El explosivo Key 4 había sido desarrollado por las fuerzas especiales para abrir puertas cerradas con el mínimo daño colateral. Consistente básicamente en ciclotrimetilenetrinitramina con plastificante dietilhexil, se trataba en realidad de un pedazo de C-4 comprimido hasta formar láminas del grosor de un papel para poder así insertarlo en las jambas de una puerta. En el caso de las de la sala de lectura de la biblioteca, el explosivo había funcionado a la perfección.
El agente Turner Simkins, jefe de la operación, pasó por entre los escombros de las puertas y examinó la enorme sala octogonal en busca de algún movimiento. Nada.
—Apaga las luces —dijo Simkins.
Un segundo agente encontró el panel de interruptores y sumió la sala en la oscuridad. Al mismo tiempo, los cuatro hombres se pusieron sus cascos de visión nocturna y se ajustaron los visores a los ojos. Permanecieron inmóviles, inspeccionando la sala de lectura, que ahora veían en luminiscentes formas verdes.
La escena siguió siendo la misma.
Nadie se movió en la oscuridad.
Seguramente los fugitivos iban desarmados, y sin embargo el equipo había entrado en la sala con sus fusiles en alto. En la oscuridad, sus armas de fuego proyectaban cuatro amenazadores haces de luz láser. Los hombres los apuntaban en todas direcciones, buscando en la negrura: el suelo, lo más alto de las paredes, los balcones. A menudo, la mera visión de un arma con punto de mira láser en la oscuridad era suficiente para provocar una rendición inmediata.
«Al parecer, esta noche no».
El agente Simkins levantó la mano y les hizo un gesto a sus hombres. Silenciosamente, éstos se dispersaron. Mientras avanzaba con cautela por el pasillo central, Simkins se llevó la mano al visor y activó la última adición al arsenal de la CIA. Hacía años que existían los visores termales, pero recientes avances en miniaturización, sensibilidad diferencial e integración dual habían facilitado la aparición de una nueva generación de equipos que proporcionaban a los agentes una visión que rayaba lo sobrehumano.
«Podemos ver en la oscuridad. Podemos ver a través de las paredes. Y ahora… podemos ver además el pasado».
Los equipos de visualización termal se habían vuelto tan sensibles a los cambios térmicos que no sólo podían detectar la ubicación actual de una persona, sino también sus ubicaciones anteriores. Con frecuencia, la capacidad de ver el pasado había demostrado ser la más valiosa de todas. Y esa noche, una vez más, estaba demostrando su valía. El agente Simkins examinó las señales térmicas que había en una de las mesas de lectura. Las dos sillas de madera aparecían en su visor con un color rojizo-purpúreo, lo que le indicaba que esas sillas estaban más calientes que las otras de la sala. La lámpara de la mesa emitía un color naranja. Estaba claro que los dos hombres habían estado sentados a esa mesa, pero la pregunta ahora era saber qué dirección habían tomado.
Encontró la respuesta en el mostrador central que rodeaba la gran consola de madera del centro de la sala. En ella podía ver el brillo de una fantasmal huella carmesí.
Con el arma en alto, Simkins se dirigió hacia el armario octogonal, apuntando su punto de mira láser a su superficie. Lo rodeó hasta que vio una abertura a un lado. «¿De verdad se han encerrado dentro de un armario?» El agente examinó el reborde que había alrededor de la abertura y vio otra huella brillante. Alguien se había cogido a la jamba mientras se metía en la consola.
El silencio había terminado.
—¡Señal térmica! —exclamó Simkins, apuntando hacia la abertura—. ¡Convergencia de flancos!
Sus dos flancos se acercaron por lados opuestos, rodeando la consola octogonal.
Simkins se acercó a la abertura. A tres metros de distancia pudo ver que dentro había una fuente de luz.
—¡Hay luz en la consola! —gritó, esperando que el sonido de su voz convenciera al señor Bellamy y al señor Langdon de que salieran del armario con los brazos en alto.
No pasó nada.
«Está bien, lo haremos del otro modo».
Al acercarse a la abertura, oyó un inesperado zumbido que provenía de su interior. Parecía una maquinaria. Se detuvo, intentando imaginar qué podía hacer un ruido semejante dentro de un espacio tan pequeño. Se acercó más y pudo oír unas voces por encima del ruido de la maquinaria. Entonces, justo cuando llegó a la abertura, las luces del interior desaparecieron.
«Gracias —pensó, ajustándose el casco de visión nocturna—. La ventaja es nuestra».
Ya en el umbral, Simkins miró por la abertura. Lo que vio dentro no se lo esperaba. La consola no era tanto un armario como el techo elevado de una empinada escalera que descendía a una habitación inferior. El agente apuntó su arma hacia la escalera y empezó a bajarla. El zumbido de la maquinaria se iba haciendo más fuerte a cada peldaño que descendía.
