Capítulo 6

—¿Esto es lo más cerca que puede aparcar? —Robert Langdon sintió una repentina oleada de ansiedad mientras su chófer estacionaba el coche en First Street, a casi medio kilómetro del edificio del Capitolio.

—Me temo que sí —dijo el chófer—. Seguridad nacional. Los vehículos ya no pueden acercarse a los edificios emblemáticos. Lo siento, señor.

Langdon miró la hora y dio un respingo al ver que ya eran las 18.50. Una zona de obras alrededor del National Mall los había ralentizado, y ahora sólo quedaban diez minutos para el inicio de la conferencia.

—Está a punto de llover —dijo el chófer mientras salía del coche para abrirle la puerta a Langdon—. Será mejor que se dé prisa. —Langdon buscó su cartera para darle una propina al chófer, pero el hombre la declinó haciendo un gesto con la mano—. Su anfitrión ya ha añadido una propina muy generosa a mis honorarios.

«Típico de Peter», pensó Langdon mientras recogía sus cosas.

—Muy bien, gracias por la carrera.

Las primeras gotas de lluvia empezaron a caer en cuanto Langdon llegó a lo alto de la explanada que descendía suavemente hasta la nueva entrada «subterránea» para visitantes.

El centro de visitantes del Capitolio había sido un proyecto costoso y controvertido. Descrito como una ciudad subterránea que no se alejaba demasiado de ciertas partes de Disneylandia, ese espacio subterráneo contaba con más de ciento cincuenta mil metros cuadrados llenos de exposiciones, restaurantes y auditorios.

Langdon tenía ganas de verlo, si bien no esperaba una caminata tan larga. Se pondría a llover en cualquier momento, así que finalmente echó a correr, a pesar de que sus mocasines apenas ofrecían tracción sobre el cemento mojado. «¡Me he vestido para una conferencia, no para una carrera de cuatrocientos metros en pendiente y bajo la lluvia!»

Llegó a la entrada sin aliento y jadeante. Tras pasar por la puerta giratoria, Langdon se detuvo un momento en el vestíbulo para recobrar el aliento y secarse un poco. Mientras lo hacía, levantó la mirada para ver el recién finalizado espacio que tenía ante sí.

«Vaya, reconozco que estoy impresionado».

El centro de visitantes del Capitolio no era para nada lo que había esperado. Como se encontraba bajo tierra, a Langdon le provocaba cierta aprensión la idea de pasar por él. De niño había tenido un accidente que le había dejado toda una noche en el fondo de un profundo pozo, y ahora sentía una casi incapacitante aversión a los espacios cerrados. Sin embargo, ese espacio subterráneo era… espacioso. «Es luminoso. Y está bien ventilado».

El techo era una vasta extensión de cristal, con una serie de luces teatralmente dispuestas que emitían su apagado resplandor por todos los nacarados acabados del interior.

En circunstancias normales, Langdon se habría tomado una buena hora para admirar la arquitectura, pero apenas quedaban cinco minutos para el inicio de la conferencia, así que bajó la mirada y recorrió a toda prisa el vestíbulo principal en dirección al puesto de control y la escalera mecánica. «Relájate —se dijo—. Peter sabe que estás de camino. El evento no comenzará sin ti».

En el puesto de control, un joven guardia hispano charló con él mientras vaciaba sus bolsillos y se quitaba su antiguo reloj.

—¿Mickey Mouse? —dijo el guardia en un tono ligeramente burlón.

Langdon asintió, acostumbrado a los comentarios sobre su reloj de Mickey Mouse. Esa edición de coleccionista había sido un regalo de sus padres por su noveno cumpleaños.

—Lo llevo como recordatorio de que hay que relajarse y no tomarse la vida tan en serio.

—Pues creo que no funciona —dijo el guardia con una sonrisa—. Parece tener usted mucha prisa.

Langdon sonrió y dejó su bolsa en la máquina de rayos X.

—¿Por dónde se va al Salón Estatuario?

El guardia le señaló la escalera mecánica.

—Ya verá los letreros.

—Gracias. —Langdon recogió su bolsa de la cinta transportadora y se dirigió hacia allí a toda prisa.

Mientras subía por la escalera mecánica respiró profundamente e intentó poner en orden sus pensamientos. A través del cristal, echó un vistazo a la montañosa forma de la iluminada cúpula del Capitolio, que quedaba justo encima de él. Era un edificio verdaderamente asombroso. En lo alto, a casi cien metros de altura, la estatua de la Libertad escudriñaba la neblinosa oscuridad cual fantasmal centinela. A Langdon siempre le había parecido irónico que los trabajadores que habían transportado hasta su pedestal cada una de las piezas de la estatua de bronce de seis metros de altura fueran esclavos (un secreto del Capitolio que rara vez incluían los programas de historia de enseñanza secundaria).

