«Basta de secretos», pensó Katherine Solomon.
En la mesa que tenía ante sí se podían ver restos del sello de cera que había permanecido intacto durante generaciones. Terminó de retirar el desvaído papel marrón que envolvía el valioso paquete de su hermano. A su lado estaba Langdon, visiblemente inquieto.
Del envoltorio, Katherine extrajo una pequeña caja de piedra gris. Parecía un cubo de granito pulido: la caja no tenía bisagras, ni cierre, ni modo alguno visible de abrirla. A Katherine le recordaba un puzzle chino.
—Parece un bloque sólido —dijo mientras pasaba los dedos por los bordes—. ¿Estás seguro de que en los rayos X se veía hueco? ¿Con un vértice dentro?
—Sí —repuso Langdon, acercándose a ella y examinando la misteriosa caja.
Tanto él como Katherine la observaron desde distintos ángulos, en busca de alguna forma de abrirla.
—Aquí —dijo Katherine al localizar con la uña la ranura oculta que había en uno de los bordes superiores.
Dejó la caja en la mesa y con mucho cuidado abrió la tapa, que se deslizó suavemente, como si fuera la parte superior de un buen joyero.
Al retirar la tapa, tanto Langdon como Katherine dejaron escapar un grito ahogado. El interior brillaba. Su refulgencia parecía casi sobrenatural. Katherine nunca había visto una pieza de oro de ese tamaño, y le llevó un instante darse cuenta de que el metal precioso simplemente reflejaba la luz de la lámpara.
—Es espectacular —susurró.
A pesar de haber estado sellado en un oscuro cubo de piedra desde hacía más de un siglo, el vértice no se había descolorido ni deslustrado lo más mínimo. «El oro resiste las leyes entrópicas de la descomposición; ésa es una de las razones por las que en la antigüedad se consideraba mágico». Katherine pudo sentir cómo se le aceleraba el pulso al inclinarse hacia adelante y observar desde arriba la pequeña punta de oro.
—Hay una inscripción.
Robert se acercó. Los hombros de ambos se tocaban. Un destello de curiosidad iluminó los ojos de Langdon. Le había hablado a Katherine acerca de la antigua práctica griega de los symbola —códigos divididos en varias partes—, y de que ese vértice, tanto tiempo separado de la pirámide, sería la clave para descifrar la pirámide. Supuestamente, lo que pusiera en esa inscripción traería orden del caos.
Katherine acercó la pequeña caja a la luz y observó detenidamente el vértice.
Aunque pequeña, la inscripción era perfectamente visible: un breve texto grabado en una de las caras. Katherine leyó las siete palabras.
Luego las volvió a leer.
—¡No! —se lamentó—. ¡No puede ser eso lo que dice!
Al otro lado de la calle, la directora Sato cruzó a toda velocidad la extensa acera frente al Capitolio en dirección a su punto de encuentro en First Street. Las noticias que había recibido de sus hombres eran inaceptables. Ni Langdon. Ni pirámide. Ni vértice. Bellamy estaba retenido, pero no les había dicho la verdad. De momento.
«Yo le haré hablar».
Miró por encima del hombro una de las nuevas vistas de Washington: la cúpula del Capitolio por encima del centro de visitantes. La cúpula iluminada no hacía sino acentuar la importancia de lo que estaba en juego esa noche. «Ésta es una época peligrosa».
Sato se sintió aliviada al oír que la llamaban al móvil y ver en el identificador de llamadas que se trataba de su analista.
—Nola —contestó Sato—. ¿Qué tienes?
Nola Kaye le dio las malas noticias. Los rayos X de la inscripción del vértice eran demasiado borrosos, y los filtros de mejora de imagen no habían funcionado.
«Mierda». Sato se mordió el labio.
—¿Y la cuadrícula de dieciséis caracteres?
—Todavía estoy en ello —dijo Nola—, pero de momento no he encontrado ningún sistema secundario de encriptado. Tengo un ordenador reorganizando las letras de la cuadrícula en busca de algo identificable, pero hay más de veinte billones de posibilidades.
—Sigue en ello. Y mantenme informada. —Sato colgó; tenía el ceño fruncido.
Las esperanzas que tenía de descifrar la pirámide utilizando únicamente una fotografía y rayos X se desvanecían rápidamente. «Necesito la pirámide y el vértice…, y se agota el tiempo».