«¿Qué diablos es este sitio?»
La habitación que había debajo de la sala de lectura era un espacio pequeño y de aspecto industrial. El zumbido que oía provenía efectivamente de una maquinaria, pero no estaba seguro de si estaba encendida porque Bellamy y Langdon la habían activado o porque permanecía siempre en funcionamiento. En cualquier caso, no importaba. Los fugitivos habían dejado sus reveladoras señales térmicas en la única salida de la habitación: una gruesa puerta de acero en cuyo teclado numérico se podían ver claramente cuatro marcas relucientes sobre las teclas. Una franja anaranjada brillaba alrededor de la puerta, indicando que al otro lado las luces estaban encendidas.
—Echad la puerta abajo —dijo Simkins—. Es por donde han escapado.
A sus hombres les llevó ocho segundos insertar y detonar una lámina de Key 4. Cuando el humo se hubo disipado, los agentes se encontraron ante un extraño mundo subterráneo conocido allí como «las estanterías».
La biblioteca del Congreso tenía kilómetros y kilómetros de estantes, la mayoría de ellos bajo tierra. Las interminables hileras daban la impresión de ser una especie de ilusión óptica «infinita» creada con espejos.
Un letrero indicaba:
Al cruzar las puertas destrozadas, Simkins notó aire fresco. No pudo evitar sonreír. «¿Puede ponerse más fácil la cosa?» Las señales térmicas en los entornos de temperatura controlada se veían cual erupciones solares. Efectivamente, en su visor apareció un brillante manchón rojo sobre un pasamanos que había más adelante y al que Bellamy o Langdon debían de haberse cogido al pasar.
—Podéis correr —susurró para sí—, pero no podéis ocultaros.
Mientras Simkins y su equipo avanzaban por el laberinto de estanterías, se dio cuenta de que la balanza estaba tan inclinada a su favor que ni siquiera necesitaba el visor para seguir a su presa. Bajo circunstancias normales, ese laberinto de estanterías hubiera sido un digno escondite, pero para ahorrar energía, las luces de la biblioteca del Congreso funcionaban con sensores de movimiento, y la ruta de huida de los fugitivos estaba iluminada como si de una pista de aterrizaje se tratara. Una estrecha y serpenteante guirnalda de luces se perdía en la distancia.
Todos los hombres se quitaron los visores y el equipo se puso a seguir el rastro de luz, que iba de un lado a otro por un laberinto de libros aparentemente interminable. Pronto Simkins empezó a ver luces parpadeantes ante sí. «Nos estamos acercando». Apretó todavía más el ritmo, hasta que de repente oyó pasos y una respiración jadeante. Entonces vio a uno de los objetivos.
—¡Contacto visual! —exclamó.
La desgarbada figura de Warren Bellamy debía de ir a la cola. El atildado afroamericano avanzaba tambaleante junto a las estanterías, obviamente ya sin aliento. «De nada sirve, señor».
—¡Deténgase, señor Bellamy! —exclamó Simkins.
Bellamy siguió corriendo, doblando esquinas y zigzagueando por entre las hileras de libros. A cada giro, las luces se iban encendiendo.
—¡Derríbenlo! —ordenó Simkins.
El agente que portaba el rifle no letal apuntó y disparó. Al proyectil que salió volando por el pasillo y se envolvió alrededor de las piernas de Bellamy se lo apodaba «cuerda boba», pero de boba no tenía nada. Ese «incapacitante» no letal era una tecnología inventada en los laboratorios nacionales Sandia, y consistía en una pegajosa hebra de poliuretano que se volvía sólida al entrar en contacto con el blanco, creando una rígida red de plástico que se enroscaba en las rodillas del fugitivo. El efecto en un objetivo móvil era el mismo que el de insertar un palo en los radios de una bicicleta en movimiento. Las piernas del hombre quedaban inmovilizadas a media zancada, salía despedido hacia adelante y caía finalmente al suelo. Bellamy resbaló otros tres metros por un pasillo a oscuras antes de detenerse del todo.
—Yo me encargo de Bellamy —gritó Simkins—. ¡Id a por Langdon! Debe de andar por delante de… —El jefe de equipo se interrumpió al ver que las estanterías de libros que tenía enfrente permanecían a oscuras. Estaba claro que nadie más iba corriendo por delante de Bellamy. «¿Está solo?»
El Arquitecto seguía boca abajo, respirando con dificultad, con las piernas y los tobillos envueltos en un plástico endurecido. Simkins se acercó y le dio media vuelta con el pie.
—¡¿Dónde está?! —inquirió el agente.
A Bellamy le sangraba el labio por culpa de la caída.
—¿Dónde está quién?
El agente Simkins levantó el pie y colocó su bota encima de la inmaculada corbata de seda de Bellamy. Luego se inclinó, aplicando una ligera presión.
—Créame, señor Bellamy: no quiere jugar a esto conmigo.