De hecho, todo el edificio era un tesoro oculto repleto de extraños misterios, entre los cuales se encontraba una «bañera asesina» responsable del neumónico asesinato del vicepresidente Henry Wilson, una escalera con una mancha de sangre permanente sobre la cual una exorbitante cantidad de visitantes parecía tropezar, o una cámara subterránea secreta en la que en 1930 unos trabajadores descubrieron el caballo disecado del general John Alexander Logan.

La leyenda más perdurable, sin embargo, era la de los trece fantasmas que pululaban por el edificio. Con frecuencia, se decía que el espíritu del diseñador Pierre l’Enfant deambulaba por los salones en busca de alguien que le pagara la factura, vencida hacía ya doscientos años. También solía verse el fantasma de un trabajador que se había caído de la cúpula del Capitolio durante su construcción vagando por los pasillos y cargando herramientas. Y, claro está, la aparición más famosa de todas, avistada en numerosas ocasiones en el sótano del Capitolio: un efímero gato negro que merodeaba por la laberíntica e inquietante subestructura de estrechos pasillos y cubículos.

Langdon bajó de la escalera mecánica y volvió a mirar la hora. «Tres minutos». Recorrió a toda prisa el pasillo, siguiendo los letreros que le indicaban la dirección del Salón Estatuario, y repasando mentalmente los comentarios iniciales de su charla. Langdon tenía que admitir que el asistente de Peter estaba en lo cierto: el tema de la conferencia era ideal para un evento que organizaba en Washington un prominente masón.

No era ningún secreto que Washington poseía una rica historia masónica. La piedra angular de ese mismo edificio había sido colocada en un ritual masónico por George Washington en persona. De hecho, la ciudad había sido concebida y diseñada por maestros masones —George Washington, Ben Franklin y Pierre l’Enfant—, mentes poderosas que adornaron su nueva capital con simbolismo, arquitectura y arte masónicos.

«Como no podía ser de otro modo, la gente ve en esos símbolos todo tipo de majaderías».

Muchos teóricos de las conspiraciones aseguraban que los padres fundadores masones habían escondido poderosos secretos por todo Washington junto con simbólicos mensajes ocultos en el trazado de sus calles. Langdon no les prestaba la menor atención. La desinformación sobre los masones era tan corriente que incluso muchos cultos estudiantes de Harvard parecían tener una concepción sorprendentemente deformada sobre la hermandad.

El año anterior, un estudiante de primer año llegó a clase muy alterado con una hoja que había sacado de Internet. Era un mapa de Washington en el que habían destacado ciertas calles para elaborar así diversas formas —pentáculos satánicos, un compás y una escuadra masónicos, la cabeza de Baphomet—, hecho que al parecer demostraba que los masones que habían diseñado Washington estaban involucrados en una especie de oscura conspiración mística.

—Divertido —dijo Langdon—, pero no demasiado convincente. Si uno se pone a dibujar suficientes líneas e intersecciones en un mapa, lo más probable es que termine encontrando formas de todo tipo.

—¡Pero esto no puede ser una coincidencia! —exclamó el joven.

Con paciencia, Langdon le demostró al estudiante que las mismas formas se podían encontrar en un mapa de Detroit.

El chico pareció quedar profundamente decepcionado.

—No se desaliente —dijo Langdon—. En Washington se esconden muchos secretos increíbles…, pero ninguno en su mapa.

El joven se animó.

—¿Secretos? ¿Como cuáles?

—Todas las primaveras doy un curso llamado Símbolos Ocultistas. En él hablo mucho de Washington. Debería apuntarse.

—¡Símbolos ocultistas! —El estudiante de primer año pareció entusiasmado de nuevo—. ¡Entonces, en Washington sí hay símbolos diabólicos!

Langdon sonrió.

—Lo siento, pero por mucho que evoque imágenes de cultos satánicos, la palabra «ocultista» en realidad significa «oculto» u «oscurecido». En tiempos de opresión religiosa, el saber contradoctrinal se tenía que mantener escondido u «oculto», y como la Iglesia se sentía amenazada, redefinió «oculto» como algo maligno, un prejuicio que ha sobrevivido hasta nuestros días.

—Oh —el ánimo del muchacho se volvió a desplomar.

