de un safari africano el mismo Teddy Roosevelt.

Pero el secretario de la Smithsonian, Peter Solomon, no había llevado a su hermana al SMSC por nada de eso. La había llevado a ese lugar no para contemplar maravillas científicas, sino más bien para crearlas. Y eso era exactamente lo que Katherine había estado haciendo los últimos tres años.

En lo más profundo del edificio, en la oscuridad de sus más remotos recovecos, había un pequeño laboratorio científico sin igual en todo el mundo. Los recientes descubrimientos que Katherine había hecho en el campo de la ciencia noética tenían ramificaciones en cualquier disciplina: de la física a la historia, pasando por la filosofía o la religión. «Pronto todo cambiará», pensó ella.

Al entrar Katherine en el vestíbulo, el guardia de recepción escondió rápidamente un transistor y se quitó los auriculares de las orejas.

—¡Señora Solomon! —dijo con una amplia sonrisa.

—¿Los Redskins?

Sintiéndose culpable, el guardia se sonrojó.

—La previa al partido.

Ella sonrió.

—No diré nada. —Se dirigió al detector de metales y vació sus bolsillos.

Cuando se quitó el Cartier de oro de la muñeca sintió la habitual punzada de tristeza. Era un regalo que le había hecho su madre por su dieciocho cumpleaños. Hacía casi diez años que había muerto de forma violenta… en sus brazos.

—Esto…, ¿señora Solomon? —susurró el guardia en tono burlón—. ¿Nos contará algún día lo que hace ahí dentro?

Ella levantó la mirada.

—Algún día, Kyle. Pero no esta noche.

—Vamos —insistió—. ¿Un laboratorio secreto… en un museo secreto? Debe de estar haciendo usted algo bastante chulo.

«Mucho más que chulo», pensó ella mientras recogía sus cosas. La verdad era que Katherine estaba practicando una ciencia tan avanzada que ya casi ni parecía ciencia.