Capítulo 57

Mal’akh conducía su limusina hacia el norte, en dirección a Kalorama Heights. La explosión del laboratorio de Katherine había sido mayor de lo que había esperado, y había tenido suerte de escapar ileso.

«He de salir de la carretera», pensó. Incluso en el caso de que Katherine no hubiera telefoneado aún a la policía, sin duda la explosión los habría alertado. «Y un hombre con el pecho descubierto conduciendo una limusina es algo que llama la atención».

Tras años de preparación, Mal’akh no podía apenas creer que esa noche al fin hubiera llegado. El viaje hasta alcanzar ese momento había sido largo y difícil. «Lo que empezó hace años en la adversidad… terminará esta noche en la gloria».

La noche en que todo empezó él todavía no se llamaba Mal’akh. De hecho, la noche en que todo empezó, él aún no tenía nombre. «Recluso 37». Como la mayoría de los prisioneros de la brutal prisión de Soganlik, en las afueras de Estambul, el Recluso 37 estaba encerrado por un asunto de drogas.

Estaba echado en su litera de la celda de cemento, hambriento y aterido en la oscuridad, preguntándose cuánto tiempo más seguiría encarcelado. Su nuevo compañero de celda, a quien había conocido apenas veinticuatro horas antes, dormía en la litera de arriba. El alcaide de la prisión, un obeso alcohólico que odiaba su trabajo y la tomaba por ello con los reclusos, acababa de apagar las luces.

Eran casi las diez cuando el Recluso 37 oyó una conversación por el conducto de ventilación. Identificó nítidamente la primera voz, tenía el penetrante y beligerante acento del alcaide, quien obviamente no apreciaba que lo despertara un visitante de última hora.

—Sí, sí, ya veo que viene de muy lejos —estaba diciendo—, pero el primer mes no están permitidas las visitas. Es el reglamento. Sin excepciones.

La voz que le contestó era suave y refinada, llena de dolor.

—¿Está bien mi hijo?

—Es un drogadicto.

—¿Lo están tratando bien?

—Suficientemente bien —contestó el alcaide—. Esto no es un hotel.

Hubo una pausa.

—¿Es usted consciente de que el Departamento de Estado norteamericano solicitará la extradición?

—Sí, sí, siempre lo hacen. Se concederá, aunque el papeleo puede que nos lleve un par de semanas…, o un mes…, depende.

—¿Depende de qué?

—Bueno —dijo el alcaide—, andamos cortos de personal. —Hizo una pausa—. Aunque, claro, a veces partes interesadas como usted realizan donaciones al personal de la prisión para ayudarnos a acelerar las cosas.

El visitante no contestó.

—Señor Solomon —prosiguió el alcaide de la prisión, bajando el tono de su voz—, para un hombre como usted, el dinero no es ningún obstáculo y siempre hay opciones. Conozco a algunas personas en el gobierno. Si usted y yo trabajamos juntos, quizá podríamos sacar a su hijo de aquí… mañana, y retirar todos los cargos. No tendría siquiera que afrontar un juicio en casa.

La respuesta fue inmediata.

—Dejando de lado las ramificaciones legales de su sugerencia, me niego a enseñarle a mi hijo que el dinero resuelve todos los problemas o que en la vida uno no es responsable de sus actos, especialmente en un asunto tan serio como éste.

—¿Prefiere dejarlo aquí?

—Me gustaría hablar con él. Ahora.

—Como he dicho, tenemos reglas. No puede visitar a su hijo…, a no ser que quiera negociar su inmediata liberación.

Se hizo un silencio entre ambos durante varios segundos.

—El Departamento de Estado se pondrá en contacto con usted. Asegúrese de que a Zachary no le pasa nada malo. Confío en que la semana que viene esté en un avión de vuelta a casa. Buenas noches.

Y se marchó con un portazo.

El Recluso 37 no podía creer lo que acababa de oír. «¿Qué tipo de padre deja a su propio hijo en este agujero para enseñarle una lección?» Peter Solomon había rechazado incluso limpiar los antecedentes de Zachary.