A pesar de ello, esa primavera Langdon divisó a ese mismo joven en primera fila, mientras quinientos estudiantes se afanaban por entrar en el teatro Sanders de Harvard, un viejo auditorio de crujientes bancos de madera.

—Buenos días a todo el mundo —exclamó Langdon desde el amplio escenario. Encendió el proyector de diapositivas y una imagen se materializó detrás de él—. Mientras se acomodan, ¿podrían decirme cuántos de ustedes reconocen el edificio que aparece en esta fotografía?

—¡El Capitolio de Estados Unidos! —prorrumpieron docenas de voces al unísono—. ¡En Washington!

—Sí. En esa cúpula hay cuatro mil toneladas de hierro. Una hazaña sin precedentes del ingenio arquitectónico de la década de 1850.

—¡Flipante! —soltó alguien.

Langdon puso los ojos en blanco. Desearía que alguien censurara esa palabra.

—Muy bien, ¿cuántos de ustedes han visitado Washington alguna vez?

Se alzaron unas cuantas manos.

—¿Tan pocos? —Langdon fingió sorpresa—. ¿Y cuántos han ido a Roma, París, Madrid o Londres?

Se alzaron casi todas las manos.

«Lo de siempre». Uno de los ritos de paso de los estudiantes universitarios norteamericanos era pasar un verano con un billete de tren Eurorail antes de tener que enfrentarse a la dura realidad de la vida.

—Parece que muchos más de ustedes han preferido visitar Europa antes que su propia capital. ¿A qué creen que se debe eso?

—¡En Europa no hay edad mínima para beber alcohol! —exclamó alguien al fondo.

Langdon sonrió.

—Como si aquí la edad mínima les impidiera beber…

Todos rieron.

Era el primer día de clase y a los estudiantes les costaba más de lo habitual acomodarse. No dejaban de moverse en sus crujientes bancos de madera. A Langdon le encantaba dar clase en ese auditorio porque sólo con el ruido de los bancos podía averiguar el grado de concentración de sus alumnos.

—En serio —dijo—, la arquitectura, el arte y el simbolismo de Washington son de los más destacables del mundo.

—Las cosas antiguas molan más —dijo alguien.

—Y por «cosas antiguas» —quiso aclarar Langdon—, supongo que se refiere a castillos, criptas, templos y todo eso, ¿no?

Sus cabezas asintieron al unísono.

—Muy bien. ¿Y si les digo que en Washington hay ejemplos de todas esas cosas? Castillos, criptas, pirámides, templos…, de todo.

El crujido disminuyó.

—Amigos míos —dijo Langdon, bajando el tono de voz y acercándose al frente del escenario—, en la próxima hora descubrirán que nuestra nación está repleta de secretos e historia oculta. Y exactamente igual que en Europa, los mejores secretos están escondidos a la vista de todo el mundo.

Los bancos de madera quedaron en completo silencio.

«Los tengo en el bote».

Langdon bajó la luz y proyectó la segunda diapositiva.

—¿Quién puede decirme qué está haciendo George Washington aquí?

La diapositiva era el famoso mural en el que George Washington aparecía ataviado con la típica vestimenta masónica, de pie delante de un extraño artilugio: un enorme trípode de madera con un sistema de cuerda y polea del que colgaba un enorme bloque de piedra. Un grupo de elegantes espectadores permanecía de pie ante él.

—¿Levantando ese bloque de piedra? —aventuró alguien.

Langdon no dijo nada, prefería que fuera otro estudiante quien lo corrigiera.

—En realidad —intervino otro—, creo que lo que está haciendo Washington es bajar la piedra. Lleva un traje masónico. He visto fotografías de masones colocando piedras angulares con anterioridad. En la ceremonia siempre se utiliza un trípode como ése para bajar la primera piedra.

—Excelente —dijo Langdon—. El mural retrata al Padre de Nuestro País utilizando trípode y polea para colocar la piedra angular del Capitolio el 18 de septiembre de 1793, entre las once y cuarto y las doce y media. —Langdon hizo una pausa y repasó la clase con la vista—. ¿Puede alguien decirme el significado de la fecha y la hora?

Silencio.

—¿Y si les digo que ese preciso momento fue escogido por tres famosos masones: George Washington, Benjamin Franklin y Pierre l’Enfant, el principal arquitecto de Washington?

Más silencio.

—Básicamente, la piedra angular fue colocada en esa fecha y a esa hora porque, entre otras cosas, el auspicioso Caput Draconis estaba en Virgo.

Todo el mundo intercambió miradas de extrañeza.

—Un momento —dijo alguien—. ¿Se refiere a que la razón es la… astrología?