Sato llegó a First Street justo cuando un todoterreno Escalade negro con las ventanillas tintadas se detenía delante de ella con un derrape. Del coche salió un único agente.
—¿Alguna novedad sobre Langdon? —inquirió Sato.
—La confianza es alta —dijo el hombre con frialdad—. Acabamos de recibir refuerzos. Todas las salidas de la biblioteca están rodeadas. Y en breve llegará apoyo aéreo. Lanzaremos gas lacrimógeno y no tendrá dónde ocultarse.
—¿Y Bellamy?
—Atado en el asiento de atrás.
«Bien». El hombro todavía le escocía.
El agente le dio a Sato una bolsita transparente de plástico con un teléfono móvil, unas llaves y una cartera dentro.
—Los efectos personales de Bellamy.
—¿Nada más?
—No, señora. La pirámide y el paquete debe de tenerlos todavía Langdon.
—Está bien —dijo Sato—. Bellamy sabe cosas que no nos está contando. Me gustaría interrogarlo personalmente.
—Sí, señora. ¿Vamos a Langley, entonces?
Sato respiró profundamente y se puso a dar vueltas de acá para allá por delante del todoterreno. Los interrogatorios de civiles norteamericanos estaban regidos por estrictos protocolos, e interrogar a Bellamy era altamente ilegal a no ser que lo hiciera en Langley con testigos, abogados, lo grabara en vídeo, bla, bla, bla…
—No —repuso, intentando pensar en algún lugar cercano.
«Y más privado».
El agente no dijo nada, permanecía en posición de firmes junto al todoterreno, a la espera de órdenes.
Sato se encendió un cigarrillo, le dio una larga calada y bajó la mirada hacia la bolsita de plástico transparente con los objetos de Bellamy. En su llavero, advirtió, había una llave electrónica adornada con cuatro letras: USBG. Sato sabía, claro está, qué edificio gubernamental abría esa llave. El lugar estaba muy cerca y, a esas horas, sería muy privado.
Sonrió y se metió la llave en el bolsillo. «Perfecto».
Cuando le dijo adónde quería llevar a Bellamy, esperaba que el agente se sorprendiera, pero se limitó a asentir y a abrirle la puerta del asiento del acompañante; su fría mirada no revelaba ninguna emoción.
A Sato le encantaban los profesionales.
En el sótano del edificio Adams, Langdon observaba con incredulidad la elegante inscripción de una de las caras del vértice.
«¿Eso es todo lo que dice?»
A su lado, Katherine sostenía el vértice bajo la luz y negaba con la cabeza.
—Ha de haber algo más —insistió, sintiéndose engañada—. ¿Esto es lo que mi hermano ha estado protegiendo todos estos años?
Langdon tenía que admitir que se sentía desconcertado. Según lo que le habían dicho Peter y Bellamy, se suponía que ese vértice iba a ayudarlos a descifrar la pirámide de piedra. A la luz de tales afirmaciones, Langdon esperaba algo iluminador y útil. «En vez de obvio e inútil». Leyó una vez más las siete palabras delicadamente inscritas en la cara del vértice.
El
secreto está
dentro de Su Orden
«¿El secreto está dentro de Su Orden?»
A simple vista, la inscripción parecía afirmar una obviedad: que las letras de la pirámide no estaban en «orden», y que su secreto estaba en dar con la secuencia adecuada. Esa lectura, sin embargo, además de ser manifiesta, parecía improbable por otra razón.
—Las iniciales de las palabras «Su» y «Orden» están escritas en mayúscula.
Katherine asintió, mirando sin expresión.
—Ya lo veo.
«El secreto está dentro de Su Orden». A Langdon sólo se le ocurría una explicación lógica.
—«Orden» debe de hacer referencia a la orden masónica.
—Estoy de acuerdo —dijo Katherine—, pero sigue sin ser de ayuda. No nos dice nada nuevo.
Langdon pensaba igual. Al fin y al cabo, toda la historia de la pirámide masónica giraba alrededor de un secreto oculto dentro del orden masónico.
—Robert, ¿no te dijo mi hermano que este vértice te daría el poder de ver orden donde los demás sólo veían caos?
Él asintió, frustrado. Por segunda vez esa noche, Robert Langdon sentía que no era digno.