Esa misma noche, mientras permanecía echado en su litera, al Recluso 37 se le ocurrió cómo podía salir libre. Si el dinero era lo único que separaba a un prisionero de la libertad, se podía decir que él ya estaba prácticamente libre. Puede que Peter Solomon no tuviera intención de echar mano de su bolsillo, pero como sabía cualquiera que leyera los tabloides, su hijo Zachary también tenía mucho dinero. Al día siguiente, el Recluso 37 habló en privado con el alcaide y le sugirió un plan, una atrevida e ingeniosa estratagema que les proporcionaría a ambos exactamente lo que querían.

—Para que esto funcione, Zachary Solomon tendrá que morir —le explicó el Recluso 37 al alcaide—. Pero ambos podríamos desaparecer inmediatamente. Usted podría retirarse a las islas griegas. Nunca volvería a ver este lugar.

Tras comentar los detalles un poco más, los dos hombres llegaron a un acuerdo.

«Pronto Zachary Solomon estará muerto», pensó el Recluso 37, sonriendo al imaginar lo fácil que resultaría todo.

Dos días después, el Departamento de Estado se puso en contacto con la familia Solomon para darles la terrible noticia. Las instantáneas de la prisión mostraban el cuerpo brutalmente apaleado de su hijo, que yacía hecho un ovillo y sin vida en el suelo de su celda. Le habían golpeado la cabeza con una barra de acero, y el resto de su cuerpo había sido linchado y retorcido más allá de lo humanamente imaginable. Lo habían torturado y finalmente asesinado. El principal sospechoso era el mismo alcaide de la prisión, que había desaparecido, seguramente con todo el dinero del muchacho. Zachary había trasladado su vasta fortuna a una cuenta privada que había sido vaciada inmediatamente después de su muerte. No había forma de saber dónde estaba el dinero ahora.

Peter Solomon viajó a Turquía en un avión privado y regresó con el ataúd de su hijo, que fue enterrado en el cementerio familiar de los Solomon. Al alcaide de la prisión no lo encontraron nunca. Ni lo encontrarían, sabía el Recluso 37. El voluminoso cuerpo del turco descansaba ahora en el fondo del mar de Mármara, alimentando a los cangrejos azules que migraban a través del estrecho del Bósforo. La vasta fortuna de Zachary Solomon había sido trasladada por completo a una cuenta irrastreable. El Recluso 37 volvía a ser un hombre libre; un hombre libre con muchísimo dinero.

Las islas griegas era un paraíso. La luz, el agua, las mujeres…

No había nada que el dinero no pudiera comprar; nuevas identidades, nuevos pasaportes, nueva esperanza. Escogió un nombre griego, Andros Dareios: Andros significaba «guerrero», y Dareios, «rico». Durante las oscuras noches en prisión lo había pasado muy mal, y Andros se juró que nunca volvería a ellas. Se afeitó su greñudo pelo y se apartó por completo del mundo de la droga. Empezó una nueva vida, explorando placeres nunca antes imaginados. La serenidad de navegar a solas por el azulado mar Egeo se convirtió en su nuevo colocón de heroína; la sensualidad de rechupetear un húmedo arni souvlakia directamente de la brocheta, en su nuevo éxtasis; y el subidón de lanzarse a la espumosa agua desde los escarpados acantilados de Mykonos, en su nueva cocaína.

«He vuelto a nacer».

Andros se compró una enorme villa en la isla de Syros y empezó a codearse con la bella gente del exclusivo pueblo de Posidonia. La comunidad de ese nuevo mundo no sólo era rica, sino también perfecta cultural y físicamente. Sus vecinos se enorgullecían de sus cuerpos y de sus mentes, lo que resultó contagioso. Al poco, el recién llegado empezó a hacer footing por la playa, a broncear su pálido cuerpo y a leer libros. Andros leyó la Odisea, de Homero, cautivado por las imágenes de poderosos y bronceados hombres que luchaban en esas islas. Al día siguiente empezó a levantar pesas, y le sorprendió comprobar lo rápidamente que crecían sus pectorales y sus brazos. Poco a poco, comenzó a advertir que las mujeres lo miraban, y esa admiración resultaba embriagadora. Sintió el deseo de hacerse todavía más fuerte. Y lo hizo. Con la ayuda de largos ciclos de esteroides mezclados con hormonas de crecimiento compradas en el mercado negro e interminables horas levantando pesas, Andros se transformó en algo que nunca hubiera imaginado que podría llegar a ser: un perfecto espécimen masculino. Aumentó tanto la altura como la musculatura, desarrollando unos pectorales perfectos y unas enormes y poderosas piernas, que él mantenía perfectamente bronceadas.