—Exactamente. Aunque una astrología muy distinta de la que conocemos hoy en día.

Se alzó una mano.

—¿Está diciendo que nuestros padres fundadores creían en la astrología?

Langdon sonrió.

—Y tanto. ¿Qué dirían si les dijera que la ciudad de Washington contiene más signos astrológicos en su arquitectura (zodíacos, mapas celestes, piedras angulares colocadas en una fecha y una hora astrológicamente precisas) que ninguna otra ciudad del mundo? Más de la mitad de los padres de nuestra Constitución eran masones, hombres que creían firmemente que las estrellas y el destino estaban entrelazados, hombres que prestaron gran atención al trazado de las estrellas a la hora de estructurar su nuevo mundo.

—Pero todo eso de la piedra angular del Capitolio colocada mientras Caput Draconis estaba en Virgo…, ¿qué más da? ¿No puede tratarse de una mera coincidencia?

—Una coincidencia impresionante si tenemos en cuenta que las piedras angulares de las tres estructuras que componen el Triángulo Federal (el Capitolio, la Casa Blanca y el Monumento a Washington) fueron colocadas en distintos años pero cuidadosamente programadas para que tuvieran lugar exactamente en esa misma condición astrológica.

La mirada de Langdon se encontró con una sala llena de ojos abiertos. Unos cuantos estudiantes agacharon la cabeza y empezaron a tomar notas.

Al fondo de la clase se alzó una mano.

—¿Por qué hicieron eso?

Langdon se rio entre dientes.

—La respuesta a eso equivale al material de un semestre entero. Si está usted interesado, debería hacer mi curso de misticismo. De todos modos, no creo que estén ustedes emocionalmente preparados para oír la respuesta.

—¿Cómo? —exclamó esa misma persona—. Haga la prueba.

Langdon se encogió de hombros.

—Quizá deberían unirse a los masones o a la Estrella de Oriente y aprender al respecto directamente de la fuente.

—No podemos —afirmó un joven—. ¡Los masones son una sociedad supersecreta!

—¿Supersecreta? ¿De verdad? —Langdon recordó el enorme anillo masónico que su amigo Peter Solomon llevaba con gran orgullo en la mano derecha—. Entonces, ¿por qué los masones llevan anillos, alfileres de corbata o insignias masónicas a la vista? ¿Por qué los edificios masónicos están señalizados? ¿Por qué sus encuentros se anuncian en los periódicos? —Langdon sonrió a sus alumnos, que lo miraban con caras de desconcierto—. Amigos míos, la masonería no es una sociedad secreta…, es una sociedad con secretos.

—Es lo mismo —murmuró alguien.

—¿Ah, sí? —lo desafió Langdon—. ¿Consideraría la Coca-Cola una sociedad secreta?

—Claro que no —dijo el estudiante.

—Muy bien, y si llamara a la puerta de sus oficinas centrales y les pidiera la fórmula, ¿qué pasaría?

—Que no me la dirían.

—Exactamente. Para conocer el secreto más profundo de la Coca-Cola debería unirse a la compañía, trabajar durante muchos años, demostrar que es digno de confianza, y finalmente acceder a los más altos escalones de la jerarquía. Quizá entonces compartirían con usted esa información. Pero para ello debería jurar mantener el secreto.

—¿Está diciendo que la francmasonería es como una empresa?

—Sólo en la medida en que mantienen una estricta jerarquía y se toman los secretos muy en serio.

—Mi tío es masón —intervino una joven—. Y mi tía lo odia porque ni siquiera con ella comenta nada. Dice, mi tía, que la masonería es una especie de religión extraña.

—Un equívoco muy común.

—¿No es una religión?

—Hagamos el test de Litmus —dijo Langdon—. ¿Quién de los presentes está haciendo el curso de religión comparada que imparte el profesor Witherspoon?

Varias manos se alzaron.

—Muy bien. ¿Cuáles son, pues, los tres requisitos indispensables para considerar que una ideología es una religión?

—PCC —contestó una mujer—. Prometer, Creer, Convertir.

—Correcto —dijo Langdon—. Las religiones prometen la salvación; las religiones creen en una teología precisa, y las religiones convierten a los no creyentes. —Hizo una pausa—. La masonería, sin embargo, da negativo en los tres casos. Los masones no prometen ninguna salvación; no tienen una teología específica, y no quieren convertirte. De hecho, dentro de las logias masónicas, las discusiones sobre religión están prohibidas.

—Entonces…, ¿la masonería es antirreligiosa?