Para entonces, todo el mundo lo miraba.

Tal y como le habían advertido, el gran consumo de esteroides y hormonas le cambió no sólo el cuerpo, sino también la voz, que se volvió un inquietante susurro, lo que lo hacía todavía más misterioso. Esa suave y enigmática voz, combinada con su nuevo cuerpo, su riqueza y la negativa a hablar de su misterioso pasado, terminaba por conquistar a las mujeres que conocía. Se entregaban a él sin reservas, y él las satisfacía a todas: de las modelos de visita a las islas para una sesión fotográfica, a núbiles universitarias norteamericanas de vacaciones, pasando por las solitarias esposas de sus vecinos, o incluso algún joven ocasional.

«Soy una obra maestra».

Al pasar de los años, sin embargo, las aventuras sexuales de Andros empezaron a perder emoción. Y lo mismo sucedía con todo lo demás. La suntuosa cocina de la isla perdió su sabor, los libros su interés, e incluso las deslumbrantes puestas de sol que podía ver desde su villa comenzaron a parecerle insulsas. ¿A qué se debía? No había cumplido los treinta y ya se sentía viejo. ¿Qué más le quedaba por hacer? Había esculpido su cuerpo hasta convertirlo en una obra maestra; se había educado a sí mismo y había nutrido su mente con cultura; vivía en el paraíso, y tenía el amor de todo aquel que deseaba.

Y, sin embargo, por increíble que pareciera, se sentía tan vacío como cuando estaba en la prisión turca.

«¿Qué es lo que me falta?»

Obtuvo la respuesta unos meses después. Andros estaba solo en su villa, cambiando distraídamente de canal en medio de la noche, cuando de repente dio con un programa acerca de los secretos de la francmasonería. No era un documental muy bueno, y ofrecía más preguntas que respuestas, pero Andros no pudo evitar sentirse intrigado por la plétora de teorías conspiratorias que rodeaban la hermandad. El narrador iba describiendo leyenda tras leyenda.

«Los francmasones y el Nuevo Orden Mundial…»

«El Gran Sello masónico de Estados Unidos…»

«La logia masónica P2…»

«El secreto perdido de la francmasonería…»

«La pirámide masónica…»

Andros se incorporó, sobresaltado. «Pirámide». El narrador empezó a contar la historia de una misteriosa pirámide de piedra cuya inscripción encriptada prometía otorgar un saber perdido y un inconmensurable poder. A pesar de su aparente inverosimilitud, la historia trajo a su mente un lejano recuerdo… de una época mucho más oscura. Andros recordó lo que Zachary Solomon había oído de su padre acerca de una misteriosa pirámide.

«¿Es posible?» Andros se esforzó para recordar los detalles.

Cuando el programa terminó, salió al balcón para dejar que el aire fresco le aclarara las ideas. Empezó a recordar más cosas, y a medida que todo iba volviendo a él, tuvo la sensación de que quizá detrás de la leyenda se ocultaba una verdad. Y si ése era el caso, Zachary Solomon —aunque muerto hacía mucho— todavía tenía algo que ofrecerle.

«¿Qué tengo que perder?»

Tan sólo tres semanas después, tras planear cuidadosamente el momento oportuno, Andros se encontraba delante del invernadero de la finca que los Solomon tenían en Potomac. A través del cristal pudo ver a Peter Solomon charlando y riendo con su hermana, Katherine. «No parece que les haya costado demasiado olvidarse de Zachary», pensó.

Antes de ponerse un pasamontañas en la cabeza, Andros tomó un poco de cocaína. Era la primera que probaba desde hacía mucho. Sintió el familiar subidón y la ausencia de miedo. Sacó una pistola, abrió la puerta con una vieja llave y entró.

—Hola, familia Solomon.

Lamentablemente, la noche no fue como Andros había planeado. En vez de obtener la pirámide a por la que había ido, le dispararon una perdigonada y tuvo que huir por el césped cubierto de nieve en dirección al bosque. Para su sorpresa, tras él fue Peter Solomon, en cuya mano pudo vislumbrar además el brillo de una pistola. Andros corrió hacia los árboles y cogió un sendero que seguía el borde de un profundo barranco. Abajo, el ruido de una cascada resonaba en el límpido aire invernal. Pasó por delante de un grupo de robles y dobló un recodo hacia la izquierda. Segundos después, el repentino final del sendero hizo que tuviera que detenerse en seco, escapando por poco de la muerte.

«¡Dios mío!»

A unos pocos metros tenía la pendiente del barranco, bajo la cual se podía ver el río congelado. En la roca que había a un lado del camino, una torpe mano infantil había tallado una inscripción:

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Al otro lado del barranco el sendero continuaba. «¡¿Dónde está el puente?! —El efecto de la cocaína se le había pasado—. ¡Estoy atrapado!» Dejándose llevar por el pánico, Andros se volvió para recorrer de vuelta el sendero, pero se encontró de cara con Peter Solomon, que permanecía de pie ante él, sin aliento y con una pistola.

Andros miró el arma y retrocedió un paso. La caída que tenía detrás era de al menos quince metros y daba a un río cubierto de hielo. La neblina de la cascada que los rodeaba le había helado hasta los huesos.

—El puente de Zach se pudrió hace mucho —dijo Solomon, jadeante—. Él era el único que venía hasta aquí. —Solomon mantenía la pistola sorprendentemente firme—. ¿Por qué mató a mi hijo?

—No era nadie —respondió Andros—. Un drogadicto. Le hice un favor.

Solomon se acercó, apuntando la pistola directamente al pecho de Andros.

—Quizá yo debería hacerle a usted el mismo favor. —Su tono era especialmente virulento—. Mató a mi hijo de una paliza…, ¿cómo puede un hombre hacer algo así?

—Los hombres hacen cosas impensables cuando están al límite.

—¡Asesinó a mi hijo!

—No —respondió Andros, acalorándose—. Usted asesinó a su hijo. ¿Qué tipo de hombre deja a su hijo en prisión cuando tiene la opción de sacarlo de ahí? ¡Usted asesinó a su hijo! No yo.

—¡No sabe nada! —exclamó Solomon, con dolor en la voz.

«Está equivocado —pensó Andros—. Lo sé todo».

Peter Solomon se acercó todavía más, estaba apenas a cinco metros, con la pistola en alto. A Andros le ardía el pecho, y podía notar que estaba sangrando profusamente. La calidez se extendía hasta su estómago. Miró la caída por encima del hombro. Imposible. Se volvió hacia Solomon.

—Sé mucho más de lo que piensa —susurró—. Sé que no es usted el tipo de persona que asesina a sangre fría.

Solomon dio un paso adelante y lo apuntó con el arma.

—Se lo advierto —dijo Andros—, si aprieta ese gatillo, lo atormentaré el resto de su vida.

—Ya lo hace.

Y tras decir eso, Solomon disparó.

Mientras conducía a toda velocidad de vuelta a Kalorama Heights, el que se llamaba a sí mismo Mal’akh reflexionó acerca de los milagrosos acontecimientos que lo salvaron de una muerte segura en lo alto de aquel barranco helado. Lo transformaron para siempre. El disparo apenas resonó un instante, pero sus efectos reverberarían durante décadas. Su cuerpo, antaño bronceado y perfecto, estaba ahora lleno de cicatrices de aquella noche…, cicatrices que ocultaba bajo los símbolos tatuados de su nueva identidad.

«Soy Mal’akh.

»Ése fue siempre mi destino».

Había atravesado el fuego, había sido reducido a cenizas, para finalmente volver a emerger, transformado una vez más. Esa noche daría el último paso de su largo y magnífico viaje.