—Al contrario. Uno de los requisitos indispensables para convertirse en masón es creer en un poder superior. La diferencia entre la espiritualidad masónica y la religión organizada es que los masones no imponen ninguna definición o nombre específico a ese poder superior. En vez de una identidad teológica definitiva como Dios, Alá, Buda o Jesús, los masones utilizan términos más genéricos como Ser Supremo o Gran Arquitecto del Universo. Esto les permite congregar a personas de diversas fes.

—Suena un poco extraño —dijo alguien.

—¿O, quizá, gratamente desprejuiciado? —propuso Langdon—. En esta época en la que distintas culturas se matan entre sí por defender su definición de Dios, se podría decir que la tradición masónica de tolerancia y amplitud de miras es encomiable. —Dio unos cuantos pasos por el escenario—. Es más, la masonería está abierta a hombres de toda raza, color y credo, y ofrece una fraternidad espiritual que no discrimina en modo alguno.

—¿No discrimina? —Una miembro de la asociación de mujeres de la universidad se puso en pie—. ¿A cuántas mujeres se les permite ser masones, profesor Langdon?

Langdon alzó las palmas de las manos en señal de rendición.

—Eso es cierto. Tradicionalmente, la francmasonería tiene sus raíces en los gremios de mampostería europeos, de ahí que fuera una organización masculina. Hace varios siglos, algunos dicen que en 1703, se fundó una rama femenina llamada Estrella de Oriente. Cuenta con más de un millón de miembros.

—No obstante —dijo la mujer—, la masonería es una poderosa organización de la que las mujeres están excluidas.

Langdon no estaba seguro de hasta qué punto los masones seguían siendo tan «poderosos», y no tenía intención de seguir por ese camino; las percepciones de los modernos masones iban de considerarlos un simple grupo de inofensivos ancianos a los que les gustaba disfrazarse… a un contubernio clandestino de financieros que dirigían el mundo. La verdad, seguramente, estaba en algún lugar intermedio.

—Profesor Langdon —exclamó un joven de pelo rizado que estaba sentado en la última fila—. Si la masonería no es una sociedad secreta, ni una empresa, ni tampoco una religión, entonces, ¿qué es?

—Bueno, si le preguntara a un masón, éste le ofrecería la siguiente definición: la masonería es un sistema moral, velado por alegorías e ilustrado mediante símbolos.

—A mí me parece un eufemismo para «culto de freakys».

—¿Freakys, dice?

—¡Y tanto! —exclamó el muchacho, poniéndose en pie—. ¡He oído hablar de lo que hacen dentro de esos edificios secretos! Extraños rituales con ataúdes y sogas, y beben vino que sirven en cráneos humanos. ¡A mí eso me parece de freakys!

Langdon repasó toda la clase con la vista.

—¿A alguien más le parece algo freaky?

—¡Sí! —replicaron todos.

Langdon impostó un suspiro de abatimiento.

—Qué pena. Si eso les parece demasiado freaky, entonces nunca querrán unirse a mi culto.

En la sala se hizo el más absoluto silencio. La estudiante de la asociación de mujeres parecía inquieta.

—¿Usted está en un culto?

Langdon asintió y bajó la voz, adoptando un tono conspiratorio.

—No se lo digan a nadie, pero en el día pagano del dios del sol Ra, me arrodillo a los pies de un antiguo instrumento de tortura y consumo símbolos ritualísticos de sangre y carne.

La clase se mostró horrorizada.

Langdon se encogió de hombros.

—Y si a alguno de ustedes le apetece unirse, el próximo domingo puede venir a la capilla de Harvard, arrodillarse ante el crucifijo y recibir la sagrada comunión.

La clase siguió en silencio.

Langdon les guiñó un ojo.

—Abran sus mentes, amigos míos. Todos tememos lo que no comprendemos.

Las campanadas de un reloj empezaron a resonar por los pasillos del Capitolio.

«Las siete en punto».

Robert Langdon se puso a correr. «Esto sí que será una entrada teatral». Al pasar por delante del pasillo conector, divisó la entrada al Salón Estatuario Nacional y fue directamente hacia ella.

A medida que se iba acercando a la puerta, respiró profundamente varias veces y fue disminuyendo la velocidad hasta adoptar una despreocupada zancada. Se abrochó la americana, alzó ligeramente la barbilla y dobló la esquina justo cuando sonaba la última campanada.

«Comienza el espectáculo».

Al entrar en el Salón Estatuario Nacional, levantó la mirada y sonrió afectuosamente. Un instante después, sin embargo, su sonrisa se evaporó. Se detuvo en seco.

Algo iba mal, muy mal.